Epílogo

—Eres un maldito estúpido piojoso con un saco de mierdas en lugar de cerebro —bramó Conrad, rojo de ira—. Te dejé bien en claro que era una puta del Sindicato la que se metería en el Monte, y que otro más la seguiría después... ¿Y tú vas y les dices a los muchachos que solo un mercenario cualquiera va tras ellos? ¡Has arruinado el negocio, Rolf! ¡Me lo has arruinado!

Rolf, un hombrecillo de rizos castaños y aspecto ratonil, torció la boca con desdén. Iba vestido como un pordiosero, con harapos de color indefinido y un deforme gorro de lana. Sus manos roñosas se aferraban a un pellejo lleno a reventar de vino, bien lo sabía Conrad.

—Ya cálmate, capitán. No es tan grave, solo es cuestión de...

—¿Qué no es tan grave? —Conrad lo empujó contra el tronco del árbol a sus espaldas—. ¡¿Qué no es tan grave?! Por tu culpa los chicos de Volker se confiaron y fueron tras la mujer creyéndose que se trataba de algún matón de los arrabales. ¡Todos han muerto! ¡Todos!

—Ya nos buscaremos otra inversión. Siempre tenemos una nueva a mano, ¿o no?

—Ea... pero sueñas si crees que sigues adentro. —Conrad le dio un manotazo al pellejo, arrojándolo contra las flores de la pradera. La tierra se bebió con avidez el tinto, negro bajo la luz de la luna—. ¿Tienes los huevos de venir hasta aquí cargando con tu vino barato? ¡De seguro estabas borracho de nuevo cuando le llevaste el mensaje a los muchachos! Ahhhhh... si no tuviera que cargar con tu cuerpo para echarlo al río, te mataba aquí mismo. ¡Imbécil!

—Cálmate capitán... —repitió Rolf, esta vez con un desagradable siseo en su voz—. Te conviene hacerlo, créeme.

Conrad desenvainó medio metro del acero reglamentario de la guardia.

—¿Me conviene dices? ¿Acaso osas amenazarme, gusano? ¿A mí? ¡Dame un motivo para que no te corte la cabeza aquí mismo!

Rolf se sonrió, dejando asomar unos protuberantes y careados incisivos.

—Puede que haya bebido un poco de más el otro día, cuando le llevé tu mensaje a los chicos, pero estás muy equivocado si te piensas que soy un imbécil.

—Ah, ¿sí? —se burló Conrad—. ¿De verdad?

—Ea. Puedes hacerte la idea que quieras de mí, pero debes saber que yo nunca vengo a estas "reuniones de trabajo" sin una garantía.

—¿De qué mierda hablas?

—Resulta que tengo un amigo en la ciudad. Un muy buen amigo. Tuvo la amabilidad de traerme a caballo hasta aquí. Si no me reúno con él en media hora, quizás empiece a pensar que algo me ha pasado. —Rolf amplió su sonrisa de rata—. Y si mañana a cierta hora no regreso a la ciudad, estará seguro de que he sufrido algún accidente por el camino. ¿Quieres saber lo que pasará entonces?

Conrad no contestó. Su rostro, antes rojo de rabia, se había puesto púrpura. Rolf alzó los hombros.

—En cuestión de horas todo Vannadian sabría que el gran caballero Conrad Weigel, antiguo capitán de la guardia de Campo de Lirios, ha estado haciéndole de soplón a Volker y a sus perros, y todo a cambio de unas migajas del botín saqueado a su propia gente. Dime, ¿qué crees que hará el mocoso que se robó tu puesto cuando lo sepa, o mejor aún, el propio marqués? ¿Quieres averiguarlo?

Por un momento, Conrad se planteó muy seriamente liquidar a aquel renacuajo. Era lo que había hecho con el último cabrón que se había atrevido a amenazar con exponer sus negocios. Ese era también el motivo por el que Hanna lo había dejado, pero hasta ella debía estar pudriéndose bajo tierra en esos momentos, si los hombres que había enviado a Punta Oriente habían hecho bien su trabajo.

En cuanto a Rolf, si lo que decía era verdad, el amigo que lo había llevado hasta allí no podía andar muy lejos. A ese habría que matarlo también. Miró de reojo hacia los lados. Una vasta pradera se extendía en todas direcciones, circundada por bosquecillos de cipreses y suaves colinas ondulantes. Las murallas de Vannadian se erguían a sus espaldas, a escasos kilómetros siguiendo el camino Real. Tal vez supusiera un problema dar con el supuesto amigo allí, en medio de la madrugada, pero bien valía la pena intentarlo.

Volvió a mirar a Rolf. El hombrecillo sonreía, seguro. Conrad lo conocía muy bien, o al menos eso había pensado. Venía trabajando regularmente con él desde hacía un par de años, y bastante más en los últimos tiempos, desde que el pendejo de Erik le arrebatara su puesto como capitán de la guardia. En todo ese tiempo, el trabajo de Rolf había distado de ser intachable. Había cometido errores, sí, pero nunca nada como aquello. Su idiotez había echado a perder el más lucrativo de todos los negocios que tenían: Conrad aprovechaba su conocimiento y sus contactos con el ejército y la guardia para averiguar cuál sería el siguiente movimiento en contra de Volker; luego, Rolf se ocupaba de llevar los mensajes adónde quiera que su banda estuviera acampando.

El sistema había funcionado sin mayores inconvenientes, granjeándoles una considerable cantidad de plata y oro a cambio de la información.

Hasta ese momento.

El día anterior, el marqués había mandado a sus trovadores a informar a toda la ciudad sobre la muerte del caballero renegado. Hasta habían matado al puto dragón que habían conseguido capturar unas semanas atrás, en los pantanos.

Conrad se había quedado de piedra al enterarse. ¿Volker y su gente estaban muertos? ¿Cómo podía ser eso posible? No tardó mucho en descubrirlo. De hecho, solo tuvo que intercambiar unas palabras con Rolf para comprender que el muy idiota la había cagado. Según le dijo, no estaba al tanto de que eran dos integrantes del Sindicato los que irían tras Volker... ¡Dato que él mismo le había confirmado luego de hablar con la chica en la Plaza de Bronce!

«Maldito borracho de mierda...»

—¿Y bien? —inquirió Rolf, todo suficiencia—. ¿Aún sigues con la idea de sacarme del negocio?

—Tienes pelotas para venirme con semejante planteo —escupió Conrad—, vaya que las tienes.

—¿He de tomar eso como un sí?

—Lo pensaré.

—Pues piénsalo rápido. El oro tarda en ganarse, pero se gasta enseguida. Me vendría bien un nuevo encargo pronto.

—No tientes a la suerte, Rolf... No la tientes... —Conrad apretó la empuñadura de su espada. Se moría de ganas de desenfundarla ahí mismo, pero el riesgo de que el supuesto amigo en verdad estuviera cerca, y se le escapara, era demasiado grande. —Quizás podamos hacer negocios aún, pero no abuses de mi paciencia.

—Quizás, ¿eh? —La sonrisa de rata volvió a bailotear en los labios del hombrecillo—. Pues me han dicho por ahí que una nueva entrega de piedraparda está por arribar a la ciudad. El proveedor habitual, tengo entendido.

—¿Dónde carajo escuchaste eso?

—Lo repito, capitán, te piensas que soy un pobre paleto estúpido, pero te equivocas. Yo también tengo bien levantadas las orejas.

—Tus orejas me importan una mierda. Lo único que necesitaba era que recordaras un mensaje.

—¿Vas a estar echándome eso en cara toda la noche? Ya está hecho. Hay que mirar para adelante, como dicen. Ahora hagamos negocios, sé que todavía podemos sacarle mucho jugo a esta sociedad.

—¿Quién te contó lo de la entrega de parda?

—Soy bastante discreto con mis fuentes, capitán.

—Vete a la mierda.

—No, lo digo en serio. Si alguien me preguntara sobre los negocios en los que tú y yo andamos, no diría ni pío.

—No me digas...

—Pues sí te digo. Y en cuanto a la próxima entrega de parda, de seguro podría ayudarte. ¿Acaso no consideras que un paisano de mis talentos podría...?

La cabeza de Rolf explotó.

Un baldazo de sangre, sesos y trozos de cráneo golpeó a Conrad en el pecho.

El caballero retrocedió, horrorizado. Rolf manoteó unos segundos en el aire, salpicando dientes y masa encefálica en todas direcciones, y se desplomó.

—¡Pero qué...! ¡¿Pero qué mierda...?!

Conrad estaba petrificado. Delante suyo, el cuerpo de Rolf aún convulsionaba y se retorcía en el suelo. Su sangre se veía incluso más negra que el tinto sobre la hierba. Era lo más grotesco, horrible e inexplicable que hubiera tenido la desgracia de contemplar en su vida... pero no solo por lo inconcebible del espectáculo, sino porque, un segundo antes, todo fue cubierto por una sombra.

Una extraña oscuridad había emergido tras Rolf, extendiéndose por la pradera con negros tentáculos. Apenas un parpadeo después, la cabeza del hombrecillo había desaparecido.

—Por los Cuatro Dioses... —susurró, contemplando boquiabierto la escena—. Oh, gran Redentor, ten piedad...

No estaba solo.

El cadáver de Rolf se había derrumbado a los pies de un hombre. Estaba allí, frente a él, tembloroso y encorvado como un buitre. La mente del caballero no podía concebir de dónde había salido aquel extraño. Parecía haber brotado de las propias sombras que se extendían lentas pero seguras sobre las flores, la hierba, el aire mismo.

El hombre tenía la mano extendida hacia un lado, los dedos contraídos como las zarpas de un demonio. Pese a la oscuridad y a la abominable sensación de terror, Conrad vio la sangre que goteaba de aquellos dedos punzantes.

«Esto no puede estar sucediendo...» pensó, pues de repente era incapaz de hablar. Tenía la lengua paralizada, las piernas transformadas en dos rígidas columnas de roca. Sentía la empuñadura de la espada en su diestra, pero no podía desenfundarla. No podía moverse. Pese a todas las batallas, duelos y trifulcas de las que había sido partícipe a lo largo de su vida, estaba total y completamente paralizado de terror. Había algo en el aire... Algo que se metía en los huesos reduciendo la razón al más primario de los instintos.

Miedo.

Conrad ni siquiera atinó a moverse cuando el hombre avanzó, pisoteando el cuerpo de su antiguo socio, y le hincó los dedos en los brazos. El dolor lo atravesó como un cuchillo. Los dedos se hundieron en su carne con una fuerza imposible, atravesando malla y cuero sin ninguna resistencia. Ni siquiera ahí pudo gritar. Estaba completamente privado de su voluntad, cara a cara al fin con el desconocido.

Podía verlo.

Lo veía a través de la masa de sombras que lo rodeaban; veía la pelambre gris que cubría su cabeza, la barba larga y sucia enmarcando un rostro surcado por mil arrugas. La boca desdentada estaba contraída en una mueca brutal, chorreante de un repulsivo líquido oscuro. Los ojos eran lo peor. No había nada en ellos, ni pupilas ni rastro de blanco, solo una negrura abismal que no reflejaba absolutamente nada. Lágrimas negras le manchaban el rostro. Y aun así, pese a todo... Conrad lo reconoció.

Era Wat.

Wat el Loco. El hazmerreír de Seto Floreado, el viejo marino medio idiota al que nadie jamás había tomado en serio. Él le había reventado la cabeza de un manotazo a Rolf, él lo tenía inmovilizado por los brazos con un agarre de acero, desgarrándole la carne y los huesos bajo la armadura.

—W... Wat... —logró musitar—. Espera...

Wat no esperó. Lo alzó en el aire con una fuerza inconcebible, desgarrándole los brazos. Conrad gritó y pataleó, sus pies suspendidos medio metro sobre la hierba de la pradera.

—¡Espera! ¡Wat! ¡Espera! ¡Esp...!

Sus súplicas fueron reemplazadas por un quejido ronco, ahogado. Ya no pataleaba. Se quedó anormalmente quieto, suspendido en el aire, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos a punto de salírsele de las cuencas. Algo se le metía en el cuerpo. Un frío cortante, desgarrador, como si cientos de miles de cuchillas de hielo lo cercenaran por dentro. No llegó a ver como la piel de sus manos, su rostro, todo su cuerpo, se agrietaba y descomponía, cayéndosele de la carne en tiras de color parduzco.

Cuando Wat al fin lo soltó, lo único que quedaba de Conrad eran sus huesos, apenas recubiertos por una lámina de piel reseca y humeante. La sangre se le escapaba en chorros grumosos de las cuarteaduras en la carne, coagulada en un asqueroso engrudo amarronado.

Wat se alejó a trompicones. Descendió tortuosamente por el camino, de espaldas a la ciudad. A cada paso, goterones negros salpicaban la tierra, quemándola. Su rostro era una máscara blanca rociada de manchones oscuros. Aquello salía de su boca, de sus ojos, de su nariz y de sus oídos, abrasándole la piel y las ropas. De repente se detuvo. Arqueó increíblemente la espalda, sacudiéndose en espantosas convulsiones. Un verdadero manantial brotó de su boca cuando se derrumbó de rodillas sobre la tierra.

Estuvo así, con las manos apoyadas en el suelo, vomitando, durante lo que parecieron horas. Un caldo espeso y oscuro tomó forma a su alrededor, extendiéndose por la hierba como una enorme laguna negra.

Wat cayó, muerto, casi sumergiéndose en aquella cosa. La sustancia comenzó a burbujear; primero unas pequeñas ondas como gotas en un estanque, luego, un aterrador estallido que empapó de icor los alrededores.

Una mano emergió del caldo.

Luego, una sombra.

Trepó desde los bordes mismos de la existencia, aferrándose al mundo, irrumpiendo de nuevo en él. Una más.

No había nadie en las cercanías, nadie que pudiera ver cómo se arrastró hacia los bosques junto al camino, desapareciendo, fundiéndose en la oscuridad.

.

Fin del relato 5

.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top