Capítulo 6. El comienzo de algo nuevo

ATHINA

Décimo Anochecer de Deshielo Tormentoso, 17

Nunca se había sentido tan esperanzada como en aquel momento. La noche ya era cerrada y en su centro resplandecía una cegadora luz lunar. La joven notaba una emoción liberada apresando su corazón. Las respuestas estaban más cerca que nunca. Para calmar su agitación, dirigió la vista al cielo y susurró una oración en nombre de Délide, la diosa del plateado astro.

De súbito, un cálido viento frontal le removió las sucias telas. Se encontraban en medio del Mar de la Desesperación, el desierto que delimitaba el sur de la Isla Septentrional. Más allá había una costa y un inmenso mar que llevaba a otras islas.

Según decían las leyendas, una gran bola de fuego impactó contra lo que antes eran campos de cultivo, ríos llenos de carpas y aldeas norteñas. Desde entonces, se convirtió en un árido territorio bajo las montañas del norte. Algunos rumoreaban que la bola de fuego había salido del centro de la tierra cuando Alharia se separó, conjurada por los brujos. Últimamente toda culpa era atribuida a la magia.

—¿A dónde nos dirigimos? —preguntó con curiosidad y algo de desconfianza. El mundo le había enseñado lo retorcido que podía ser.

—A las Cavernas Oscuras, mi señora —contestó con cortesía—. Confío en que conoceréis de qué os hablo.

Athina repasó en su mente recuerdos y dio con el momento en que Sophya le había hablado de ellas.

—Las Cavernas —decía—, son el lugar de refugio de los brujos, aquí en Alharia. Se sitúan a mucha profundidad bajo tierra, donde ningún humano pueda alcanzarnos.

—¿Y cómo iremos ahí? —dudaba una joven Athina de voz aguda, siete años atrás.

—Existen entradas secretas repartidas por todo el continente y solo nosotros podemos atravesarlas. Hay una más allá de Deralia, custodiada por el clima implacable del desierto. Los brujos están al tanto de nuestros planes, así que nos dejarán entrar. —Recordó con nostalgia la sonrisa que Sophya había trazado bajo su delicada nariz pecosa—. Les he hablado mucho de ti. Estarán encantados de nuestra llegada.

Sacudió el recuerdo de su mente y se centró en el presente que se abría ante sus ojos. Dentro de poco Sophya volvería a estar con ella y juntas viajarían más allá de Alharia, a una tierra donde los brujos convivían en paz y armonía, alejados para siempre de todos los humanos que pretendían darles caza. Abrazó esa posibilidad y caminó con más decisión.

—Sí, sé de qué me hablas —contestó.

—Bien, pues a pocos kilómetros de aquí se nos revelará la entrada.

En frente suya el horizonte contrastaba con el terreno grisáceo y el negro de la noche. Por momentos se asemejaba a un mar de ceniza. Caminaron durante veinte minutos sin dirigir ninguna palabra. El joven brujo estaba sumido en sus pensamientos y se lo veía algo inquieto en su papel de guía. Cada tanto se erguía tratando de parecer seguro, pero era obvio que Athina le intimidaba un tanto. Quizás porque según su canción ella era la elegida y según Sophya, controlaba la magia más poderosa de todas.

La magia de las estrellas. Capaz de controlar la energía latente de los astros, la energía de la creación del universo. No era como los demás brujos elementales, que eran capaces de controlar un solo elemento. Su magia era capaz de generar energía de la nada. Era inagotable e inmortal. Salvo que... bueno, estaba su pequeño problemita.

Para relajar el ambiente, y transmitir esa comodidad, le preguntó su nombre.

—Podéis llamarme Ridel.

—Y vos podéis tutelarme —comentó ella con expresión divertida.

—Oh. Vale. —Esbozó una sonrisa y sus hombros se destensaron al momento—. Bueno, hemos llegado —dijo con solemnidad.

Una sombra cilíndrica apareció en su campo de visión. A medida que avanzaba, la sombra se fue haciendo más nítida, y líneas que conformaban las uniones de los ladrillos aparecieron en su superficie. Cuál fue su sorpresa al comprobar que apenas le llegaba a la cintura. Estaba compuesta por un ejército de piedras calizas que formaban escuadrón una encima de la otra. A pesar de su semejanza con una atalaya en miniatura, la verdad es que no era más que un pozo. Un pozo viejo y polvoriento, con aguas oscuras en su interior.

—Lanzaos... digo lánzate al agua.

Athina lo miró como si estuviera majareta.

—¿Qué haga qué? —exclamó.

—El portal está bajo el agua. Para atravesarlo necesitas zambullirte —explicó con tranquilidad—. Tranquila, una vez dentro te secaré las ropas.

Athina se asomó con cuidado de no caerse y apoyó las manos en la parte superior. Abajo el agua era invisible para los ojos. Cogió una piedrecita que había en el suelo, junto a la base, y la dejó caer. Durante un largo tiempo no solo se oía el latido de su corazón, hasta que al final escuchó con poca satisfacción el esperado chapoteo. La recorrió un escalofrío.

—¿Esto es seg...? —No le dio tiempo de terminar la pregunta.

De súbito notó que Ridel la empujaba hacia delante y en un abrir y cerrar de ojos estaba cayendo hacia las entrañas de la tierra. Con espanto, notó el estómago en la garganta.

La negrura se extendía por todas partes y por más que abriese los ojos (que ya de por sí estaban desorbitados buscando algún resquicio de luz) no veía absolutamente nada. La falda se le levantó hasta los hombros y casi dio gracias a la falta de luz. El túnel se ensanchaba más y pronto dejó de notar sus dedos rozar la pared.

Entonces dejó de caer y notó que su cabellera flotaba en todas direcciones. Pero aún no conseguía ver nada.

El mundo dio un extraño vuelco que sintió en sus carnes mientras atravesaba una barrera espesa. Comenzó a subir —o bajar, ya no estaba tan segura― a una velocidad asombrosa, que sin duda jamás habría podido alcanzar de cualquier otro modo.

Apareció una luz al final del túnel que se hacía más nítida conforme subía. Entornó los ojos y se dio cuenta de que era redonda, como un ojo de iris azul.

―¡El agua! ―exclamó, y su voz se multiplicó en el eco del pozo.

En efecto, se acercaba al agua más limpia y pura que había visto en su vida. Pero el precio para ver esa maravilla era alto y comenzó a quedarse sin aire. Notó el agua helada mojar cada parte de su cuerpo mientras ascendía. Sacó su instinto de supervivencia y se apresuró a nadar para llegar cuanto antes a la superficie. Respiró. Logró salir del agua casi arrastrándose hacia la orilla de aquel estanque subterráneo.

Notaba el latir de sus sienes. Tosió con fuerza y se retiró el pelo de la cara. Parecía más negro que nunca.

Cuando pudo enfocar la vista se percató de que estaba en una caverna. Las paredes de piedra con tonos tierra se extendían a lo largo de interminables pasadizos iluminados por diminutas algas colgantes que desprendían luz neón. Bajó la vista hacia el agua de la que había emergido. Estaba alumbrada con tonos turquesa, pero no había ningún punto de luz. Estaba estupefacta.

Tiene fondo, pensó con asombro. ¿De dónde había entrado entonces? Volvió a meterse con sumo cuidado y pasmada vio como el agua le llegaba a la cintura. Palpó el fondo con los pies enfundados en botas, pero no encontró ningún agujero.

A sus espaldas oyó un estallido de agua y al girarse alcanzó a ver a Ridel salir de ella. Se recorrió la cara con las manos para retirar las gotas y luego pasó los dedos por su oscura mata de pelo. Sus ojos estaban inyectados en sangre, como seguramente copiaban los de ella. La miraba fijamente con seriedad, dejando entrever su verdadera naturaleza.

—¿Estamos en...? —preguntó con la voz entrecortada mientras boqueaba. Ridel asintió.

—Solo pueden entrar los seres con magia —aclaró, adivinando la siguiente pregunta.

La joven asintió algo desubicada. Recorrió con la mirada el lugar y decidió salir del estanque.

—No hacía falta que me empujaras —murmuró con sorna.

—Tardabas mucho en decidirte —respondió él encogiéndose de hombros.

Cuando ambos estuvieron pisando tierra, Ridel se acercó a ella y pasó la mano a unos centímetros de su pelo. Las gotitas flotaron y ascendieron hacia su mano, donde se quedaron pegadas. Así, pasó la mano por todo el cuerpo, bajo la atenta mirada de la joven. Cuando acabó y ella estuvo totalmente seca, dejó caer la gran bola de agua al estanque. Repitió lo mismo con él y le señaló el pasadizo que se abría frente a ellos.

—Vamos —apremió.

Se oían chapoteos lejanos y gotas caer a su paso. Caminaron bajo la tenue luz de las algas mientras ella reflexionaba en lo que acababa de presenciar. Si Sophya no era una bruja, ¿cómo podría atravesar el portal con ella? Su amiga nunca le había dejado claro que se iba a separar de ella. Todo lo contrario.

—¿Por qué los humanos no pueden entrar?

—La barrera reconoce los distintos tipos de energía —empezó Ridel—. La de los humanos es muy débil comparada con la nuestra. No tienen la fuerza necesaria para atravesarla.

—¿Y qué nos diferencia de los humanos? —preguntó para profundizar el tema.

—Su energía solo les sirve para vivir. La nuestra, proporciona vida a nuestro cuerpo y un extra para manipular elementos. Cuanta más magia usamos, antes nos consumimos. No es energía ilimitada, pero tenemos bastante más que ellos. —Volvió a encogerse de hombros.

—Si un humano obtuviera la energía para hacer magia... —empezó.

—Si tuvieran que gestionar nuestro poder, se consumirían solo con tratar de invocarlo. Su cuerpo no tolera la manipulación de la magia. —Le pareció ver una mueca tristona en sus ojos. Bajo la luz mortecina parecían brillar más que nunca. Athina sabía que era por el contacto directo con su elemento. La magia de Ridel respondía al agua, ya que la misma energía fluía en su interior.

Aquello confirmaba sus sospechas: Sophya era una bruja como ella. No había otra explicación. ¿Por qué sino habría de decirle que iban a estar juntas en las Cavernas si sabía que moriría al intentar atravesarlas?

Cerró los ojos y respiró hondo, sabiendo que dentro de poco la volvería a ver y podría hacerle todas esas preguntas.

Llegaron a una pared de piedra que cerraba el camino con una puerta de madera roída en medio.

—Es aquí. Todo cuanto creas que sepas sobre la magia... no es nada comparado con lo que verás tras esta puerta. —Otra vez le clavaba los ojos.

La muchacha tragó saliva y se adelantó cruzando el umbral. Una gran cueva excavada abrigaba a la ciudad que se extendía a sus pies. Las paredes eran del mismo material color tierra de los pasadizos. En el techo colgaban estalactitas que se juntaban con las estalagmitas del suelo para crear columnas gigantes y retorcidas, con forma de caracola. En su superficie se entreveían puertas y ventanas: eran casas de varias plantas. La estancia estaba a rebosar de algas luminiscentes que desprendían por doquier destellos naranjas, azules, verdes y amarillos. En el aire flotaban chispas de magia recién usada de todos los tipos. Veía sobre sus cabezas hasta torrentes de magia que fluían como ríos multicolor, desafiando las leyes de la gravedad. Para ella estaba salpicado de belleza exótica. Todo parecía posible.

En el suelo, las charcas inundaban la estancia, con niños chapoteaban en las orillas. Una rana con piel salpicada de iridiscencia saltó sobre una hoja de alga cercana. Con otra zancada se perdió entre las rocas mientras los niños correteaban tras ella.

―Como ves, no somos pocos.

Athina seguía observando todo pasmada. En una de las charcas, un niño de extraña ropa azul como las olas del mar, movía el agua con las manos, que levitaba y hacia formas curiosas.

Un delfín acuoso saltó y se estampó contra el suelo de piedra, dejando un rastro de agua, que volvió a la charca con otro movimiento de manos del niño.

En la zona septentrional a ella, crecían fuertes enredaderas sobre las que colgaban casitas llenas de flores. En el lado opuesto, se extendía una zona rocosa llena de cristales de brillantes colores del tamaño de una persona. Reconoció el material del que estaba hecho su propio colgante. Amatistas colosales. La gente que iba y venía llevaba ropajes que identificaban su tipo de poder y ninguno de ellos parecían hechos por las torpes manos humanas. Las ropas de los brujos de las llamas parecían chispear ligeramente a cada paso y alguna que otra lengua de fuego salía despedida de la tela ignifuga.

Sentía la magia fluir en todas direcciones. Notaba la furia y la pasión que desprendía la magia ígnea, la calma y la furia que podía albergar el agua, las ansias por crecer de los brotes y el sentimiento de libertad que le transmitían los brujos de los vientos al pasar junto a ellos. El potencial energético que tenía el lugar.

—Esto es increíble, Ridel. —Quiso decirlo con más fuerza, pero quedó como un murmullo ahogado por las vistas.

Al girarse, él la observaba con una leve sonrisa en los labios.

—Vamos, te llevaré junto al Consejo de Nigromantes —alentó—. Tenemos una propuesta para ti.

A pesar de no tener ni idea de lo que querían de ella, intuyó que tenía algo que ver con la extraña canción de Ridel. Y al analizarla una pregunta se formó en su mente.

¿Existían más personas como ella? Estaba muy cerca de averiguarlo.

Espero que os haya gustado este capítulo, aunque no haya tantos diálogos. Al fin un capítulo que hace totalmente honor al título XD

¿Qué magia elemental os gustaría hacer a vosotros? ★

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