{♚} Capítulo veintidós.
Boqueé como un pez fuera del agua cuando el bloqueo se rompió definitivamente: se me escapó un gemido de dolor al rememorar a toda prisa cada recuerdo que se había mantenido oculto... hasta ahora. Tuve que hacer un gran esfuerzo para contener las lágrimas al ver a mi padre, al recordar cada segundo que pasé a su lado y los momentos felices.
Me sentía extraña en mi propio cuerpo. La Amelia que había estado retenida en contra de su voluntad, atrapada con el resto de recuerdos, inundó todo mi ser, ayudándome a encontrarme más cómoda ahora que me sentía yo por completo; la sensación de falta que había tenido desde que tenía uso de razón se había desvanecido porque había logrado recuperar todo lo que se me había arrebatado.
Mis dos mitades se acoplaron en mi interior y yo suspiré de alivio.
Mi madre me observaba con cautela, a la espera de que le explicara cómo me sentía. Había decidido eliminar definitivamente el bloqueo como regalo de despedida, sospeché, ya que aquella iba a ser la última noche que iba a pasar con ella.
Gracias a mis recuerdos recuperados pude ver cómo había sido Xanthippe y cómo se había producido paulatinamente su cambio; mi madre siempre me había prevenido de ella, pero no me había impedido que pudiera albergar una simpatía hacia ella. De niña había creído firmemente que mi madre se equivocaba, que Xanthippe simplemente estaba muy sola y necesitaba su propia familia...
Qué equivocada estaba.
-¿Amelia? –preguntó mi madre dubitativa.
Parpadeé varias veces.
-Estoy... bien –respondí-. Estoy bien.
Mi voz sonaba más segura y el hecho de enfrentarme a lo que me esperaba ya no me parecía tan grave: ahora recordaba cómo habían sido mis lecciones con una mujer menuda que siempre olía a hierbabuena, cuando me habían estado preparando para el momento en que yo me convirtiera en Emperatriz.
«Recuerde, Alteza, que ser Emperatriz se convertirá en una gran responsabilidad. En ocasiones incluso se verá obligada a hacer grandes sacrificios...»
Aquel era un sacrificio, tal y como me había advertido la mujer. Pero por un bien más importante: mi familia.
Me aferré a las manos de mi madre y la miré con intensidad.
-Prométeme que no le dirás nada de esto a nadie –le exigí-. Ni siquiera a la abuela.
Era incapaz de soportar que alguien tan importante para mí pudiera saber que estaba perdidamente enamorada de Habis; no sabía cuándo habían empezado, pero sí que sabía con certeza que él se había aprovechado de ello para dar su golpe de gracia.
Había logrado su objetivo, el mismo que había escrito en su diario.
Me había destruido.
-No diré ni una palabra, Amelia –prometió mi madre.
Me obligué a sonreír.
-Cuida de todos –le pedí, con un nudo en la garganta-. Habis me perjuró que nadie os haría daño, que todo estaría bien de ahora en adelante...
Estaba sacrificando mi vida para brindarles un futuro en el que no se vieran arrastrados de nuevo a esa vorágine en la que se habían visto atrapados por mi culpa; Desdémona había demostrado no tener piedad y, esperaba, que Habis mantuviera su palabra y se olvidaran de todos ellos.
Mi abuela no suponía ningún peligro debido al estado en el que se encontraba; mi madre había conseguido formar una familia y no tenía ningún interés en regresar a recuperar lo que le pertenecía; en cuanto a mis amigos y Natalia... ellos eran simples humanos, cuya importancia era irrelevante para Xanthippe.
Yo era el premio gordo y me estaba entregando voluntariamente a ella.
Mi madre me abrazó con fuerza, incapaz de resistir más el mostrarse serena ante mí. Ahora que había recuperado mis recuerdos podía comprobar hasta dónde se querían mis padres; ambos se habían amado intensamente. La muerte de mi padre resultó ser un duro golpe para mi madre... hasta que encontró a Giancarlo.
No podía compararlos, ya que habían llegado en dos momentos muy distintos en la vida de mi madre. Sus sentimientos eran sinceros hacia ambos y, aunque no había llegado a olvidar del todo a mi padre, quería a Giancarlo; había sido él quien la había sacado de aquella espiral de dolor en la que se había visto sumida después de huir de la Atlántida y haber perdido a su marido.
Deseé fervientemente no causarle tanto daño, no recordarle todo lo que había tenido que sufrir al renunciar a toda su vida por las ambiciones de alguien que compartía su propia sangre y cuyos escrúpulos no conocían límite.
Aquel sería el adiós definitivo.
-Te quiero, mamá –murmuré-. No te guardo rencor por lo que hiciste; ahora te comprendo.
Había miles de cosas que no me había atrevido a decir en voz alta, pero la mirada cargada de resolución de mi madre me indicó que lo sabía; no hacía falta porque lo sabía. Lo único que me dolía ahora era no poder despedirme en condiciones de mi abuela; recé para que pudiera sobreponerse y despertar.
Mi madre iba a necesitarla de ahora en adelante... ahora que no iba a estar allí.
Me dirigí hacia la salida de la cocina y dudé unos instantes antes de girarme de nuevo hacia mi madre, que lloraba en silencio en la mesa.
Inmediatamente le di la espalda, incapaz de aguantar esa imagen de desesperación y tanto dolor.
-¿Podrías hacerme un último favor? –le pregunté, mirando hacia la pared donde Giancarlo y mi madre habían ido enmarcando pequeños recuerdos de nuestra familia en el trascurso del tiempo.
Escuché a mi madre sorber ruidosamente por la nariz y me tomé aquello como una invitación a que continuara.
Los ojos comenzaron a escocerme.
-Me gustaría que ninguno de ellos supiera qué ocurrió en realidad –dije, conteniendo las lágrimas-. Manipula sus recuerdos, hazles que olviden todo lo que han tenido que sufrir por mi culpa.
Mi madre supo que estaba hablando de Natalia y de Matteo, ya que eran las dos únicas personas que conocían mi secreto; esperaba que inventase una historia acorde donde yo me había fugado, quizá siguiendo al extraño estudiante de intercambio, o donde simplemente me había ido.
Con el tiempo las habladurías terminarían y Amelia Mantovani sería pasto del olvido.
Nadie me recordaría. Mi familia podría continuar adelante.
No esperé a que mi madre dijera nada más y subí a toda prisa a mi dormitorio; no entendía por qué Habis había decidido tener esa pequeña consideración conmigo, ese pequeño gesto que demostraba que no era un bloque de hielo... que no me odiaba tanto como yo había creído.
Sacudí la cabeza, enfureciéndome conmigo misma por creer que Habis albergaba algo de bondad en su interior; me había estado guiando como si fuera un simple juguete en la dirección que él había querido. Sus mentiras se habían colado en mi cerebro... y en mi corazón, ya que me había hecho creer que yo era importante. Que era importante para él cuando la realidad había resultado ser muy distinta.
Cerré la puerta de mi habitación con cuidado y me dejé caer sobre mi cama. La cabeza me dolía ligeramente después de haber recuperado todos mis recuerdos, pero me sentía plena; apenas me quedaban horas con las que acostumbrarme a que mi vida en Portia había finalizado y lo único que quería era cerrar los ojos y no despertar en mucho, mucho tiempo.
Debí haberme quedado dormida, ya que me desperté de golpe cuando sentí que alguien me zarandeaba por el brazo; mis ojos se clavaron en el rostro de Natalia, que ya apenas tenía secuelas del castigo al que se había visto sometida por parte de Desdémona. Llevaba su pijama favorito y tenía aspecto de haber estado exprimiendo su imaginación en la página web donde subía sus historias.
Abrí la boca para preguntarle qué había sucedido cuando ella se llevó un dedo a los labios, pidiéndome silencio.
-Se lo he contado a Matteo –confesó Natalia sin un ápice por parecer arrepentida o culpable.
La miré con enfado.
-¿Que has hecho qué? –inquirí, ignorando por completo la mueca de mi hermanastra.
-Tenía derecho a saberlo –se defendió.
Me quité las mantas de encima de un golpe y me encaré a mi hermanastra, que había alzado las manos en señal de rendición; quería entender la postura de Natalia, recordaba que me había dicho que no me abandonarían después de haber descubierto mi secreto, pero me parecía una broma de muy mal gusto.
Le había hecho prometer a mi madre que se hiciera cargo de los recuerdos de Natalia y Matteo, modificándolos o eliminando aquellos que fueran demasiado incriminatorios; aquella iba a ser la última vez que los viera antes de que mi madre se hiciera cargo de implantar en sus cabezas una historia falsa sobre mi desaparición.
Mi enfado hacia Natalia fue disminuyendo gradualmente al ser consciente de la buena intención por su parte y del hecho que todo aquello pronto acabaría, al igual que desaparecerían de sus recuerdos.
-Te está esperando abajo, en la playa –continuó Natalia, con una misteriosa sonrisa. Abrí la boca, pero ella no me dio tiempo a continuar-. Tu madre y mi padre ya se han acostado –hizo una pausa, mirándome con tristeza-. Está destrozada, Amelia.
Sus palabras se me clavaron en lo más profundo.
-Era la única salida –repetí.
-Siempre hay otras opciones.
Seguí a Natalia hacia el piso de abajo y noté que corría una leve brisa fuera. Natalia señaló con un gesto de cabeza el camino que conducía a la playa y que había recorrido junto a mi madre la noche que Desdémona se había metido en mis sueños para tratar de que me ahogara; me froté los brazos y bajamos juntas a la playa, donde nos esperaba la inmóvil silueta de Matteo dándonos la espalda.
El corazón me dio un brinco cuando descubrí su vieja moto cerca de donde se encontraba; aún recordaba la salida forzosa que habíamos tenido, en la que Matteo había demostrado lo mucho que me conocía. En aquella salida también había descubierto que las intenciones de Habis no eran tan limpias como me había asegurado en un principio.
No me importó en absoluto la arena bajo mis pies o el hecho de que estuviera cerca de un elemento que podía ser una trampa para mí; cuando apenas me quedaban unos metros de distancia fui consciente de que no escuchaba las pisadas de Natalia a mi espalda. Giré la cabeza para ver qué la había retrasado y vi que se había quedado casi en la orilla de donde empezaba la playa; me hacía gestos con los brazos para que continuara sin ella.
Suspiré y terminé mi recorrido sin saber muy bien cómo empezar con aquella conversación. La última conversación que iba a mantener con él; el tiempo se me agotaba antes de que Habis viniera a por mí.
Cada vez tenía más claro que Habis me había permitido aquellas últimas horas porque tenía la certeza de que no conseguiría huir y que, de hacerlo, no tardaría en dar conmigo; ahora que me había encontrado e identificado le resultaba odiosamente fácil encontrarme.
-Hola –fue lo único que se me ocurrió decir cuando llegué a su lado.
Matteo ladeó la cabeza para poder mirarme fijamente y vi que había un brillo de enfado en ellos. ¿Estaba molesto conmigo por la decisión que había tomado? ¿Por haber decidido salvarle la vida?
-¿En qué estabas pensando, Amelia? –me espetó, sin darme oportunidad de explicarme-. ¿Cómo se te ha ocurrido ofrecerte... así?
Apreté mis puños contra mis costados, conteniendo una oleada de enfado. ¿Acaso había venido hasta aquí para reprocharme que quisiera que mi familia y mis amigos tuvieran una vida tranquila y que no fueran utilizados como cebos? Matteo era incapaz de entender a lo que me había tenido que ver sometida desde que Habis había decidido pasar a la acción y Desdémona había aparecido para ayudarle.
Xanthippe y sus dos secuaces no iban a detenerse hasta que aceptara una rendición y me entregara voluntariamente, cosa que había sucedido.
Le dirigí una mirada enfadada que me respondió del mismo modo.
-No espero que lo entiendas –repliqué-. Pero era la única salida, Matteo.
Él entrecerró los ojos.
-Entonces esto es el fin –dijo, con la voz tensa-. Todos los sacrificios que se hicieron para que tú pudieras un día regresar para recuperar lo que te pertenecía habrán sido en vano.
Fruncí la nariz con desagrado a pesar de que sus palabras estaban cargadas de razón.
-Hablas como Habis.
La mención de su nombre hizo que el rostro de Matteo se contrajera en una mueca de desagrado, idéntica a la mía cuando le había escuchado hablar.
-Al menos yo nunca te he mentido.
Nos sostuvimos la mirada, notando cómo nos rodeaba un aire cargado de tensión. La situación no estaba yendo como yo había querido, pero Matteo parecía estar resentido por la decisión que había tomado; se le notaba que no estaba nada conforme y que había venido precisamente para hacérmelo saber.
Para convencerme de que me echara atrás en mi decisión.
-Existían otras opciones –insistió, repitiendo las palabras de Natalia.
¡Ninguno de los dos era capaz de entenderlo! Solamente eran simples humanos, criaturas que no se habían tenido que enfrentar a una situación como la mía; la parte de mi ser que acababa de recuperar se sentía molesta por aquel desconocimiento por parte de ellos dos. Ninguno de ellos dos se encontraría jamás con una decisión tan dura y difícil como la que me había visto obligada a tomar.
Esa pequeña parte de mí los detestó profundamente y los envidió por haber nacido en una familia... normal. Por el hecho de que poco después de que yo desapareciera, mi historia y mi secreto desaparecerían conmigo gracias a mi madre.
Alcé los dos brazos al cielo.
-¡No existían otras opciones! –negué, subiendo mi tono de voz-. Tarde o temprano habría sucedido exactamente esto.
-Contabas con Natalia –me recriminó con tono enfadado-. Me tenías... a mí.
No le entendí al principio. ¿De qué ayuda me hubieran servido ellos dos? Habis y Desdémona no dudarían en utilizarlos en mi contra, empujándome a elegir a uno de ellos y sabiendo que yo jamás podría sentenciar a uno de ellos a la muerte; después, como si alguien me hubiera golpeado en el pecho, supe a lo que se estaba refiriendo. Al menos, respecto a él.
«No. No. No –negué una y otra vez en mi cabeza-. Ahora no. Esto no, por favor.»
Empecé a retroceder, huyendo de Matteo y de sus palabras. Quería regresar a casa y olvidar aquella conversación; quería seguir creyendo que Matteo simplemente me quería como una amiga, sin más.
Él consiguió detenerme por las muñecas, dejándome clavada en la arena y sin oportunidad de huir. ¿Por qué me había dicho eso?
-Has tenido todos estos años –llegó mi turno de recriminarle-. ¿Por qué ahora, Matteo?
Me costaba respirar debido a la sorpresa de la confesión de Matteo, de lo que había insinuado; el pecho me dolía, quizá recordando todo el daño que me había causado Habis y cómo me había utilizado. ¿Estaría siguiendo sus mismos pasos? ¿Pensaría que haciendo uso de esos supuestos sentimientos podría detenerme?
Habis había envenenado mi corazón y había sembrado la duda en mi interior. Le odié por ello.
-Porque no creí que nos veríamos en esta situación –musitó-. Jamás llegué a creer que... que nos sucedería esto.
¿Por qué estaba hablando en plural? Quería taparme los oídos y eliminar la última parte de la conversación. No podía estar diciéndome aquellas cosas en un momento así; simplemente no podía hacer uso de esa baza conmigo.
No después de la dolorosa verdad que mi propia madre me había confirmado.
Traté de zafarme de Matteo.
-¿Tenías pensado decírmelo en algún momento? –espeté, sonando más resentida de lo que hubiera querido.
Matteo desvió la mirada y se mordió el labio inferior.
-Por supuesto que sí.
Apreté la mandíbula.
-No vas a conseguir que cambie de opinión, Matteo –aseguré-. Se ha acabado.
«He perdido.»
Ahogué un gemido, aún resentida por el juego de Habis, por el hecho de haber conseguido lo que se había propuesto desde el principio; el pecho me dolía conforme digería la situación y veía cómo Matteo se rompía frente a mí tras mi declaración.
Ambos caímos sobre la arena y la marea pareció crecer; la primera ola nos mojó a penas mientras nos miramos fijamente, sin saber qué hacer. La segunda, por el contrario, llegó más lejos que la primera, empapándonos los pantalones.
-Te has rendido –dijo Matteo, desolado-. Maldita sea, te has rendido.
Quise negárselo, quise decirle que no era cierto. Pero tenía razón, en el fondo tenía razón: Habis me había acorralado, cansado de fingir un papel que le tenía incómodo, y había decidido dejar los juegos a un lado. Todo lo que había preparado en aquellos tres años habían dado sus frutos.
Y de qué forma.
Empecé a llorar al darme cuenta de que mi corazón estaba destrozado pero que trataba de reconstruirse a duras penas, aferrándose desesperadamente a la repentina confesión de Matteo.
Pero no era suficiente. El daño había sido demasiado profundo.
-No me odies –le supliqué-. No me odies, por favor.
«No me odies por tratar de darte un futuro mejor. No me odies por hacer que desaparezca este recuerdo, por favor», imploré interiormente. Para cuando yo me fuera, todo aquello quedaría borrado de su mente: Matteo jamás me habría confesado que estaba enamorado de mí y quizá encontraría a otra persona; conmigo completamente desaparecida, sería muy posible que se diera cuenta que yo siempre habría sido un capricho.
Que yo era algo pasajero. Algo sin futuro.
Por lo menos tendría el consuelo de saber que estaría fuera de peligro, que tendría una oportunidad de ser feliz. De encontrar a alguien que pudiera darle lo que él necesitaba.
Matteo me miró con desconcierto, sin saber a lo que me refería.
-Yo jamás podría odiarte.
Le peor de todo es que me lo dijo sonriendo. Su sonrisa se me clavó en lo más profundo, ahondando mucho más en la reciente herida; aquello no tendría que ser tan difícil.
Parecía esperanzado.
-Tengo que irme –suspiré, secándome a toda prisa las lágrimas.
Conseguí ponerme en pie. No sabía cuánto tiempo había trascurrido, pero mi segundero estaba agotándose poco a poco; deseaba tumbarme en mi cama y fingir el tiempo que me quedaba que nada de esto había sucedido.
Quería soñar con mis recuerdos perdidos y hablar con mi padre.
Quería recorrer los pasillos del castillo y verme a mí siendo niña.
Quería aprovechar mi identidad hasta que Habis viniera a por mí para convertir mi sueño en una pesadilla.
Natalia había desaparecido, seguramente refugiada en la cocina, así que me encaminé sola hacia el camino. Había sido una despedida abrupta y muy distinta a la que había tenido en mente, pero no podía hacer nada; lo mejor era cortar de raíz todos aquellos pensamientos, pues no iban a llevarme a ninguna parte.
Escuché a Matteo moverse a mi espalda y me obligué a seguir mirando al frente. Aquella situación me recordaba terriblemente a otra que había vivido con Habis, lo que consiguió que el dolor de mi pecho incrementara.
«Te odio, Habis. Te odio por todo lo que me has robado... por lo que me has convertido.»
El resentimiento infantil que sentía hacia Habis por todos los apuros en los que me había inducido a que me metiera seguía ahí dentro, luchando con los nuevos sentimientos que había descubierto. Sin que hubiera un claro ganador y convirtiéndome en alguien vulnerable cuyos propios sentimientos estaban en continuo conflicto.
Los dedos de Matteo se aferraron a la piel de mi brazo, rodeándome y haciendo que girara en redondo para chocar contra su pecho. ¿En qué momento se habría dado cuenta de que no podía verme solo como una amiga? ¿Cómo lo habría sabido?
La mano que tenía libre cogió mi nuca y la sostuvo con fuerza, obligándome a que alzara la cabeza y lo mirara fijamente. ¿Por qué me estás haciendo esto ahora, Matteo?, me hubiera gustado preguntarle.
Vi una resolución en sus ojos que no me trasmitió buenas vibraciones; me quedé paralizada cuando su cabeza bajó hacia la mía y sus labios se encontraron con los míos con una fuerza arrolladora. Me eché a llorar de nuevo mientras Matteo seguía besándome, tratando de disuadirme utilizando esa treta tan sucia.
Le di un empujón en el pecho, consiguiendo que Matteo se separara de mí, tambaleándose sobre la arena y mirándome con una expresión de dolor.
-¡Ya es tarde, Matteo! –chillé, alzando los brazos en cruz-. Ya no hay tiempo... Yo no tengo tiempo...
Le di la espalda de nuevo y eché a correr, quitándole cualquier oportunidad a Matteo de que pudiera hacer algo más; subí a toda prisa por el camino, respirando con dificultad y con ganas de querer que se abriera la tierra y me tragara allí mismo.
Me encontré a Natalia en la cocina, con una taza entre las manos y con aspecto de haber sido testigo de lo que había sucedido en la playa desde allí. Sus ojos se abrieron desmesuradamente al ver mi deplorable estado y se llevó una mano a la boca.
-Amelia, yo no...
Alcé una mano, frenándola de golpe.
-¿Tú lo sabías? –gruñí.
Parpadeó con desconcierto hasta que cayó en la cuenta de a qué me estaba refiriendo. ¿Tan ciega había estado? ¿Tan evidente había sido que todo el mundo parecía saberlo menos yo?
Cuando Natalia desvió la mirada con culpabilidad fue como si me hubiera golpeado en el estómago.
-Me lo confesó cuando Habis se ofreció a llevarte a casa después de que cayeras en la piscina –me explicó.
¿Habría sido ese el momento en el que Matteo se había dado cuenta?
-Lo has llamado a propósito –comprendí, quizá demasiado tarde-. Has querido utilizar sus sentimientos en mi contra; intentabas que él me hiciera cambiar de opinión.
No sé qué me dolió más: que Natalia hubiera sido consciente de los sentimientos que parecía tener Matteo hacia mí o que hubiera jugado tan sucio conmigo; mi hermanastra me miró con un brillo suplicante.
Estaba tan desesperada como yo.
-¡No sabía qué más podía hacer! –chilló.
Me señalé a mí misma con enfado.
-Ha sido mi decisión, Natalia –le recordé-. Tendríais que empezar a respetarla.
De nuevo, en aquella noche la dejé con la palabra en la boca. Subí a mi habitación con cuidado de no despertar a nadie y me tendí en la cama, tapándome con las mantas y deseando con hacerme diminuta.
Había algo extraño en el ambiente de mi dormitorio, algo que antes no había estado. Me di cuenta que no estaba sola demasiado tarde, justo cuando una mano salía de la oscuridad con una extraña sustancia y me tapaba la boca, ahogando mi grito de horror.
Un olor dulzón me invadió por completo, llevándome sin remedio a la inconsciencia.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que abrí los ojos. Estaba en un corredor que no terminé de ubicar hasta que comprendí que no pertenecía a la Atlántida, como había supuesto en un principio: estaba en un hospital.
Me encontraba flotando en el aire, como si me hubiera convertido en un espectro; mi cuerpo se encontraba en mitad del pasillo, rígido como si se tratara de un robot. ¿Qué tipo de sueño era aquel?
Traté de moverme, pero ninguno de mis miembros respondían. Debajo de mí, mi cuerpo había empezado a moverse por sí solo, al contrario que yo; noté un tirón en mi estómago, tal y como me sucedía cuando Habis estaba cerca de mí, pero no lo encontré.
Mi cuerpo seguía moviéndose con voluntad propia, recorriendo el pasillo hasta detenerse frente a una de las puertas. Desde mi posición de espectadora no podía leer la placa de a quién pertenecía, pero lo sabía.
En lo más profundo de mí lo sabía.
No entendía qué podía estar haciendo, o qué estaba buscando, en la habitación de mi abuela. Me vi arrastrada hacia el interior de la habitación, siendo testigo de cómo mi cuerpo se acercaba a la cama donde reposaba mi abuela; algo se encogió en mi pecho y cuando grité no salió ningún sonido de mi garganta.
Chillé, lloré, supliqué y traté de despertarme mientras mi propio cuerpo alzaba los brazos y movían el inmóvil cuerpo de mi abuela a su antojo como si fuera una mera marioneta; mi pecho se abrió en dos cuando vi sangre manar por la boca, ojos y nariz de mi abuela.
El momento que más me destrozó fue cuando mi abuela recuperó la consciencia; me miró a los ojos, o miró a los ojos del cascarón vacío en el que se había convertido mi cuerpo, y trató de pedir ayuda... o de detenerme. Mi cuerpo no se lo permitió: con un nuevo movimiento de mano hizo que se atragantara con su propia sangre.
Cuando volví a gritar lo hice de regreso en mi habitación, en mi cuerpo y con temblores recorriéndomelo por completo. Había sido una pesadilla horrible y no podía quitarme la sensación de angustia y náuseas anclado en mi estómago.
Quizá aquello había sido producto de los nervios por saber que todo había terminado, que Habis no tardaría en aparecer por allí para llevarme consigo.
Me levanté de la cama con ese peso aún en el estómago y me miré las manos. Estaban limpias... limpias y sin rastro de sangre.
Aquello aligeró un poco más el malestar que me había provocado la pesadilla.
Sin embargo, me quedé plantada en el sitio cuando vi el cuerpo de Habis apareciendo por mi ventana y colándose en mi dormitorio; su rostro era una máscara de piedra y sus ojos parecían refulgir. ¿Así era como acababa todo? ¿Con ese maldito príncipe entrometido colándose con demasiada facilidad en mi propia casa para llevarme consigo a la Atlántida, hacia mi sentencia de muerte? El tiempo se había agotado, no había forma de escapar.
Me dejé caer al suelo de rodillas en señal de rendición.
«Por favor, hazlo rápido», supliqué en mi fuero interno.
-Princesa Ameria Mavrokefalidis queda bajo custodia hasta nuevas órdenes por el magnicidio de la emérita Emperatriz Melba Mavrokefalidis.
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