{♚} Capítulo catorce.
Mamá siguió avanzando, haciendo caso omiso de la grave acusación que había lanzado Habis en su contra; yo la miré mientras caminábamos hacia la casa, dejando atrás la playa y a Habis, que había sucumbido a un ataque histérico de risa que me trajeron a la memoria todas las ocasiones en las que se había burlado de mí.
-Mamá. Mamá, ¿qué ha querido decir con eso?
Mi madre tiró de mí con más insistencia mientras sus ojos se movían en todas direcciones.
-Aquí no, Amelia –me reprendió-. No estamos solas.
Mi mirada se clavó en un punto por encima de nosotras, justo por el camino que descendía desde el cúmulo de casas hacia la playa; aunque estaba oscuro, pude guiarme por las leves luces de las farolas para divisar la silueta claramente femenina que no tardé en reconocer porque pertenecía a la chica que había acompañado a Habis, y con la que se había mostrado tan cariñosa, aquella misma mañana.
La chica misteriosa me devolvió la mirada, con sus ojos azules reluciendo peligrosamente, retándome a que le dijera a mi madre que la había visto; rompí el contacto visual y solté un suspiro de alivio cuando mi madre cerró a nuestras espaldas la puerta de la cocina.
Me guió hacia la mesa y me ayudó a que me sentara en una de las sillas mientras se encargaba de prepararme algo caliente que me brindara algo de calor al cuerpo; yo me abracé a mí misma, pegando mis ropas mojadas aún más a mí. Sin embargo, a pesar del frío, la última pregunta que había lanzado Habis respecto a mi madre me golpeó de lleno, provocándome un escalofrío...
... y abriendo viejas heridas de nuevo.
-¿A qué se ha referido Habis antes? –pregunté otra vez.
Mi madre dejó dos tazas humeantes en la mesa con un golpe sordo y me dirigió una larga mirada. Ambas éramos conscientes de la tensión que comenzaba a cubrir el ambiente y lo que podría suceder con mis descontrolados poderes si había algo que me agitaba demasiado.
Como si mi madre leyera mi pensamiento, desvió la mirada unos segundos hacia el exterior. Se había levantado viento y aún había algunas nubes oscuras cubriendo el cielo.
-Mamá –insistí.
No iba a permitir que siguiera dándome largas, poniendo excusas y dejándome sin respuesta alguna; yo me había sincerado con ella, ahora era el turno de mi madre de demostrarme que estaba dispuesta a dejar de mentirme.
La observé mientras se llevaba la taza a los labios y bebía un trago antes de volver a bajarla con una premeditada lentitud.
-No quiero que me odies, Amelia –murmuró-. No es un tema fácil.
Enarqué ambas cejas y la imité, dándole un sorbito al chocolate caliente que había puesto en mi taza preferida. ¿De qué forma me había «vendido» mi madre? El hecho de que se mostrara tan reticente a hablar del tema me estaba poniendo más ansiosa cada segundo que pasaba sin que mi madre arrancara a hablar y le daba veracidad a lo que Habis le había gritado mientras nos alejábamos.
-Tienes que dejar de tratarme como a una niña –me quejé-. Todo esto... todo esto me concierne a mí. Yo soy el centro de todo el problema.
Y todo el mundo parecía estar de acuerdo en dejarme al margen, como si no fuera lo suficientemente madura para poder hacerles frente; sujeté con más fuerza mi taza, recordando el episodio de la playa. Alguien había logrado colarse en mis sueños y, tal y como había dicho Habis, y tenía la sospecha que de esa persona no había sido Xanthippe... directamente.
Recordé a la chica rubia de ojos azules, la misma que me había mantenido la mirada mientras subíamos hacia casa y la misma que había estado con Habis en el centro. Su rostro me era familiar, mi intuición me avisaba que no era la primera vez que nos cruzábamos. Pero, para poder recordarla, antes tendría que eliminar el bloqueo que mi madre había puesto para evitar que tuviera algún recuerdo sobre la Atlántida y mi pasado allí.
Mi madre volvió a darle un sorbo a su taza y sus ojos se clavaron en mi cuello, donde reposaba el colgante que me había regalado Habis; el mismo que había tratado de arrancármelo para devolvérselo, para cortar cualquier conexión que tuviera con él, pero mi madre me había detenido por algún extraño motivo.
El corazón se me paró en el pecho cuando la cabeza de mi madre señaló en dirección del colgante.
-¿Te ha explicado Habis lo que significa ese colgante? –inquirió con tono neutro-. ¿Sabes por qué te lo regaló?
Desabroché el colgante y lo sostuve frente a mí, observándolo fijamente; mi madre también tenía clavada la mirada en la lágrima aguamarina cuyo secreto me había desvelado el propio Habis cuando lo había reconocido. Pasé el pulgar por la cara interior del colgante y la superficie mostró la inscripción oculta.
«Las reinas nunca mienten.»
-Habis me contó que fue un regalo suyo. Que el colgante demostraba nuestra... amistad –al final dudé y no pude continuar.
Tampoco me animó a hacerlo el gesto de desconcierto y enfado que fue cubriendo lentamente el rostro de mi madre.
-Veo que no ha tenido el suficiente valor de contarte la verdad –observó con frialdad.
El colgante empezó a balancearse de un lado a otro debido al repentino temblor de mi mano ante la dureza de sus palabras. Siempre había creído, incluso de manera ciega, que Habis había sido sincero conmigo, que no había habido secretos entre ambos; al parecer, como en muchas cosas, me estaba equivocando por completo respecto a Habis.
-¿Qué verdad?
-La misma que me ha exigido que desvelara en la playa –respondió con el gesto sombrío-. Cuando se ha referido a si te había «vendido». En cierto modo, tiene parte de razón: accedí como una estúpida a la idea que tuvo mi hermana, creyendo que así conseguiría aplacar sus ansias de poder.
Dejé el colgante sobre la mesa, quizá comenzando a comprender por dónde iba dirigida la respuesta de mi madre.
La garganta se me fue secando gradualmente conforme mi madre iba hablando, desvelándome el verdadero significado del colgante que ahora reposaba en la mesa de la cocina, entre mi madre y yo.
-Xanthippe siempre estuvo obsesionada con un hombre que pertenecía a mi consejo personal –continuó mi madre con esfuerzo-. Lamentablemente, esa persona se casó y formó su propia familia; unos años más tarde, la esposa de...
-Mamá, sé que ese hombre se llamaba Arnor Gárgoris y que era el padre de Habis –la corté, ahorrándole que entrara en más detalles y fuera directa.
El rostro de mi madre no sufrió ningún cambio.
-Cuando Xanthippe consiguió casarse con Arnor... Habis tendría unos seis años –prosiguió mi madre a pesar de la interrupción-. Mi hermana estaba bastante emocionada con su nuevo matrimonio, con el hijo de Arnor y la promesa de una nueva vida; creí que consintiéndole eso conseguiría hacerle olvidar sus ansias por convertirse en Emperatriz.
-Habis me confesó que te resultaba muy duro concebir –la interrumpí de nuevo, bajando la mirada.
La espié y vi que apretaba los labios.
-Xanthippe no fue del todo cuidadosa con sus movimientos –repuso-. Por suerte pude contar con la ayuda y consejo de un sanador, quien me informó que alguien estaba poniendo una potente planta anticonceptiva en mi bebida. Cuando naciste tú, empecé a considerar la idea de brindarle a mi hermana lo que tanto había deseado: el amor obsesivo de Arnor Gárgoris. Cuatro años después, conseguí que Arnor aceptara casarse con Xanthippe y pude respirar tranquila, ya que había desviado la atención de mi hermana en su nueva vida.
Fruncí el ceño. Todo aquello era un relato mucho más detallado de cómo el padre de Habis se había casado con mi tía y lo que había supuesto; cuando le había preguntado al propio Habis en qué nos convertía esa unión, él había respondido sin dudar que en aliados. La verdad era un poco distinta: éramos familia, aunque no compartiéramos consanguinidad.
-¿Por qué Habis me regaló este colgante? –insistí.
Mi madre desvió la mirada y se mordió el labio inferior.
-Xanthippe pronto empezó a hacer planes, con un nuevo peón en juego –respondió, casi a regañadientes-. Xanthippe y Arnor pidieron que me reuniera con ellos, ya que tenían una propuesta para mí que no podría rechazar.
El recuerdo del que hacía mención mi madre se prendió automáticamente en mi cabeza: mi madre había ordenado a Jemima, mi niñera, que nos sacara de la habitación a Habis y a mí con el pretexto de que debían discutirse esos asuntos sin la presencia de los niños. Habis se había burlado de mí, tachándome de mentirosa y alegando que, si seguía mintiendo, podría convertirse en un candidato para ocupar, junto a mí, el trono cuando llegara mi turno; no había querido creerlo y, al final, había sucumbido al enfado, lanzándome contra él para pegarle.
Las rodillas empezaron a temblarme al creer entender cuál era la pieza que faltaba en todo aquel puzle.
-¿Cuál era la propuesta? –grazné.
Mi madre ni siquiera me miró, pero permaneció en silencio.
Sin responder a mi pregunta.
Sin sacarme de mi error.
-Mamá, por favor –se me rompió la voz.
-Xanthippe ofreció a Habis como tu pretendiente –dijo con un hilillo de voz, como si tuviera miedo de alzarla-. Estuvo muy persuasiva conmigo, convenciéndome de que sería un buen partido... Amelia, no puedes entender la presión a la que estaba sometida: me habían llegado los rumores de la revuelta que tenía pensado montar Xanthippe; teníamos problemas en las costas con algunos pueblos pesqueros; todavía tenía que preparar la recepción con una importante familia de nobles... y tú tampoco te mostrabas muy cooperadora con la idea de prometerte.
»Sé que eras muy joven, pero allí las cosas se hacían de ese modo: desde niña se te da la opción de escoger a la persona que te acompañará el resto de tu vida, que se convertirá en un pilar fundamental y en el que deberás apoyarte en los momentos más críticos de tu reinado. Tenía muchos frentes abiertos y el más acuciante era Xanthippe y su enfermiza obsesión por el poder.
»Simplemente creí que estaba haciendo lo mejor: acepté a Habis como tu prometido y permití a Xanthippe que me ayudara con todos los preparativos. Con ello conseguí ganar un poco más de tiempo para poder enfocar bien la situación.
Negué varias veces con la cabeza, apretando los dientes hasta hacerme daño y notando las náuseas en la boca del estómago. Quería hacer retroceder el tiempo y deshacer la pregunta; odiaba mi maldita curiosidad y odiaba a lo que me había llevado el querer averiguar la verdad.
No mentían cuando afirmaban que algunas verdades dolían... y de qué modo.
-Estabas aplazando la situación –la contradije-. Tarde o temprano te habrías visto en el mismo punto, tomando otra decisión para conseguir más tiempo. Sería como un círculo vicioso.
Busqué desesperadamente mi parte oscura, esa energía negativa y vengativa que brotaba cuando me encontraba en situaciones como aquélla; lo único que sentía era un enorme vacío en la zona del pecho. Después de la sorpresa inicial, de la afilada verdad que había desgarrado mi corazón, ya no quedaba nada.
Solamente había alivio. Alivio de saber que estaba hablándome con sinceridad y que no era ningún otro truco; aunque estuviera tratando de convencerme de que aquella decisión había sido por un bien común, me lo había dicho. Había sido sincera conmigo y yo se lo agradecía.
-Habis y yo nunca nos llevamos bien –observé con la voz neutral.
-Desde que os conocisteis vuestras respectivas formas de ser chocaron –asintió mi madre-. Habis siempre... siempre...
-Trataba de hundirme –completé con indiferencia-. Me ponía a prueba e intentaba sacarme de quicio; me odiaba y hacía lo imposible por demostrármelo. Supongo que el sentimiento era mutuo –hice una pausa, recordando lo que Habis me había contado respecto a nuestra relación-. Mamá, ¿te acuerdas de cuando me bañé desnuda en la fuente de Poseidón? –mi madre movió la cabeza afirmativamente-. ¿Habis habló contigo después? ¿Te confesó que había sido a causa de una apuesta y que no era culpa mía?
El estómago se me encogió al ver el gesto negativo de mi madre. Aquella nueva mentira de Habis me sentó como si alguien hubiera estado hurgando en mi interior, retorciendo algunas partes y quitando otras, dejándome con una extraña sensación de vacío.
-Ya... lo suponía.
Mi madre alzó una mano por encima de la mesa y me aferró la mano que tenía más cerca; me dio un apretón y sus ojos se humedecieron. Entendía perfectamente los motivos que la habían empujado a mantenerse en silencio, a no querer decírmelo en la playa: aquella noticia podría haber desencadenado una tormenta aún mayor que las que había formado anteriormente.
Me masajeé la frente con la mano que tenía libre.
-No me odies, por favor –me suplicó mi madre, con las lágrimas asomando por las comisuras de sus ojos.
-No puedo odiarte –repuse en voz baja.
Era cierto: no podía odiar a mi madre por la decisión a la que se había visto obligada a llegar. Su hermana suponía una amenaza directa para lo que más le importaba, para mí misma: quizá había creído que, comprometiéndome a Habis, estaría a salvo de la obsesión que sentía su hermana hacia el poder.
Sin embargo, las cosas se habían torcido y mi madre había tenido que huir conmigo y mi abuela para poder protegernos del odio que sentía Xanthippe hacia nosotras. Hacía mí. Porque me había convertido en una amenaza.
-Cuando te bloqueé los recuerdos... lo hice por tu bien –dijo entonces mi madre, al borde del llanto-. Te despertabas cada noche gritando a causa de las pesadillas; fuiste testigo de cómo asesinaban a tu propio padre mientras trataba de ponernos a salvo, viste cómo toda tu vida se hundía frente a ti... Lo único que quería es que dejaras de sufrir.
Nos sostuvimos la mirada sin decirnos nada más. Quizá mi madre aguardaba a que le recriminara todos los errores que había cometido al tomar aquella decisión por mí; yo seguía pensando que robarme todos los recuerdos había sido demasiado extremista, que otra posible solución podría haber sido un bloqueo parcial de mis recuerdos.
-Quiero que me los devuelvas –decidí-. Quiero recuperar mi memoria perdida.
«No quiero que nadie más vuelta a utilizarme a su antojo aprovechándose de mi laguna mental», añadí para mis adentros sin atreverme a verbalizarlo en voz alta.
Mi madre bajó la barbilla al pecho con aspecto resignado.
-Es tu decisión, Amelia –murmuró.
Asentí.
Quería recuperar mi identidad perdida y valorar la situación desde otra perspectiva, con ayuda de mis viejos recuerdos, para poder encontrar una solución al problema que se me planteaba: Xanthippe no cesaría su caza hacia mí hasta que estuviera muerta o hasta que me enfrentara a ella por el trono.
En la playa le había gritado a Habis que podía hundirse con la Atlántida si quería. Sin embargo, ahora que mi mente se había despejado lo suficientemente como para pensar con tranquilidad y relax, quería valorar todas las opciones que se abrían ante mí y escoger la que más beneficiaba sin que nadie hubiera influido en ella.
-Dame tiempo –me pidió mi madre-. Este proceso lleva su tiempo y yo no estoy en plenas facultades de mis poderes.
Acepté la petición de mi madre y di media vuelta para poder subir al segundo piso cuando su voz resonó con suavidad por toda la cocina; ladeé la cabeza para ver qué más tenía que decirme. Mi madre sostenía por la cadena el colgante que sellaba el compromiso que Xanthippe y ella habían acordado respecto a Habis y a mí.
Lo observé largamente, sin entender qué quería que hiciera mi madre con él.
-Esto es tuyo –me recordó, con una sonrisa triste.
Me crucé de brazos.
-No lo quiero –respondí con obstinación-. No quiero tener nada que me recuerde a ese maldito... -frené mis palabras antes de empezar a despotricar.
Ella lo agitó con suavidad.
-Guárdalo entonces en el cofre que encontraste en la habitación de tu abuela –me aconsejó-. No me gustaría que Natalia, Giancarlo o Pietro lo encontraran por aquí.
-¿Por qué? –pregunté por pura curiosidad.
-Las joyas de creación atlante tienen un efecto distinto en los que no son como nosotros –me explicó mi madre, frunciendo el ceño-. No sabría decirte los síntomas, ya que en cada persona se manifiestan de una forma distinta.
Natalia, al ver el colgante, se había mostrado más que interesada en saber más cosas sobre él y sus ojos habían brillado de una forma distinta, casi con avaricia... como si el colgante despertara algunos sentimientos primitivos que la empujaban a querer obtenerlo a toda costa.
Lo recogí a regañadientes de la mano de mi madre y me despedí de ella; saqué el cofre que le había sustraído a mi abuela y lo abrí con cuidado. Sostuve el colgante entre mis dedos unos segundos antes de dejarlo caer en el interior del cofre y guardarlo de nuevo en su escondite.
La inscripción que había puesto Habis en él seguía llamando mi atención. Habis me había asegurado que era una broma privada entre ambos, pero aquello también debía ser mentira... jamás había habido entre nosotros tan buena relación como para que tuviéramos «bromas privadas».
«Las reinas nunca mienten.»
¿Acaso aquellas palabras eran una advertencia para mi madre, en previsión de lo que iba a suceder en el futuro? ¿Sería una amenaza por todo lo que me había estado ocultando estos años?
Había caído rendida al sueño. No me importó la posibilidad de que alguien indeseado estuviera esperándome en el otro lado, en el mundo onírico, porque la conversación con mi madre me había mantenido lo suficientemente distraída y ocupada como para prepararme.
Regresé de nuevo al palacio de la Atlántida, con aquella vaporosa túnica y tiara adornando mi cabeza, y con alguien esperándome allí. Lo vi reflejado en el espejo que había usado en el otro sueño y decidí ignorarlo por completo; quizá se aburriría y desaparecería de una vez.
-Tenemos que hablar –me interrumpió y yo fruncí el ceño.
Tenía el mismo aspecto con el que lo había visto en aquellos tres años. Fingí que me recolocaba la tiara sobre mi cabeza, ignorándole por completo; sin embargo, y por el rabillo del ojo, no me perdía ni un detalle.
Había sustituido sus mojadas y mundanas ropas con un traje exquisito de color negro, lo que resaltaba su piel, ojos y cabello, que le llegaba por el pecho. Me esforcé por no mirarlo directamente a los ojos, ya que temía que pudiera ver las dudas que despertaba su presencia en mi sueño.
-Tú y yo no tenemos nada que hablar, Habis –le respondí tras un buen rato en silencio-. Creo que te lo dejé bastante claro en la playa.
-Te he salvado la vida, Amelia –reiteró-. Dame la oportunidad de explicarme, al menos.
Giré sobre mis pies para quedarme mirando en dirección a donde estaba Habis. Tenía ganas de gritar y romper cosas, de tratar de animar a mi maltrecho corazón y darme un poco de paz a mí misma; no entendía cómo era posible que fuera capaz de mirarme a los ojos después de todo lo que me había ocultado.
De todas las mentiras que me había contado.
-¿El qué vas a contarme? –pregunté, alzando la voz-. ¿Más mentiras? ¿O vas a seguir jugando conmigo como si fuera estúpida?
Habis se atrevió a avanzar unos pasos. Me fijé en que su mandíbula estaba sombreada por un lado, resultado del satisfactorio puñetazo que le había dado... y que estaba deseando de repetir.
-Nunca he creído que fueras estúpida, Amelia.
Me eché a reír.
-Eso no es lo que me parece ahora que sé parte de la verdad –desdeñé sus palabras con un aspaviento de mano-. Te aprovechaste de que no recordaba nada de ti para poder moldearme a tu antojo. Vaya forma de divertirte, ¿eh?
Arranqué a andar y esquivé con habilidad el cuerpo de Habis para poder salir de aquella habitación; escuché sus pasos resonando a mi espalda, en mi misma dirección, y traté de ignorar la angustiante sensación que me provocaba la cercanía de Habis a mi cuerpo y de la que no sabía cómo desprenderme.
-¿Recuerdas aquella vez que se te escapó «mío»? –interrumpió Habis a mis espaldas. No me giré-. No entendías por qué sentías esa posesiva conexión conmigo...
Alcé ambas manos al techo con un sonido estrangulado.
-¡Estaba influenciada por ti! –me defendí-. Llevas tres malditos años haciéndolo.
Dejé escapar un chillido de sorpresa cuando la mano de Habis se enroscó en mi brazo y tiró de mí para que diera media vuelta; esquivé automáticamente su mirada y dirigí mis ojos hacia un punto por encima de su hombro.
-Eso no es cierto –protestó-. Aunque no guardabas ningún recuerdo sobre mí... me reconociste. De algún modo supiste quién era yo desde el principio.
Me sonrojé y traté de zafarme de Habis sin resultado.
-No te reconozco. ¿Quién eres en realidad, Habis?
-Yo soy... soy... -tragó saliva, pero no terminó la frase.
Otra confirmación más de que no iba a ser sincero conmigo, que todo había sido un juego y que yo había sido una completa estúpida por haberme permitido influenciar por el chico que tenía frente a mí, cuyo único propósito era conseguir sus propias metas sin importarle lo más mínimo las consecuencias.
Me negué a mirarlo.
-¿Quieres que te ayude? –me burlé de él-. Eres... mi... maldito... prometido.
Cuando tiré de mi brazo en esta ocasión sí que conseguí liberarlo del agarre de Habis; me froté la zona donde sus dedos me habían rozado y lo miré con odio.
-Lo has sabido todo este tiempo y aun así has continuado –escupí mientras Habis seguía inmóvil-. Por no hablar de lo mucho que me detestas... ¿Ha sido por eso, Habis? ¿Te has callado porque disfrutabas con todo esto? Porque estás enfermo.
Di media vuelta y eché a correr por el pasillo, alejándome de Habis y notando cómo las fuerzas comenzaban a fallarme; no me había resultado tan difícil enfrentarme a Habis después de haberme enterado de la verdad. Sin embargo, no quería forzar a la suerte y romperme delante de él, cediendo al llanto y los gritos por saber si realmente había disfrutado destrozándome, tal y como se había prometido a sí mismo.
Dejándolo plasmado en su diario.
-¡Soy tuyo de igual manera que tú eres mía! –me echó en cara Habis, gritando a mis espaldas-. ¿Es eso lo que te duele? ¿Que no puedas romper ese vínculo que nos une y siempre esté en tu vida, de un modo u otro?
Frené en seco casi al final del pasillo.
-No pertenezco a nadie –respondí a gritos-. ¡Y mucho menos a ti! El compromiso quedó roto cuando huimos de la Atlántida, ¡no me une a ti nada!
Me dejé caer de rodillas sobre el duro suelo de mármol. Quería que Habis desapareciera, quería recuperar mi sueño y quería que mi cabeza dejara de repetir una y otra vez la escena donde se me escapaba «mío».
Observé las elegantes botas de Habis rodearme hasta detenerse frente a mí; cerré los ojos de manera instintiva mientras escuchaba el roce de sus ropas contra el suelo, seguramente al agacharse.
-El compromiso aún sigue vigente, Amelia –habló en voz baja-. Nunca llegó a romperse.
-Pero nos odiamos –gimoteé patéticamente-. No nos hemos llevado nunca bien... En estos momentos te odio con todas mis fuerzas.
Lo odiaba por todo lo que me había hecho sentir, por todo lo que me había arrebatado y por haberme neutralizado con sus falsas promesas y acciones; odiaba a la persona en la que me había convertido.
-Sé que tienes mi diario –susurró- y quiero que sepas que, cuando lo escribí, las cosas eran distintas a como son ahora.
-¿En qué han cambiado? –le espeté-. ¿En que ahora lo tenías más fácil para manejarme a tu antojo?
Abrí los ojos y vi a Habis apretar la mandíbula.
-Sigues sin entenderlo. No eres capaz de verlo...
Me puse en pie con cuidado de no tocarlo. Habis alzó la mirada y me miró con un brillo suplicante.
-Tú tampoco eres capaz de ver que detesto tenerte cerca y que te odio con todas mis fuerzas por todo el daño que me has causado –cogí aire, notando un nudo en el pecho que amenazaba con transformarse en un llanto incontrolable-. No quiero volver a verte nunca más, Habis. Estaba bien, tenía mi propia vida, hasta que apareciste tú hace tres años, trayendo contigo a Xanthippe: has sido tú quien ha convertido toda mi existencia en un tormento donde estoy continuamente en peligro por tu error.
No me sentí mejor después de decir todo aquello. Era posible que las cosas a Habis no le hubieran salido como él hubiera deseado, pero no veía a Habis capaz de colaborar con la mujer que había asesinado a su padre; el propio Habis me lo había confirmado cuando había descubierto que era el hijastro de Xanthippe.
Los ojos azules de Habis estaban turbios.
-Por eso he venido aquí –repuso, con fervor-. Para intentar arreglarlo, para protegerte.
Lo observé con desdén.
-El problema, Habis, es que tú formas parte de ese error y que, en todo caso, tendrías que protegerme de ti mismo.
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