Capítulo 2

En su sueño, tal y como había sucedido en la vida real, Gádriel se dejó caer de rodillas ante el gran féretro de piedra. El contorno de Elisa sobresalía labrado en su superficie, con ambas manos entrelazadas a la altura del pecho. Gádriel abrazó el frío ataúd, apoyando la frente sobre el rostro esculpido.

Lloró.

Lloró desconsolado, agitado, apretando aquella pobre y estéril figura entre sus brazos. Sus uñas se rompieron al clavarse sobre la piedra, manchándola de una sangre casi negra bajo la luz de las antorchas. Las altas estatuas de los reyes Érelim, muertos siglos atrás, lo vigilaban de pie ante los féretros de roca de la cripta.

Gádriel se deslizó por el borde del ataúd, cayendo al suelo sobre sus codos y rodillas. A cada lado del sepulcro de su esposa se alzaban dos ataúdes más pequeños, demasiado pequeños para estar allí, en las profundidades de Dominio Alto, en la antigua cripta familiar de la casa Érelim. Gádriel ni siquiera se atrevía a mirarlos. Ádriel, Jóriel... muertos, al igual que su madre, asesinados todos por la sangre de su sangre, la carne de su carne.

«Ábigor...»

—¡¿Por qué?! —exclamó el rey, alzando la cabeza hacia las penumbras del lejano techo—. ¡¿Por qué me castigan así?! ¿Qué enorme pecado he cometido? ¡Dioses, Redentor! ¡Respondan! ¡Si están ahí, en algún rincón de este mundo podrido, respóndanme! ¿Por qué ellos? ¿Por qué no yo? ¡¿POR QUÉ?!

«¿Por qué...?»

Gádriel solo había tenido una ambición desde el día en que se ciñó la corona: reparar todo el daño que su padre había hecho al reino. Décadas de guerra, hambre y dolor, todo por una gloria vana que solo había traído sufrimiento a Ilmeria. Él se encargaría de enmendarlo. Ya no más luchas inútiles, ya no más tributos, ya no más opresión; un nuevo comienzo a través de la paz, el comercio y el bienestar del pueblo, de todo el pueblo, ya fueran siervos, nobles o grandes señores.

El bien común.

Pero ¿qué había obtenido a cambio? ¿Cuál había sido la respuesta del mundo a su intento de alcanzar la paz?

Traición.

Muerte.

Ni un solo día, asfixiado por la desesperación, en que no deseara haber sido él quien estuviera en el carruaje aquella tarde; él, no Elisa, no sus niños...

—Ábigor... —susurró, sintiendo que el nombre se le convertía en cenizas en la boca—. ¿Por qué...? ¿Por qué tú...?

Gádriel se puso de pie. Se alejó de los féretros con los rostros de sus seres más amados labrados en la piedra, tambaleándose a través del largo y oscuro pasillo. Arrojó la botella de la que había estado bebiendo a un costado, vacía, estallándola en mil pedazos contra una columna. El pasillo se extendía interminable ante él, envuelto en penumbras, flanqueado a izquierda y derecha por los sarcófagos de generaciones y generaciones de sangre Érelim.

De pronto, sin que se diera cuenta, descendía por los escalones que llevaban hacia los niveles olvidados de la cripta, en las entrañas más profundas del castillo y de la propia Isla Blanca. Descendió durante lo que parecieron horas, días, años, con la luz moribunda de su antorcha como única defensa contra una oscuridad absoluta.

Entonces, al igual que había sucedido en la vida real, su antorcha se extinguió.

Completamente a ciegas, dando tumbos a causa de la bebida, Gádriel tropezó. Rodó escaleras abajo, sus miembros retorciéndose contra la dura piedra de los peldaños. Cuando finalmente se detuvo, algo en el rincón más oscuro de su alma le dijo lo que tenía que hacer.

Sin poder ver nada en absoluto, Gádriel se apoyó contra la húmeda pared a sus espaldas. La oscuridad era total, el silencio, apabullante, interrumpido solo por unos extraños ecos que, de alguna forma, le indicaban que debía hallarse incluso por debajo del nivel de las aguas del mar. Ignorándolo todo, Gádriel tomó la daga de mango enjoyado que llevaba al cinto. No podía verla, pero sentía su peso frío y reconfortante en la mano.

«Ádriel... Jóriel...»

Sin siquiera dudarlo un instante, el rey de Ilmeria hundió la afilada punta en su muñeca, rasgando lentamente hacia abajo. Casi pudo sentir el olor metálico de la sangre empapándole el brazo y las piernas, derramándose como un manantial caliente sobre los escalones. Antes de que sus dedos perdieran por completo la sensibilidad, cambió de mano el cuchillo, alzando el filo sobre su muñeca sana.

«Elisa...»

La daga bajó inexorable en la oscuridad.

Un fin a todo.

Volver a verlos.

Valía la pena.

«Gádriel...»

El rey se detuvo. Miró en todas direcciones, confuso. No podía ver absolutamente nada, pero aun así, algo parecía haber cambiado en las tinieblas que lo rodeaban; algo por delante de él, donde los escalones se sumergían más y más en las sombras, por debajo incluso de los niveles más recónditos de la cripta de sus ancestros.

—¿Quién...?

«Gádriel... Gádriel Érelim...»

El rey abrió bruscamente los ojos.

No llevaba espada, pero aun así tanteó desesperado su cinturón, echándose hacia adelante como movido por un instinto animal. Se golpeó contra el borde del escritorio, volcando las plumas, el tintero y los papeles en los que había estado trabajando antes de quedarse dormido. Miró aturdido a su alrededor. El tinte del ocaso se filtraba a través de los grandes ventanales del despacho real. Las penumbras impenetrables de las criptas se habían ido, se habían difuminado junto a su sueño.

Gádriel respiró hondamente, recostándose contra el respaldo del sillón. Cerró los ojos, dejándose llenar por el relajante sonido del mar que rodeaba Dominio Alto, sede ancestral de la casa Érelim. Por unos segundos no hizo más que escuchar, relajando poco a poco el ritmo de su respiración. No quería hacerlo, pero de repente, movido por un sombrío impulso, se echó hacia atrás la manga de la túnica. Un largo corte le descendía por la piel, desde la muñeca hasta casi la mitad del antebrazo.

Gádriel contempló en silencio la vieja cicatriz. Había ocasiones como aquella en que volvía a dolerle. Había ocasiones como aquella en que casi podía ver la sangre escapando a través del tejido cicatrizado, cubriéndolo todo de un rojo intenso y brillante.

«Gádriel...»

Unos golpes firmes y fuertes resonaron contra la puerta.

El rey alzó bruscamente la vista, acomodándose la manga en su sitio.

—Adelante.

—Lamento interrumpiros, majestad. —El rostro moreno de Davenn Evedane, capitán de la guardia real, se asomó tras la puerta.—. Pero lady Kalina está aquí.

—Bien, bien... La estaba esperando. Hazla pasar.

—Como ordenéis.

Las puertas dobles del despacho se abrieron, dando paso a una joven menuda y de aspecto nervioso. Iba vestida con una abultada túnica negra y un pintoresco sombrero de ala ancha y copa en punta, bajo el cual asomaba una maraña de bucles tan dorados como el trigo. Kalina Márek, tercera hija de la casa Márek, señores de la pequeña y próspera ciudad de Fíldegar. Tal y como su vestimenta formal lo indicaba, se trataba de una hechicera de la corte... y no una cualquiera.

Kalina se inclinó respetuosamente, levantando los bordes de su túnica con la punta de los dedos.

—Su alteza...

—Kalina. —Gádriel señaló la silla ante su escritorio con un ademán—. Toma asiento, por favor.

—Como digáis.

La chica se sentó con aire tímido, entrelazando las manos sobre su regazo. No hizo ningún comentario sobre los papeles y plumas esparcidos por el suelo, en cambio, alzó la vista un segundo hacia él, observándolo con unos inmensos ojos celestes. Gádriel le sonrió, afable.

—Hacía tiempo que no nos veíamos, Kalina. ¿Qué tal han ido tus estudios?

—Oh, muy bien. Los libros que me habéis prestado han sido de gran utilidad. ¡Jamás los había visto antes!

—Me alegra oír eso. —Gádriel apoyó los codos sobre el escritorio y entrelazó los dedos—. Dones como el tuyo deben templarse como una buena espada. Sabes lo mucho que vales para mí y para el reino.

Kalina se acomodó los enormes lentes redondos que le cubrían casi media cara, intentando disimular su rubor.

—Me halagáis, alteza...

—Y te lo mereces. ¿Sabes por qué te he mandado a llamar?

—Recibí vuestra nota. —La joven esbozó una preciosa sonrisa—. Pero no tuve que leerla. Sé muy bien para qué me necesitáis. Estoy a vuestro servicio.

Gádriel le devolvió la sonrisa. Contar con lady Kalina suponía una ayuda invaluable para sus propósitos. La chica era una Nexo, lo cual de por sí ya era increíblemente raro, pero el Don que ella dominaba muy probablemente era único en todo el mundo. Gracias a los libros que había acumulado a lo largo de décadas, Gádriel era capaz de comprender lo que hacía.

Ningún objeto moldeado por la mano del hombre, desde una simple carta hasta una espada, es libre de la influencia creadora que le ha dado origen. Al redactar un texto, al esculpir una estatua, la persona siempre deja parte de su esencia y de su intención en el resultado final. Trazos de su propia voluntad. Un rastro.

Kalina era capaz de detectar ese rastro con su Don.

No necesitaba leer un libro o una carta para conocer su contenido. El tacto de sus manos, o una simple mirada, eran suficientes para ella. Años enteros de lectura e investigación podían ser reemplazados con un simple roce de sus dedos; un vistazo de sus ojos era capaz de decirle con qué intención se había creado un objeto, qué emociones embargaban a su creador al momento de darle forma. Gracias a su invaluable asistencia, Gádriel había sabido dónde buscar y qué hacer en muy, muy, poco tiempo.

—¿Qué tenéis para mí esta vez, alteza?

—Una nueva colección de textos —dijo el rey, abriendo un cajón del escritorio—. Una que me ha costado muchísimo trabajo conseguir.

Gádriel extrajo un rollo de pergamino del cajón, dejándolo sobre la superficie pulida de caoba. Kalina le echó un vistazo, ajustándose los lentes.

—Es antiguo.

—Muy antiguo. Está escrito en una variante de la lengua del viejo imperio de Rhill, en Laurentia. No puedo leerlo... pero creo que eso no será un problema para ti.

Kalina asintió lentamente. Con mayor lentitud aún, extendió una mano y tomó el pergamino, entrecerrando los ojos. Por unos instantes, no se movió en absoluto. Gádriel creyó ver un tenue reverberar en el aire, como si la temperatura hubiera aumentado de repente en torno a la muchacha. Kalina frunció el ceño, luego, comenzó a sudar.

—Un templo —susurró, soltando el pergamino. Estaba pálida—. Un templo de algo llamado... La Orden de la Verdad Suprema.

Gádriel asintió gravemente. Volvió a guardar el pergamino en el cajón, observándola con detenimiento.

—¿Qué es lo que has visto?

—Algunos de ellos lograron huir. —Kalina se secó el sudor de la frente. Parecía sumamente agitada—. Huyeron hacia Laurentia hace más de mil años, tras la purga que siguió a la Guerra de las Sectas.

—¿Adónde? ¿Lo has visto?

—A lo que hoy es la República de Burgros, en las afueras de... la ciudad de Tosfiana, sí, ahí. Construyeron una especie de templo allí. Y... —Kalina dudó.

—¿Y...?

—Y se llevaron uno de los tres fragmentos del Sello con ellos.

Gádriel asintió quedamente, poniéndose de pie. Sin decir nada, se acercó al gran ventanal que dominaba el despacho, cruzando las manos a la espalda. El sol se ocultaba poco a poco tras el lejano borde del mar y de la costa, cubriendo el mundo de rojos, púrpuras y naranjas. Sin embargo, por espacio de un desconcertante segundo, creyó imaginar algo en el horizonte, una especie de sombra devorando al astro rey, tapándolo como si de un segundo sol negro se tratase.

—Majestad... —carraspeó Kalina—. ¿Qué es la Orden de la Verdad Suprema? Jamás escuché hablar de ellos.

El rey parpadeó varias veces, contemplando el horizonte. El sol seguía allí, como siempre, desapareciendo tras el mar. Negó con la cabeza, volviéndose hacia la hechicera.

—La Verdad Suprema... Son muy pocos los que han oído hablar de ellos. Hace ya más de mil años, la Orden del Sol y de la Espada libró una guerra civil en su propio seno. Seguidores de diferentes doctrinas de la Fe, apoyados por varias de las grandes casas, se levantaron en armas unos contra otros. Miles murieron, ramas enteras de la Fe desaparecieron y textos considerados apócrifos fueron quemados hasta el último.

—La Guerra de las Sectas.

El rey asintió.

—Tras la guerra, una única doctrina se estableció como la rama principal de nuestra religión, la misma que persiste hasta la actualidad. —Los ojos dispares del monarca brillaron—. Sin embargo, hubo una rama que sobrevivió... Herejes, blasfemos, adoradores del mismísimo Vacío y sus Vástagos. La Orden de la Verdad Suprema.

—¿Adoradores del... Vacío?

—Criminales. —Gádriel sacudió la cabeza—. Locos. Consideraban al Redentor como el enemigo que evitó la purificación de la humanidad al sellar al Vacío y expulsarlo del mundo, al punto que formaron una secta contraria a la Fe en torno a esa idea. El Vacío es la salvación que restaurará el mundo al destruirlo y renovarlo desde cero... Con esa locura en mente participaron de las disputas religiosas durante la Guerra de las Sectas, realizando sacrificios humanos y otras aberraciones. Se pensaba que fueron exterminados al finalizar la guerra, y con ellos todos sus textos y registros. Los ganadores se aseguraron de que su nombre blasfemo fuera borrado de la historia.

—Pero según el pergamino que me habéis mostrado...

—Algunos lograron huir, exiliándose en Laurentia. Y lo que es peor... tienen un fragmento del Sello con ellos.

—El Sello —susurró Kalina, haciendo una mueca.

Según los mitos más antiguos, muchos de ellos olvidados por la misma Fe, un sello fue necesario para expulsar al Vacío del mundo. Un sello creado por el propio Redentor, fragmentado en tres partes para que nadie volviera a unirlo.

Gádriel lo sabía.

Tres Candados.

Sangre, Magia y Amor.

De unirse nuevamente, como la Orden de la Verdad Suprema había intentado mil años atrás, las puertas a la oscuridad y al caos podían volver abrirse.

—Así es —murmuró Gádriel, reflexivo—. El Sello creado por el mismísimo Redentor en los albores de la historia. La Verdad Suprema ha intentado restaurarlo desde sus orígenes... y tienen un fragmento en su poder en las afueras de Tosfiana. Gracias a ti, Kalina, ahora lo sabemos. —El rey sonrió—. Buen trabajo.

La chica asintió, inclinando la cabeza.

—Estoy a vuestro servicio, majestad...

—Y necesitaré nuevamente de esos servicios. Alberion y tú ya me trajeron uno de los fragmentos del Sello. —El rey la miró con sus ojos dispares, uno azul, el otro rojo—. En breve, necesitaré que ambos zarpen hacia la República de Burgros y comprueben si la Verdad Suprema efectivamente tiene otra parte en su poder. De ser así, me traerán también ese fragmento. Debemos evitar que se hagan con los tres.

Kalina Márek no dijo nada. Volvió a inclinar la cabeza en una respetuosa reverencia, pero había cierta expresión en su mirada, en la comisura de sus labios. Gádriel se situó ante ella, apoyando una mano sobre su hombro.

—Kalina —dijo sonriente—, eres capaz de conocer la esencia de las cosas con solo tocarlas, y yo puedo hacer lo mismo contigo solo con mirarte. ¿Qué sucede? ¿No te atrae la perspectiva de volver a trabajar con el maese Alberion?

Un año atrás, Kalina había acompañado al Cazador a una zona al sur del reino, donde, gracias al Don de la joven, habían localizado unas ruinas que ocultaban uno de los fragmentos del Sello en su interior. Gádriel supo después que las ruinas habían servido como refugio a unos disidentes de Ardenia... disidentes que Alberion "neutralizó" para asegurar la zona. Kalina no debía haberse llevado una grata impresión del Cazador, pero Gádriel los necesitaba. A ambos.

—El señor Alberion es un hombre... peculiar —carraspeó la joven, mirando sonrojada la mano sobre su hombro—. Si me ordenáis que vuelva a trabajar con él lo haré gustosa, alteza. Estoy a vuestra disposición.

Gádriel la observó en silencio unos segundos. La chica alzó la mirada, pero la bajó de inmediato al ver sus ojos posados en ella. Gádriel entendía a la perfección lo que sucedía. Tener que trabajar nuevamente con Alberion de seguro le provocaba espanto, pero no era eso lo que de verdad la incomodaba.

Para Gádriel, era evidente que Kalina sencillamente no creía en lo que estaban haciendo.

Por más que hubiera "visto" en el pergamino el lugar dónde se ocultaba una secta desaparecida, por más que ella misma hubiera encontrado uno de los mismísimos fragmentos junto al Cazador, Kalina no creía en nada de aquello. El Sello del Redentor no era más que un simple disco de piedra partido en tres partes. La Orden de la Verdad Suprema no existía, y si existía, no había modo de que pudieran traer de vuelta al Vacío reuniendo unos vulgares trozos de roca, simplemente porque el Vacío tampoco era real. Era solo un viejo mito, historias recopiladas en el libro sagrado de una religión a modo de metáforas. Tampoco entendía por qué él, el responsable del gobierno de toda una nación, malgastaba recursos y tiempo en semejantes tonterías. Resultaba comprensible.

Pero afortunadamente para él, Kalina era muy fácil de manipular.

—¿Puedo contar contigo? —Gádriel desplazó la mano en su hombro hasta su mejilla, acariciándola.

El rostro de la joven se encendió en un furioso rubor.

—Por... por supuesto, majestad. ¿Cuándo debemos partir?

—Pronto. En cuanto Alberion regrese del Consejo anual en la Fortaleza del Sindicato, ambos zarparán hacia Tosfiana e iniciarán las investigaciones. Cuento con ustedes. Sé que harán un excelente trabajo.

—Por supuesto... No os defraudaré.

El rey la miró atentamente. La chica había inclinado la cabeza hasta casi tocarse el pecho con el mentón, y seguía tan ruborizada que hasta resultaba cómico. Sin embargo, todavía podía percibir aquella sombra de escepticismo latiendo en sus ojos, intensa, desafiante. Gádriel esbozó una afilada sonrisa, una que nada tenía que ver con los gestos amables que le había estado dedicando hasta ese momento. Se puso de pie, extendiéndole una mano.

—Sígueme por favor, Kalina. Hay algo que me gustaría mostrarte.

La chica obedeció al momento. Afuera del despacho real, Davenn y sus caballeros montaban guardia con las manos aferradas a los puños de sus hojas. Todos se cuadraron en cuanto los vieron salir.

—Majestad.

—Alteza.

—Rey Gádriel.

Gádriel y Kalina se alejaron a través de los amplios pasillos de Dominio Alto, con sus suelos de mármol pulido, sus altas columnas de granito, sus bóvedas iluminadas con invaluables frescos y sus tapices y esculturas bañados en pan de oro. Caminaron, atravesaron puentes y descendieron escaleras durante un muy largo rato, rumbo a los niveles inferiores del castillo.

Cuando finalmente llegaron a los jardines privados del rey, de pie ante la entrada a la cripta familiar de los Érelim, Kalina se puso tensa. Ya casi había anochecido, y el crepúsculo arrojaba una luz espectral sobre el antiquísimo arco de piedra de la entrada.

—Alteza —susurró la chica—, esta es la cripta de vuestra familia... Aquí reposan los restos de generaciones y generaciones de reyes y príncipes de sangre Érelim, no tengo derecho a profanar con mi presencia semejante lu...

—Sinceramente, tu habilidad es algo excepcional —la interrumpió el rey, adentrándose en la cripta—. Con solo tocar un objeto puedes leerlo, conocer su propósito y origen de un modo que ni siquiera todos los eruditos e historiadores del mundo podrían imitar. Al fin y al cabo, según las leyes de la magia y la misma naturaleza, todo es Fuerzas... Todo es energía. El propio acto de crear algo no es más que un traspaso de energía del autor al objeto. Tu Don te permite leer esa energía, decodificarla y entenderla al instante. Es una habilidad invaluable. —La miró—. Por eso, dime una vez más, Kalina: ¿qué percibiste al tener el fragmento del Sello que tú y Alberion encontraron entre tus manos?

La joven tardó unos instantes en contestar. El sonido retumbante de sus pasos sobre los escalones era lo único que podía oírse mientras descendían a las profundidades más recónditas de la cripta. La antorcha que Gádriel había encendido iluminaba el camino, aunque no parecía haber más que negrura ante ellos; un descenso mudo e interminable hacia la oscuridad.

—El fragmento del Sello es... diferente —dijo al fin Kalina—. Lo sostuve varias veces con mis propias manos... pero nunca fui capaz de sentir absolutamente nada en él. Sé que es antiguo, muy antiguo, pero su propósito me es imposible de identificar. Es extraño... —La chica parecía inquieta—. Es como si hubiera algo en el Sello, algún tipo de magia o de fuerza cubriéndolo, impidiendo que mi Don actúe. Jamás me había sucedido algo así con ningún otro objeto.

—Entiendo —asintió el rey, girando hacia un pasillo al final de las escaleras. Una amplia galería flanqueada por ataúdes de piedra se abrió ante ellos—. Y, aun así, pese a lo extraño que te resulta, te niegas a creer en lo que estamos haciendo.

—Alteza... yo no...

—No te molestes en ocultarlo. —El rey le sonrió amistosamente—. Te comprendo, de verdad. Para cualquiera resultaría estúpido creer en sectas desaparecidas y Sellos ancestrales. Es normal. Por eso —iluminó el camino ante él—, me gustaría que veas algo.

La galería era gigantesca, pero no suponía en absoluto la totalidad de la cripta. Más corredores y pasillos se bifurcaban en cada esquina en la que giraban, guiando hacia más cámaras y más escaleras que descendían hacia las sombras. Bajaron por esas escaleras durante un muy, muy largo trecho, demasiado; tanto que los extraños ecos que recorrían los techos abovedados pronto les confirmaron que se hallaban bajo el nivel del mar.

Kalina, diminuta a su lado, estaba cada vez más nerviosa. Gádriel lo notaba. La joven echaba miradas inquietas a las interminables hileras de columnas y féretros, y parecía contener la respiración cada vez que descendían un nuevo tramo de escalones.

Finalmente, luego de lo que parecieron horas enteras, se detuvieron ante una gran puerta de hierro negro. Pese a la antorcha que sostenía en su diestra, las sombras de algún modo parecían más densas y profundas allí. Kalina lo notó al instante, junto a la indescriptible sensación que, de improviso, saturó el aire como un miasma venenoso.

—¿Qué... qué es esto? —murmuró, echándose hacia atrás en forma involuntaria—. Hay algo... Hay algo raro en el aire.

Gádriel no le hizo caso. Llevó una mano hacia el interior de su túnica, extrayendo una llave tan gruesa como un dedo. La introdujo cuidadosamente en la cerradura, haciéndola girar con un quejido chirriante.

La puerta se abrió.

Pese a la antorcha, la oscuridad al otro lado era total, casi palpable, de modo que lo primero que notó Kalina fue el olor. Un hedor a ceniza, azufre y carne putrefacta los golpeó en cuanto pusieron un pie en la habitación.

—¿Pero...? ¿Qué es este ol...?

La chica guardó silencio. Un sonido, un cascabeleo metálico acompañado de un gemido silbante, gutural, llenó de repente la estancia. Las penumbras no dejaban ver más allá de unos pocos pasos, solo cuando Gádriel se acercó lo suficiente con la antorcha aquello tomó forma ante sus ojos.

Kalina gritó.

Su alarido de espanto y horror retumbó entre los gruesos muros de piedra, seguido por el estruendo que produjo al tropezar, cayendo sentada en el suelo. El contorno de una silueta retorcida se dibujó en la oscuridad, contra el muro, iluminada apenas por la llama vacilante de la antorcha. Parecía humana, pero no lo era.

No había nada humano en aquella figura.

Era alta, inconcebiblemente alta. Sus largos y nudosos miembros estaban apresados al muro con grandes grilletes de un metal negro y brillante, recubierto de diminutas runas que resplandecían como estrellas en la penumbra. El rostro bestial, tan negro como las tinieblas, no tenía ojos, solo unos óvalos oscuros y lechosos sin rastro de pupila. Aun así, como siempre, Gádriel casi pudo sentir como aquellos orbes vacíos se posaban en él.

—Pero ¿qué...? —balbuceó Kalina, aterrada—. ¿Pero qué es... esta cosa?

La criatura giró la cabeza hacia ella. Un obsceno tajo viscoso abrió su cara en dos, dejando ver una colección de dientes grisáceos en la boca deforme. La lengua del ser, larga y negra, escapó como una cuerda entre sus dientes a la par que gemía. Era un gruñido ronco, bajo, como el de un animal acorralado que enseña las fauces.

—¿Qué es? —repitió la chica.

Gádriel sonrió, acercando más las llamas de la tea para que Kalina pudiera contemplarlo.

—Los han estado viendo a lo largo y ancho de todo el reino —dijo, sin molestarse en responder la pregunta—. En la Marca Alta, en la Baja, y también aquí. Este merodeaba en las inmediaciones de la ciudad, en las afueras de los arrabales, cuando lo encontramos. —La sonrisa de Gádriel se hizo más amplia—. Poco a poco retornan al mundo como heraldos de muerte.

—¿Qué... qué es?

Kalina seguía sentada en el suelo, sus ojos enormemente abiertos y fijos en la criatura. Estaba aterrorizada, Gádriel lo sabía, pero no solo por la inenarrable visión de aquella cosa, sino también por la sensación que su mera cercanía provocaba.

Miedo.

Pavor.

Un terror que atravesaba y paralizaba el corazón como una daga de hielo.

—Son seres básicamente parasitarios —explicó Gádriel, más para sí mismo que para responderle—. En circunstancias normales se comportan de un modo increíblemente agresivo y violento, pero este lleva lunas enteras sin un huésped de cuya energía alimentarse. —Soltó una risita, acercando su rostro al de la bestia sin ningún reparo—. Luego de tanto tiempo, podríamos decir que se está "muriendo de hambre". Será interesante ver cuánto tarda en morir al no poder cambiarse a otro cuerpo.

La criatura soltó un nuevo gruñido, pero, más allá de sacudir un poco la cabeza, no se movió. Tenía los brazos y las piernas inmóviles, paralizados. Los grilletes negros se le hundían inmisericordes en la carne, arrancando finas volutas de un humo negro y oleoso.

A sus espaldas, Kalina soltó un sonido a medio camino entre un sollozo y un balbuceo. Gádriel se volvió hacia ella, observándola desde toda su gran estatura.

—Ahora ya sabes a qué nos enfrentamos —susurró. Sus ojos dispares brillaban en la penumbra—. Y ahora que lo sabes, ahora que en verdad entiendes, espero poder seguir contando contigo para lo que debemos hacer.

La chica asintió en forma atropellada. Era incapaz de hablar. Gádriel volvió a darle la espalda, contemplando el vil espectáculo del ser encadenado allí, en las profundidades del castillo, muy por encima aún del lugar en el que había intentado ponerle un fin a todo, una vez, años atrás.

Como todos, Kalina tardaría un tiempo en reponerse a semejante visión. No importaba. Gádriel sabía que estaba poniendo aquel trabajo en buenas manos.

Solo le restaba confiar que su otra acuciante prioridad también lo estuviera.

«Ábigor...» pensó. «Voy a traerte de vuelta. Pronto, muy pronto».

Pero para eso también habría que esperar a que el Consejo finalizara.

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