Capítulo 2

Parecía ser un inmenso estanque negro, de aguas inmóviles y oscuras. Un delgado camino de piedra se adentraba en él como una cuña, varios metros, muchos, llevando en forma directa hacia... hacia...

Algo.

No podía ver qué era, casi no había luz, pero estaba allí. Lo sabía. Podía sentirlo en el aire, en la piel, en los mismos huesos.

Avanzó a través del sendero, adentrándose cada vez más y más en la oscuridad. Las aguas negras reflejaban su silueta a ambos lados del camino. No quería acercarse a aquello, no quería hacerlo, pero sus pies no la obedecían; se movían con voluntad propia, casi como si flotara.

Y quizás así fuera.

Todo allí parecía irreal. El silencio era ominoso, la oscuridad se sentía como algo vivo que se cernía sobre ella, un ser grotesco que la acechaba agazapado desde las tinieblas.

Echó un vistazo a su alrededor. No había nada que ver. El estanque se extendía en todas direcciones hasta perderse en unas sombras tan profundas como abismos. No había ni muros, ni techo, ni nada a lo que aferrarse; solo las aguas inmóviles atravesadas por aquella pasarela de roca. ¿Era de verdad un estanque? ¿O es que estaba parada en medio de un mar negro e infinito? ¿Qué tan larga era esa senda, hacía cuánto la recorría? ¿Horas, minutos, días? No habría podido decirlo. Lo único que sabía era que, cuando el camino concluyera, cuando llegara al corazón mismo de la oscuridad, la muerte la rodearía con sus brazos fríos y pálidos. Estaba segura; lo sabía con esa certeza absoluta y extraña que solo puede tenerse en sueños.

E incluso sabiéndolo, incluso conociendo el fatal destino de todas las cosas, no era capaz de detenerse. Avanzaba inexorable hacia el ocaso de todo cuanto había sido y de todo cuanto sería. Ya estaba allí. Ya casi podía verlo. ¿Cómo era posible? La oscuridad era total, y, sin embargo, las propias tinieblas parecieron solidificarse en algún punto por delante de ella.

El camino de piedra terminó de repente. Una parte suya, tal vez, esperaba toparse con algo al final, algo que pudiera ver y palpar con sus manos, algo que su mente fuera capaz de comprender. Pero no había nada allí... nada aparte de esa terrible negrura materializada en el aire, consumiéndolo, deformándolo. No era capaz de verlo. Pero lo sentía. Lo sentía con cada poro y cada fibra de su existencia.

El horror.

Intentó alejarse por la pasarela, aterrada, pero ya era demasiado tarde. Aquello jalaba de su cuerpo, de su alma, la consumía, la despedazaba, arrancaba la piel de su carne y la carne de sus huesos. Polvo. Nada más que polvo; nada más que silencio y olvido eternos.

Muerte.

Alayna despertó con el eco de sus propios gritos. Dio un manotazo desesperado en el aire, retorciéndose en el duro colchón de su cama. La oscuridad de la pequeña estancia era tal que, al principio, temió seguir atrapada en aquella tiniebla de muerte. No era así. Un levísimo halo de luz atravesaba la única ventana de la habitación, derramándose sobre las tablas del suelo como un charco plateado.

Se quedó unos segundos sentada sobre la cama, agitada, con los ojos desorbitados moviéndose de un rincón a otro. Estaba oscuro, pesadamente oscuro, pero solo era la penumbra gélida de las horas previas al alba. Una oscuridad normal y corriente.

«Fue un sueño...»

Y, por supuesto, no había nadie allí.

«Solo un sueño...»

Estaba a solas.

El ritmo alterado de su respiración se fue acompasando poco a poco. Hacía mucho frío, como siempre, y estaba empapada de un sudor pegajoso que la hacía tiritar. Aun así, se animó a apartar las gruesas mantas y se levantó, encaminándose hacia la ventana. El frío mordió la piel desnuda de sus brazos y sus piernas. Apoyó un hombro contra la pared, cruzada de brazos, y oteó a través del cristal.

Afuera, la ciudad era una alfombra de tejados pintados de un blanco brillante. Nieve. Allí siempre nevaba. Los copos caían con parsimonia del cielo acerado, cubriendo todo cuanto alcanzaba a ver de un manto níveo.

Alayna se restregó los brazos, contemplando pensativa la urbe. Aún le costaba creer que estuviera allí. Aiden no le había mentido. Hjördarv, capital de Iörd, carecía de la abrumadora magnificencia de Ruvigardo (la decepcionante Ruvigardo), pero era tan pulcra, limpia y ordenada como se imaginaba que podía ser una ciudad. Las calles eran amplias y estaban adoquinadas con esmero de la primera a la última. Los edificios, bajos y sólidos, estaban construidos con dura piedra gris y tejados de pizarra; nada de las chabolas de barro y paja que tan habituada estaba a ver en Ilmeria. De hecho, aquel estilo sobrio y pragmático era la principal característica de la arquitectura de Hjördarv... exceptuando el Palacio de los Dioses, por supuesto.

Alayna tragó saliva al contemplar la descomunal estructura. Había visto con sus propios ojos los muros de la Academia en Ruvigardo, alzándose como acantilados lisos e imponentes; había admirado las impresionantes columnas de la Catedral, gruesas como torres; había contemplado incluso la majestuosa y titánica silueta de Dominio Alto, descollando sobre la línea del mar a lo lejos, con Lanza del Rey erguida como un pilar hacia las nubes. Pero hasta Domino Alto palidecía ante la colosal fortaleza del rey de Iörd.

El Palacio de los Dioses lo llamaban, y algo de divino debía haber en su construcción, pues era la... cosa... más gigantesca que Alayna se hubiera podido imaginar que existiera en el mundo. Era un conjunto de bloques macizos de piedra blanca y lisa, alineados unos junto a otros a izquierda y derecha, cada uno más alto que el anterior, hasta confluir en un bloque central tan absurdamente alto que su cima se perdía entre los cielos. Incluso estando a kilómetros del centro de la ciudad, tenía que alzar mucho la cabeza para apreciar la punta de aquella monstruosidad de torre. Tenía un nombre, el maestro se lo había dicho alguna vez en la fea lengua norteña, pero Alayna ya tenía bastantes problemas intentando aprender el idioma, así que se limitaba a llamarla simplemente "La Torre". Cualquiera en Hjörvard habría sabido a qué parte del Palacio se refería. Bastaba con alzar la cabeza en cualquier punto de la urbe para verla.

Era lo primero que ella misma había visto antes de alcanzar las puertas de hierro negro en las negras murallas, cuando aún se encontraban a varios días de camino de la ciudad. Un pilar blanco y delgado emergiendo del horizonte como una aguja.

«¿Cómo se las arreglarán para llegar a los últimos pisos?» se preguntó, y no era la primera vez. «¿Estarán tres horas seguidas subiendo escaleras, parándose a descansar en los entrepisos? Qué poco práctico...»

Por supuesto, no tenía sentido preguntarse aquello. Nunca había puesto un pie en el Palacio de los Dioses, y seguramente jamás lo pondría. Desde hacía varias lunas, su mundo había quedado reducido casi en su totalidad al pequeño recinto de la Cátedra, como el maestro la llamaba en el idioma dulgardo. La "Cátedra", no era más que un puñado de pulcras aulas de piedra en forma de auditorio, unas cuantas salas subterráneas para poner en práctica lo aprendido, un patio interior rodeado de árboles y las austeras habitaciones donde ella y el resto de los aprendices dormían.

Cada diez días les regalaban un par de horas para que recorrieran las calles e hicieran lo que les viniera en gana, pero aun en esos momentos Alayna sentía que la vigilaban. No le sorprendía. Aquello era Iörd, un país de guerreros, y el ejército se tomaba muy en serio sus inversiones.

Soltó un largo suspiro, dándole la espalda a la ventana. Quizás aquello no fuera lo que se había imaginado para sí misma... pero ¿qué otra opción tenía? ¿Volver a la pestilencia de las aldeas y los villorrios de la Marca Media, de vuelta a vigilar por encima del hombro que a ningún fanático se le diera por atarla a un poste cargada de cadenas? Aiden estaba en lo cierto, el rey Gádriel había prohibido tales prácticas, pero aquello solo aplicaba a las grandes urbes. En las diminutas aldeas en las que había crecido, una acusación de brujería podía suponer la muerte.

En Ruvigardo no había tenido que preocuparse por eso, pero no había modo de que una simple plebeya pudiera obtener el oro, las hierbas e ingredientes que necesitaba para montar un puesto y ejercer su oficio. Aquellos perros bastardos de Robleviejo la habían dejado en la ruina, y en la gran capital eran pocas las opciones que una muchacha pobre tenía para ganarse la vida. Muy pocas y muy desagradables. Había estado a punto de verse obligada a recurrir a ellas cuando el maestro la encontró.

El maestro...

Alayna sintió un escalofrío que nada tenía que ver con lo helada que estaba la habitación. Se recostó de nuevo en la cama, tapándose hasta la barbilla. Lejos de la ventana, la oscuridad volvía a parecer casi tan negra como en su sueño.

Esa maldita pesadilla...

No era la primera vez que la tenía, pero no por eso se había vuelto menos aterradora. Había comenzado a tenerla hacía unas cuantas lunas, en Robleviejo, poco antes de que los sacerdotes de la Orden la apresaran y la condenaran a morir en la hoguera.

Poco antes de que Aiden apareciera entre la multitud y la rescatara.

«Aiden...»

Miró desalentada hacia la puerta. Mucho había pasado desde entonces, y sus miedos eran otros. Unos mucho más inmediatos y concretos.

Intentó relajar la cabeza sobre la almohada. Necesitaba dormir un poco, unas horas al menos. Antes del amanecer ya estaría de vuelta en pie. Cerró los ojos.

Pasos.

Alayna se incorporó bruscamente sobre el colchón. Unas suaves pisadas se deslizaban más allá de los muros, subiendo por los empinados peldaños de las escalinatas. «No te detengas aquí...» suplicó para sus adentros. «Por favor no pares aquí...»

Los pasos se detuvieron justo al otro lado de su puerta. Tres golpes secos y fuertes resonaron por toda la habitación. Alayna sintió que la boca se le secaba.

—Ya... ¡Ya va!

Se puso de pie de un salto, tan apurada que a punto estuvo de caerse de bruces contra el suelo. Solo podía ser una persona. ¿Cómo se había dado cuenta de que no estaba dormida? Apoyó una mano sobre el picaporte, dolorosamente consciente del corto camisón que vestía, y, tras un instante de duda, abrió la puerta.

—Buenas noches, querida.

Una silueta esbelta y menuda, envuelta en las sombras del pasillo, la saludó bajo el dintel.

—Lord... lord Lothsson...

—Oh, ya sabes que no me gusta que me trates tan formalmente. Rángfrid está bien. ¿Puedo pasar?

El maestro le hizo la pregunta cuando ya estaba atravesando la puerta. Se detuvo en el centro de la estancia, mirándola por encima del hombro.Vestía la túnica negra y púrpura que solía llevar siempre, con el escudo de su clan bordado en la pechera: una espada roja sobre fondo negro. Pese a lo oscuro que estaba, Alayna creyó notar algo extraño en su postura, aunque no supo decir qué.

—Está bastante oscuro aquí, querida. ¿Por qué no nos iluminas un poco? No, no con las velas. Ya sabes qué hacer.

—Oh... bien. Como ordenéis.

Alayna frunció marcadamente el ceño y apretó la mandíbula, mirando un punto fijo en la pared opuesta. Era fácil, muy fácil. Lo había aprendido. Las energías de la creación estaban en todas partes, eran el flujo que componía el tejido mismo de la existencia. En aquella estancia, incluso, las Fuerzas reverberaban invisibles en el aire que los separaba. Solo tenía que usar la suya propia para encenderlas, solo debía concentrar el Don y...

—Ummmm....

Un fogonazo de luz blanca iluminó la habitación por espacio de un parpadeo, como si un relámpago hubiese estallado sobre sus cabezas. La luz menguó rápidamente, quedando reducida a un aceptable resplandor blanquecino que iluminaba mucho más que cualquier lámpara o candela. No parecía brotar de ninguna parte en particular, no había ninguna esfera luminosa flotando en el aire ni nada parecido, solo una tenue luz llenando la habitación como si allí dentro ya se hubiese hecho de día. Como siempre, notó un brusco tirón en las entrañas al terminar, seguido de cansancio y de una leve sensación de mareo. Aun así, Alayna asintió satisfecha, alzando lentamente la mirada.

El maestro la observaba fijamente, inmóvil en el centro de la habitación. Nadie habría negado que se trataba de un joven apuesto. Tenía el rostro perfectamente proporcionado, con un cabello negro y una piel que hubieran sido la envidia de cualquier doncella. La nariz era fina y afilada, los pómulos suaves y el mentón firme. Unos hoyuelos se le formaban en la comisura de los labios cuando sonreía, y lo hacía a menudo, aunque no había nada de agradable en aquella sonrisa. El rasgo más destacable eran sus ojos: duros, vacuos, tan azules que casi parecían violetas. Volvió a sentir un escalofrío al ver aquellos ojos púrpuras clavados en ella.

—No ha estado mal —le dijo—. No fue del todo elegante, he de decir, pero no cuestiono los resultados. Ahora ya puedo verte bien.

Hablaba la lengua dulgarda perfectamente, casi sin acento. Se acercó unos pasos a ella, y recién ahí Alayna notó qué era aquello que había llamado su atención al principio. El maestro se movía con cierta dificultad, como si estuviera agotado o le fallaran las piernas, o ambas cosas. Su rostro terso y suave estaba perlado de sudor y tenía unas profundas ojeras. Era la primera vez que lo veía así.

—¿Estás agitada, querida? —le preguntó, como si él no pareciera muerto de cansancio.

Alayna aspiró profundamente. Hasta conjuros tan sencillos como aquel desgastaban. Manipular las Fuerzas de la creación tenía un precio. Siempre. Lo había aprendido.

—Un poco —admitió.

—Ya lo veo.

El maestro se acercó un paso más. Sus ojos la recorrieron de arriba a abajo. Alayna sintió el impulso de cubrir la piel desnuda de sus piernas y sus hombros con las manos, pero se contuvo. Se quedó muy quieta, mientras el maestro la inspeccionaba como si fuera una pieza de ganado.

—A la larga irá a menos. A medida que mejores, menos cansancio te provocará todo. Y estás mejorando, he de decir.

—Gracias, lord Rángfrid.

—Solo Rángfrid por favor. ¿Has comenzado a leer los libros que te di?

Aquella última pregunta se la hizo en norteño. Una respuesta en dulgardo habría sido un muy grave error. Alayna se esforzó en hallar las palabras correctas.

—Sí... he empezado. Pero me cuesta entender las viejas runas.

—Oh, no te preocupes. Lo importante es captar la esencia de lo que lees. Cuéntame un poco, a ver qué tal vienes con tus estudios.

—Pues... Tras la Krag-daggran, la Guerra Final entre los Dioses, el Norte quedó reducido a unos pocos clanes, todos enfrentados entre sí. Cada uno tenía sus propios reyes, que no reconocían más autoridad que la propia.

—Sí, así fue, y durante muchos siglos. ¿Hasta qué...?

Alayna dudó. No se le daba mal, pero su dominio del norteño distaba aún de ser impecable. «Prácticamente hay que tener la lengua de una víbora para pronunciar bien este maldito idioma.» Pero eso no era lo que la irritaba. Lo que la enervaba y aterraba a partes iguales era tener al maestro ahí, en medio de la noche, a solas, y con ganas de hablar de la parte más inútil de sus estudios. Se suponía que estaba en la Cátedra para aprender los secretos del Don y las Fuerzas, no para romperse la cabeza con la historia de Iörd. ¿A qué venía aquello? ¿Y de madrugada encima? ¿Qué acaso no era suficiente con el brutal régimen de entrenamiento al que los sometían día y noche?

—Hasta que... —murmuró—, hasta que hace mil años el gran Úldrick unió a todos los clanes contra el Imperio Dulgardo.

—¡Exacto! En esos tiempos, los dominios de nuestro vecino del sur se adentraban bastante al norte de las montañas Plateadas. Algunas de nuestras ciudades y pueblos más australes son antiguas colonias suyas. —El maestro aparentaba tranquilidad, pero su pecho subía y bajaba rápidamente. Su cara, risueña como siempre, estaba blanca como la cal—. La labor de Úldrick en sus guerras contra los sureños permitió definir las fronteras que hasta hoy, más o menos, conservamos; incluso logró dominar territorios más allá del cordón plateado y cobrar tributo a los señores dulgardos del norte. Desafortunadamente, hombres más débiles lo sucedieron, y no lograron conservar esas tierras. —El maestro se encogió de hombros—. Úldrick el Legislador lo llamaban. ¿Puedes decirme por qué?

—Ummm... luego de que expulsara a los dulgardos, los clanes coronaron a Úldrick. Fue el primer rey que tuvo Iörd, y dictó leyes comunes para todos los clanes, muchas de ellas se siguen usando. Por eso comenzaron a llamarlo El Legislador.

—Bien, bastante bien, en líneas generales. ¿Sabes cuáles son esas leyes que aún hoy los clanes respetan?

—Bueno... son muchas.

—¿Por ejemplo?

—Ehh... un conflicto entre clanes puede resolverse con un duelo entre dos campeones, o con una competencia de lucha.

—Sí y no. Un conflicto menor, como la disputa por determinadas tierras, puede zanjarse con un torneo a puño limpio donde habrá magulladuras y huesos rotos, pero nada más. Los duelos entre campeones son a muerte, y se recurre a ellos solo ante afrentas graves o en tiempos de guerra, si ambas partes están de acuerdo, claro. Así, puede evitarse un choque entre dos ejércitos con un duelo singular. Solo un hombre muere y cientos regresan sanos y salvos a casa. Una buena ley, ¿no te parece?

—¿La usaron en la guerra contra Ilmeria?

—Es nuestra ley. —El maestro volvió a encogerse de hombros—. No suya. Dame otro ejemplo.

Alayna hizo memoria.

—Solo el asesinato y la traición al líder del clan se castigan con la muerte. Fuera de eso, nadie puede condenar a muerte a nadie, ni siquiera un líder a uno de sus esclavos. Tampoco puede haber tortura antes de la ejecución, y esta solo puede ser por decapitación o ahorcamiento, nada de quemar a la gente. La Marca de Sangre solo aplica en casos de traición al rey, no puede usarse como método en ninguna otra ejecución.

—Nada mal, querida, nada mal. Todas esas son leyes que el mismísimo Úldrick el Legislador grabó en los muros de la Sala de Justicia, en el Palacio de los Dioses. Háblame ahora de la Krag-daggran. Quiero oír de tus labios nuestras fábulas más antiguas.

Alayna desvió la mirada.

—Lo... lo siento... No he empezado a leer el Libro de las Sagas aún...

—Ah, ¿no? ¿Nada?

El maestro hablaba de nuevo en dulgardo. También sonreía, como siempre, pero sus ojos se habían vuelto fríos como el hielo.

—No... El estudio del Don nos ocupa noche y día, apenas sí pude empezar el primer libro que me disteis. Además...

Alayna guardó silencio.

—¿Además qué?

—No... —se mordió el labio—. Nada.

—Tienes esa fea costumbre de morderte los labios cuando te callas las cosas, querida. Habla.

—No, en serio, no es n...

—Habla.

La palabra resonó dura y cortante como el acero contra una piedra de afilar. Ya no sonreía.

—Solo... solo me pregunto por qué debo estudiar también la historia y los mitos de Iörd. Vine aquí a aprender cómo manipular las Fuerzas mediante el Don... ¿verdad?

El maestro se quedó mirándola en silencio durante unos segundos.

—Alayna, querida, ¿recuerdas el día en que nos conocimos?

—Sí.

—¿Recuerdas dónde estabas cuando te encontré?

Alayna tragó saliva.

—Sí...

—¿Dónde?

—Maestro, yo...

—¿Dónde? —El mismo tono lacerante.

—Estaba en Ruvigardo, en la plaza del Redentor...

—¿Haciendo... qué?

Cerró los ojos, abatida.

—Mendigando.

—Exactamente. —La sonrisa del maestro reapareció—. Estabas sentada en el lodo, vestida con harapos, mendigando un mísero mendrugo a cualquiera que se tomara la molestia de mirarte. Tuviste suerte, querida, mucha suerte, de que fuera yo quien te mirara ese día. —Se acercó un paso más a ella, y otro; se acercó tanto que habría retrocedido de no haber tenido el muro a sus espaldas. Sus ojos purpúreos la recorrieron de arriba a abajo—. Tuviste mucha suerte de que notara el talento innato que posees, uno como hace tiempo no veía. Lo hablamos en ese entonces, ¿lo recuerdas, Alayna? ¿Recuerdas cómo estuviste de acuerdo en que te enseñara a usar ese talento, cómo estuviste de acuerdo en ponerlo al servicio del gran rey Hándigus? ¿Recuerdas haberlo aceptado a cambio de que te sacara de esa cloaca que ustedes los sureños llaman ciudad?

Alayna asintió, lívida.

—Lo recuerdo.

—Bien, muy bien que lo recuerdes, porque ahí tienes la respuesta a tu pregunta: si vas a servir a Iörd con tus habilidades, debes conocer nuestra historia y nuestras costumbres. —Ladeó un poco la cabeza y alzó una mano, pasándole el pulgar por la mejilla—. Así que leerás los libros que te diga que leas y harás lo que te ordene que hagas... salvo que quieras volver a Ilmeria a ser torturada y quemada viva en las aldeas, o a mendigar y prostituirte en sus ciudades hediondas. ¿Es eso lo que deseas?

—N... no.

—Me lo imaginaba. —El maestro se echó hacia atrás y esbozó una radiante sonrisa—. Aquí no te faltará ni comida ni techo, y cuando completes tu formación te convertirás en una pieza clave del estado. En Iörd no somos de dejarnos guiar por detalles tan inútiles como la sangre y el abolengo, no cuando el talento lo justifica. Y a ti no te hace falta talento. Así que, como pieza clave de nuestra maquinaria, tendrás asegurado un sobresaliente estatus social, uno al que ni en tus más descabellados sueños podrías aspirar en el sur. No te faltará nunca nada, y todos en Iörd se inclinarán con temor ante ti... pero para eso, primero debes terminar tu entrenamiento y ponerte a disposición del rey. Espero haber sido lo suficientemente claro, querida mía. —El maestro dio media vuelta y se encaminó hacia la salida—. Es todo.

Alayna debería haberse quedado callada, debería haber dejado que aquella criatura se marchara de allí y la dejara sola, pero, en lugar de eso, habló.

—Eso tampoco es lo que deseo...

El maestro se detuvo. La miró por encima del hombro con una ceja peligrosamente alzada.

—¿Cómo has dicho?

Alayna se apoyó de espaldas contra la pared.

—Yo... yo no quiero convertirme en esa... pieza clave de la que habláis. No quiero que la gente me tema. No quiero... tener que lastimar a nadie.

Alayna no creyó ver que el maestro se moviera, ni siquiera llegó a intuir un amago de movimiento, pero de pronto se erguía imponente y aterrador ante ella. Acercó el rostro hasta casi pegar la nariz a la suya, sujetándola por la barbilla con el pulgar y el índice.

—¿Qué no quieres lastimar a nadie dices? ¿En qué clase de mundo de fantasía has estado viviendo, chiquilla ingenua? ¿Acaso no te bastó con andar arrastrándote como un gusano por las calles de Ruvigardo para ver cómo es la realidad? Ya lo has hecho. Ya has herido y asesinado en el pasado, querida. Y volverás a hacerlo.

Alayna resolló, asombrada.

—¿Cómo es que lo s...?

—¿Qué cómo lo sé? — Rángfrid alzó un poco el pulgar, acariciándole los labios. Alayna se estremeció—. El dominio del Don puede manifestarse de muchas y misteriosas maneras. No supe nunca de nadie que fuera capaz de leer la mente... pero sí es posible ver el "aura" de una persona... si sabes cómo mirar, claro. Con el tiempo aprendes que, cuando alguien ha manipulado las Fuerzas con el objetivo único de hacer daño, suele quedar una... marca. Y tu aura está llena de marcas, Alayna. Yo puedo verlo, tan claro como veo tu bonito rostro ahora. Has matado. Siendo tan blanda como eres, no me cabe duda de que debe haber sido en una situación de vida o muerte, pero eso está bien. Así es como se hacen las cosas en este mundo. Los fuertes sobreviven imponiéndose sobre los débiles, no debes avergonzarte de ello. Debes estar orgullosa.

El maestro bajó los ojos, recorriendo con lento cuidado sus hombros y sus brazos desnudos. Movía la cabeza de un lado a otro, del cuello a sus cabellos, aspirando con ímpetu, como si tratara de llenarse con su olor. Dejó caer la mano libre sobre uno de sus hombros, desplazándola lentamente hacia la clavícula, hacia los bordes del cuello. Estaban tan cerca que podía sentir el vaho de su aliento sobre su boca. Alayna no podía hablar, no podía moverse. Estaba paralizada.

—Por si no te había quedado en claro hasta ahora, tú eres una Bjorgud, una Tocada por los Dioses... o una Nexo, como los llaman ustedes en su lengua bárbara. Tienes un talento excepcional en el uso del Don, uno que puede usarse para matar. Es lo que vamos a enseñarte, es la habilidad que perfeccionarás y pondrás al servicio del reino... cuando llegue el momento. Ya sabes cuál es la alternativa. —El maestro amplió tanto su sonrisa que las comisuras de sus labios casi parecieron rozar sus orejas. Sus dedos bailaban sobre la piel de sus hombros, de sus brazos, de su cuello—. Y por favor, no seas tan crédula para creer que nos limitaremos a devolverte a Ilmeria si no quieres seguir con tu formación, solo pretendía sonar amable con esa patraña. Ya has visto cómo hacemos aquí las cosas, has visto cómo entrenamos a nuestros candidatos y para qué. No sería adecuado que termines por ahí contando asuntos tan delicados. ¿Hace falta que siga? Supongo que ya lo entiendes.

—S... sí...

El maestro se quedó mirándola en silencio durante varios segundos, cerca, tan cerca como podrían estarlo dos amantes. La mano bajó hasta su cadera, deslizándose poco a poco por la tela de la túnica. Sus dedos se clavaron con crueldad en su muslo derecho, directo sobre la piel, arrancándole un gemido de dolor.

—Perfecto. Me alegra que las cosas hayan quedado claras. —Le dio otro brutal apretón, soltándola al fin—. Ha sido una visita muy instructiva. Te veré en unas horas, al amanecer, como siempre. Y me hablarás entonces sobre la Krag-daggran y las demás historias del Libro de las Sagas. Hasta luego.

La puerta se cerró con un estrépito sordo.

Alayna se dejó caer al suelo, con las espaldas cargadas contra la pared. El muslo le escocía. Tenía una fea marca amoratada sobre la piel. La luz blanca que bañaba la habitación se fue ensombreciendo poco a poco, casi a la par que sus ánimos.

¿De qué había servido?

¿De qué había servido salir de las ascuas para saltar directo al fuego?

Él ya no volvería. Aiden no aparecería en las puertas de la Cátedra con una moneda de oro en una mano y una espada en la otra para rescatarla. Estaba sola. Se abrazó las rodillas. Completamente sola.

«¿Dónde me he metido?»

La oscuridad no le dio ninguna respuesta.

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