Capítulo 3
—Queridos míos —sonrió Rángfrid Lothsson, el maestro, abriendo ambos brazos con teatralidad—, bienvenidos al Palacio de los Dioses.
Alayna tuvo que detenerse unos segundos en medio del descomunal vestíbulo, observando en todas direcciones con los ojos tan abiertos que le dolían. Se dio cuenta de que estaba agitada. Su pecho subía y bajaba con fuerza, incapaz de contener el ritmo de su propia respiración. Aquel lugar era enorme, gigantesco, demasiado para ser real. Sentía vértigo. La inmensidad de semejante espacio se cernía sobre ella de un modo casi físico, oprimiéndola con todo su monstruoso peso. Ran y Esken, de pie a su lado, tragaron saliva.
—Por los dioses... —susurró Ran, con un gesto que era una mezcla de espanto e incredulidad.
Alayna la entendía a la perfección. El vestíbulo era tan absurdamente grande que los muros se veían lejanos e imponentes como acantilados blancos ascendiendo hacia el infinito. Todo allí era blanco. Los suelos, con baldosas tan enormes que un ejército se podría haber parado sobre ellas; las columnas, gruesas y altas como montañas, llenas de intrincadísimos diseños cuyo patrón era incapaz de discernir; los colosales balcones curvos que rodeaban el vestíbulo, suspendidos a lo que parecían ser kilómetros del suelo. Todo era de un blanco brillante, artificial, impoluto a un extremo que dañaba la vista.
El maestro echó a caminar a través de aquella interminable llanura blanca, señal de que debían hacer lo mismo de inmediato.
—El Palacio ha servido de residencia a los reyes y a la más alta nobleza desde el origen de los tiempos —les explicó alegremente—. Es un recinto tan grande que podría albergar a toda la ciudad, pero solo los héroes y clanes más importantes de Iörd han tenido el honor de establecerse al interior de sus muros. —Los miró por encima del hombro, sonriente como siempre—. Esken, ¿puedes decirme por qué esto es así?
Esken, un muchacho alto y robusto de cabellos dorados, asintió quedamente.
—El Palacio fue habitado antaño por los dioses. Luego de que retornaran a los cielos tras la Krag-daggran, la Gran Guerra Final, dieron su bendición a los héroes sobrevivientes para que lo hicieran su morada.
—Así fue —asintió Rángfrid—. Y de la sangre de esos héroes nacerían los primeros líderes del clan Yngvin, antepasados de Údlrick el Legislador, primer rey de nuestra tierra. Por supuesto, no fue nada fácil instalarse aquí definitivamente. —Los ojos púrpuras del maestro se clavaron en Ran—. Ran, querida, explícanos por qué.
Ran se aclaró la garganta, cautelosa. Era una joven de pequeña estatura, pero llena de energía y vitalidad, con una larga trenza pelirroja cayéndole por la espalda.
—Los dioses mismos construyeron este palacio, lord Lothsson. —Tenía un acento rústico que Alayna había aprendido a identificar como el de las clases más bajas del Norte—. Cuando lo abandonaron, autorizaron a los hombres para que lo habitaran, sí, pero los clanes lo vieron como un lugar sagrado que solo los más fuertes podrían reclamar como suyo. Se libraron guerras, algunas para convertirlo en un templo, otras para decidir quién lo tomaría como sede. El clan Yngvin resultó vencedor, estableciéndose aquí como guardianes del Norte.
—Pero los Yngvin, en su sabiduría, no hicieron oídos sordos a las nobles propuestas de sus rivales —agregó el maestro—. No solo convirtieron el Palacio en su solar, sino que también abrieron sus puertas al pueblo como el recinto sagrado que es. Hoy por hoy, hasta el más humilde de los campesinos puede acudir aquí a orar. —Rángfrid observó los alrededores con veneración—. Los dioses nos regalaron este lugar. Aquí estamos más cerca de ellos que en ninguna otra parte del mundo. Es sabio permitir que todos puedan rendirles tributo con oraciones y sacrificios.
Al principio, Alayna no había dado mayor importancia a los mitos norteños. Su estudio formaba parte del aprendizaje en la Cátedra, junto a la historia y las costumbres de Iörd, pero Alayna los había descartado de inmediato como mero folclore, lo mismo que había hecho con las creencias respecto al Redentor en Ilmeria.
Ahora, sin embargo, de pie en medio de aquella monstruosidad de piedra blanca, dudaba. El edificio le había cortado la respiración desde el momento en que llegó a Hjördarv, la capital de Iörd, pues era tan grande que podía verse desde cualquier punto de la urbe, incluso desde sus afueras, a días aún de distancia.
Pero, con el tiempo, Alayna se había acostumbrado a su visión. La gigantesca estructura simplemente había pasado a formar parte del paisaje, de suerte que no le prestaba mayor atención que la que prestaría a una montaña en el horizonte. Pero ahora era diferente. Estaba en el interior de la bestia... ¿Cómo era posible construir algo así?
—Alayna, querida —dijo Rángfrid, mirándola con una sonrisa—. ¿Te encuentras bien?
Alayna alzó bruscamente la mirada. Los labios del maestro eran como dos finos gusanos blancos curvados hacia arriba. Había aprendido a temer aquel gesto.
—Lord Rángfrid... ¿En verdad los dioses levantaron este lugar?
El maestro frunció el ceño, y Alayna supo que había cometido un error.
—Querida, hace poco repasamos el antiguo Libro de las Sagas. ¿Has olvidado lo que cuentan sus páginas?
—No, pero...
—En el origen de los tiempos —la interrumpió el maestro con voz seca—, cuando los hombres aún eran unos bárbaros incivilizados, los dioses descendieron al mundo. En su infinita bondad, se compadecieron de los primitivos moradores de la tierra, enseñándoles el arte del cultivo, la construcción, la escritura y la magia. —Rángfrid abarcó el espacio a su alrededor con un movimiento de la mano—. Los dioses sabían que su labor civilizadora llevaría tiempo, así que erigieron su morada aquí, donde nos encontramos ahora, utilizando sus propias manos divinas. Fue un período de gloria y prosperidad para nuestros antepasados, pero no estaba destinado a durar para siempre... Esken, sé tan amable de iluminar a Alayna. Quizás así la saquemos de una vez de su ignorancia.
—No será necesario, lord Rángfrid —dijo Alayna, adelantándose a su compañero. Aquello bien podía ser otro error, pero era un riesgo que estaba dispuesta a correr—. Conozco la historia de la Krag-daggran. Si me lo permitís...
—Veamos, pues. —El tono del maestro ya no era amable, algo sumamente peligroso—. Habla.
—Morkgud el Oscuro —empezó Alayna—, lleno de odio hacia sus hermanos divinos, invadió la tierra con sus demonios y tomó prisionero a Fryord, el dios Sol, cubriendo el mundo de oscuridad. El resto de los dioses, horrorizados, convocaron a sus siervos humanos e iniciaron la guerra contra Morkgud, la Krag-daggran, obteniendo la victoria al final.
—Sí, a un precio altísimo —señaló el maestro—. Fryord el Luminoso fue liberado, y la luz del sol volvió al mundo, pero casi la totalidad de los dioses perecieron durante la guerra. Su era de magia y gloria finalizó. Los pocos dioses sobrevivientes retornaron a los cielos, dejando la tierra en manos de la raza humana. Desde entonces, el mundo ha sido un lugar más gris y mundano. No volveremos a ver jamás semejante esplendor. —Rángfrid volvió a señalar el espacio blanco en torno a ellos—. Lugares sagrados como este nos recuerdan lo que los dioses hicieron por nosotros una vez. Pero no se confundan. —El maestro los observó por encima del hombro. Sus ojos eran dos frías esquirlas de amatista—. Morkgud fue derrotado, más no aniquilado. Algún día, los dioses levantarán nuevamente sus estandartes y deberemos unirnos a ellos para hacer frente a la oscuridad. Así concluye el Libro de las Sagas. Debemos atenernos a su palabra.
Rángfrid no agregó nada más, y los tres supieron que era prudente hacer lo mismo.
Continuaron avanzando por el vestíbulo, en silencio, aventurándose cada vez más en las entrañas de la bestia. Alayna tenía la sensación de que no estaban yendo a ninguna parte. El lugar era tan enorme, tan invariablemente níveo, que parecían estar siempre en el mismo lugar. Echó un nuevo vistazo, impresionada. Rángfrid había dicho que los miembros de los clanes más importantes de Iörd habitaban el Palacio, pero la realidad era que no parecía haber nadie más allí. Las ciclópeas columnas a los lados delimitaban marcos de entrada a interminables pasillos, sin puertas ni habitaciones con una función aparente. El techo sobre sus cabezas, si en verdad había uno, era tan alto que no alcanzaban a verlo. Un inconmensurable sistema de balcones rodeaba el vestíbulo, tan enorme y complejo que Alayna tenía la impresión de estar observando una especie de ciudad colgante.
«Y debemos subir hasta el último piso...»
Rángfrid les había explicado que el mismísimo Hándigus Yngvin, rey de Iörd, lo había convocado allí. El monarca deseaba conocer los avances del programa de entrenamiento, y por eso el maestro había decidido llevar a sus tres mejores alumnos con él. Alayna sabía que las estancias reales se ubicaban en el último piso de la torre central, pero ¿cómo podía alguien siquiera imaginarse llegar hasta allí? Incluso con escaleras habrían tardado días enteros de ascenso ininterrumpido... y ni siquiera había escaleras. No había visto ninguna desde que cruzaron las monstruosas puertas de entrada. Esken y Ran lucían igual de desconcertados. El maestro sonrió.
—Por aquí.
Habían llegado a uno de aquellos arcos a un lado del vestíbulo, delimitados por dos columnas gruesas como robles. Alayna esperaba toparse con otro pasillo sin fin, pero, en su lugar, se encontraron con un muro blanco y liso como un pergamino. Al pie del muro, distribuidos en intervalos perfectamente equidistantes, había una serie de enormes discos de piedra blanca recostados sobre el suelo. Sin molestarse en explicarles nada, el maestro avanzó hacia uno de aquellos discos, parándose sobre él. Los miró con una sonrisa torcida.
—Vamos.
Alayna dudó un segundo. ¿Adónde debían ir exactamente? No había nada allí aparte de esos círculos gigantes clavados al piso. Ran fue la primera en moverse. Avanzó con paso inseguro, parándose sobre el disco de piedra junto al maestro. Alayna y Esken la siguieron, titubeantes.
El disco se sentía increíblemente plano bajo sus pies, sin la más leve irregularidad, y era tan grande que medio centenar de personas podrían haberse situado sobre él sin estorbarse. Alayna notó una corta hilera de runas grabadas sobre el muro, a poco más de un metro por encima de la plataforma. No tenía la menor idea de qué representaban, o a qué lengua pertenecían. Un pequeño rectángulo de piedra sobresalía a su vez de la pared junto a las runas, justo al alcance de la mano. El maestro lo presionó con la palma, y entonces, al instante, las runas se encendieron. Una luz blanquecina impregnó los glifos, y lo mismo ocurrió con el suelo bajo sus pies.
Sobresaltada, Alayna contempló como la plataforma giraba lentamente sobre sí misma, y así, sin hacer un solo sonido, se elevó en el aire.
—¡Se mueve! —exclamó Esken, asustado.
—¡Estamos volando! —vociferó Ran, echándose al suelo para no perder el equilibrio.
Alayna se quedó muy, muy quieta, mirando de reojo hacia los lados. Los muros del Palacio de los Dioses discurrían ante ellos como un borroso manchón blanco. Comprendió, estupefacta, que estaban ascendiendo a una velocidad vertiginosa hacia la cima de la estructura, transportados por el mismo círculo de roca sobre el que estaban parados.
—¿Cómo...? —preguntó, atónita, volviéndose hacia el maestro—. ¿Cómo es posible? No existe magia alguna capaz de ser almacenada en un objeto de este modo, ni conjuros con un efecto como este sobre la gravedad. ¡Es imposible!
—Te refieres a la vulgar magia que el hombre ha llegado a dominar —repuso Rángfrid. No parecía sobresaltado ante el hecho de estar suspendidos cientos de metros en el aire, ascendiendo a una velocidad imposible sobre una plataforma flotante que se movía por sí sola—. Pero esta es la magia divina de los dioses. Ellos eran capaces de mantener conversaciones a medio mundo de distancia, de llegar de un extremo a otro del continente en un abrir y cerrar de ojos, de leer los corazones de los hombres y de surcar los cielos.
—¿Por qué no salimos disparados de esta cosa? —musitó Esken, pálido como un hueso—. Estamos subiendo demasiado rápido, contra la fricción misma del aire... ¡Y aun así es como si estuviéramos parados en tierra firme!
—La magia de los dioses nos protege —explicó el maestro, sereno—. Contémplenlo ustedes mismos.
Se acercó al límite de la plataforma, donde una caída abismal los aguardaba. Alzó tranquilamente un brazo, como si quisiera extenderlo más allá del borde, pero algo ocurrió. Incrédula, Alayna vio como la mano del maestro era retenida por lo que parecía ser un muro invisible. Un rastro de runas luminosas titiló en el aire por menos de un segundo, justo donde los dedos del maestro habían chocado.
—Una barrera mágica... —susurró Ran, tapándose la boca—. ¿Acaso rodea todo el círculo? Es demasiado grande... Ni siquiera el más poderoso Nexo podría conjurar un escudo de semejante tamaño, y durante tanto tiempo. ¡Mucho menos dejar almacenado un hechizo así en un objeto inerte!
—No subestimes a los dioses, querida —la reprendió Rángfrid, señalando hacia un lado con la cabeza—. Hemos llegado. Prepárense.
Repentinamente, con una fluidez y suavidad desconcertantes, el disco de piedra se detuvo. Alayna supo dónde habían llegado con solo echar una mirada. Ante ellos, más allá del borde de la plataforma, se extendía un amplísimo corredor de la misma piedra blanca, cubierto por una exquisita alfombra de un intenso azul cobalto. Mil estandartes de guerra, armaduras y tapices cubrían los muros, marcando el camino hacia un gigantesco trono negro. Un hombre de aspecto espléndido estaba sentado allí, con el mentón descansando sobre el puño.
—Síganme —susurró Rángfrid, echando a caminar—. Ya conocen el protocolo. Si alguno me hace pasar vergüenza ante su majestad lo lamentará.
Esken y Ran asintieron. Alayna tragó saliva.
Al frente, una hilera de soldados armados con espadas y escudos montaba guardia. Lucían corazas de un negro brillante, con capas tan azules como los cielos del sur. La guardia real de Iörd, supo Alayna. Uno de ellos salió a su encuentro, quitándose el yelmo alado.
—Lord Lothson —lo saludó con voz grave—. El rey se encuentra en audiencia. Por favor esperad un momento y seréis recibidos.
—Por supuesto, Halfan. Aguardaremos.
Los tres se quedaron de pie en medio del salón, ante el sólido muro de armaduras de los guardias. Alayna notó que la sala real, pese a su impresionante tamaño, estaba prácticamente vacía. Aparte de ellos y los soldados, solo había otras tres personas allí.
El hombre sentado en el trono, al menos a cinco metros sobre el nivel del suelo, solo podía ser Hándigus Yngvin, rey de Iörd. Era la primera vez que Alayna lo veía, y no pudo evitar un involuntario espasmo de asombro. El monarca vestía exquisitos ropajes de un azul intenso, con un navío de guerra bordado en hilo de plata sobre la pechera de su túnica. Pero, si sus ropas eran impresionantes, su apariencia lo era más aún. El rey poseía una larga y majestuosa cabellera negra, peinada hacia atrás, con una barba corta a juego en un rostro de proporciones desconcertantemente bellas. Sus ojos, azules como zafiros, eran autoritarios y llenos de determinación, los ojos propios de un monarca.
Hándigus no estaba solo. Una hermosa joven lo acompañaba, de pie a su derecha, con ambas manos cruzadas sobre las faldas de su vestido. La chica tenía el mismo pelo negro y lustroso, y los mismos impresionantes ojos azules. Alayna sabía que el rey era viudo, y que solo le quedaba una hija. Sus dos primogénitos varones habían muerto durante la guerra con Ilmeria, de modo que aquella muchacha solo podía ser Ástrid Yngvin, la princesa del Norte, heredera única al trono de Iörd.
—Me alegra ver que os encontráis a gusto en nuestro Palacio —dijo Hándigus, hablando, para sorpresa de Alayna, en un perfecto dulgardo—. Vuestra anterior residencia solo era... provisoria. A partir de ahora os quedaréis aquí, así podréis exponer vuestra opinión sobre los asuntos que nos esperan. Aún quedan muchos puntos por discutir, por supuesto, pero ya habrá tiempo de sobra para eso. Podéis retiraros ahora.
El rey le hablaba a un hombre de pie ante el inmenso trono, con ambas manos cruzadas tras la cintura. Alayna no alcanzaba a verle el rostro, solo la espalda y la corta cabellera rubia. El sujeto se inclinó en una reverencia tosca, rígida, sin decir una sola palabra. El rey sonrió.
—Ástrid, niña, por favor acompaña a nuestro invitado a sus aposentos.
—Como ordenes, padre.
La princesa descendió los escalones que conducían al trono con una gracia exquisita. Tomó al hombre de cabellos rubios por el brazo, y, cuando voltearon, Alayna pudo verle al fin el rostro. Joven, serio, pulcramente afeitado; su gesto era sombrío. Llevaba un escudo de armas bordado en el jubón, escudo que, para su asombro, reconoció enseguida: una torre de oro coronada sobre fondo azur.
«Ese blasón...»
Alayna no pudo evitar seguir a los jóvenes con la mirada. La chica sonreía radiante, el muchacho, en cambio, parecía tener una máscara mortuoria adherida al rostro. Ambos se situaron sobre el disco de piedra en el que ellos mismos acababan de llegar. Las runas volvieron a encenderse, y, en un abrir y cerrar de ojos, la plataforma descendió hacia los niveles inferiores del Palacio, hundiéndose más allá del suelo.
—Hacen una pareja adorable, ¿verdad? —dijo el rey en tono burlón. Pese a que el trono se alzaba en el otro extremo de la gigantesca sala, algo en la acústica de aquel lugar hacía que se lo oyera a la perfección—. ¿Qué opinas, Rángfrid?
—En efecto, alteza. Una pareja encantadora.
—Ven, acércate, y trae a tus muchachos.
Los guardias rompieron filas con perfecta sincronización, abriéndoles paso. Cuando el maestro echó a andar hacia el trono, señal de que debían seguirlo, Alayna sintió que el pulso se le aceleraba, y se odió por ello. Llevaba casi un año en Iörd, ya no era la débil curandera de una aldea perdida en un pantano maloliente. Estaba aprendiendo a utilizar su Don, poco a poco, día tras día. Tal y como el maestro le había asegurado, se había vuelto más poderosa de lo que jamás podría haber creído; y sin embargo, la campesina en su interior, la chica simple y pequeña que había sido, se sentía intimidada. Nunca, jamás, había estado ante la presencia de un rey.
—Su majestad. —Rángfrid se inclinó en una refinada reverencia—. Estamos a vuestra disposición.
Hándigus Yngvin se puso de pie. Lentamente, con paso elegante, descendió uno a uno los peldaños dorados, deteniéndose ante ellos. Era alto, de hombros anchos y espalda recta como una espada. Permaneció callado unos instantes, mirando de uno a otro con atención. Una sonrisa afilada asomó tras su barba.
—En más de una ocasión me has resaltado lo difícil que es enseñar los principios de la magia, Rángfrid —dijo en tono jovial—. Pero vienes con nada más y nada menos que tres aprendices entre todos los que te hemos enviado.
—Así es, alteza. Os presento a Esken, Ran y Alayna, mis tres mejores pupilos.
—Esperaba que como mucho me trajeras a uno prometedor, debo admitir. —El rey se paseó ante ellos, mirándolos con una ceja arqueada—. ¿Cómo va el entrenamiento del resto?
—De a poco vamos eliminando a los que no podrán conseguirlo. —El maestro casi no podía disimular su sonrisa—. Pero todavía puede que saquemos un puñado más con cierta habilidad.
—Cierta habilidad, eh. —Hándigus se detuvo ante Ran, estudiándola como si fuera una pieza de ganado que no se decidía a comprar—. Asumo, entonces, que estos tres muchachos están bastante por encima de tener solo "cierta habilidad", ¿no es así?
—Comprobadlo vos mismo, majestad. —El maestro se volvió hacia Esken—. Hace un poco de calor aquí, Esken. ¿Te ocupas?
El joven asintió, lívido. Por la expresión de pánico en su cara, Alayna tuvo miedo de que los apartara de un empujón y saliera corriendo de allí. Afortunadamente para todos, no lo hizo. Tal y como los habían instruido antes de ingresar al palacio, Esken se inclinó en una profunda reverencia, dejando la vista fija en la alfombra. Y así se quedó, durante un muy largo rato.
Alayna permaneció inmóvil, los ojos al frente. De soslayo, no obstante, podía ver como el rostro de su compañero palidecía cada vez más. Sintió que el vello de los brazos se le erizaba. De repente hacía frío, un frío profundo y penetrante como una daga. Alayna comenzó a temblar, viendo su respiración condensándose en grandes volutas de vaho blanco. Pero no solo era el frío. El maestro le había enseñado a Esken a manipular la humedad en el aire de muchas formas. De improviso, salida de la nada misma, una espesa capa de niebla descendió sobre ellos, envolviéndolos como una manta fría y vaporosa.
—Bien, muy bien —dijo el rey con una sonrisa, frotándose los brazos—. Ha sido una maravillosa demostración, muchacho, pero ya es suficiente. Para.
Esken, empapado en sudor, asintió con la cabeza. Poco a poco, Alayna pudo sentir como el ambiente se entibiaba. La bruma también se esfumó, dejando un rastro de pequeños puntos resplandecientes en el aire.
—Eso ha sido digno de admiración —declaró el rey—. Me imagino el uso que podríamos darle a una habilidad como esta. Ya sabes lo que dicen de la niebla, Rángfrid: el sueño de un buen comandante... y la pesadilla de uno malo.
—Eso dicen, majestad.
—Sea como sea, me gustaría ver algo más... contundente. Ya sabes a qué me refiero.
—Por supuesto. —El maestro giró hacia los guardias—. Halfan, ¿serías tan amable de prestarme tu escudo?
—A la orden, lord Lothsson.
El soldado le tendió el escudo, una pieza redonda de roble reforzada con barras de hierro. Rángfrid se volvió hacia ella con una sonrisa, cargando el escudo en el brazo derecho.
—Alayna, querida, ya sabes qué hacer.
Alayna sabía, pero aun así no podía evitar sentirse aterrada. Estaba en un sitio que parecía sacado de un mal cuento, con los ojos del maestro y del rey de Iörd clavados en ella. Tomó una honda bocanada de aire, centrando cada fibra de su ser en el escudo, intentando ignorar que dos hombres terriblemente peligrosos la estaban evaluando.
«Hazlo...»
Primero, hubo una leve perturbación en el aire, un ondular apenas perceptible. Alayna sintió el sudor corriéndole por la frente, seguido del ya familiar tirón en el estómago. Entonces alzó la mano, cerrándola en un puño. El escudo se dobló hacia adentro con un chirrido metálico, partiéndose a la mitad. Una lluvia de astillas y esquirlas de hierro voló en todas direcciones.
—¡Impresionante! —El rey de Iörd aplaudía como un chiquillo, sonriendo de oreja a oreja—. ¡Muy bien hecho, muchacha!
Alayna se inclinó como le habían enseñado, ignorando la súbita sensación de mareo. A medida que aprendía se hacía menor, pero proezas como aquella aun la dejaban terriblemente fatigada. No entendía como el maestro era capaz de hacerlas sin apenas derramar una gota de sudor.
—Solo quedas tú, niña —observó el rey, volviéndose hacia Ran—. ¿Qué puedes hacer?
Ran miró al maestro, quien asintió, señalando hacia el suelo con la cabeza.
—Esos trozos de escudo están ensuciando la alfombra del rey, querida. Encárgate.
Lo que su compañera debía hacer no era para nada fácil. Alayna la observó con preocupación. Ran no le devolvió la mirada. Estaba absorta, su atención volcada por completo en los restos del escudo.
Durante unos cuantos segundos no ocurrió absolutamente nada. Ran exhaló con fuerza, apretando los puños. Sudaba. De improviso, con una rapidez sorprendente, los trozos del escudo se movieron por sí solos sobre la alfombra, uniéndose con un sonoro traqueteo. No hubo un destello luminoso, ni una lluvia de polvo mágico, nada de eso; simplemente, en un abrir y cerrar de ojos, los restos de madera y metal se habían unido de nuevo.
Ran se desplomó de rodillas, agitada, cargando las manos sobre la alfombra. Halfan, el guardia, levantó incrédulo su escudo, sopesándolo con cuidado, como si temiera que pudiera cobrar vida de repente.
—Está intacto... —musitó—. Ni una rajadura.
—Veo que no has perdido el tiempo, Rángfrid —señaló el rey, mientras Alayna ayudaba a Ran a ponerse de pie—. El programa de adiestramiento rinde sus frutos. Estabas en lo correcto.
Rángfrid se demoró un segundo, observando a Ran con gesto inexpresivo. Se volvió hacia el rey.
—Agradezco vuestras palabras, majestad...
Hándigus Yngvin les dio la espalda, echando a andar de vuelta hacia su trono. Alayna, agitada aún tras su demostración, no pudo menos que admirarlo. El trono real era como el Palacio: desproporcionadamente grande. Los escalones ascendían hacia un asiento enorme pero elegante hecho de un extraño metal negro, con incrustaciones de piedras preciosas y cojines de seda azul. La pared tras el trono estaba labrada en su totalidad, dando forma a un mural de una complejidad desconcertante. Representaba una ciudad fantástica, imposible, con torres, puentes y edificios de una arquitectura tan enorme y extraña como el propio Palacio.
Sentado en medio de toda aquella fastuosidad, con su espléndida apariencia, Hándigus parecía uno de los dioses que habían habitado aquel lugar eones atrás.
—Eres del sur, ¿verdad, muchacha?
Alayna tardó un segundo en comprender que le estaba hablando a ella.
—Sí... majestad.
—Lo suponía. Ese acento es difícil de disimular. —Hándigus hizo una pausa, pensativo, y luego agregó—: Iörd e Ilmeria han estado en guerra en forma prácticamente ininterrumpida durante toda su historia. Son muchas las diferencias que nos separan como pueblos, pero, desde mi punto de vista, dos son las principales.
—Ellos son una nación de banqueros y mercaderes —dijo Rángfrid, en un tono tan virulento y despectivo que Alayna se sorprendió—. Siempre han preferido el tintinear de las monedas al cantar del acero.
—Exacto. Ilmeria no anda falto de héroes, hay que reconocerlo, pero su cultura siempre ha girado en torno al comercio. Nosotros somos diferentes. El Norte es una nación de guerreros, tomamos lo que queremos con la espada y el hacha y no nos doblegamos ante nadie. Siempre ha sido así, desde antes que el gran Údlrick unificara a los clanes y se convirtiera en nuestro primer rey. Y sin embargo, hay algo que nos ha impedido imponernos en el sur a lo largo de todos estos siglos, la principal y más importante diferencia entre nuestros reinos.
—Ellos son más —dijo Rángfrid, con el mismo tono emponzoñado.
—Ellos son más —coincidió el rey—. Su población siempre ha sido mayor. En algunos momentos de la historia hubo ocasiones en las que llegamos a fundar colonias más allá de las Montañas Plateadas, en pleno territorio ilmero; pero, con el tiempo, han terminado por expulsarnos a mera fuerza de números. Son un reino más grande, con más recursos, algo que tampoco podemos negar. Creo que durante demasiado tiempo hemos chocado con ese muro de oro y superioridad numérica. Ha llegado el momento de un enfoque más... inteligente. —El rey se puso de pie, mirándolos con una sonrisa aviesa—. Hombres y mujeres capaces de triturar escudos y armaduras, de despistar a un ejército rival mediante las inclemencias del clima, de reparar nuestro equipo dañado en un suspiro... de infiltrarse sin dejar rastro y asesinar o secuestrar a quien haga falta. Es con esta nueva forma de hacer la guerra, aprovechando la calidad y no la cantidad de nuestros recursos, que nos impondremos. Luego, ya encontraremos la forma de legitimar nuestro dominio en el sur. —La sonrisa de Hándigus se ensanchó—. Siempre he soñado que la familia Yngvin gobierne más de un simple reino.
"Pero la paz firmada con Ilmeria..." estuvo a punto de objetar Alayana, como una idiota, pero entonces comprendió. Comprendió por qué estaba allí, el motivo por el que el maestro la había "rescatado" de las calles hediondas de Ruvigardo. Sintió náuseas. Había estado a un paso de ser quemada viva en Ilmeria, algo que jamás podría olvidar, pero lo que Hándigus proponía...
—Estoy satisfecho, Rángfrid —declaró el rey, sacándola de sus cavilaciones—. Todo marcha de acuerdo a lo que planeamos. Te estaremos enviando nuevos aprendices a la brevedad. Pronto volveré a pedirte avances, así que continúa con este ritmo.
—Como digáis, alteza.
—Una última cosa, Rángfrid. —El rey volvió a sentarse en su trono—. Ya sabes cómo está la situación en el oeste. Creo que ya es hora de calmar un poco esas revueltas. Te lo encargo. Puedes llevarte a algunos de estos chicos contigo si quieres, les vendrá bien la experiencia. —Alzó una mano, agitándola—. Pueden retirarse.
El maestro se inclinó. Alayna y Esken lo imitaron, Ran también, aunque no sin cierta dificultad. Seguía agotada.
Cuando ya estaban de vuelta en el enorme disco de piedra, descendiendo hacia los niveles inferiores del Palacio, Alayna notó que algo no iba bien. El maestro estaba en absoluto silencio, con sus fríos ojos púrpuras clavados en el éter. Nadie dijo nada. Tanto ella como Esken y Ran lo conocían lo suficiente para saber que lo mejor era quedarse callados en ocasiones como aquella.
Fue el propio Rángfrid, cuando ya estaban llegando al vestíbulo, quien rompió el silencio.
—Ran, querida.
—¿Sí...?
El maestro le cruzó el rostro con un revés, tan fuerte y repentino que la joven retrocedió a trompicones, cayendo sentada en el suelo. Alayna y Esken dieron un respingo, pero, antes de que pudieran siquiera atinar a decir algo, Ran salió despedida hacia arriba como si alguien la estuviera jalando por el cuello, quedando cara a cara con Rángfrid.
—Estoy entrenando a los futuros héroes del reino, no a unos debiluchos que se desmayan con una simple demostración —dijo con un tono de voz grave, cavernoso—. La próxima vez que me pongas en vergüenza ante el rey, lo lamentarás. ¿Te queda claro?
Ran intentó hablar, pero su cuello parecía estar cerrado por un puño invisible. Asintió atropelladamente, sus ojos desbordantes de pánico.
—Bien... me alegro.
La plataforma se detuvo con la suavidad de una caricia. Habían llegado al vestíbulo. El maestro les dio la espalda, encaminándose con paso firme hacia la salida. Ran quedó unos segundos suspendida en el aire, y entonces, como si alguien cortara los hilos a una marioneta, se desplomó. Alayna se apresuró a ayudarla. La chica tosía, una tos ronca y silbante. Con un escalofrío, se dio cuenta de que Ran estaba escupiendo sangre.
—Ya oyeron a su majestad —dijo Rángfrid, mirándolos por encima del hombro—. Hay asuntos que resolver al oeste del reino. Debemos prepararnos. —Los dientes en su sonrisa parecían los colmillos en las fauces de una bestia—. Es hora de poner en práctica todo lo aprendido...
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