Capítulo 1

Vannadian, la Ciudad del Otoño. Considerada desde tiempos inmemoriales la urbe más hermosa del continente de Kenorland.

Había sido construida milenios atrás sobre ambas orillas del río Ardross, en la Marca Baja, las tierras más meridionales y ricas de Ilmeria. Se extendía a lo largo y ancho de un sinuoso conjunto de colinas, hecha en su totalidad de piedra ocre, madera y bronce.

Al interior de sus murallas, las calles discurrían por las suaves ondulaciones del terreno, adoquinadas todas con una piedra única de la región, dura y opaca como el cobre sin pulir. Las casas se erguían pintorescas entre plazas y avenidas, recubiertas de enredaderas cargadas de lirios de cien tonalidades.

El río Ardross atravesaba la ciudad como una espada, separándola en lo que coloquialmente se conocía como el Enclave Inferior y el Superior, unidos ambos por el Puente Regio. El Enclave Inferior, ubicado en la orilla oeste, era el hogar de la plebe y las clases trabajadoras. El Superior, en la ribera opuesta, se alzaba en la más elevada de las colinas, de modo que parecía contemplar desde arriba el resto de la urbe.

Finalmente, en el corazón mismo del Enclave Superior, estaba Campo de Lirios, el castillo ancestral de la casa Dorwan, señores feudales de la Marca Baja. Era una poderosa ciudadela con decenas de torres, cuyas murallas dobles guarnecían los legendarios Jardines Dorados de Vannadian.

Jenna, guerrera de segunda orden del Sindicato, atravesó las grandes puertas de bronce de la ciudad. Caminó por las calles adoquinadas con su variante única de piedra, mientras las primeras luces del alba teñían de rosa el horizonte. Se detuvo ante una taberna situada en una esquina, bajo su cartel de madera en forma de escudo y sus faroles de hierro con arabescos. La música y las carcajadas ebrias, ecos de la parranda de la noche anterior, aún resonaban tras los mosaicos de cristal de las ventanas.

Jenna estiró la mano hacia la puerta, aferró el picaporte, y, justo cuando se proponía a abrirla, se inclinó para vomitar. Su rostro emblanqueció mientras se agachaba, liberando la cena, el almuerzo y el desayuno del día anterior sobre la calle. Los primeros transeúntes y los borrachos trasnochados la miraron con curiosidad. Jenna ni les prestó atención. Se restregó la boca con la manga de la chaqueta, temblorosa, y entró por fin a la cantina.

Para comprender el motivo de tan peculiar ingreso a la ciudad, es preciso retroceder a las horas previas al amanecer, un par de kilómetros al norte de las murallas.

Jenna cabalgaba por la ruta Vieja, el antiquísimo sistema de carreteras que había unido las primeras ciudades estado milenios atrás. La senda estaba en bastantes peores condiciones que el camino Real, por lo que el tiempo había terminado por convertirla en una vía secundaria, menos transitada, y, por lo tanto, menos propensa a los ataques de bandidos. Los bosques de cedros de Vannadian se alzaban a su izquierda como un bello muro natural; a su derecha el terreno descendía hacia valles cargados de lirios y campos sembrados.

Aún era de noche. Jenna siempre había preferido moverse cuando el sol comenzaba a ocultarse. Era más seguro así. Nadie conocía mejor que ella los hábitos de salteadores, bandidos y demás escorias. Aquello, sumado al escaso tráfico de la ruta Vieja y a lo idílico del paisaje, le conferían cierta tranquilidad.

Esa había sido su impresión hasta que un virote se hundió en el pecho de Canela, su vieja yegua alazana.

La bestia se encabritó, alzándose desesperada sobre sus patas traseras. Jenna tiró de las riendas en un fútil intento por controlarla. Los chillidos de dolor del animal sonaron casi humanos cuando se desplomó sobre el camino.

Aquello era total y completamente su culpa, por supuesto. Se había confiado. No vio el movimiento entre los árboles, no notó como la brisa acallaba el tensar de una ballesta. Eso era algo que un miembro de segunda orden del Sindicato, que encima se proponía ascender a primera, no podía permitirse.

Por ello, en todo lo que siguió a la caída de su montura, Jenna reaccionó como alguien con su adiestramiento debía reaccionar.

Se lanzó hacia un costado, girando en una voltereta para tomar impulso e incorporarse, echando a correr como una tromba hacia el bosque. Un segundo virote voló hacia ella en el trayecto, pero, pese a la oscuridad, desenfundó y lo rechazó con un revés invisible de su hoja. La exclamación de asombro que le llegó desde los árboles le indicó la posición exacta del enemigo. No tardó en verlos. Eran cuatro, tres hombres y una mujer. Llevaban espadas y dagas además de sus ballestas, pero ni siquiera atinaron a desenvainar. La rapidez de un miembro del Sindicato, aún a oscuras y en desventaja, era algo difícil de anticipar, y mucho menos de igualar.

Su hoja tajó horizontalmente, de adentro hacia afuera, abriendo el estómago del que tenía al frente. Siguiendo el impulso del golpe, se agachó y giró sobre sí misma a toda velocidad, arrojando un revés alto y un derechazo hacia abajo. La mujer y otro de los hombres cayeron sin proferir un sonido. Jenna oyó pasos a sus espaldas y volteó, con el cuerpo agazapado y la espada empuñada a la inversa, a una mano, como si sostuviera un puñal. El último de los forajidos había huido hacia la espesura. No podía verlo, pero lo oía resollar más adelante, quizás a unos ocho o diez metros.

Jenna dobló una rodilla sobre la hierba y desenfundó el cuchillo que llevaba en el cinturón. Era una de las pequeñas dagas arrojadizas del Sindicato, con su mango rematado en un anillo de hierro negro. La hizo girar hábilmente en el índice y la lanzó hacia la oscuridad que se extendía delante. Desafortunadamente, en lugar del ansiado grito de dolor, solo obtuvo el sonido seco del acero al hundirse contra un tronco.

Jenna suspiró, poniéndose de pie. Podría haber perseguido a la última de aquellas basuras, pero, en medio de la noche y rodeada de cedros altos como torres, no tenía mucho sentido hacerlo. Miró hacia abajo con desprecio.

—Al menos ustedes pagaron por Canela, cabrones.

Ninguno de los caídos respondió. Tampoco se lo esperaba. El suelo húmedo del bosque había bebido demasiada sangre como para que alguno pudiera seguir con vida.

Jenna se adentró unos metros en el bosque para recuperar su cuchillo. Lo halló enterrado hasta la empuñadura en el tronco de un árbol. Una fina línea de sangre goteaba por el filo. Bien. No había llegado a derribar a aquel hijo de puta, pero su disparo había sido lo suficientemente certero como para rozarlo. «Debí haber recubierto las hojas con veneno. Uno de esos que te hacen vomitar las entrañas.»

En el camino, los gemidos bajos y lastimeros de Canela aún podían oírse. Se acuclilló junto a la yegua, acariciándole suavemente el cuello. El animal la observó desde el fondo de un enorme ojo castaño, suplicante. El virote había calado casi hasta las plumas en su pecho. No había nada que pudiera hacer.

—Lo siento.

Jenna le rajó de un solo tajo el gaznate, usando el mismo cuchillo con el que había fallado minutos atrás. Canela quedó en silencio. Jenna se puso de pie, limpiando meticulosamente la hoja con un paño.

—Alguien va a pagar muy, pero muy caro por esto...

Aquello era un problema. Un verdadero problema. Jenna se encontraba allí, tan al sur en la ruta Vieja, porque estaba de camino hacia la frontera meridional con el reino de Ardenia. Allí siempre podía hacerse buen dinero ayudando en las tareas de patrullaje, un trabajo duro que suponía atravesar la húmeda espesura del Monte primero. Tener que seguir a pie hasta la frontera era algo que ni siquiera iba a plantearse. Debía conseguirse pronto un caballo... y el lugar más cercano para hacerlo era Vannadian, la jodida Ciudad del Otoño.

Jenna oteó el horizonte con desagrado. Se encontraba a escasos kilómetros de sus murallas, pero la mera idea de tener que acercarse más a la urbe la asqueaba y la enfurecía a partes iguales. No olvidaba lo que el marqués Benett Dorwan, el grandioso señor feudal de la Marca Baja, había intentado la última vez que pisó las pomposas calles de su ciudad.

«Ese cerdo presuntuoso...»

Por supuesto, las posibilidades de encontrarse con el señor de Vannadian eran absurdas, pero, luego de más de dos años representándolo como su campeona en casi una docena de duelos, toda la ciudad y las aldeas periféricas la conocían. Si Benett seguía tan enfadado con ella como ella con él, bastaría con que alguien le comentara que andaba por allí para que la arrastraran ante su regia presencia. Pero ¿qué otra opción tenía?

Haciendo un esfuerzo tremendo, Jenna arrastró a Canela hacia un lado del camino, dejándola bajo los cedros. De disponer del tiempo y las herramientas necesarias, habría cavado una tumba apropiada. Pero no podía. Le dedicó una última mirada mientras desabrochaba las alforjas y se colocaba su capa de viaje.

—Lo siento. No me gusta tener que dejarte aquí como carroña para los lobos, pero no tengo más opción. De verdad lo lamento, pequeña.

Jenna retomó su camino por la ruta Vieja, rumbo sureste. Resultó estar mucho más cerca de la ciudad de lo que se imaginaba. Media hora de marcha después, tras alcanzar la cima de una pequeña colina, se encontró de frente ante una de las típicas praderas floreadas de la Marca Baja. La ruta Vieja descendía hasta unirse con el camino Real, y allí, a apenas unos kilómetros de la intersección, se erguían las imponentes murallas ocres de Vannadian. El Ardross atravesaba la ciudad como una gigantesca cinta plateada, extendiéndose de este a oeste hasta donde alcanzaba la vista. Cerca de media decena de pequeños pueblos y aldeas proliferaban en torno a la urbe, rodeadas a su vez por interminables hectáreas de campos cultivados, granjas, valles, praderas y flores... cientos de miles de putas flores.

Jenna arrugó la nariz. Los lirios eran una verdadera plaga. Estaban por todas partes, en todas sus jodidas variedades posibles. Lirios blancos, púrpuras, rosas, anaranjados y amarillos, sobre todo de esos últimos. Incluso desde la cima del camino le llegaba el pestazo dulzón de aquel invernadero gigante, particularmente más intenso de noche que de día, los dioses fueran a saber por qué. Le provocaba ganas de vomitar.

Arrugó aún más la nariz, observando hacia la portentosa Ciudad del Otoño. Desde su elevada posición hasta las murallas solo se interponía una diminuta aldea de granjeros, Villa Floreada, o algo así. Todos los pueblos de la Marca Baja tenían nombres de ese estilo. No importaba. Fuera cual fuera el nombre de aquella pocilga cuajada de flores, podía conseguir un caballo allí sin necesidad de acercarse más a Vannadian y el imbécil de su señor.

El problema fue que estaba demasiado oscuro aún para que Jenna, mientras descendía por el camino, alcanzara a ver las tenues lenguas de humo que emergían desde Villa Floreada (o como se llamase).

Más que ver el humo, lo olió cuando el viento comenzó a soplar de frente. Y era un buen montón de humo. Algo no estaba bien. Era demasiado temprano para que los campesinos dieran inicio a su ridícula tradición de quemar al espantapájaros. El humo tampoco despedía el agradable aroma de la carne asada, o de la madera seca al arder en una fogata. Estaba impregnado de un hedor oleoso que reconoció enseguida: pelo y carne chamuscada.

Jenna se detuvo en la vía de entrada a la aldea, una angosta callejuela de tierra bordeada de flores, como no podía ser de otro modo. Había un poste bajo con un cartel de madera clavado a un lado del camino. "Seto Floreado", rezaba el letrero. Jenna, de cara al inminente amanecer, comprobó que la aldea había ardido hasta prácticamente sus cimientos. Los restos ennegrecidos de las viviendas colgaban en jirones humeantes que se desmoronaban ante el mero soplar de la brisa.

Jenna se aferró al puño de su hoja y se adentró en el pueblo, mirando de reojo las estructuras calcinadas. No había nadie a la vista, ni los bandidos que sin duda eran responsables de aquello ni los aldeanos que debieron haber muerto en el atraco; tampoco había rastro de los caballeros de Vannadian, que se suponía debían proteger las tierras circundantes. Era algo un tanto extraño teniendo en cuenta lo reciente que parecía todo.

Jenna avanzó un puñado de metros más, escudriñando los alrededores con ojos entrecerrados. Algo en el suelo llamó su atención. Se arrodilló y recogió un puñado de tierra, desmenuzándola entre los dedos. Sangre. Y ni siquiera había terminado de secarse aún. También divisó una cabeza de flecha a un par de pasos, medio enterrada, así como un verdadero caos de huellas y marcas de cascos de caballo.

Interesante.

Jenna se puso de pie con gesto adusto. Si quedaba alguien con vida allí, sin duda estaba muy bien escondido. Aparte de los últimos rastros de humo viscoso que ascendían hacia el amanecer, nada parecía moverse en las cercanías. Negó con la cabeza, dando media vuelta. Aquello no era su asunto. Y tampoco iba a encontrar ningún caballo en Seto Floreado, eso era evidente.

Mientras retomaba el camino, Jenna comenzó a hacerse una idea de lo que pudo haber sucedido allí. La aldea debió ser atacada durante las primeras horas de la noche por un grupo bastante numeroso. Los guardias en las murallas de Vannadian seguramente vieron los incendios desde lo alto, pero tardaron demasiado en llegar. Debieron levantar a los muertos y evacuar a los sobrevivientes apenas un par de horas antes de que ella arribara.

Pero lo realmente destacable era que alguien se hubiera atrevido a atacar un asentamiento tan cercano a la Ciudad del Otoño y todo su poderío militar. Seto Floreado estaba a escasos kilómetros de la puerta norte de Vannadian. Quien fuera que hubiera dirigido el saqueo se arriesgaba a incurrir en las iras de Benett Dorwan, que sí, era un completo estúpido, pero seguía siendo uno de los tres grandes señores feudales de Ilmeria.

Jenna recordó de repente al grupo de vándalos que la habían emboscado en el camino. Estaban muy cerca del lugar. ¿Podía ser que los bastardos que mataron a Canela pertenecieran a una banda más grande, la banda que, quizás, acababa de saquear esa aldea? Parecía probable, pero no iba a quedarse allí para averiguarlo. Seto Floreado no era el único pueblo cerca de Vannadian. Si rodeaba la ciudad y el río, saliendo a la cara sur de las murallas, podía probar suerte en cualquiera de los otros asentamientos que había visto desde la cima de la colina.

Jenna dejó atrás la aldea y puso rumbo al punto en el que la ruta Vieja y el camino Real confluían.

Fue en ese momento que lo vio.

El cuerpo yacía a un lado de la senda, tumbado boca abajo. Estaba en una posición que, a sus ojos, delataba a gritos que lo habían derribado por la espalda mientras huía. Nuevamente, no apreció a detalle lo que tenía enfrente hasta que estuvo a solo un par de pasos. Aún estaba muy oscuro, debía faltar cerca de una hora para que amaneciera, pero, a esa distancia, la luz era suficiente para ver el estado del cadáver.

Jenna se detuvo en seco.

No se percató hasta un largo instante después que le estaba costando trabajo respirar. Era como si, de repente, un puño de piedra le hubiera cerrado la garganta desde dentro. Se llevó una mano a la boca y retrocedió. Sus ojos azules, siempre tan gélidos y altaneros, observaron abiertos como platos lo que tenía adelante.

El cuerpo era un montón de huesos recubiertos de piel reseca y grisácea. La poca carne que no estaba marchita había adquirido un desagradable color entre marrón y parduzco. Goterones de sangre negra y gelatinosa rezumaban de las cuarteaduras que se extendían por la piel como grietas en un pergamino. Tenía marcas en la espalda, profundos surcos que se hundían en la carne dejando la columna y las costillas a la vista. Los propios huesos parecían tan frágiles y quebradizos como la piel.

Jenna desenvainó con un movimiento vertiginoso, inclinándose en una auténtica pose defensiva del Sindicato. Alzó la espada a un lado de la cabeza, la hoja paralela al suelo. El sudor le resbalaba por la cara y el cuello hasta perderse entre los pliegues de su larga capa de viaje. Miró de un lado a otro a toda velocidad. Al frente, a menos de dos kilómetros, podía ver las recias murallas de Vannadian. A sus espaldas, los últimos jirones de humo emergían del armazón de Seto Floreado. A izquierda y derecha no había más que praderas y colinas interminables, repletas de su odiosa carga de lirios y azucenas.

No había absolutamente nadie en los alrededores. Nada aparte de aquel cuerpo horripilante tumbado en el suelo, boca abajo, con su calavera tapizada de piel putrefacta apoyada de lado, directo hacia ella. Las cavidades de sus ojos muertos la observaban implorantes y aterrados. Por un muy breve instante, Jenna creyó ver algo en la oscuridad de aquellos hoyos vacíos. Vio el contorno de una sombra moviéndose, un apéndice largo y delgado rematado en cinco execrables agujas curvas. Dedos. Garras. Una mano avernal reptaba hacia ella desde las penumbras.

Jenna echó a correr. Salió disparada a toda velocidad hacia las murallas de la ciudad, enferma, empapada en sudor, reconstruyendo los recuerdos malditos que se había traído de aquel condenado pueblo en el norte. Atravesó atropelladamente las puertas, apartando de un empujón al guardia que intentó frenarla; se perdió entre el laberinto de calles que subían y bajaban a través de las lomas del Enclave Inferior.

A paso tambaleante, saboreando una acidez helada en la garganta y el vientre, se detuvo ante la puerta de una taberna. Trastabilló cuando intentó abrirla, cargando el peso del cuerpo contra uno de los muros de madera y ladrillo. Se llevó la mano a la boca, recordando, reviviendo, contemplando ante ella los horrores ocultos que había intentado sepultar. Fue ahí cuando vomitó. Vació todo su pavor, repugnancia e incredulidad sobre la calle, con el sonido de fondo de la cantina pulsándole en los oídos.

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