{♚} Capítulo seis.
Me llevé las manos al estómago, tratando de contener las náuseas y procurando de respirar hondo. Las respuestas que me había proporcionado Hugo respecto a mi pasado me había permitido despejar bastantes dudas, aunque aún quedaban bastantes incógnitas por responder.
¿Por qué habían decidido mi abuela y mi madre bloquear una parte de mi memoria? El obstáculo que una de ellas había puesto en mi mente estaba resquebrajándose poco a poco, siendo el primer síntoma la aparición de mis poderes. ¿Qué sucedería cuando se rompiera por completo ese bloqueo? No sabía qué era lo que se escondía detrás de ese bloqueo y tenía que reconocer que sentía una pizca de miedo por descubrir lo que ocultaban mis recuerdos; según Hugo, yo había estado presente cuando Xanthippe había decidido dar el golpe de estado, obligando a mi madre y a mi abuela a salir huyendo de la Atlántida.
Provocando la muerte de mi propio padre.
El hueco que dejó mi padre siempre trató de ser suplido por mi madre o mi abuela; ambas habían actuado hacia mí con la misma entereza y diligencia con la que lo habría hecho un padre. Sin embargo, tras sonsacarle a mi abuela una historia falsa sobre cómo habría muerto mi padre, no podía evitar fijarme en las figuras paternas de mis compañeros de colegio y de cualquier niño con el que me cruzaba. Después de unos años estando nosotras tres solas, apareció Giancarlo con Natalia... en el fondo sentí como si alguien me hubiera dado una segunda oportunidad en la vida y me hubieran enviado un padre que pudiera sustituir al que me habían arrebatado.
Cuando trataba de recuperar algún fragmento, por ínfimo que fuera, sobre mi verdadero padre, no encontraba nada; era como si hubiera un gran vacío en mi cabeza, como si mi padre nunca hubiera existido en mi vida. Ahora sabía a qué se debía esa extraña sensación.
Pero seguía sin sentir nada hacia ese padre que se había sacrificado por darnos una oportunidad de vivir a mi abuela, a mi madre y a mí.
Sin embargo, y aunque no estuviera dispuesta a retomar esa vida que se me había arrebatado cuando Xanthippe se alzó con el poder, Hugo me había informado que, mediante mis sueños, ella y su grupo de seguidores habían dado conmigo. Me habían convertido en su blanco.
Lo que significaba que había puesto en peligro, además, al resto de mi familia.
Un escalofrío me recorrió la espalda cuando imaginé a Diodoros, aquel tipo que había tratado de estrangularme, yendo por mi madre... o a por mi hermano Pietro.
Hugo seguía conduciendo, dirigiéndose a mi casa, sin hablar. Un pesado silencio había recaído sobre nosotros en el interior del coche y tenía la sospecha de que él estaba sumido en un reflexivo silencio sobre, creía, su propia familia.
Lo que me trajo a la cabeza su propuesta: que le ayudara a vengar a su propio padre, que había muerto, como el mío, en el ataque que había dirigido Xanthippe para hacerse con todo el control.
No me atrevía a aceptar dicha proposición por miedo a lo que me esperaba. ¿Qué tendría que hacer para cumplir con nuestro trato? ¿Qué me pediría Hugo que hiciera para ayudarle?
En el fondo, todo aquello era una excusa para tratar de arrastrarme a la Atlántida, a que ocupara el lugar que, según Hugo, me correspondía. No me veía en absoluto subida al trono, dirigiendo un país que no conocía y del que me sentía completamente desunido.
No lo haría bien, estaba segura, y podría perjudicarles más que beneficiarlos.
Me mordí el labio inferior con indecisión, con la cabeza llena de dudas.
-No tienes por qué darme una respuesta ahora -me interrumpió la voz de Hugo.
Lo verdad es que pensaba que sabía cuál era mi respuesta: no iba a hacerlo.
-Ellos vendrán a por ti -continuó Hugo, inflexible.
Eso me distrajo por completo. No podía negar que tenía razón, que era muy posible que tuviera algún encuentro con Xanthippe y su gente, pero no sabía cómo podría producirse. ¿Sería mediante los sueños, tal y como había hecho Diodoros?
-¿Me atacarán mediante mis sueños? -le pregunté a Hugo.
Él frunció el ceño.
-Es una de las posibilidades.
Una de las posibilidades. Tenía la desagradable sensación de que no me iban a gustan en absoluto el resto.
Se me secó la garganta cuando realicé mi siguiente pregunta:
-¿Cuáles son el resto?
Procuré sonar segura de mí misma, aunque en el fondo estaba atemorizada: ¿qué podía hacer yo contra gente tan experimentada y obcecada en matarme? Obviamente que nada en absoluto.
Observé cómo Hugo tragaba saliva.
-Existen formas de salir de la Atlántida -comentó, como si lo estuviera haciendo de pasada-. Pueden manifestarse en tierra firme.
Enarqué una ceja.
-¿Entonces tú eres una manifestación del verdadero Habis? -pregunté, quisquillosa.
Hugo ahogó una risa.
-Me temo que no -contestó-. Hay un grupo de atlantes que se niegan a seguir bajo las órdenes de Xanthippe: fueron ellos los que me enviaron aquí desde la Atlántida.
-Para llevarme de vuelta -completé, con una desagradable sensación al decirlo en voz alta.
-Para pedirte que vuelvas a recuperar lo que es tuyo -me corrigió aunque, en el fondo, venía a significar lo que había dicho yo antes.
Estaba segura que Hugo no iba a cesar de hacer hincapié en la cuestión hasta lograr que yo aceptara. Pedirle que se marchara de Portia y me olvidara había quedado completamente descartada, por lo que tendría que buscar otras vías de poder evitar que se saliera con la suya.
-Antes dijiste que querías aprender a usar tus poderes -recordó Hugo, frotándose el mentón y lanzándome una rápida mirada-. ¿Aún sigue en pie?
Ambos sabíamos mis reticencias a confiar demasiado en Hugo; era cierto que lo había hecho en aquellos tres años, durante mis sueños, pero la realidad era bastante distinta: ahora sabía perfectamente lo que Hugo buscaba de mí y por qué había hecho toda esa pantomima de mis sueños.
Lo miré con cierta desconfianza, intentando encontrar la trampa que venía implícita en su «inocente» pregunta.
-Eso depende -respondí con obstinación.
Los ojos de Hugo me observaron durante un período más largo que el anterior, con una chispa de desconcierto.
-¿De qué?
-De que no trates de usar eso en mi contra para llevarme a la Atlántida.
Hugo frunció los labios hasta formar una fina línea con ellos.
-No comparto tu decisión de querer abandonar a su suerte a tu propio pueblo, pero la respetaré si así lo has decidido -me prometió-. No haré ningún movimiento y te enseñaré a usar tus poderes para casos de emergencia.
-Para cuando las tropas y criaturas de Xanthippe vengan por ti -apostilló Hugo intencionadamente.
-¿Criaturas? -repetí.
Hugo dejó escapar una carcajada carente de humor.
-No pensarías que Xanthippe no se hizo con el control con un puñado de atlantes locos, ¿verdad? -al ver mi expresión culpable, la sonrisa desapareció y me observó con seriedad-. Me temo que tu tía consiguió poner de su lado a buena parte de criaturas marinas como hipocampos, kappa, caribdis y, por supuesto, el Kraken -concluyó con una mirada sombría.
Un nuevo escalofrío me recorrió por completo al escuchar hablar otra vez del Kraken. En mi último sueño lo había visto representado en la puerta de madera tallada, cuando Habis me había conducido allí para que pudiéramos hablar de manera privada y sin que nadie pudiera dar con nosotros, cosa que al final no funcionó.
Me humedecí los labios.
-Pero el Kraken es una criatura formidable -musité, guiándome por lo poco que había conocido de la criatura, básicamente en películas-. ¿Cómo es posible que esté bajo las órdenes de Xanthippe?
-La Emperatriz supo qué ofrecerle -se limitó a contestar.
El coche frenó, pillándome con la guardia baja; miré la puerta de mi casa con sorpresa, como si no creyera realmente que habíamos llegado tan pronto. Por un lado quería bajarme del coche y despedirme de Hugo, esconderme en mi habitación para no salir de allí hasta mañana; pero, en el fondo, no quería marcharme: estaba ávida por seguir conociendo, aunque jamás lo reconocería en voz alta, más cosas sobre la Atlántida.
Hugo había sido el único que me había explicado lo que sucedía realmente conmigo.
Contuve un suspiro y apoyé la mano sobre la manecilla del coche, dispuesta a bajarme y enfrentarme a un nuevo problema: ¿cómo debía afrontar de ahora en adelante mi vida cuando sabía que, en parte, había sido una mentira? ¿Cómo miraría a mi madre y a mi abuela sin reflejar la acusación de saber que me habían ocultando tantas cosas?
-¡Espera, Amelia! -me frenó Hugo.
Me giré hacia él con desconcierto.
-¿Quieres que te enseñe a manejar tus poderes? -preguntó de corridillo.
-Siempre y cuando sea bajo mis condiciones, sí -acepté, con cautela.
Hugo asintió y retrocedió, colocándose de nuevo en su sitio; en esta ocasión abrí la puerta, me quité el cinturón de seguridad y me incliné hacia el exterior, respirando agitadamente por la anticipación de estar cerca de Hugo, aprendiendo a controlar mis poderes.
-Otra cosa, Amelia -me interrumpió Hugo.
Me giré hacia él con un gesto interrogante. ¿Qué más había que decir?
-Mientras estés sola, me gustaría que no te acercaras mucho al mar -me pidió, despistándome por unos segundos.
-¿Por qué sería tan estúpida de acercarme al mar, o a cualquier otro sitio lleno de agua, cuando ha quedado más que demostrado que no tengo idea de nadar? -repliqué.
El rostro de Hugo se ensombreció.
-Conozco perfectamente la atracción que ejerce sobre ti el mar, Amelia -afirmó y yo aparté la mirada-. Forma parte de nuestra naturaleza y, en estos momentos, es peligroso. Prométeme que no cometerás la imprudencia de acercarte demasiado al mar.
Cogí aire y me enfrenté a su mirada, que se había vuelto dura; alcé la mano izquierda y le sonreí con cierta guasa.
-Palabrita -dije, burlándome de esa actitud casi paternalista que había adoptado al advertirme.
La mirada de Hugo se endureció más, en absoluto divertido con mi pequeña broma.
-Esto no es un juego, Amelia.
Apoyé el brazo sobre el quicio superior de la portezuela del coche y me incliné en su dirección.
-No soy estúpida, Hugo -le dije, sonando quizá un poco borde-. No me acercaré al mar. Ni siquiera pisaré una playa, ¿te sirve así, papi?
Hugo sacudió la cabeza, pero no me respondió.
-Entonces, hasta mañana -me despedí, cerrando la puerta.
Le di la espalda al coche y me apresuré a llamar al timbre. Había dejado que Natalia fuera la encargada de llevar las llaves y su móvil por las emergencias que pudieran surgir, lo que había sido una mala elección a todas luces; esperé un par de segundos antes de volver a llamar al timbre.
Al parecer, toda mi familia había decidido salir.
Hugo ya se había marchado, quizá un poco molesto por mi comportamiento infantil de antes, por lo que me dirigí a la parte trasera de la casa, que era una explanada común a varias viviendas, algunas de ellas colindantes con mi casa.
En dicha explanada había un árbol que pegaba a la fachada de la vivienda en la que vivíamos y, en ocasiones como en la que me encontraba, lo utilizábamos para trepar hasta el balcón que pertenecía al dormitorio de Giancarlo y mi madre donde la ventana, usualmente, no estaba cerrada.
Solté un suspiro de resignación y comencé a trepar, raspándome las palmas de la mano con el tronco y haciendo que contuviera algunos improperios sobre mi propia familia; conseguí alcanzar de una sola pieza el balcón y me froté las malheridas palmas contra mis pantalones oscuros.
Por suerte, la ventana estaba abierta, por lo que pude colarme en el dormitorio sin muchos problemas. El aire se me quedó atascado en la garganta cuando observé atentamente la habitación. ¿Guardaría mi madre algún objeto que hubiera traído de la Atlántida?
Miré a mi alrededor, casi temiendo que mi madre o Giancarlo aparecieran allí por sorpresa, mientras me debatía interiormente sobre la idea que se me acababa de ocurrir. En el pasado me hubiera horrorizado revolver entre las pertenencias de mi madre, pero ahora tenía la imperante necesidad de conocer más a mi madre y tratar de entender por qué me había ocultado una parte fundamental de mi vida.
Empecé por la cómoda, tratando de no descolocar lo que había en el interior de los cajones y atenta a cualquier objeto sospechoso. Chasqueé la lengua con fastidio cuando no encontré nada fuera de lugar.
Tras una exhaustiva búsqueda por todos los rincones que se me ocurrieron, no encontré ninguna pista sobre la Atlántida. Me sentía frustrada conmigo misma y enfadada con mi madre y abuela por ponérmelo tan difícil.
Ellas habían creído que jamás me enteraría de la verdad, no habían contado con que las gentes de la Atlántida enviarían a Habis para que tratara de encontrarme.
Y lo había hecho.
Decidida a no abandonar ahí mi frustrante búsqueda, pasé a la habitación que ocupaba mi abuela para proseguir con ella. El dormitorio de mi abuela constaba de una cama y varios armarios; se había negado en rotundo a ocupar una de las habitaciones más grandes y nos había asegurado que ella no necesitaba mucho espacio para sentirse cómoda.
Inspiré antes de poner manos a la obra y me dirigí a la mesita de noche. Allí me encontré con su frasco con somníferos para poder dormir, además de un ejemplar de la Biblia y un rosario; dejé las cosas como estaban en la mesita y pasé a uno de los armarios donde guardaba todos sus abrigos.
Rebusqué concienzudamente entre las cajas de zapatos que tenía en el fondo, no encontrando nada. Resoplé y alcé la mirada al estante del último armario que me quedaba por registrar; allí mi abuela dejaba un par de maletas aunque, siendo más niña, cuando intente alcanzarlas, ella apareció y me apartó apresuradamente, alegando que podría hacerme daño.
Tragué saliva mientras arrastraba la cama hacia el armario y me detuve, notando una extraña sensación en el estómago; había violado la intimidad de mi madre y de mi abuela por la repentina obsesión que tenía por encajar más piezas en el rompecabezas en el que se había convertido mi vida. Estaba quebrantando la confianza que habían depositado en mí...
Sacudí la cabeza y me aupé en la cama para poder ver mejor qué había en el estante de las maletas; tuve que apartar una para poder divisar, al fondo, una labrada cajita de color aguamarina con detalles en oro.
Las manos me comenzaron a temblar cuando la saqué del fondo y la contemplé a la luz que entraba por la ventana. Me asombró el buen estado en el que se encontraba y, aún más, lo bello que era.
Me apresuré a devolver todo a su sitio antes de huir a mi habitación para examinar más detenidamente mi pequeño hurto.
Deposité con cuidado el cofre en mi escritorio y lo estudié desde una distancia prudente. La tapa tenía grabados demasiado similares a los que tenía la puerta de mi sueño, por lo que tuve la sensación de que estaban relacionados.
Que ambos procedían del mismo lugar.
Mi móvil comenzó a sonar en mi mesita de noche, distrayéndome por el momento de mi intención inicial; me apresuré a cogerlo y a descolgar.
Era Natalia, dispuesta a comprobar que Hugo había cumplido con su palabra.
-Hola, Natalia -saludé en primer lugar.
Al otro lado de la línea se escuchó un suspiro de evidente alivio.
-No sabes la de páginas que me hubiera dado tu repentina desaparición con un chico como Hugo para mi historia, Amelia -fue el saludo de mi hermanastra.
Se me escapó una risa ante la disparatada idea de Natalia.
-Lamento haberte hundido una considerable cantidad de votos y comentarios -repuse, dejándome caer sobre la cama-. Pero Hugo me ha traído directa a casa y estoy bien.
Aunque Natalia trató de tapar el auricular del teléfono, escuché perfectamente la discusión que estaban manteniéndose mientras mi hermanastra respiraba aliviada de encontrarme en casa, sana y salva.
-Matteo está un poco molesto, como habrás podido comprobar -susurró, seguramente para que ninguno de nuestros amigos, o el propio aludido, pudieran escucharla.
-No entiendo por qué -respondí.
-Creo que Hugo no le cae del todo bien... Ha estado diciendo que es hijo de un mafioso y que no se fiaba de sus intenciones. Incluso ha amenazado con presentarse en casa para comprobar personalmente que estabas allí.
Me eché a reír de buena gana y Natalia, al final, se unió a mis risas.
-No tardaré en llegar a casa, Amelia -me prometió-. Matteo se ha ofrecido a llevarme.
-¿Qué hay de Alessandro? -pregunté.
Natalia carraspeó.
-Ya te contaré cuando llegue a casa, ¿vale? Ahora tengo que dejarte: ¡van a hacer una competición de chupitos y Rafaela quiere participar!
Colgué a Natalia para que pudiera detener a nuestra amiga antes de que cometiera cualquier estupidez y me centré de nuevo en el cofre que había sacado de la habitación de mi abuela; rocé la superficie de la tapa y me pregunté qué habría en el interior de aquella cajita tan labrada.
Tras unos instantes de duda, incrusté las uñas en la línea que había entre la tapa y la parte inferior y tiré. Me sorprendió la facilidad con la que cedió la tapa, que subió sin hacer ningún ruido.
Noté mi propio pulso en mis sienes cuando me asomé al interior y vi qué escondía aquel cofre; no pude negar que me sentí un poco decepcionada cuando saqué una cajita de música y una caja de madera.
Deposité con cuidado la caja de música al lado del cofre y abrí la pequeña caja de madera. Se me escapó un suspiro de emoción cuando descubrí un magnífico colgante en forma de lágrima, con una preciosa piedra de color azul y bordeado por una hilera de cristalitos que parecían diamantes; la cadena de plata estaba pulcramente recogida en el lecho de terciopelo negro en el que reposaba la joya.
La saqué con cuidado de su estuche y me la colgué al cuello en un gesto impulsivo. Una vez la lágrima rozó mi piel, tuve la extraña sensación de que ahí es donde debía estar... que aquel extraño colgante me pertenecía a mí.
Guardé el estuche vacío en el cofre y cogí la cajita de música, que lo había dejado en el último lugar; tenía forma de concha y filigranas de oro que formaban espirales. Movida por la curiosidad, abrí la tapa y una extraña melodía empezó a resonar en toda mi habitación.
Dicha melodía me era trágicamente familiar.
Cerré los ojos y me vino a la mente un recuerdo del que no había tenido constancia hasta ese mismo momento.
Estoy escondida en mi dormitorio. Jemima debe estar volviéndose loca para encontrarme; le había pedido a papá un hipocampo para poder montarlo cuando fuera mayor, como él. Sin embargo, papá ha llamado a Jemima para que venga a por mí porque mamá y sus consejeros necesitan hablar de asuntos «que no deben escuchar las niñas pequeñas»; antes de que Jemima viniera por mí, vi cómo llegaba uno de los consejeros de mamá: Arnor.
Había escuchado a mamá hablando de él con papá y también sobre su hijo. Su hijo no me cae bien... se porta mal conmigo. Es mayor que yo y siempre se está burlando de mí por eso; dice que jamás seré reina.
Mamá y sus consejeros estaban hablando sobre cuando yo sea mayor cuando uno de ellos descubrió que estaba escondida; salí huyendo de la habitación y por eso estoy en mi dormitorio.
Me encojo cuando veo entrar a la abuela y suspiro con resignación cuando me mira fijamente, como si supiera lo que había hecho.
Ella se acerca a mí y se inclina, con una sonrisa amable.
-Jemima te está buscando -me dice, tratando de sonar seria-. Y un pequeño pajarito me ha dicho que has estado escuchando conversaciones ajenas...
Hago un puchero.
-No ha sido a propósito -trato de defenderme-. Yo solamente quería que papá que consiguiera un hipocampo...
La abuela me acaricia la cabeza y yo cierro los ojos.
-El hijo de Arnor me ha dicho que jamás seré reina -confieso, incapaz de seguir manteniendo esa espinita clavada por más tiempo-. Que es porque soy pequeña.
Abro los ojos y me encuentro a la abuela riéndose.
-Oh, cariño -suspira-. Por supuesto que algún día serás reina de igual forma que lo es tu madre ahora y lo fui yo en su tiempo. Solamente tienes que esperar a que estés preparada...
-También he escuchado a mamá hablando de mí... sobre el futuro. Le dijo a papá que tenían que encontrarme una persona que me ayudara a gobernar, que tendríamos que casarnos -digo con disgusto-. ¿Eso quiere decir que tendré que separarme de vosotros?
Los ojos de mi abuela me contemplan en silencio y tengo la sensación de que sabe algo, algo que no quiere decirme porque sabe que no me va a gustar; en lugar de responderme, se acerca a mi mesita y coge la caja de música que me regaló papá cuando cumplí los años.
Me la pone entre las manos y abre la tapa. Está sonriendo, pero sé que está triste... ¿Por qué está triste?¿Es porque he estado escuchando conversaciones ajenas? Si es por eso, le prometeré que jamás volveré a hacerlo.
La abuela me acaricia la cara y me sujeta la barbilla para que nos miremos fijamente.
-Jamás permitiré que pase eso, cariño -me promete y yo sonrío-. Siempre estaremos juntos: mamá, papá, tú y yo...
Abrí los ojos de golpe y jadeé, estupefacta por aquel repentino recuerdo. La habitación en la que me encontraba era idéntica a la que había aparecido en mi sueño, aunque la del recuerdo tenía la decoración infantil de una niña de tres años; cerré la tapa de la caja de música y la devolví al cofre, notando cómo los ojos se me llenaban de lágrimas.
Había visto en él a mi padre por primera vez. O había recordado cómo era: alto, fornido, con el cabello largo de un bonito color caoba, como el mío, además de unos profundos ojos de color gris azulado.
Mi padre me había sonreído en el recuerdo... y yo me había sentido feliz.
¿Por qué mi madre y mi abuela habían decidido arrebatarme aquella parte de mi vida en la que había sido tan feliz?
-¡¡Amelia!! -gritó Natalia, subiendo como un huracán por las escaleras.
La llegada por sorpresa de mi hermanastra me hizo recoger apresuradamente mis tesoros, podía afirmar que la caja de música me pertenecía y solamente tenía que averiguar a quién pertenecía el colgante que había decidido llevar puesto, para esconderlos a toda prisa bajo mi cama, entre un par de cajas de zapatos viejas.
Me dio tiempo suficiente a dejarme caer sobre el colchón y fingir que estaba absorta con mi teléfono móvil; Natalia abrió de golpe la puerta y entró a mi habitación con una amplia sonrisa.
-Bueno, ¿cómo besa Hugo Sokolov?
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