Capítulo 7
Las malditas flores crecían hasta en las aguas pestilentes de los pantanos. Estaban allí, en todo el jodido espectro cromático del amarillo al rojo. Para Jenna, era como avanzar por una llaga supurante en la que el agua turbia era el pus, y las flores y restos putrefactos de vegetación los trozos de piel muerta.
El Monte, qué duda cabía, tenía bien merecido su nombre. A Jenna le costaba creer que el terreno pudiera mutar tan abruptamente de praderas despejadas a aquel pozo infecto. La tierra era un colchón blando y pegajoso que la hacía hundirse hasta casi la rodilla en algunos puntos. A su alrededor, los árboles crecían oscuros y retorcidos, dejando caer unas lianas que eran como cortinas chorreantes de humedad.
Pero lo peor de todo, incluso más que los tábanos, las serpientes y demás sabandijas repugnantes, era que aquel suelo encharcado no dejaba de ascender a cada paso. Era una verdadera pendiente de vegetación exuberante y agua podrida. De haberse encaminado más hacia el oeste, de hecho, habría visto a través de los sauces y cipreses de pantano como el terreno crecía hasta dar nacimiento a los Colmillos, la boscosa cadena montañosa al oeste de la Marca Baja.
Jenna estaba recorriendo a pie semejante lodazal. Había tenido que abandonar su caballo prestado al alcanzar los límites del Monte, luego de dos días de marcha a campo traviesa. Avanzar a lomos de una montura en un lugar como ese solo la habría retrasado, y tampoco iba a ir entre cenagales tirando de las riendas.
En cuanto al caballo, resultaba evidente que no iba a ser el reemplazo de Canela que tanto buscaba. Era un bruto viejo y agresivo que solo le habían prestado durante el tiempo que durara el contrato. En los establos del barracón le habían resaltado varias veces que debía devolverlo luego. Otra cortesía de Benett, seguramente. Pues bien, si el maldito bicho seguía bajo el árbol donde lo había dejado cuando volviera, con todo gusto lo haría.
Al menos, el rastro era aún relativamente visible. Habían intentado ocultarlo, pero un ojo entrenado como el suyo no era fácil de engañar. Veía las marcas de herraduras entre la hierba mojada, el modo en que las matas y helechos habían sido apartados a un lado con disimulo. Ya no albergaba ninguna duda de que la banda de Volker Rainhardt se ocultaba por allí.
«Bonito lugar eligieron...»
Jenna odiaba los pantanos. Sabía que si atravesaba por completo el Monte se toparía con el ancho río Luoira, línea limítrofe entre Ilmeria y Ardenia. Allí se levantaban fuertes con muros y torretas de piedra sólida, los cuales protegían los vados y facilitaban el patrullaje de la frontera. Ese había sido su destino al principio, antes de que se viera forzada a aceptar el contrato. Su idea había sido hospedarse en los fuertes durante una temporada, sumándose a las siempre lucrativas tareas de vigilancia.
Claro que una cosa era alojarse en una fortaleza, intramuros, y otra muy diferente acampar en un pantano mugroso. Jenna no habría aguantado dormir ni una noche en medio de los mosquitos, el barro y la agobiante humedad, pero no ignoraba que las ruinas, dispersas entre la vegetación como los restos de un naufragio, constituían un refugio excelente. En su mayoría eran viejos fortines y puestos de avanzada de reinos caídos y olvidados hacía mil años. Jenna no se imaginaba a quién podría habérsele ocurrido instalarse en un lugar como ese. Ella por supuesto no lo habría hecho.
Odiaba los putos pantanos.
Le recordaban otros tiempos, días anteriores incluso a su llegada a la Fortaleza. Jenna sabía que existían otras organizaciones en el mundo que entrenaban a muerte a sus aprendices desde la más tierna infancia. Los Guerreros Fantasma de las Islas Australes y la legendaria tropa de los Inmortales, del imperio de Arjhum, eran solo algunos ejemplos. Se había preguntado más de una vez si los luchadores de aquellas tierras, los pocos que sobrevivían al adiestramiento, también llevaban a cuestas el peso de sus heridas; si solo recordaban en sueños sus lejanas infancias, antes de que las pesadillas de todo cuanto habían hecho y visto los arrancaran entre gritos de sus lechos.
Eso era lo que solía ocurrir con quienes pasaban por la Fortaleza. Suprimían. Olvidaban. Lo único que podían recordar era la brutalidad de las enseñanzas que los habían convertido en los mejores asesinos.
Pero Jenna era diferente. Ella no había olvidado, y nunca lo haría. Todavía recordaba una pequeña aldea de barro y paja, rodeada de los espesos pantanos de Senda Fangal. Recordaba el rostro triste y afable de una mujer, el modo en que lloraba acurrucada en un rincón, acunándola entre sus brazos.
Aún recordaba.
Y eran esas memorias las que la habían hecho volver al final, cuando todo terminó... o cuando empezó, dependiendo de cómo se lo viera. Ahora, rodeada por las ciénagas del Monte, no podía evitar la desagradable sensación de estar regresando a casa.
De hecho, hasta le estaban dando la bienvenida.
Jenna estrechó los ojos, mirando hacia los lados. El Monte y su espesura estaban llenos de vida, y, en consecuencia, de los más diversos sonidos. Serpientes, lagartos manchados, cocodrilos, peces de aguas bajas, aves de rapiña y mil variedades de otras alimañas e insectos. Pero a ella le habían enseñado cómo distinguir al hombre de la naturaleza en cualquier entorno. La estaban rodeando.
Aquello era curioso. Jenna sabía cómo moverse en silencio y sin ser vista, pero, considerando la rapidez con la que habían dado con ella, empezaba a sospechar que Volker tenía informantes infiltrados en Vannadian. ¿Quizás alguno había estado presente cuando interrogaba a la chusma en la Plaza de Bronce? Si así era, rogaba a los dioses que el soplón estuviera allí en esos momentos, entre los insensatos que se atrevían a cercarla.
Volvió a escrutar los alrededores. No podía asegurar cuántos eran, pero sabía que en cualquier momento atacarían, muy probablemente con arcos y flechas. Y así fue.
Jenna se agachó, casi pegando las rodillas al suelo, y giró. Las flechas se clavaron en la tierra blanda con un chapoteo, cinco en total. Se lanzó a toda velocidad hacia las matas de donde había visto venir la primera flecha. Una segunda salió volando directo hacia su cara, pero Jenna echó hacia atrás el hombro y la cabeza, tomando impulso para proyectarse al frente con un enorme salto.
Cayó entre los matorrales con la hoja ya desenfunda, tajando hacia abajo con todo el peso del cuerpo. El primer tirador se desplomó sin un solo grito, su rostro dividido en dos mitades sanguinolentas. Jenna sabía que el resto de los arcos ya debían estar apuntándole, pero también sabía que era improbable que los arqueros estuvieran solos. Debía haber hombres de apoyo cerca, y no se equivocaba. Cuatro forajidos más, espadas en mano, la observaban boquiabiertos tras los arbustos.
—¡Me voy a cobrar bien caro lo que le hicieron a Canela, hijos de puta!
Una nueva ráfaga de flechas barrió el sitio que acababa de ocupar, pero fueron las últimas. Tal y como suponía, los arqueros no se atrevieron a disparar nuevamente: estaba demasiado cerca de sus compañeros. Jenna lo aprovechó, fintando entre ellos con la rapidez y ferocidad de un tigre. El bandido más próximo cayó de rodillas, intentando contener las entrañas que escapaban por el tajo en su estómago. Al siguiente lo cegó arrojándole su capa de viaje a la cara, atravesándolo con una brusca estocada en el pecho.
Con los otros dos no fue tan sencillo, principalmente porque los arqueros remanentes tomaron sus espadas para sumarse a la lucha. Jenna se vio cercada de improviso por seis rivales de inesperada habilidad. Había tomado por sorpresa a los otros, pero, ahora que ese factor ya no estaba en juego, resultaba evidente que aquellos tipos eran veteranos de más de un combate.
—¡Agárrenla!
Jenna se agachó a la carrera, doblándose como una contorsionista para eludir un mandoble y alzarse en un fiero contraataque desde abajo, la espada sujeta a dos manos. Su hoja de orihalcón trazó una media luna en el aire y el maleante cayó, silente: la mitad superior de su cabeza ya no estaba.
Los cinco hombres restantes la midieron con tanto asombro como cautela.
—¡Es solo una moza! —gritó uno de barba rojiza—. ¡Mátenla!
—Mira la espada negra... —señaló otro, ancho y bajo como un carro—. Y esas ropas... ¡Es del Sindicato!
—¿Y qué mierda importa? ¡Somos más! ¡Vamos!
—No nos dijeron que sería alguien del Sindicato...
—¡A por ella!
—Hazle caso a tu amigo, infeliz —advirtió Jenna, haciendo girar la hoja en su mano. Líneas de sangre cayeron sobre las turbias aguas a sus pies.
Los hombres intercambiaron miradas inseguras, pero, al final, la confianza en su número fue superior. Jenna volvió a fintar entre los golpes como si estuviera hecha de hule, pinchando y martillando a diestra y siniestra. Desvió una estocada valiéndose de la protección en su antebrazo, agachándose y girando en un semicírculo con la agilidad de un zorro. Su hoja acompañó el movimiento, sajando por encima de la cadera del bandido a su diestra. El hombre se desplomó aullando de dolor, y otro más tuvo que caer antes de que el resto se detuviera al fin, replegándose a su alrededor como una manada de lobos hambrientos. La cercaron en un amplio semicírculo, mascullando improperios y maldiciones terriblemente obscenas.
Jenna aprovechó para recuperar un poco el aliento. Reculó, alzando la espada en una guardia alta y, recién en ese instante, mientras evaluaba sus opciones, se dio cuenta de que alguien los observaba. Un hombre envuelto en un capote marrón la miraba fijamente, unos cuantos metros más allá del improvisado campo de batalla. Estaba de pie sobre una pequeña loma rodeada de sauces y, a diferencia de los otros patanes, iba equipado con una armadura completa bajo sus ropas. La coraza era del mismo color bronce que las utilizadas por la guardia, aunque significativamente distinta en cuanto a diseño. La reconoció enseguida como la armadura que solían utilizar los oficiales del ejército de la Marca Baja.
«¿Volker?»
El hombre se adelantó un paso. Al instante, al menos diez forajidos más se asomaron tras la loma. Jenna apretó la empuñadura de su espada. De repente, estaba ante unos quince enemigos en total, uno con coraza completa. Aquello no pintaba nada, pero nada bien... Eran demasiados, incluso para ella.
El de la armadura desenfundó lentamente su acero, señalándola con gesto indiferente.
—Mátenla.
Jenna apretó los dientes y se inclinó, reafirmando su guardia. Ya no había opciones. Era luchar o morir. Al menos, estaba segura de que podría llevarse a unos cuantos por el camino antes de que la sobrepasaran.
Sin embargo, en el momento exacto en que los bandidos echaban mano a sus armas, el silbido inconfundible de una ballesta llenó el aire. Cuatro de ellos cayeron despatarrados al fango, con las plumas de los virotes sobresaliendo de cuellos y rostros.
—¡A la carga! —gritó alguien.
Cinco caballeros de la guardia de Campo de Lirios, todos con sus armaduras reglamentarias, salieron de entre los árboles con las espadas en alto. Jenna reconoció enseguida al líder. El que iba a la cabeza era nada más y nada menos que el joven Erik Dorwan, y a su lado estaba...
—¡Hágnar!
El sorpresivo relevo se lanzó sobre los maleantes en una cacofonía de gritos, insultos y entrechocar de acero contra acero. Jenna lo vio todo a escasos pasos, boquiabierta. Puede que Hágnar aún siguiera ebrio, quizás, pero cómo luchaba... Se deshizo de dos rivales a la vez con un único, preciso e increíblemente veloz movimiento. Jenna ni siquiera vio en qué momento los derribaba.
«Es increíble...» se dijo. «Ni siquiera Alberion podría hacerle frente...»
Pero no había tiempo para comparaciones. A su alrededor, Erik y sus caballeros se batían encarnizados. Eran menos, pero con un portento como Hágnar de su lado todo se equilibraba.
Y además estaba ella.
Jenna se sacudió el estupor de encima y se volcó de lleno en la trifulca. Sus pies se hundieron hasta casi las pantorrillas en el lodo, levantando nubes de agua hedionda a cada paso. Hágnar la vio mientras fintaba, bloqueaba y derribaba un enemigo tras otro.
—Alto, Jenna. ¡Alto! Nosotros nos encargamos de estos. Tú ve tras él. —Señaló enérgicamente—. ¡Tras él!
Jenna lo entendió al instante. La lucha era un desparrame de hombres envueltos en malla, cuero curtido y regias armaduras color bronce. Pero no había ningún capote marrón a la vista.
«¡Volker!»
Jena torció la mirada hacia la pequeña loma rodeada de sauces. El caballero exiliado ya no estaba allí. Divisó el brillo cobrizo de su armadura a lo lejos, en medio de un pequeño calvero que parecía flotar entre las ciénagas. Se lanzó tras él a toda velocidad, alcanzándolo en apenas unos segundos. El hijo de puta no iba a escapársele.
«¡Te tengo!»
O no.
Volker clavó un pie en el barro, se apartó y giró con una celeridad asombrosa. Su espada rasgó el aire como un rayo, tan veloz que apenas atinó a apartarse.
«¿Pero qué carajo...?»
Jenna retrocedió a trompicones, sacudiendo la cabeza para despejarse la vista. La punta del arma había logrado arañarle el tabique. Tenía los ojos llenos de sangre. Volker podría haber aprovechado ese momento para dar media vuelta y huir, o, más peligroso aún, atacar con una segunda estocada, pero no hizo ni lo uno ni lo otro. Se quedó quieto, mirándola, con su hoja alzada recta hacia ella.
Jenna le sostuvo la mirada, rabiosa. Volker Rainhardt era un hombre de considerable estatura. Tenía un rostro pálido y anguloso, afeitado al ras con delicada precisión. Una aureola de cabello largo y negro caía sobre los hombros de su armadura, y negros eran sus ojos, insondables y vacíos como una pizarra. Semejante actitud de desafío no hizo más que enervarla.
«A ver cuánto te dura, cabronazo...»
Jenna ensayó una serie de impredecibles pasos en zigzag, dibujando velocísimos molinetes con su hoja; amagó una estocada recta por la derecha, quebró la cintura y lo abordó por la izquierda con un revés horizontal.
Rainhardt la rechazó con un solo giro de su acero.
Lo siguiente que supo fue que un puño acorazado se hundía como un mazo en su mejilla.
Jenna se desplomó sobre la hierba pegajosa del claro. Semejante guantazo tendría que haberla dejado tendida en el suelo, boqueando y escupiendo dientes, pero, si había algo que sabía, era cómo encajar un golpe. Logró poner un hombro por delante y girar sobre el lodo, alejándose todo lo posible de su rival.
Volker la siguió tranquilamente con la mirada, torciendo la punta de su hoja hacia ella, a una mano. No se movió. Tampoco dijo nada. Permaneció allí, señalándola, casi como si la desafiara a ponerse de pie.
Jenna lo hizo. Se incorporó muy, muy lentamente, chorreando agua inmunda de su chaqueta y su larga cola de caballo. Decir que estaba sorprendida no hubiera sido del todo certero. Estaba terriblemente furiosa. La boca le sabía a sangre, y el lado derecho de su rostro y su nariz eran un fogonazo de dolor. Escupió una flema rojiza, escrutando a Rainhardt con toda la frialdad que pudo.
El caballero llevaba la armadura de un oficial, sí, pero no en su versión completa como le había parecido al principio. Las axilas, la cara interna de los brazos y la zona pélvica estaban prácticamente desprotegidas, sin mencionar que no llevaba casco ni escudo. Había muchos sitios donde pinchar. Y sin embargo... había algo en aquel hombre que impulsaba a alejarse de él. No solo eran sus fríos y duros ojos negros; su postura, pese a su aparente simpleza, no presentaba ninguna fisura.
«Este tipo es bueno...» comprendió de repente. «Muy bueno...»
Rainhardt movió ligeramente la punta hacia ella. Jenna notó que el bandido sonreía, pero no había alegría alguna en el gesto. Era una mueca plana, estéril y carente de emoción.
—Admito que te mueves bastante bien —le dijo—. Eres fuerte, rápida y no te estás un segundo quieta. Cuando pienso que me atacarás por la derecha, entras por la izquierda, y al revés, siempre con toda precisión. Sabes lo que haces... para ser una muchacha, claro.
Jenna le enseñó los dientes en una feroz sonrisa.
—Tú también, señor traidor. No recuerdo cuándo fue la última vez que me golpearon así.
Hubo un ligero destello de emoción en sus ojos negros, pero nada más.
—Has venido aquí por mi cabeza, un miembro del Sindicato, nada más y nada menos. Apuesto a que nuestro bien amado marqués debe estar ofreciendo una recompensa más que considerable a estas alturas, pero no lo conseguirás. —La señaló con un dedo metálico—. Yo, en cambio... siempre he querido una de esas famosas espadas mágicas.
Jenna sonrió aún más. Su voz no reflejó la ira que sentía.
—Pues ven a buscarla si puedes, cabrón.
Volker fue. Cuatro potentes choques de metal contra metal los separaron, casi en simultáneo, pero entonces, al quinto, el bandido desvió su estocada hacia abajo con una velocidad deslumbrante, pisando de plano la hoja negra contra el suelo. La mera fuerza y brusquedad del pisotón le arrancó la espada de las manos.
A esa distancia, completamente desarmada, Jenna debió morir. El acero de Volker tajó directo hacia su rostro, pero ella, a puro reflejo, logró desenfundar la daga alvoreana que llevaba al cinto. Las hojas chocaron, haciendo saltar chispas en el aire. Rainhardt se echó hacia atrás, interponiendo el largo mayor de su hoja para ganar espacio, pero Jenna dejó en claro que la espada negra no era el único recurso de un guerrero del Sindicato. Desenrolló la cadena que llevaba oculta en su chaqueta, una fina pero sólida serie de eslabones con un peso de acero en la punta. La hizo girar a toda velocidad, lanzándola con la violencia y precisión de un latigazo. Volker atinó a apartarse en el último momento, aunque no del todo. La cadena rebotó contra su hombrera con un gemido metálico, dándole de lleno en la mandíbula.
El forajido gruñó, retrocediendo mientras trazaba molinetes para desviar otro posible ataque. Ella no lo siguió. Se quedaron cara a cara, inmóviles, a un puñado de pasos uno del otro. Jenna giraba la cadena en su diestra, haciendo silbar el aire. Sus ojos no se apartaban de la mano izquierda de Volker... pues allí, como si nada, el líder de los bandidos sostenía su espada de orihalcón. Volvió a esbozar esa sonrisa yerma, sopesando la hoja en el aire.
—Es mucho más ligera de lo que me esperaba —declaró, limpiándose la sangre del golpe en su mandíbula—. Vaya pieza.
Jenna no hizo ningún comentario. Su expresión lo decía todo. Ese cabrón la había desarmado, y no solo eso... ¡Le había quitado la espada! ¡Su espada negra! ¿En qué momento la había levantado del suelo? Ni siquiera lo había visto...
Volker la miró sin rastro de emoción.
—Ha sido interesante, pero me temo que este jueguito se termina aquí por ahora. Yo me quedaré con esta. —Le enseñó su propia arma—. Ven a buscarla más tarde... si puedes.
—¿Pero quién carajo te crees que eres? —estalló Jenna—. Más te vale que vayas bajándote ahora mismo de tu pedestal, maldito traidor. ¿Te piensas que me voy a quedar cruzada de brazos y dejar que te me esc...?
Jenna calló al oír el retumbar de unos cascos a sus espaldas.
«¡Mierda!»
Se apartó justo a tiempo para evitar la embestida de un enorme semental negro. El jinete pasó raudo a su lado, agitando un hacha de combate en el aire.
—¡Jefe!
Volker corrió hacia el jinete y se sujetó a la mano que le tendía, trepándose a la montura de un solo y veloz salto. El caballo dio un amplio rodeo y encaró en dirección contraria, manteniéndose a una distancia segura del alcance de su cadena. Jenna echó mano a los puñales arrojadizos que llevaba en el cinto. Los arrojó a la vez, a quemarropa, cruzando los brazos por delante del cuerpo. Uno acertó en la gualdrapa reforzada que cubría las ancas del animal, rebotando sin causar ningún daño. El otro corrió la misma suerte, arrancando chispas a una de las hombreras de Volker.
—¡Mierda! —Jenna se agachó y hundió un puño en el lodo—. ¡Mierda puta!
—¡Señorita Jenna!
Las voces a sus espaldas dejaron en claro porqué Volker había optado por una retirada tan brusca. Miró por encima del hombro, topándose con los rostros de Hágnar, Erik y tres de sus caballeros, Hagen, Karl y Lutz. El cuarto, al parecer, había caído en la lucha. Todos estaban cubiertos de barro, sudor y sangre, pero, más allá de algunos cortes superficiales y uno que otro moretón, ninguno parecía herido de gravedad.
—¿Jenna? —Hágnar se le acercó, mirando en todas direcciones. Grandes manchones rojos salpicaban sus brazos y parte de su hombro derecho, pero Jenna sabía que la sangre no era suya. Como siempre, Hágnar había salido ileso—. ¿Qué ha ocurrido aquí? ¿Dónde está Rainhardt?
Jenna recogió su cadena del lodo. La estiró con un fuerte crujir de los eslabones, mirando hacia los límites del calvero, donde los pinos y sauces de pantano brotaban dispersos entre las aguas. Apretó los dientes.
—Mi espada. El hijo de puta se ha llevado mi espada...
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