Capítulo 8
Eran muy pocas las personas que podían decir que conocían de verdad a Aiden. Jenna, quizás, pese a lo mucho que se odiaban. El Maestro, por supuesto. Quent el Taciturno.
Y Hágnar.
Hágnar podía asegurar, de hecho, que habían pasado por unas cuantas cosas juntos. Cuando Aiden ingresó a la Fortaleza, él ya llevaba más de dos años allí, siendo uno de los aprendices más talentosos y prometedores de los que se tenía memoria. Y si bien completó bastante antes que Aiden su entrenamiento, durante el tiempo que ambos compartieron como alumnos llegó a formar cierto vínculo con él, igual que con Jenna y algunos otros de los chicos.
Los primeros años después de que le hicieran el tatuaje y se ganara su espada, Hágnar siguió visitando a menudo la Fortaleza, aconsejando a Aiden y dándole ánimos en la recta final de su aprendizaje. Luego, cuando Aiden completó el adiestramiento, surgió entre ambos la tácita camaradería de aquellos que han logrado sobrevivir al infierno. Incluso llegaron a trabajar juntos en un buen puñado de contratos, en el transcurso de los cuales Aiden se mostró lo más cercano que, suponía, era capaz de mostrarse con alguien.
—Ya te dije que no tiene sentido seguir deambulando por aquí —le reprochaba en esos momentos. La cicatriz en su rostro casi latía de la impaciencia—. Estamos perdiendo el tiempo. Esta misma noche me voy a ir directo a los barracones. Me he infiltrado en demasiados castillos y fortalezas "inexpugnables" como para cagarme encima ahora ante unos simples puestos de guardia.
Hágnar resopló con hastío, algo para nada habitual en él.
—Y yo ya te dije mil veces que lo único que ganamos con eso es meternos en problemas. No vas a averiguar nada nuevo ahí. A ver si lo entiendes de una vez.
Pese a lo bien que lo conocía, por alguna razón que no llegaba a comprender, Aiden se mostraba más irascible que de costumbre. Cuando trataba con él, la impaciencia no tardaba casi nada en desbordarlo. Cuando estaba a solas, no hacía más que encerrarse en la biblioteca de la Academia, o en la de Tres Torres, sumido en un silencio hosco que rehuía a cualquiera que se le acercaba.
Hágnar no tenía ninguna prueba, pero estaba seguro de que esa conducta tan insufrible tenía algo que ver con la ridícula obsesión que había desarrollado de repente hacia los Vástagos. Aiden siempre había mostrado cierto apego hacia la lectura, pero desde luego nunca se había encaprichado tanto como para rechazar cuatrocientos soles de oro a cambio de una visita a una biblioteca. No tenía sentido.
Fuese como fuese, lo más importante para Hágnar, que aún aportaba la cuota todos los años, seguía siendo el trabajo.
Sabía que, durante los días siguientes a su encuentro con Donnel, la investigación de Aiden había llegado a un punto muerto. Todo lo que había conseguido averiguar eran los mismos relatos contradictorios que Hágnar escuchaba a diario en los arrabales. Al final, no tuvo más opción que empezar a acompañarlo en sus andanzas por el puerto, no solo porque sus propias pesquisas también se habían enfriado, sino porque temía que de verdad se le diera por colarse en los barracones.
Pero Aiden no había hecho tal cosa... o al menos no de momento. Cansado de solo limitarse a esperar y a escuchar, empezó a hacer preguntas bastante más directas. Posaderos, taberneros, mercaderes, marineros y rameras volvieron a dar su versión de los hechos, sin escatimarse nada esta vez. La mitad de lo que aseguraban eran detalles que ya conocían; la otra, verdaderos disparates sin sentido.
Aquel mismo día, cuando el sol estaba en su cénit, dieron por concluida la investigación en los distritos portuarios. Se alejaron de los muelles y del Gran Mercado por la Senda Áurea, la principal arteria de la capital, una avenida ancha como una decena de carromatos que recorría la urbe de punta a punta.
—Bueno —suspiró Hágnar—, el puerto no ha sido de mucha ayuda... Debemos continuar con el resto de la ciudad ahora. Los barrios ricos son la mejor opción. La nobleza siempre se cree por encima de las leyes, seguro que son más sueltos de lengua que estos p...
—Hace más de una semana que empezamos con todo esto —lo interrumpió Aiden—. ¿Te haces una idea de cuánto tiempo nos llevará revisar los barrios ricos y el resto de la ciudad?
—Oye, tampoco es que Leonette se esté impacientando. Ella quiere que investiguemos a conciencia, por eso nos ha dado hasta la próxima luna de plazo. Además, no nos pagará hasta que hayamos resuelto todo el asunto. Está dispuesta a seguir esperando mientras le entreguemos a los hijos de puta que mataron a su marido. Y lo haremos. Siempre lo hacemos.
—No me interesa. Esto ya empieza a cansarme. Al menos que hayas logrado sacar algo de tus encuentritos a escondidas con el capitán de Tres Torres, esta noche me meteré en los barracones de la guardia.
Hágnar alzó bastante las cejas. Luego de su sorpresivo encontronazo en los reñideros, había coincidido un par de veces más con el capitán en las tabernas cercanas.
—Así que lo sabías.
—Sé muchas más cosas de las que te crees. ¿Qué, acaso no soy digno de tu confianza ahora? ¿No te has puesto a pensar que ese tipo solo quiere sacarte inf...?
—Oh, por favor, no me vengas con escenas, Aidi. No te lo conté porque no he logrado sonsacarle nada de utilidad aún, y también porque, de hacerlo, le habría dado cabida para que me dijera: "Oye Hágnar, ¿por qué no viene tu amigo una noche a tomarse una cerveza y a contarnos lo que ha podido averiguar?" —Puso los ojos en blanco—. No soy tan estúpido como para no ver que solo está tratando de mantenerme vigilado y sacarme información. Es lo mismo que hago yo con él, y no, no te preocupes, Donnel solo se entera de lo que yo quiero que se entere. No tengo pensado permitir que nadie nos quite el crédito cuando atrapemos a estos cabrones.
Aiden torció la boca.
—No te costaba nada decírmelo de todos modos. Estoy metido hasta el cuello en esta mierda, y me gustaría terminar cuanto antes.
—Y lo haremos, lo haremos. —Hágnar sonrió—. Será como cuando rescatamos a la princesa de las garras del dragón en Galhard, ¿te acuerdas? ¡Qué gran trabajo ese! ¡Los bardos aún deben cantar sobre nosotros en Álvor!
—Solo era la hija de un mercader, y el dragón un loco con una piel de lagarto encima.
—Sí, ya sé. Pero fue divertido.
—Como sea. —Aiden comenzaba a perder la paciencia—. No puedo hacer este trabajo si vas a andar ocultándome información de importancia.
—¿Información de importancia? Exageras. Y ya acabo de explicarte por qué no te lo conté antes, ¿qué más quieres? ¿Una flor y un abrazo?
Aiden apretó los labios, pero mantuvo la boca cerrada. Hágnar se lo agradeció. Habían llegado a la Plaza del Redentor, un ciclópeo círculo de mármol que casi podía pasar por un barrio en sí mismo. Había cientos de mercaderes junto a sus tenderetes, al igual que titiriteros, músicos y demás artistas callejeros. Los bancos y las casas de cambio se repartían por toda su circunferencia, junto con tabernas, armerías y posadas de primer nivel. Los fieles la atravesaban de a miles en su camino hacia las escalinatas doradas de la Catedral, donde el sermón del mediodía ya estaba iniciando.
Todo cuanto los rodeaba contribuía a hacer de aquel lugar un gigantesco y abrumador hervidero de gente. Pero, incluso así, tan magno espacio palidecía ante la estatua que se erguía en su centro.
—Sería genial si él pudiera darnos una mano con esto, ¿eh? —dijo Hágnar, señalando la estatua con la cabeza.
El monumento al Redentor era sin duda una de las grandes maravillas arquitectónicas del mundo conocido. Hecha en su totalidad con dura piedra blanca, la estatua se alzaba orgullosa hasta una altura de casi un centenar de metros. Representaba al salvador de la humanidad ataviado con una larga túnica, en pose solemne, con la espada negra extendida hacia adelante como si señalara el camino.
Retomaron la Senda Áurea al dejar la Plaza y su bullicio atrás. Aiden avanzaba a su lado, sumido en uno de sus típicos silencios de mierda.
—Bien, pues —carraspeó Hágnar—. ¿Qué te parece si nos repartimos los barrios ricos entonces? Yo puedo ir a...
—Es una pérdida de tiempo.
—¿Te produce algún placer morboso poner difíciles las cosas? —Hágnar suspiró—. Escúchame, no hagas nada estúpido esta noche, intentémoslo durante una semana más al menos. Si no logramos sacarle nada a los peces gordos, tú mismo eliges los barracones para empezar. ¿Qué te parece? Será como ese otro trabajo que hicimos con Quent en Nímfradel, ¿te acuerdas?
—¿Cómo no hacerlo? —Aiden lo miró con los ojos entrecerrados—. Se suponía que íbamos a infiltrarnos en la fortaleza siguiendo el plan, pero tú vas y te metes por el portón frontal, con la espada en una mano y la botella de vodka en la otra.
—Hey, elegimos bien el día. Apenas había una docena de bandidos en ese momento, ningún riesgo para tres miembros del Sindicato.
—Me metieron un flechazo en el culo. —Aiden torció la boca—. Me lo habría ahorrado si te hubieras apegado al plan.
—Oh, vamos —Hágnar sacudió una mano—, fue apenas un roce.
—No me pude sentar en dos semanas. ¿A eso llamas un roce?
—Tranquilo, Aidi...
—No me llames así.
—Cállate.
—No me digas que me c....
—No, en serio. —Hágnar señaló al frente con la cabeza—. Cállate y echa un vistazo.
Aiden miró. Habían llegado a la intersección de la Senda Áurea y un camino secundario. Cuatro hombres de la guardia urbana los esperaban en la esquina, cortándoles el paso. Eran unos gañanes altos, de aspecto amenazador, con miradas que no auguraban nada bueno. Hágnar esbozó una sonrisa amistosa.
—Hola, oficiales. Hermoso día, ¿verdad? ¿En qué podemos ayudarles?
Los guardias no contestaron. Uno de ellos escupió ruidosamente, escrutándolos con ojos vacuos. Vestían túnicas de un intenso color añil, pantalones oscuros, botas y gruesas capas negras. Llevaban piezas ligeras de armadura sobre las túnicas, con malla en las articulaciones, y unos yelmos rematados en punta. Ni él ni Aiden pasaron por alto las espadas cortas y los garrotes en sus cintos.
—Acompáñennos —dijo uno de los guardias sin dar mayores explicaciones, señalando hacia un lado con la cabeza.
—Con todo gusto. —Hágnar sonrió con los labios apretados—. ¿Pero puedo preguntar antes por qué? No somos criminales, ni llevamos piedraparda encima. ¿Acaso se nos acusa de algo, oficial?
—Nosotros hacemos las preguntas aquí, pelirrojo.
La voz sonó a sus espaldas, grave y desprovista de emoción. Hágnar echó un vistazo por encima del hombro. Otros tres guardias les bloqueaban las espaldas. Miró a su amigo. ¿Qué ninguno de los dos había notado que los seguían? Aiden se encogió de hombros, malhumorado. Eso ganaban con ir por ahí discutiendo como críos.
—Por aquí. —El primer guardia en hablar, un tipo alto y flaco de barba en punta, volvió a señalar hacia el costado.
No tuvieron más remedio que seguirlos. Al girar en la esquina se toparon con un sombrío callejón rodeado de muros de ladrillos desgastados y madera podrida. Hágnar le echó un rápido vistazo. Aquel lugar apestaba. Había un gato raquítico revolviendo un montón de basura en una esquina, pero aparte de eso el callejón estaba completamente vacío... salvo por los tres hombres que tenían delante y los cuatro que les cerraban el paso.
Miró de reojo a Aiden. Tenía una expresión que conocía muy bien y que no le agradaba en absoluto. Se forzó a sonreír otra vez, alzando las manos para que pudieran ver con toda claridad el tatuaje.
—Muy bien, oficiales. Creo que aquí estamos lo suficientemente a solas para que nadie nos moleste, ¿verdad? ¿En qué podemos ayudarlos?
Los guardias tuvieron que ver el tatuaje, pero, si lo hicieron, no le dieron la menor importancia. Había escuchado que el rey estaba reorganizado a fondo la guardia urbana. No solo se había deshecho de los corruptos, sino que también había ordenado reforzar el entrenamiento y la capacitación de los soldados. Tal vez aquello justificara un poco una actitud tan temeraria, y no se tratara de una simple cuestión de estupidez.
El de la barba puntuda, a todas vistas el oficial de mayor graduación, un sargento quizás, se adelantó un par de pasos.
—Hemos oído que andan haciendo ciertas preguntas.
—¿Preguntas? —Hágnar alzó las cejas en un excelentemente actuado gesto de sorpresa— ¿Qué clase de preguntas?
—La próxima vez que te hagas el gracioso conmigo, pelirrojo, lo lamentarás. Sabemos muy bien lo que han estado tratando de averiguar en el puerto. Ahora, si saben lo que les conviene, nos acompañarán hasta el puesto de guardia más cercano. Es su turno de ponerse a contestar preguntas.
Hágnar casi podía sentir la ira reverberando en su amigo. Aiden observaba a aquel idiota de tal modo que, si las miradas de verdad matasen, los demás tendrían que haberlo recogido del suelo con una pala. Interpuso disimuladamente un brazo, antes de que pudiera hacer algo precipitado y cagarla.
—Muy bien, amigo, muy bien, ya entendimos el mensaje... pero me parece que no hace falta llegar a esos extremos. ¿No hay modo de que logremos un acuerdo?
—Te advertí que cuidaras tus palabras, niña pelirroja. Estás a un comentario más de descubrir cómo son las mazmorras de la ciudad.
—No es mi intención faltarle el respeto a nadie, ni mucho menos. Miren, de verdad me gustaría poder llegar a un acuerdo con ustedes. —Imitando el truco de Aiden en la biblioteca, Hágnar hizo emerger un brillante escudo de plata entre sus dedos. No estaba seguro, pero había una posibilidad de que funcionase—. Me refiero a un acuerdo amistoso. ¿Qué les parece?
Los siete guardias se echaron a reír al unísono. El de la barba chasqueó los dedos, señalándolos con un ademán.
—Llévenselos. Si se resisten, ya saben qué hacer.
—¡No! —Hágnar sujetó a Aiden por la muñeca antes de que echara mano al feo puño de su espada. Volvió a mirar al sargento, torciendo los labios en una sonrisa completamente distinta a la anterior, una tan demente y agresiva que algunos de los guardias titubearon—. Amigo... reconoces estas costuras rojas y este tatuaje, ¿verdad? Claro que sí, ¿quién no lo haría? Así que escúchame, porque solo te lo diré una vez más: no hace falta que lleguemos a estos extremos. No me obligues a mostrarte lo que llevo aquí. —Dio unos golpecitos en la vaina de su espada, una hermosa pieza de ébano lacado, con bandas y contera de oro rojo—. Pueden irse tranquilamente por su lado y nosotros por el nuestro, y aquí no ha pasado nada. Tienes mi palabra de que no seguiremos fisgoneando por el puerto de ahora en adelante.
—No me cabe duda. —El guardia lo miraba con expresión gélida—. No me cabe duda de que abandonarán el puerto para empezar a recorrer el resto de la ciudad, revolviendo asuntos que no les incumben, o peor aún... para planear su próximo asesinato.
—Nosotros somos los que resuelven los asesinatos, idiota. No tenemos nada que ver con muertes que es el trabajo de la guardia prevenir en primer lugar.
—Ya lo veremos. —El guardia volvió a chasquear los dedos—. Agárrenlos.
Décadas atrás, cuando no eran más que unos mocosos, Hágnar y Aiden solían entrenar técnicas de lucha en equipo todo el tiempo. Por supuesto, habían sido instruidos en el arte del combate a caballo y en filas ordenadas, como cualquier caballero o soldado de infantería, pero, lo que Hágnar recordaba, eran las lecciones para hacer frente a varios enemigos a la vez, con el apoyo de solo uno o dos compañeros. A la larga, los movimientos se volvían instintivos, fluidos, casi coreografiados. Uno aprendía a seguir a su compañero y este a seguirlo a uno, atacando, fintando y retrocediendo en forma coordinada. Le pareció maravilloso que, luego de casi veinte años, sus cuerpos recordaran con tanto detalle.
Hágnar supo que Aiden se agacharía a toda velocidad; supo que se apoyaría en las palmas de las manos y lanzaría una feroz patada a modo de barrida, trazando un amplio círculo sobre el suelo. Así fue, de modo que Hágnar, mientras su amigo tumbaba a dos de los guardias a la vez, dio un salto recto hacia adelante, evitando la patada para lanzar un golpe corto, fuerte. Su puño dio de lleno en la nuez del hombre que tenía delante. El sujeto soltó un ronco graznido y retrocedió, estrujándose con fuerza la garganta. Detrás de él, Aiden dio un puntapié en el rostro a uno de los caídos. Al otro, que ya estaba de rodillas, le sacudió la mandíbula con un revés de su vaina.
Los cuatro guardias restantes se miraron entre sí, estupefactos. En cuestión de segundos, tres de ellos yacían retorciéndose entre la basura y los charcos de lodo. El de la barba alzó bruscamente su garrote, señalándolos con ojos negros de ira.
—¡Denles con todo! ¡A ellos, a ellos!
Hágnar y Aiden se colocaron espalda contra espalda, respondiendo al unísono. Hágnar contuvo al sargento y a uno de sus hombres valiéndose solo de su funda. Separó las piernas y se inclinó, rechazando sus garrotes con una agilidad y rapidez inconcebibles. Lo hizo de tal modo que sus bloqueos se transformaron en contraataques casi al instante. La punta de su vaina dio de revés en la mejilla del más cercano, en el espacio que el yelmo, con su barra recta para la nariz, no llegaba a proteger. Acto seguido dobló una rodilla y se agachó, lanzando un velocísimo golpe ascendente hacia la pelvis del sargento. Las piezas de armadura incluían una escarcela ligera, pero por debajo solo llevaban unos simples pantalones, sin malla o cuero endurecido para amortiguar los impactos. La espada enfundada entró por allí, de abajo hacia arriba, dándole un golpe directo en las pelotas.
El barbudo retrocedió con los ojos desorbitados de dolor. Cayó de bruces, y, como era de suponerse, no volvió a levantarse. Hágnar suspiró, cargando la vaina sobre su hombro.
«Necesito un trago...»
Echó un vistazo hacia atrás. Aiden estaba abrochándose nuevamente la espada al cinturón, con una ceja alzada en gesto de fastidio. Frente a él yacían los otros dos guardias, uno completamente desmayado, el otro, sujetándose los huevos del mismo modo que el líder. Hágnar se volvió hacia este y escupió.
—Te di cien oportunidades de resolver esto por las buenas, pero no, tenías que hacerte el duro, tenías que mostrarme lo grande que tú y estos imbéciles la tienen. —Volvió a escupir—. Ahora, más te vale que prestes atención de una vez y m...
—¿Pero qué carajo está pasando aquí?
Hágnar volteó de un salto, desenfundando a medias su hoja. Un contingente de al menos quince guardias los observaba desde la entrada al callejón. La mitad había desenfundado sus espadas, los demás estaban a punto de hacerlo.
—Mierda... —susurró Aiden.
—Mierda... —coincidió Hágnar.
Tuvo tiempo de contarlos mientras se acercaban a paso amenazante. Eran dieciséis, y les bloqueaban por completo la salida. Quince llevaban las mismas protecciones que los que acababan de cargarse; el que iba al frente, en cambio, lucía armadura completa sobre el uniforme reglamentario, con un yelmo alado que le cubría todo el rostro. Hágnar esbozó una sonrisa nerviosa.
—Caballeros, esto tiene una explicación. Si me lo permiten...
—¡Cállate! —rugió uno alto y corpulento como un buey—. ¡Vamos a cogernos sus cadáveres!
—Que elegante... — Hágnar miró de reojo hacia los lados, buscando una salida—. Pero les aseguro que esto de verdad tiene una explicación...
—Creo que no están de humor para eso —murmuró Aiden, llevando una mano hacia el puño de su espada.
—Nosotros no iniciamos esta pelea —insistió Hágnar, imprimiendo toda la firmeza que pudo a su voz—. De verdad, puedo explicarlo, solo...
—¿Hágnar? —El hombre del yelmo se detuvo de repente. Llevaba el visor levantado, y sus ojos castaños lo miraban con gesto de sorpresa—. ¿Eres tú?
—Sí... soy yo. —Hágnar lo miró con desconfianza—. ¿Quién lo pregunta?
El sujeto enfundó su hoja y se llevó ambas manos a la cabeza, quitándose el casco. Un rostro de piel curtida, barba recortada y cabellos que ya empezaban a canear le sonrió torvamente. Hágnar bajó su espada.
—¿Benn?
—El mismo. —El hombre de la armadura se situó a su lado en un par de zancadas, estrechándole enérgicamente la mano—. Hágnar, hijo de puta, me alegra mucho volver a verte.
—Benn Forley, pedazo de animal, lo mismo digo.
—¿Conoces a este tipo? —Aiden miraba con desconfianza de uno a otro. Los hombres de Benn parecían compartir su reacción.
—¿Capitán? ¿Por qué saludas a este pelirrojo de mierda?
—Tranquilos, muchachos. Lo conozco. Es Hágnar el Rojo, del Sindicato, famoso espadachín y cazador de recompensas. Un buen hombre.
Los guardias se miraron entre sí, murmurando por lo bajo. Hágnar sonrió. Sin duda habían escuchado antes su nombre. Aun así, uno se adelantó, dispuesto a seguir con el circo.
—¡Él y el otro acaban de apalear a los nuestros, capitán! Debemos darles una lección y llevarlos al calabozo para que empiecen a cantar.
Benn lo miró con gesto impaciente. Señaló con un ademán al guardia de la barba en punta, que seguía retorciéndose en el piso con las manos en las pelotas.
—Ese de ahí es Gerris, un borracho corrupto siempre en busca de pelea. Me ha causado tantos problemas que estaba esperando desde hacía tiempo que alguien le partiera esa bocota. —Sacudió una mano acorazada, quitándole importancia al asunto—. Vamos, llévense a estos hombres para que los vea algún sanador. Yo hablaré con nuestros amigos del Sindicato.
—Pero capitán...
—¡He hablado! —rugió Benn—. Al próximo que discuta mis órdenes yo mismo le completo los papeles para enviarlo a patrullar la frontera norte. ¿Alguno anda con ganas de que se le congele el culo en las montañas Plateadas? ¿No? Ya me parecía. ¡Ahora muévanse!
Los hombres dieron media vuelta y se marcharon al instante. Un par de ellos ayudaron a levantarse a los caídos, a otros tuvieron que llevárselos a rastras. Benn se volvió hacia ellos y negó con la cabeza.
—Gerris de verdad es un patán pendenciero, pero no habría intentado detener a dos miembros del Sindicato al menos que tuviera un muy buen motivo. ¿En qué andan metidos tú y tu colega, Rojo?
—Si me invitas un trago te lo explicaré con todo gusto.
—Tomaremos ese trago, sí, pero no voy a pagarte ni un penique. Eres capaz de llevarme a la bancarrota de una sola sentada en la taberna.
—Me parece justo.
—¿Cómo se llama tu amigo? —Benn miró a Aiden con gesto suspicaz.
—Aiden.
—Muy bien, Aiden, Hágnar... Creo que tenemos bastante de qué hablar.
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