{♚} Capítulo uno.
El instinto me decía que aquél debía ser su nombre. Tras tres largos años soñando continuamente con él había podido adivinar cómo se llamaba, aunque no sabía cómo era posible que hubiera conseguido averiguarlo.
No tuve tiempo de darle más importancia al asunto porque mi hermanastra, Natalia, irrumpió en mi habitación en ese preciso momento, bastante alterada. A pesar de que no compartíamos lazos sanguíneos, ambas nos sentíamos como si fuéramos de la misma sangre: Natalia era la hija de Giancarlo, el marido de mi madre. Desde pequeña había sido una niña bastante peculiar y, a pesar de sus excentricidades, me había caído bien desde el principio.
Nuestros padres se habían conocido siendo nosotras muy pequeñas, ya que yo no había conocido a mi padre y la madre de Natalia había muerto meses atrás de cáncer, y lo que había empezado con una simple amistad se había convertido en un próspero matrimonio que ya duraba once maravillosos años.
Enarqué una ceja y no pude evitar esconder la sorpresa por el llamativo atuendo que había elegido Natalia para ir al instituto: un vestido negro holgado por la cintura a conjunto con unas mayas de color amarillo fosforito y unas botas moteras que le llegaban por encima del gemelo.
Natalia miró algo por encima de mi hombro con cierto estupor.
—¡Oh! —exclamó, muerta de vergüenza—. Vaya, no sabía que... que gente de nuestra edad pudiera... pudiera tener esos pequeños accidentes por las noches...
No sabía dónde mirar para tratar de ocultar el apuro y yo miré por encima de mi hombro, horrorizándome al comprobar que mis sábanas bajeras estaban completamente empapadas. Dejé escapar un chillido mientras saltaba de la cama; Natalia se cubrió los ojos automáticamente, como si estuviera contemplando una escena indigna para su inocente mirada.
—¡No estoy viendo nada! —gritó—. Prometo no decir ni una palabra. ¡No he visto nada!
Miré alternativamente mis sábanas mojadas y mi pijama, que también había acabado de alguna manera misteriosa empapado, sin entender qué había podido suceder para levantarme en aquella situación que Natalia había malinterpretado completamente.
—¡No es lo que estás pensando, Natalia! —respondí en el mismo tono—. También tengo la camiseta empapada. Mira.
Natalia separó algunos dedos, formando una franja, para poder comprobar que estaba diciendo la verdad; me despegué la camiseta del cuerpo para poder mostrárselo y conseguí convencerla.
Mi hermanastra me miró con cierto pudor, avergonzada por aquella reacción.
—Lo siento, Amelia —se disculpó con sinceridad.
Le sonreí con amabilidad y me quité la camiseta para dejarla sobre la pila de ropa sucia que tenía al lado de mi escritorio para, después, lanzar el pantalón y quedarme únicamente en ropa interior; estando Natalia delante no sentía la más mínima vergüenza, ya que ambas habíamos tenido que compartir vestuario en todas las actividades a las que nuestros padres decidían apuntarnos.
—No tiene importancia —respondí.
Para mi mala suerte, también tenía la ropa interior completamente empapada de... ¿agua de mar? Olí con discreción el tirante del sujetador que llevaba y torcí el gesto al reconocer el inconfundible aroma de agua de mar y algas; Natalia se había quedado perpleja mirando mi mojada cama, al igual que yo.
—Eh, Amelia –me llamó Natalia, dubitativa—. ¿Puedo preguntarte cómo es posible que la cama y tu pijama estén mojados?
Asomé la cabeza por la puerta del armario, Natalia se había quedado en la misma posición: situada frente a la cama, mirando fijamente las sábanas empapadas.
-Esa misma pregunta me la estoy haciendo yo en estos precisos momentos.
Natalia me miró fijamente, como si creyera que la estaba engañando; decidí pasar por alto esa mirada acusatoria y volví a centrarme en mi armario, en coger una muda e irme al baño para poder quitarme esa peste a barco de pesca que tenía mi piel.
-Puedes contarme la verdad, Amelia –dijo Natalia a mi espalda. Sonaba un poco dolida-. No me importa que te escaparas anoche para irte a bañar con Alessandro a la playa, sabes que no se lo contaré ni a papá ni a mamá.
Mis extremidades se quedaron clavadas en el sitio al escuchar las sospechas que tenía Natalia respecto a por qué había amanecido completamente mojada en mi propia cama; estrujé contra mi pecho las prendas que llevaba entre mis brazos y me giré hacia Natalia, encontrándome con sus ojos azules mirándome atentamente.
De manera casi acusatoria.
-¿En serio? –pregunté, incrédula-. ¿Acaso no me conoces desde hace once años como para saber que no sé nadar y que jamás me he acercado a ningún sitio en el que haya una gran masa de agua?
Natalia cogió aire abruptamente.
-Bueno... Es posible... -intentó justificarse, aunque solamente fue capaz de balbucear.
Volví a darle la espalda, dolida por su insinuación, y me dirigí a buen paso hacia el baño.
-Once años, Natalia –repetí mientras me alejaba-. Once.
Escuché a Natalia salir de mi habitación y dirigirse a la planta de abajo, arrastrando los pies; era posible que me hubiera pasado un poco, ya que Natalia solía magnificar cualquier tipo de emoción, pero aún seguía estupefacta por la insinuación que había dejado flotando en el aire.
Entendía que estuviera aún molesta por el simple hecho de que Alessandro hubiera decidido centrarse en mí, cuando bien era cierto que Natalia estaba enamorada de él en secreto desde que habíamos llegado al instituto, pero yo había mantenido las distancias con Alessandro por respeto a mi hermanastra. Vale que Alessandro Conti fuera uno de los chicos más atractivos dentro de nuestro curso, pero eso no era razón de peso suficiente como para anteponer a Natalia por encima de él.
Me encerré en el baño, dejando sobre la pila la muda que había traído conmigo desde mi habitación, y me quedé sentada en inodoro, con la barbilla apoyada entre mis manos. Seguía molesta con Natalia y con su teoría sobre cómo había terminado toda mi ropa, además de mis sábanas, empapadas.
Mi madre, desde que tenía uso de razón, jamás me había permitido acercarme a cualquier masa de agua; le había preguntado al respecto, ya que no lograba entender esa manía suya, pero mi madre siempre me había dado respuestas evasivas que no me habían ayudado en absoluto.
Cansada de las continuas y esquivas respuestas de mi madre, al final había terminado por recurrir a mi abuela. Ella, mucho más accesible que mi madre respecto a ese tema en cuestión, me explicó que mi madre le tenía pánico a grandes superficies de agua, tales como ríos o el mar o piscinas, porque yo de niña, siendo casi un bebé, me había caído en la piscina de un amigo de mi madre y casi había muerto ahogada.
Además, y aunque mi abuela me hizo prometer que jamás diría ni una palabra de lo que iba a contarme a continuación, me confesó que mi padre había muerto en un accidente marítimo, cuando había salido a navegar con una pequeña barca que había tenido.
Después de eso creí saciada mi curiosidad. Incluso, por un motivo absurdo fundado en aquel episodio en la piscina donde casi había muerto ahogada, siempre usaba duchas en vez de bañeras.
Abrí los grifos de la ducha y empecé a quitarme la ropa interior; un hilillo de color granate me recorrió la cara interior del muslo hasta caer a las impolutas baldosas del suelo.
-¡Mierda! –exclamé, secándome a toda prisa aquel hilillo para, después, buscar en uno de los armarios algo que ponerme.
Aquella llegada tan inesperada, al igual que adelantada, me hizo pensar de nuevo en el agua. ¿Cómo era posible que me hubiera mojado anoche si no había salido en absoluto de mi habitación? ¿De dónde había salido?
¿Habría sido una broma de muy mal gusto por parte de Pietro? Mi hermano pequeño tenía un extraño sentido del humor y no me resultaría extraño que todo aquello fuera obra suya.
Llegué a la conclusión de que todo lo que había sucedido había sido una pesada broma de mi hermano Pietro y me metí bajo la alcachofa de la ducha. Aunque no lo había confesado delante de mi madre, el agua me atraía; era como si tuviera una fuerte atracción, como el canto de una sirena, hacia mí.
Cuando me encontraba cerca de grandes masas de agua, me sentía irremediablemente atraída por ella. Algo se removía en mi estómago y en mi cabeza, instándome a que me acercara a ella, que me metiera en su interior.
Era una extraña atracción, ya que no sabía nadar y, de hacerlo, las consecuencias podrían ser fatales para mí. Por el momento había conseguido mantener esas emociones bajo control, pero tenía la sensación de que iba a resultar inútil.
Aquel misterioso asunto respecto al agua me trajo a la memoria el sueño que había tenido anoche, donde por fin había descubierto la identidad de mi misterioso compañero de juegos.
«Recuérdame.»
¿Recordarlo? No entendía cómo podía recordar a una persona a la que únicamente había visto en mi sueños, oculto tras una máscara durante tres años; quizá lo había visto en alguna ocasión por la ciudad y mi soñadora mente lo había transformado en aquel apuesto caballero que tantas horas divertidas había compartido conmigo mientras dormía.
«Habis.»
El nombre me resultaba vagamente familiar y, creía, que era así como se llamaba el chico que aparecía en mis sueños. Habis. Era un nombre extraño pero que, cuando lo pronunciaba, era como si estuviera paladeando un caramelo de mi sabor favorito; tampoco me había olvidado de ese extraño sentimiento de posesión que había sentido anoche, pronunciando aquella palabra («Mío») con una ferocidad inusitada en mí.
Me eché un poco de champú en las manos y me masajeé insistentemente el cabello, formando una película de espuma sobre él. No podía evitar sentirme ansiosa por el giro que habían dado los acontecimientos en mis sueños y no dudé en preguntarme qué sucedería aquella misma noche, en qué dirección irían mis sueños.
No había hablado de ellos a nadie, ya que me parecía extraño soñar todas la noche con el mismo escenario y con el mismo protagonista durante tanto tiempo; había hecho mis indagaciones en internet, tratando de responder a esa incógnita, pero no había sacado mucho en claro.
Dirigí el agua que salía de la alcachofa de la ducha hacia mi pelo y empecé a aclararlo con cuidado. La calidez que desprendía y que caía sobre el resto de mi cuerpo despertó de nuevo esa sensación de familiaridad al entrar en contacto con el agua; suspiré de alivio y cerré los ojos para tratar de disfrutar de lo que me quedaba de ducha cuando la imagen de una mujer inundó mi mente.
Salida de la nada, la imagen se formó en mi cabeza de manera nítida y clara: parecía mayor, quizá rondando la treintena, con un rostro que parecía haber sido esculpido por un artista; al igual que Habis, el chico de mis sueños, sus rasgos eran delicados y suaves; su cara estaba enmarcada por un liso y cuidado cabello de color negro que le caía hasta por debajo de los hombros; sus ojos, de un potente color verde, miraban al frente con una frialdad e indiferencia que me daban escalofríos; sus finos labios formaban una recta línea.
Era una mujer hermosa. Demasiado.
Tanto que parecía una criatura sobrenatural, rodeada por un aura que mostraba la fuerza que atesoraba en su interior y que dejaba ver con ese aire... regio.
Sin embargo, había algo en ella que me resultaba irritantemente familiar y que despertó en mí un desagradable sentimiento de rabia. Sabía que odiaba a esa mujer por algo que no sabía... o que no recordaba.
Entonces, de improviso, algo explotó dentro de mí... y fuera. Solté un chillido de pánico cuando una de las cañerías de la ducha estalló, convirtiendo mi apacible ducha en un completo desastre.
Me apresuré a salir de la ducha y envolverme en una toalla antes de que toda mi familia irrumpiera en el baño: Giancarlo estaba estupefacto mirando cómo el agua salía como un géiser de la cañería dañada y empapaba todo el suelo; Natalia y Pietro miraban el géiser como si fuera algo divertido y mi madre, junto a mi abuela, me miraban a mí con un gesto de completo horror.
Como si yo hubiera sido la culpable de eso.
-¿Qué... qué ha sucedido aquí? –graznó el marido de mi madre, entrando a toda prisa al baño para encontrar la llave del agua.
Me enrosqué aún más la toalla en torno a mi cuerpo y me aparté del trayecto de Giancarlo, que parecía frenético para cortar el agua. El suelo se había inundado completamente, alcanzando algunos centímetros.
-Sal inmediatamente de aquí, Amelia –me ordenó mi madre, inflexible.
Cogí la muda, que había terminado húmeda e inservible, que había traído conmigo al baño y salí del baño hasta quedarme a su lado; los ojos de mi madre se clavaron en mí y me encogí instintivamente, sin entender por qué dirigía todo su enfado hacia mí. Mi abuela, por el contrario, me sonrió, tratando de animarme.
-¿Por qué no os vais al piso de abajo a terminar de desayunar? –nos propuso mi abuela con amabilidad.
Natalia asintió con entusiasmo ante la idea de huir de aquel problema y cogió a Pietro de la mano, ante la reticencia de éste, para dirigirse ambos hacia la cocina, que se encontraba en el piso de abajo. Mientras bajaban las escaleras, escuché a Pietro quejarse sobre «perderse la diversión con la fuente de agua».
Yo, por mi parte, me dirigí directa a mi habitación. Abrí las puertas de mi armario y me refugié en ellas mientras cogía una nueva muda de ropa interior y me ponía un vestido blanco encima; alguien llamó a la puerta con firmeza y no esperó a que yo diera permiso para entrar.
Mi madre pasó hasta quedarse frente a mi cama, donde se apoyó. Sus ojos verdes me observaron con una mezcla de temor y resignación, como si ella supiera que algo así iba a suceder.
Me crucé de brazos, a la espera de que mi madre hablara primero.
-Lamento mucho haberte hablado de ese modo antes en el baño –se disculpó, para mi sorpresa-. He perdido la calma creyendo que podría haberte pasado algo...
Dejó la frase inconclusa, pero yo sabía bastante bien qué era lo que había querido decir: mi madre y su pánico a que yo muriera ahogada, como cuando era un bebé. Me parecía absurdo que se escudara en esa excusa cuando, era más que evidente, que no había riesgo de que muriera ahogada dándome una ducha.
Decidí guardarme ese pequeño apunte para mí.
-Estoy bien –dije con suavidad-. No me ha pasado nada.
Aquello no fue suficiente para mi madre.
-¿Cómo... cómo ha pasado? –preguntó.
El corazón se me aceleró al recordar aquel intenso sentimiento de odio que había generado la imagen de la desconocida. Algo había explotado dentro de mi pecho y, un segundo después, la cañería se había roto.
Todo fruto de una desafortunada casualidad. ¿O sería algo más?
Era la primera vez que me sucedía algo así, en presencia del agua. De decírselo a mi madre, ¿qué pensaría ella?
Seguramente que no me creyera en absoluto.
-Estaba duchándome cuando, de repente, he oído como el sonido de un petardo –relaté, con cautela-. Después ha sido... bueno, como un géiser. Solamente era capaz de ver agua, agua y más agua.
Mi madre suspiró y me observó durante unos instantes, quizá esperando a que yo añadiera algo más a lo que le había contado. Como si intuyera que no había sido del todo sincera con ella.
-¿Eso es todo? –se cercioró.
Asentí con aplomo, deseando que ese incómodo momento madre-hija terminara en aquel preciso instante.
Gracias a Dios nos vimos interrumpidas con la llamada de Giancarlo, que asomó tímidamente su cabeza por la puerta y nos contempló a ambas con un gesto avergonzado, como si sospechara que había cortado un momento importante entre nosotras dos.
-¿Molesto? –preguntó, mirando a mi madre.
-Por supuesto que no, cielo –respondió con cariño ella-. Ya habíamos terminado de hablar. Sólo ha sido un susto.
Giancarlo me miró durante unos segundos.
-¿Todo bien, Amelia? –quiso asegurarse.
Imité a mi madre.
-Sólo ha sido un susto –repetí-. Me encuentro perfectamente.
-Entonces sería una buena idea que Amelia bajara a desayunar si no quiere retrasar a Natalia para que se marchen al instituto –intervino mi abuela, que no había podido resistir la tentación de venir a ver qué sucedía.
Agradecí en silencio su aparición y salí lentamente de mi habitación, esquivando el cuerpo de Giancarlo y el de mi abuela en el camino; cuando llegué a la altura de mi abuela, ella me cogió por la muñeca para darme un rápido apretón que me hizo esbozar una media sonrisa de puro agradecimiento.
Me reuní con Natalia y Pietro en la cocina, mientras los dos discutían a voz en grito sobre Pokémon. Aquellos temas de discusión eran más que frecuentes en todas las que tenían, que solían ser a menudo.
-¡Ya te he dicho que el tipo Tierra es débil ante el tipo Planta! –trataba de explicarle Natalia, casi al borde de la desesperación.
Pietro estaba igual de enfadado que Natalia.
-¡Pero es que tiene dos tipos! –replicó.
Me dejé caer sobre mi silla, cortando de golpe la discusión. Tanto Natalia como Pietro se callaron para poder mirarme fijamente; Pietro esbozó una sonrisa traviesa mientras que Natalia me miraba con susto, quizá recordando lo mal que había terminado nuestra conversación anterior.
-¡Amelia! –exclamó mi hermano, botando sobre su silla-. ¿Seguirá estando la avería cuando llegue del colegio? ¡Quiero jugar en el baño!
Natalia resopló.
-Papá llamará a que alguien lo arregle, Pietro –dijo y la vi dudar cuando me miró de nuevo-. ¿Tú estás... bien?
Aunque tendría que mostrarme enfadada y molesta, no pude. Natalia no era una persona que buscara siempre hacer daño con sus palabras; bien era cierto que en ocasiones no pensaba antes de hablar, pero nunca lo hacía con malicia, buscando causar dolor.
Se la notaba la incomodidad de saber que estaba equivocada conmigo y que no sabía muy bien cómo disculparse conmigo por su metedura de pata; aquello me arrancó una amplia sonrisa que, esperaba, entendiera que significaba que no estaba enfadada con ella y que todo el asunto quedaba completamente olvidado.
-Me encuentro perfectamente –respondí.
Pietro entornó los ojos, evaluándome.
-Natalia tenía miedo por ti –me confesó y Natalia ahogó un grito de protesta-. Como no sabes nadar y tienes miedo al agua...
Natalia se puso pálida cuando Pietro mencionó mi fobia al agua, aunque esto no fuera del todo así: el agua despertaba en mí otras sensaciones que nada tenían que ver con el temor o miedo, pero me mantenía alejada de ella por mi madre. Por el miedo que ella sí parecía tenerle, por mí.
En cambio, hice que mi sonrisa fuera mucho más amplia.
-El miedo de Natalia es infundado –le aseguré-. Una ducha es inofensiva... para mí.
Natalia dio una palmada, con las mejillas coloreadas.
-Amelia y yo vamos a llegar tarde al instituto –dijo cuando ambos la miramos.
Durante el resto del día estuve casi ausente, granjeándome en varias ocasiones llamadas de atención por parte de los profesores; Natalia parecía realmente preocupada por mí, creyendo que había sufrido algún tipo de shock por el episodio que había sufrido en la ducha.
Cuando llegó la noche, no podía esconder la excitación y el nerviosismo sobre lo que podría suceder. Sentí durante toda la cena las miradas de mi abuela y mi madre, que compartían alguna que otra vez una miradita cómplice; Giancarlo se encargó de rellenar los silencios que se formaban contando anécdotas sobre la tienda donde trabajaba, además de informarnos que ya se había puesto en contacto con un fontanero amigo suyo que se encargaría de echarle un vistazo a la cañería que aquella mañana había estallado.
Una vez terminé de cenar, llevé mis platos a la cocina y me despedí de mi familia alegando que tenía que terminar un trabajo que tenía pendiente desde un par de días atrás; Giancarlo, Pietro y Natalia creyeron que estaba aún entumecida por lo sucedido en la ducha, pero mi madre y mi abuela se mantuvieron firmes sobre sus sillas, con sus ojos reluciendo de manera misteriosa.
Me tumbé sobre mi cama, alguien se había encargado de cambiarme las sábanas, y me quedé mirando al techo, aguardando a que el sueño se apoderara de mí.
Cerré los ojos y esperé.
Cuando volví a abrir los ojos, ya no me encontraba en mi habitación, sino en una de las habitaciones del misterioso palacio en el que había pasado tres años mientras soñaba; la habitación era enorme, cubierta por coral y conchas de distintos tamaños, formas y colores. Los muebles eran de un color azul oscuro y parecían estar hechos de mármol; yo estaba sentada sobre una banqueta en forma de concha abierta, con un mullido cojín que amortiguaba la dureza del material.
En aquella ocasión, llevaba un vestido vaporoso de color aguamarina, decorado con pequeñas piedrecitas en la zona del escote; alcé la mirada y me topé con mi reflejo en un espejo ovalado.
Sin embargo, no era del todo yo.
Había algo distinto en mí. Quizá era que parecía más mayor, más madura... más poderosa; llevaba, además, una tiara preciosa sobre mi cabeza que parecía relucir por sí misma, como si estuviera hecha de agua.
No pude evitar suspirar, con la extraña sensación de que me encontraba en casa.
En mi verdadero hogar.
Alguien irrumpió en la habitación y yo me giré como un resorte, encontrándome frente a Habis, que me sonreía aprobadoramente.
Mi corazón se agitó ante su presencia y la boca se me secó cuando lo contemplé por entero, con ese traje que se le ajustaba perfectamente a su esculpido cuerpo. Su presencia imponía.
Habis alzó su mano, invitándome a que la cogiera.
-Celebro ver tu regreso –me saludó, con una amplia sonrisa.
-Me alegro de estar aquí –respondí y estaba siendo sincera.
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