Capítulo VI
Hacia el mediodía los niños reanudaron su travesía. Eduard, que resultó ser uno de los capitanes de la guardia real, decidió acompañarlos y brindarles su protección. Tenían que ir, como le dijo Polet a Alina, hasta la Tierra de Fuego, donde en la antigüedad estaba el reino de los dragones. Mas de mil años habían pasado desde aquella época heroica, donde dragones y reyes pelearon juntos para defender el reino de Nasir de cuanto peligro le acechara.
Esos eran tiempos olvidados, corrían vientos de paz y ya nadie recordaba a los dragones. Ahora debían emprender el viaje, llegar a ese mítico reino y despertar a las bestias para que, una vez más, lucharan a su lado y salvaran a Nasir de un nuevo peligro.
—No quiero caminar más, me quiero ir a casa. Estoy cansado. ¿Cuándo va a venir Polet?
Hacía más de media hora que el príncipe Gabriel repetía lo mismo y los nervios de Alina y Meredith estaban al borde. Fue Meredith quien estalló primero:
—¡Ya te dije que no podemos regresar a la casa, Gabriel! ¡Deja de quejarte! No haces más que llorar y quejarte.
Ante estas palabras, el niño rompió a llorar.
—¡Quiero mis canicas!
—Ya, Gabriel. ¡Cállate!
—¡Meredith!, no le hables así. Dejen de pelear. Son un par de fastidiosos —dijo Alina estallando también.
Eduard estaba sorprendido. Siempre creyó que la familia real era perfecta, llena de educación, amor y bondad, pero la realidad era otra. Le recordaba a cómo era de niño con sus hermanos, siempre peleando.
—¿Podría acercarse, príncipe Gabriel? Si lo quiere os llevaré en mis hombros —Los ojitos del niño se iluminaron.
—¡Sí, caballito!
Hacia el mediodía llegaron a un arroyo de aguas cristalinas y Eduard decidió que era momento de descansar. Gabriel, ilusionado, quiso bañarse en la orilla del río, siempre bajo la mirada atenta de Alina, mientras ella y Eduard trataban de pescar algo para comer. Meredith, en cambio, taciturna, se sentó sobre una roca algo alejada del grupo y cerca de la vegetación.
La niña pensaba en toda su pérdida y en el gran giro que acababa de dar su vida cuando de pronto escuchó algo. Era solo un tenue rumor, como el batido de las alas de una abeja. Al mirar mejor, pudo ver sobre una hermosa flor amarilla con forma de campana un diminuto ser. Era un hada que trataba en vano de volar. Batía con fuerza las pequeñas alas tornasoladas, pero tan solo lograba elevarse unos pocos centímetros y, frustrada, volvía a caer sobre la campánula.
Meredith nunca había visto un hada. Con total delicadeza se acercó a ella.
—¿Qué te pasa, estás lastimada?
El hada abrió mucho sus hermosos ojitos al reconocer a la niña.
—!Oh, usted es la niña reina! Todos en el bosque hablan de usted, alteza.
—Ah, sí, ¿y qué dicen? —preguntó Meredith, con tristeza— De seguro que solo soy una niña inútil que no debe gobernar.
La hadita vio sorprendida el rostro compungido de la niña.
—Claro que no. Todos decimos que es muy valiente y estamos ansiosos por que recupere vuestro trono. Vuestra pureza y bondad traerán de nuevo la luz a Nasir. ¿Acaso no os habéis dado cuenta, mi reina, que el sol no brilla tan fuerte como antes a pesar de lo cerca que está el verano? Hace frío y todo empieza a morir. Las flores se marchitan, los árboles pierden sus hojas y ahora, nosotras las hadas, no podemos volar. Si la bruja Eloísa sigue en el trono, Nasir se volverá una tierra de oscuridad. La magia de Eloísa es poderosa, pero para continuar siendo así de fuerte consume la vida de nuestro reino. Alteza, debe despertar cuanto antes el corazón del dragón o todo morirá.
—Vamos hacia allá, pero nos está llevando mucho tiempo.
—Oh, creo que puedo ayudaros.
Luego de hablar con el hada, Meredith se acercó donde Eduard y Alina discutían sobre cuál era la mejor forma de cocinar el pescado.
—Por favor, vengan, deseo mostrarles algo.
La niña los llevó más adentró en el bosque. Al apartar un arbusto parcialmente marchito, Alina se sorprendió. En un claro del bosque había un grupo de resplandecientes unicornios pastando. Al igual que Meredith y Gabriel, ella nunca había visto uno.
—Nos ayudarán a llegar a la tierra de los dragones —dijo Meredith con una enorme sonrisa—, un hada que encontré en el bosque los convenció.
Eduard y Alina se miraron sorprendidos, mientras el príncipe Gabriel llegaba corriendo desnudo y emocionado para ver los unicornios.
Después de comer, emprendieron la marcha hasta la Tierra del Fuego.
Meredith y Alina cabalgaban solas y Eduard llevaba al príncipe Gabriel. A Meredith le parecía que Alina volteaba frecuentemente, más para ver a Eduard, que para asegurarse de la seguridad de su hermano. Adelante, la esfera luminosa marcaba el camino que debían seguir.
Cuanto más se alejaban del castillo, más se podía notar la oscuridad que comenzaba a afectar al reino. La tierra estaba negra, y la mayoría de los árboles por donde pasaban, totalmente marchitos. El corazón de la niña se entristeció al ver cómo su reino moría. Dentro de ella, se sentía culpable de haberse dejado engañar por la malvada Eloísa. Ya no podía escuchar el trino de las aves, solo el graznar de un cuervo los había acompañado desde que salieron del arroyo.
Al atardecer, la esfera luminosa se detuvo.
Los jóvenes desmontaron y el primero en inspeccionar el sitio fue Eduard. Con su espada en la mano, se acercó a lo que había sido un trono y ahora no era más que ruinas parcialmente cubiertas de musgo y enredaderas.
Las chicas lo seguían de cerca. Detrás del trono había una pared de piedra con dibujos grabados en ella. Los dibujos parecían contar la historia olvidada de la remota guerra donde los dragones ayudaron al rey de Nasir a vencer. Pero solo había eso, un dibujo contando una historia.
Por más que los jóvenes recorrieron las ruinas y sus alrededores, no encontraron nada. Ni una cueva donde durmiera el mítico dragón; ni un calabozo donde estuviera encerrado; ni una espada fabulosa incrustada en una piedra que, al sacarla, revelara un mágico poder. No había nada. Solo dibujos.
Sentada en una roca, Meredith dejó que el llanto lavara su rostro. Sentía desesperación. El dragón no existía, solo era una leyenda. ¿Cómo podría ayudar a su pueblo, si no era más que una niña inexperta y tonta? Tal vez tenían razón y ella no debía gobernar. De qué manera ansiaba que su madre y su padre, o Polet, estuvieran allí para socorrerla.
Eduard expresó en voz alta lo que pensaba. Para él la salida era la guerra y creía necesario buscar apoyo para enfrentarse a Eloísa.
—Alina, Su alteza, les digo que el General Dedwin le es totalmente fiel. Estábamos juntos cuando Eloísa dijo su mentira y él no la creyó. Él la está buscando, mi reina, para devolverle el trono. Estoy seguro de eso, si regresamos, sé que nos ayudará.
—¿Y si no es así? ¿Y si te equivocas y caemos directo en manos del enemigo? —preguntaba Alina mientras caminaba de un lado para otro— Creo que es mejor olvidarnos del castillo y el reino y mantener nuestras vidas sencillas. Podríamos vivir en alguna aldea, compraríamos gallinas y venderíamos sus huevos en el mercado, y tú, Meredith, podrías bordar lindos pañuelos que luego venderíamos también. Eso es mejor que enfrentarnos en una batalla que no podemos ganar.
Meredith contempló a su hermano, apenas un niño de cinco años. Sin duda, Alina tenía razón. Pero un rey o una reina se deben a su pueblo, y ella tenía que salvar a Nasir de la oscuridad que lo acechaba, o al menos intentarlo.
—Alina, tienes razón y te encomiendo que cuides a mi hermano, pero yo debo intentar al menos recuperar mi trono, se lo debo a mi reino —Con un fuerte suspiro continuó— Eduard, ¿vendrías conmigo?
Eduard se arrodilló solemne frente a Meredith para jurarle lealtad. Ante la escena, Alina no pudo hacer más que rodar los ojos, tampoco quería que Meredith se convirtiera en una mártir. Ahora ella y Gabriel eran toda su familia y tenían que estar unidos.
—Si tú vas, todos iremos Meri. ¡No te voy a dejar sola!— dijo Alina abrazándola.
—¡Abrazo!— gritó Gabriel al ver la escena, uniéndose al abrazo familiar.
La brillante esfera resplandeció sobre ellos, esparciendo calidez y esperanza en sus corazones.
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