Capítulo 11
La sala del trono de Campo de Lirios era ostentosa hasta para los estándares de la nobleza.
Jenna y Hágnar atravesaron un pasillo largo y ancho como una carretera durante lo que a ella le pareció una hora. A los lados, de pie en los lujosos palcos, o bajo la sombra de las grandiosas columnas de mármol, damas, señores, guardias y caballeros los seguían con la mirada. Parecía que al menos la mitad de la corte de Vannadian estaba reunida allí ese día.
—Hágnar el Rojo y Jenna del Sindicato —anunció toda pompa el monigote que tenían por heraldo—. Ambos a vuestra disposición, su excelencia.
Jenna y Hágnar se detuvieron al pie del trono, alzando la cabeza. Unos escalones bañados en pan de oro elevaban al menos tres metros el magnífico estrado. Allí, flanqueado por dos inmensos estandartes con las flores de lis de Vannadian, estaba Benett Dorwan. El señor de Campo de Lirios los contemplaba con una sonrisilla altanera en los labios, sentado en el trono más fastuoso que hubiera visto jamás; una monstruosidad de bronce, oro y ámbar, con cojines de seda roja y una cabecera moldeada en la forma de una flor de lis.
Los mismos aduladores de los Jardines Dorados estaban allí, revoloteando como moscas al pie de los escalones. Erik Dorwan también estaba presente. El joven capitán, engalanado con la armadura de su rango, formaba una barrera protectora junto a sus caballeros, dispuestos en media luna alrededor del trono.
—Maestros del Sindicato, sean bienvenidos —exclamó Dorwan—. La ciudad está en deuda con ustedes.
Jenna se inclinó rígidamente, sin decir nada; Hágnar lo hizo como si hubiera nacido en el mismo seno de la corte, sonriendo estúpidamente.
—Nos honráis, excelencia.
—Porque así lo merecen, maese Hágnar. —El marqués se puso de pie, señalando ostentosamente hacia el nutrido público reunido a izquierda y derecha del salón—. Súbditos míos, es un placer informar que la banda de malvivientes que tanto pesar causó a nuestra hermosa ciudad ha sido reducida, y sus integrantes pasados por la espada. El caballero forajido que los lideraba ha muerto, ya no volverá a saquear y asesinar a su antojo, y todo gracias a nuestros héroes aquí presentes. Por favor, háganles saber nuestro respeto y aprecio.
Una discreta ola de aplausos recorrió la habitación. Hágnar sonreía y lanzaba guiños a las jóvenes damas, inclinándose como todo un cortesano. Jenna permaneció inmóvil en el sitio, mirando fijamente a Dorwan. Como siempre, el marqués vestía con un grandioso derroche de suntuosidad. Llevaba una túnica corta de seda azul, ceñida al cuerpo con un ancho cinturón cuajado de piedras preciosas. El colgante que llevaba y sus anillos, por sí solos, debían valer diez veces más que todas las recompensas que había ido cobrando a lo largo del año.
En cuanto a su discurso y aquella cálida acogida, no eran más que una farsa. En realidad, le importaba una mierda honrarlos. Dorwan solo buscaba demostrar públicamente que se había puesto fin a la amenaza de Volker. Por eso había mandado a llamar a su corte y a todo su ejército personal de parásitos.
Por supuesto, Jenna se tragó su opinión. La muñeca derecha, firmemente vendada, le dolía demasiado; además, pese al alivio casi catártico que suponía haber descubierto la existencia de un dragón moteado en las cercanías, seguía estando en Vannadian. No olvidaba las palabras que había intercambiado con el marqués en los jardines del castillo. En ese momento, lo único que deseaba era cobrar la recompensa y largarse de allí.
—Y, por supuesto, todo contrato debe ser honrado —seguía Benett—. Aquí, en presencia de mis leales súbditos, hago entrega de la paga acordada. Cuatro mil escudos de plata para cada uno y el agradecimiento eterno de la Ciudad del Otoño.
El Marqués hizo una seña desde su regio asiento. El marica de su heraldo avanzó con dos impresionantes cofres de madera y bronce cargados sobre un cojín. Cuando Jenna abrió el suyo, el resplandor de las pulcras filas de monedas se reflejó en sus ojos. Cuatro mil escudos, precisamente. En realidad, la recompensa original había sido de ocho mil, pero aquel gusano amarrete se había limitado a dividirla en lugar de aumentarla aunque fuera un poco.
A su lado, Hágnar cerró ruidosamente el cofre y se dobló en otra reverencia. Lo hacía a la perfección, sobre todo teniendo en cuenta que, bajo la nueva chaqueta, tenía el hombro y un brazo recubiertos de vendas ensangrentadas.
—Nos honra haberos servido, excelencia. ¿No es así, Jenna?
—En efecto, mi señor...
—El honor ha sido nuestro al acogerlos. —El marqués se levantó del trono, descendiendo con paso elegante los escalones. Los caballeros liderados por Erik le abrieron paso al unísono—. Volker Rainhardt era un forajido sumamente peligroso por sí solo, muchos de mis mejores hombres cayeron ante él. ¡Y resulta que hasta tenía consigo un dragón! ¡Por los Cuatro Dioses! ¡Nada más y nada menos que un dragón! Díganme, amigos, ¿cómo se mata a una bestia así?
Un quedo cuchicheo volvió a recorrer la sala. En cualquier otra circunstancia, hablar de dragones no habría hecho más que provocar las risas de los presentes, pero Volker había enviado hombres al Monte a corroborar su victoria. Allí, en las ruinas de la fortaleza, se habían topado con el cadáver de la criatura. El cuerpo había sido transportado como trofeo a la ciudad en un enorme carro, para el regocijo de la plebe y la curiosidad de la nobleza. No eran pocos los que ya comenzaban a hablar de la hazaña del Mata-dragones.
«Otra bonita balada en honor a Hágnar el Rojo...»
Hágnar, henchido como una vejiga, respondió con su lengua de cortesano.
—Un dragón no es algo que uno vea todos los días, excelencia. Se trata de una criatura increíblemente peligrosa, con aliento corrosivo, garras, alas y escamas de gran dureza.
—Mis hombres me han dicho que las escamas eran casi como las placas de una armadura, prácticamente imposibles de atravesar con una espada.
—Con un acero común y corriente, sin lugar a dudas. Pero el orihalcón de nuestras hojas tiene cualidades únicas e irreproducibles. De cualquier modo, mi señor, lo mejor que puede hacerse con un dragón es ir por sus ojos. —Hágnar dio unos golpecitos al puño de su espada—. Luego, una estocada de punta en el cráneo puede terminar la faena, aunque no os recomendaría intentarlo, pues para ello tendrías que subiros a lomos de la bestia.
Las risillas resonaron entre los muros. Benett sonrió.
—Sorprendente. Y digno de tu reputación, maese Hágnar.
—Ciertamente, excelencia. Pero quisiera resaltar que Volker era un enemigo igual de temible, y ha sido Jenna quien ha completado el contrato en un duelo singular contra él.
Volker volvió lentamente la vista hacia ella, sin desarmar su sonrisa.
—Claro, maese Hágnar, claro. Volker era el cerebro detrás de los crímenes que asolaron mi ciudad. Nuevamente, y en nombre de Vannadian, les agradezco por habernos liberado de su flagelo. Los campos, granjas, molinos y aldeas de la Marca Baja pueden volver a dormir con tranquilidad.
Benett se situó frente a ellos, alto y soberbio como una escultura. Estrechó enérgicamente la mano de Hágnar, y luego la suya, atravesándola con la mirada. Jenna apenas pudo contener el impulso de retirar asqueada la mano.
—Los aposentos que les hemos asignado seguirán disponibles para ustedes durante todo el tiempo que deseen. ¿Aceptarán quedarse unos días más en Vannadian para relatarnos sus aventuras?
El tono del marqués no podía ser más cordial, pero Jenna veía claramente el brillo venenoso en su mirada.
—Os lo agradezco mucho, mi señor —se apresuró a decir, antes de que Hágnar abriera la boca—, pero es menester que continuemos con nuestro camino. Hoy mismo partiremos.
—¿Tan pronto? Es una verdadera lástima... pero si esa es su decisión, no la cuestionaré. Si llegaran a cambiar de parecer en la senda, Vannadian los estará esperando con los brazos abiertos.
—Sois demasiado amable...
—Bien, que así sea pues. Tienen mi permiso para retirarse. —Dorwan alzó dos dedos, señalando con un ademán hacia las inmensas puertas de entrada—. Que los Cuatro Dioses y el Redentor los guarden y guíen en su camino.
Jenna se inclinó, dio media vuelta y se alejó... y todo habría terminado ahí si no hubiese escuchado las palabras del marqués a sus espaldas.
—Jocelyn, querida, ven conmigo.
Jenna se detuvo bruscamente. Volteó, mirando por encima del hombro. Benett Dorwan estaba al pie del trono, rodeado por su camarilla de lameculos. Sostenía por la mano a una preciosa joven de cabellera castaña y ojos marrones... la misma muchacha que había visto antes en los Jardines Dorados, cuando aceptó dar caza a Volker.
«Jocelyn...»
Si la primera vez le había parecido de aire melancólico, en ese momento el rostro de la joven era la encarnación absoluta de la desdicha. La habían maquillado, pero aquello no lograba ocultar las marcadas ojeras, ni lo rojos e hinchados que estaban sus ojos.
Por un instante, aquellos ojos enrojecidos se toparon con los suyos, y Jenna vio no solo una tristeza infinita... sino odio. Un odio virulento e implacable.
Benett se alejó del trono, llevándose a la chica de la mano. Las urracas los siguieron al instante. Jenna se quedó inmóvil en el sitio, observándolo fijamente. El marqués lo notó. Cuando pasaron a su lado, Jenna miró unos instantes a la muchacha; luego bajó la vista hacia el cofre con la recompensa, y, finalmente, volvió a mirar a Dorwan. No dijo nada, ni siquiera se movió, pero la pregunta refulgía en sus ojos. Y el marqués respondió: la sonrisa más gélida, altanera y desagradable que hubiera visto deformó sus labios.
«Pedazo de hijo de puta...»
Jenna no había sentido más que aversión hacia Volker Rainhardt. En una profesión como la suya, nunca era recomendable mostrar empatía hacia los objetivos de un contrato. Pero Volker solo había sido una molestia de la que deshacerse, un simple obstáculo a remover para que el marqués Dorwan, ese cerdo arrogante, pudiera reclamar su trofeo.
La ejecución fallida de Volker era solo un cuento. No lo habían juzgado y condenado oficialmente... lo habían mandado a asesinar, subestimándolo sobremanera al enviar a tres carniceros como Paul, Adolf y Higgs. Volker debía haber acabado con ellos y huido de la ciudad al darse cuenta de lo que sucedía, encontrándose luego con que toda la Marca Baja lo consideraba un traidor al reino.
Pero Volker no era un agente de Ardenia. Solo había tenido el infortunio de estar casado con una mujer hermosa, una dama que había llamado la atención de uno de los hombres más poderosos de todo Ilmeria.
¿Acaso Jocelyn lo había rechazado? ¿Había argumentado su matrimonio con Volker para frenar sus avances? ¿O Benett Dorwan, ese maldito degenerado, simplemente había inventado un crimen de alta traición al marido y luego ordenado su asesinato para quedarse con la mujer? Jenna lo conocía lo suficiente como para creérselo. Una parte de ella incluso podía entender que Volker, preso de la ira y la ofuscación, hubiera decidido formar una banda junto a otros conscriptos y así dar tormento a la ciudad que lo había traicionado.
¿Podía ser esa la razón de que nunca hubiera abandonado Vannadian? ¿Acaso guardaba la remota esperanza de recuperar a su esposa? ¿O se había propuesto lo imposible y buscaba la manera de acabar con el marqués? ¿Podía ser que...?
—Vámonos...
Hágnar, que se había comportado como un señorito durante toda la recepción, la sujetó por el codo y la condujo hacia afuera. En lugar del bufonesco gesto de siempre, su faz había sido reemplazada por una máscara grave y pétrea como un muro.
—No sé qué te traes, Jenna, pero no es buena idea quedarse mirando al marqués con esos ojos de víbora, más si antes de esta farsa de ceremonia te ordenó que te largaras de su ciudad.
—Hay algo que no me gusta —susurró ella—. Esa mujer que está ahí con él... Su nombre es Jocelyn. Creo que ella es...
—¿La viuda de Volker? Sí, ya lo sé.
Jenna lo miró, atónita.
—¿Acaso lo sabías?
—Sé muy bien lo que tú y Aidi opinan de mí, querida mía: que me he vuelto un pobre borracho que ya empieza a oxidarse. Pero, tal como le dije a él, si hay algo de lo que me enorgullezco es de investigar a fondo los casos en los que me involucro. Llegué antes que tú a Vannadian, e hice mis deberes. Sabía desde el principio dónde buscar a Volker, y también que esa preciosura que tan feliz parece con el marqués es su esposa. O su viuda, mejor dicho. —Hágnar alzó una ceja—. Si me hubieras esperado solo un par de horas antes de lanzarte de cabeza al Monte, podríamos habernos ahorrado muchas molestias.
—¿Tú duermes la borrachera como un vagabundo y la culpa es mía?
—Píntala como quieras. No cambia el hecho de que yo ya sabía dónde buscar, y que gracias a eso te salvé el culo allá en los pantanos.
—No te halagues tanto a ti mismo —siseó Jenna, luchando por contener la ira—. Erik me dijo que hablaste con Conrad en la Plaza de Bronce. Si de verdad sabías desde el principio dónde se ocultaba Rainhardt, ¿por qué fuiste a perder el tiempo allí?
—Oh, solo quería corroborar algo...
—¿Qué cosa?
—No tiene importancia ahora. —Hágnar se encogió de hombros—. Ganamos.
—¿Y qué hay del dragón? ¿También sabías que tenían un puto dragón moteado con ellos? ¡Porque ese dato hubiese sido de enorme utilidad antes de ir a buscarlos!
—Eso no lo sabía. Ni la gente de Seto Floreado ni ninguno de los sobrevivientes de ataques anteriores lo mencionaron. De haberlo sabido, habría pedido mucho más que cuatro mil monedas, te lo aseguro.
—Pues uno de los muertos en Seto Floreado estaba achicharrado y consumido a causa del aliento del dragón. Ahora lo sé. Es obvio que lo tenían desde antes de ese saqueo.
—¿Encontraste un cuerpo en ese estado? ¿Por qué no me lo dijiste?
—¿De verdad quieres hablar sobre ocultarnos información?
—Como sea. —Hágnar volvió a encogerse de hombros—. En mi opinión, los hombres de Volker deben haber capturado al bicharraco luego de que abandonara su guarida en los Colmillos. Los bosques de esas montañas son tierra de nadie, con infinidad de grutas y recovecos sin explorar. No me sorprendería saber que aún quedan muchos otros engendros sueltos por allí. —Sonrió, irónico—. Esos idiotas se deben haber creído que era el colmo de la astucia contar con un dragón entre sus filas. Muy útil para repeler hasta a un ejército pequeño, ¿verdad? Solo que, cuando lo sueltas, tienes que arreglártelas para volver a encerrarlo sin que te mate a ti también. —Sacudió la cabeza—. Me sorprende que alguien como Volker, todo un soldado y estratega, los dejara quedarse con semejante criatura. Creo que eso también demuestra que su control sobre la banda no era tan firme como nos querían hacer creer. Aunque también quisieron hacernos creer muchas otras cosas, como la supuesta chapuza que se mandaron en su intento de ejecución.
Jenna no respondió a aquello. Todo lo referente al dragón encajaba. En cambio, la idea de que Benett Dorwan hubiese jugado con ellos desde el comienzo la ponía terriblemente furiosa.
—Nos engañó como a unos niños —bufó—. El bastardo solo quería cogerse a su esposa. Volker no era el traidor oportunista que nos pintaron, él...
—Era un hijo de puta que masacró a su propio pueblo. ¿Qué te piensas que hicieron los violadores y asesinos de su banda con la gente de las aldeas que saquearon? ¿Invitarlos a tomar el té? Él estuvo detrás de esos ataques. No lo olvides.
—No lo olvido. No me trates como a una mocosa, Hágnar, sabes muy bien a qué me refiero. ¡Nos tomó por un par de imbéciles! ¡A nosotros!
—Sí, y nos pagó a cambio, bastante bien de hecho. No, ya es suficiente Jenna, no tiene sentido seguir discutiendo por cosas que no podemos cambiar. Ya hemos hecho nuestro trabajo. Ahora vámonos de aquí antes de que tu querido marqués cambie de opinión y mande a su guardia a rebanarte la garganta.
Por una vez, Jenna contuvo la lengua y siguió a su compañero. No obstante, una segunda sorpresa los aguardaba en las afuera del castillo. Cuando se disponían a cruzar los inmensos Jardines Dorados y salir a la ciudadela interior, se encontraron con que Erik Dorwan, heredero de Campo de Lirios, los estaba esperando. Debía de haberse movido muy deprisa para llegar hasta allí antes que ellos.
—Mi señor —dijo Jenna, con la más falsa de las sonrisas—. No esperaba veros aquí.
—Tuve que venir —respondió el muchacho—. No podía hablar con ustedes en la sala del trono, frente a mi padre y toda su corte.
—Vuestro padre... Él no sabe aún que colaborasteis con nosotros para detener a Volker... ¿verdad?
—No. Y es mejor así. De haberlo sabido, estoy seguro de que habría sido capaz de negarles la recompensa, o peor aún, acusarlos de poner a su heredero en peligro y enviarlos a las mazmorras.
Jenna no hizo ningún comentario. Era exactamente lo mismo que ella había supuesto.
—Esperaba que tus palabras sobre dejar tan pronto Vannadian no fueran ciertas —siguió el chico. Sonaba decepcionado. —¿De verdad ya piensan marcharse de la ciudad? ¿Tan rápido?
—Desafortunadamente, sí. Hágnar y yo nos vamos ahora. Ya no tenemos nada que hacer aquí.
—Es por mi padre... ¿verdad? —La expresión de Erik se ensombreció—. Aún no olvida lo que sucedió hace dos años.
—No importa.
—¡Claro que importa! Han brindado un enorme servicio a Vannadian, no puede simplemente deshacerse de ustedes porque tú no... no has... bueno... —Erik carraspeó, visiblemente incómodo—. No es lo correcto.
Jenna se sonrió un poco, muy a su pesar. Hágnar parecía a punto de desternillarse de risa, pero mantuvo la boca cerrada.
—Hemos hecho un gran favor a vuestra ciudad, como decís, y acabamos de ser reconocidos por ello ante la mitad de la corte. Eso ya es suficiente para nosotros.
—Fue solo una pantomima —replicó el joven, terco—. Ahora me doy cuenta... Mi padre solo quería que todos vieran como rechazaban su oferta de quedarse aquí un tiempo más, para que nadie se atreva a insinuar que se fueron por otro motivo.
—Quizás... pero vuestro padre sigue siendo el señor de la Marca Baja, y nosotros unos simples matones a sueldo. Además, tenemos nuestra recompensa. —Jenna dio un golpecito al ornamentado cofre—. Al final del día, eso es lo único que importa para un miembro del Sindicato.
—Pues no debería ser lo único... Ustedes son grandes guerreros, los mejores que he visto. Y si estoy aquí ahora es para decirles que... ha sido un verdadero honor pelear a su lado. —Erik se puso firme—. Crecí con la idea de que la caballería era algo heroico y glorioso, y que en la batalla el justo siempre obtenía la victoria. Ahora sé que la realidad es muy diferente... De no haber sido por ustedes, no solo no habría sobrevivido, sino que tampoco habríamos logrado acabar con Volker y su banda. —Miró a Hágnar, admirado—. Y mucho menos dar muerte a un dragón.
—Ni lo mencionéis —sonrió el pelirrojo.
—Ha sido una experiencia muy dura... pero necesaria. He aprendido mucho, y les estoy agradecido por ello.
—Nosotros os lo agradecemos a vos —aseguró Jenna, paciente—. Vuestra espada y la de vuestros caballeros fueron cruciales para la victoria.
—Eso quiero creer... —Erik la miró a los ojos—. Perdí a tres hombres en la lucha, tres buenos amigos y caballeros... Pero he estado pensando mucho en lo que me dijiste esa noche, y he comprendido que, si quiero proteger a mi pueblo, mis caballeros y yo debemos estar preparados para lo que sea, incluso entregar nuestras vidas...
—Habláis como todo un señor —comentó alegremente Hágnar—. Creo que, llegado el momento, seréis un gran marqués.
—Eso mismo dije yo —coincidió ella. Haciendo un esfuerzo titánico, colocó la mano sana sobre el hombro del chico—. Uno mucho mejor que el que gobierna ahora... Cuidaos, mi señor.
Jenna se mantuvo en silencio luego de que abandonaran el castillo. A su lado, Hágnar marchaba silbando una tonadilla simple y alegre. Ella no le prestaba atención. Era como si caminara a solas por la urbe, y, en cierto modo, así era; solo ella y unos pensamientos que ya no se sentía capaz de ocultar. Toparse con el dragón moteado había solucionado muchas cosas en el interior de su cabeza, pero otras, muy a su pesar, seguían allí, turbándola. Y allí seguirían al menos que hallara la forma de enfrentarlas.
Las torres y palacios del Enclave Superior fueron quedando lentamente atrás. Descendieron por los hermosos peldaños de piedra ocre en la ladera de la colina, silentes como espectros. Recién cuando cruzaron el Puente Regio, adentrándose en el Enclave Inferior, Jenna se volvió hacia su amigo.
—¿Qué fue de Aiden luego de que se separaran en Ruvigardo?
Hágnar la miró de reojo. La pregunta lo había tomado por sorpresa, pero sonrió, anunciando uno de sus comentarios idiotas sobre las habladurías de los campesinos del norte.
—¿Qué? ¿A qué viene el interés de nuevo ahora?
Había, no obstante, cierto rastro de incertidumbre en su voz, y Jenna lo notó.
—No estoy para juegos estúpidos, Hágnar. Habla.
—De acuerdo, de acuerdo. Déjame ver... Luego de que atrapáramos al asesino del conde, Aiden volvió a encerrarse en la biblioteca de la Academia. Ni siquiera salía para dormir. De hecho, a los gestores de la biblioteca no les gustaba en absoluto que pasara tanto tiempo allí, y terminaron por vetarle la entrada luego de que discutieran por no sé qué asunto. Eso fue lo último que supe de él durante un muy largo tiempo.
—¿Por qué? ¿No volviste a verlo?
Hágnar se encogió de hombros.
—Sí, sí, pero yo decidí quedarme en Ruvigardo luego del contrato, tratando de invertir el oro ganado. Ando con ganas de comprarme una taberna, o una posada, y ponerla a rendir, ¿sabes?
—Hágnar...
—Sí, ya... —Carraspeó—. Lo que quiero decir es que, luego de eso, no volví a verlo ni a escuchar nada sobre él. Ya no estaba en la biblioteca, ni en ninguno de los lugares que suele frecuentar. Pensé que tal vez había abandonado la ciudad sin decirme nada, lo que no hubiese sido para nada raro teniendo en cuenta cómo se estaba comportando...
—¿Pero...?
—Pero como una luna después de la última vez que nos vimos, apareció. Me lo encontré por pura casualidad en la vía Áurea. Tendrías que haberlo visto, Jenna.
—¿Qué tenía?
—Estaba bastante más lúgubre de lo usual.
—Eso no tiene nada de raro.
—Sí... pero también parecía más flaco y demacrado, con unas ojeras de terror. Le pregunté dónde carajos había estado metido, pero me ignoró, como de costumbre. Lo único que pude sacarle fue que tenía pensado dejar Ruvigardo. Parece que tenía en mente abordar un barco hacia Atzlan.
Atzlan, la fría y gris "capital del norte". Una ciudad portuaria fortificada que se había enriquecido durante siglos gracias al comercio, la minería y el férreo gobierno de la casa Hástegard, señores feudales de la Marca Alta. Jenna frunció el ceño.
—¿Atzlan? ¿Qué busca allí?
—No me lo dijo, pero considerando lo obsesionado que estaba con los libros en Ruvigardo, diría que tiene pensado visitar la gran Biblioteca del Norte. Es la segunda más grande del reino, después de todo. ¿Qué opinas?
Jenna no respondió de inmediato. Se mantuvo unos segundos en silencio, contemplando cómo el sol se ponía tras los pintorescos tejados de la Ciudad del Otoño. Estaban ya muy cerca de los muros de la ciudad. Se volvió hacia Hágnar.
—¿Cuánto crees que tardaríamos en llegar a Atzlan?
—¿Tardaríamos? —Hágnar alzó una ceja—. ¿Los dos?
—Si quieres acompañarme, eres bienvenido.
El pelirrojo sonrió con toda la boca, genuinamente feliz.
—Por tierra, cerca de una luna; eso tomando el camino Real, lo más seguro desde aquí. Pero si abordamos una nave en Punta Oriente, bordeando la costa, podemos estar allí en diez días. Un poco más si el mar está bravo.
—Atzlan, entonces. —Jenna asintió con la cabeza, desviando la mirada hacia los establos de, oh casualidad, una posada llamada El Gato Negro—. Pero primero... necesito un caballo.
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