Capítulo 7

Ruvigardo era, en efecto, una ciudad inmensa, la más grande de todo el continente. Se estimaba que su población excedía el millón de habitantes, sin contar mercaderes, mercenarios, viajeros y demás gentes de paso.

De entre todos sus distritos, los aledaños al puerto eran los más imponentes y caóticos, al punto que casi constituían una ciudad en sí mismos. No era para menos: el puerto de Ruvigardo era considerado el mayor del mundo. Cientos de naves de cientos de naciones atracaban a diario en sus muelles, incluyendo algunas de tierras tan lejanas como Rhill y hasta del mismísimo imperio de Arjhum, en el extremo más oriental de Laurentia. Las edificaciones crecían en forma escalonada sobre la bahía, dando cobijo a tabernas, aduanas, lupanares, casas de subastas y puestos comerciales en un bullicio ininterrumpido. Desde allí, todas las calles conducían hacia los salones del Gran Mercado, el gigantesco bazar donde el grueso de las mercancías de ultramar se tasaban y vendían.

Era el lugar ideal para cualquier investigación que requiriera escuchar las habladurías de la gente. Con el descomunal tráfico de marineros, comerciantes, prostitutas y borrachos que frecuentaban la zona, Aiden aspiraba enterarse de todo lo que el vulgo pudiera saber sobre la muerte de Leyton Áldrich.

Durante los primeros días llegó a recorrer más de un centenar de puestos y tenderetes, escuchando con atención y haciendo las preguntas justas. Había tenido la impresión de que sería una tarea fácil; después de todo, los muertos eran personajes muy conocidos, y el asesinato de Leyton había ocurrido hacía relativamente poco. En casi todos los establecimientos en los que se metía terminaba oyendo algo relacionado al caso.

No obstante, la falta de claridad era sorprendente. Casi toda la información que lograba reunir era marcadamente contradictoria. Un marinero borracho, tumbado en el diván de un burdel, juró y perjuró que el cuerpo de Leyton había sido descuartizado y sus trozos esparcidos por toda la ciudad. Un par de horas después, un simpático mercader le dijo que no, que el conde había sido asesinado en los bosques que se extendían entre Ruvigardo y Tres Torres, y que ahí lo halló una caravana que salía de la capital. Otra versión aseguraba que su cadáver pálido e hinchado había aparecido flotando cerca de los muelles, a la vista de millares de personas.

Curiosamente, nadie mencionó ni la puerta Sur ni las murallas, lo cual, junto a la variedad de versiones, lo llevaba a creer que lo único que la gente sabía por seguro era que Leyton estaba muerto.

A su parecer, semejante desconcierto demostraba que la guardia estaba cumpliendo a rajatabla la orden del rey: discreción en las investigaciones y censura total de información. El pueblo sabía que tres funcionarios habían muerto, pero se inventaban el cómo, el cuándo, y el porqué.

Al final de cada día, Aiden comenzó a reunirse con Hágnar en la misma tabernucha donde se encontraron la primera vez. Allí, entre cerveza y cerveza, intercambiaban los resultados de la jornada. Desafortunadamente, Hágnar tampoco había logrado avanzar demasiado. Mientras Aiden recorría la zona del puerto, él se concentraba en el no menos enorme cordón de viviendas que se extendía a ambos lados de las murallas terrestres. Allí la información era igual de escasa e incoherente. Sabían que el cadáver de Leyton había sido hallado cerca de la puerta Sur, pero ignoraban el resto de los detalles.

—En lugar de seguir perdiendo el tiempo, deberíamos infiltrarnos en los barracones de la guardia —reprochó Aiden una noche, tras otro infructuoso día de investigaciones—. No entiendo por qué lo hiciste solo una vez. Los informes del asesinato deben estar allí.

—Ni te molestes —negó Hágnar, vaciando medio pichel de un trago—. Tal vez encuentres el informe sobre el asesinato de alguna contrabandista de piedraparda, pero los archivos de la guardia sobre estos casos son llevados directamente a Dominio Alto. Yo mismo escuché como lo decían.

—Los guardias no están todo el día con la boca cerrada. De seguro será más provechoso escucharlos a ellos que a un montón de marineros borrachos.

—Hey, tú mismo dijiste que sería de utilidad peinar todo el puerto, que la gente habla.

—Eso fue antes de descubrir que no saben una mierda sobre lo que ha pasado. Los guardias, en cambio, sí. Ellos mismos encontraron el cuerpo.

—Primero —Hágnar alzó el índice—, olvidas que no hay solo un barracón en la ciudad, sino medio centenar de ellos. Segundo —siguió, alzando el dedo mayor—, colarse en esos putos edificios es más difícil y arriesgado de lo que te crees. La guardia es muy numerosa, ya sabes, tienen que mantener apaciguadas a apenas un millón de personas. Si llegan a atraparnos, te aseguro que nos pudriremos por años en una mazmorra antes de que nos manden a decapitar. Y tercero —alzó el pulgar—, estuve escondido ahí durante casi dos días, y lo único que dijeron fue lo que ya te he contado. Al parecer, las órdenes de contener la lengua rigen incluso entre los propios guardias.

—Habrá que obligar a alguno a hablar entonces.

—De nuevo, haré como que no oí la sugerencia de torturar a siervos de su majestad...

—No digo torturar. —Aiden alzó los hombros—. Con asustar lo suficiente a uno bastará.

—De momento, preferiría no llamar demasiado la atención. Con lo cauta que está siendo la guardia cualquier insistencia sobre este tema nos pintará una diana en la frente. Incluso nuestro amigo Donnel está manteniendo un perfil bajo, y no creo que lo suyo, como todo un caballerazo que es, sea andar haciendo preguntas.

—¿Donnel? ¿Qué pasa con él?

—Lo que sin duda ya te esperabas. Pese a que su amada Leonette nos ha contratado a nosotros, él y algunos de sus hombres siguen investigando por su cuenta. Uno esperaría que tuvieran muchos contactos en la ciudad, viviendo tan cerca, pero la verdad es que han conseguido aún menos que nosotros.

—Tú eres el que debería tener algún contacto en la guardia —se quejó Aiden—. Te la pasas yendo y viniendo de esta ciudad desde hace años, y eres uno de los idiotas más habladores que conozco.

—Tenía un amigo —Hágnar chasqueó la lengua—, uno muy importante, un capitán. Pero hace unas pocas lunas lo transfirieron al castillo de lord Corwald.

—¿A Puertadeplata? ¿Es uno de los oficiales del señor feudal de la Marca Media?

—Sí.

—Bien por él. —Aiden se levantó, dejando unos peniques de hierro junto a su jarra—. No me gusta para nada como vienen las cosas, pero mañana seguiré indagando por los muelles... de momento.

—Hey, ¿adónde te vas ahora? ¡Quédate a tomar otra cerveza!

—Bebes demasiado. ¿Te has puesto a pensarlo alguna vez?

Hágnar lo observó partir con el ceño fruncido. Vació lo que quedaba de su pichel y se levantó, anticipándose al ya tan familiar mareo. Cuando echó a caminar, varios de los clientes lo aplaudieron y vitorearon con entusiasmo, siguiéndolo hasta las escaleras que descendían al sótano. Ya desde el primer escalón le llegaban los gritos, las carcajadas y el sonido seco de los golpes.

—¿Luchas hoy también? —le preguntó sonriente uno de los corredores de apuestas.

Hágnar asintió mientras se quitaba la chaqueta, dejando su pálida complexión al descubierto.

—Claro. La cerveza y el vino no van a pagarse solos.

—¡Ja! Brindo por eso. Mucha suerte en la arena.

Hágnar no necesitaba tal cosa. La suerte era para los que dependían de verdad de ella para vencer. Él estaba por encima de eso.

Cuando fue su turno, la panda de borrachos que rodeaba el círculo se hizo a un lado, abriéndole camino con ebrio clamor. Hágnar llevaba ya tres días seguidos participando en las luchas del reñidero. Los peniques para pagar el vino y la cerveza no venían mal, pero sus verdaderos motivos eran otros.

«No hay nada como molerse a palos para relajar un poco la mente y olvidar...»

Luego de los pésimos resultados de las investigaciones, relajarse era lo que más falta le hacía. Además, estaba el ambiente. Aquel espacio oscuro, hacinado, lleno del olor de la sangre y del sudor, le aceleraba el pulso y lo ponía en guardia en forma instantánea.

El primer encuentro fue pan comido. El sujeto era alto y fuerte, pero carecía de técnica. Hágnar danzó a su alrededor y luego lo derribó con una patada en la corva. Antes de que pudiera levantarse, lo noqueó con un golpe de palma directo en la sien. El árbitro, un barrigón de rostro congestionado, lo señaló con un amplio ademán.

—Ganador... ¡El púgil misterioso!

—¡El púgil misterioso! — carcajeó y aclamó la audiencia.

Hágnar alzó un puño en señal de victoria. El nombre era terriblemente estúpido y ridículo, pero le divertía. Era preferible, además, que no se supiera quién era realmente, de lo contrario, nadie habría aceptado pelear con él. Por eso llevaba las manos vendadas hasta los codos. Era mejor si nadie veía el tatuaje, detalle que se le había olvidado cuando peleó contra Aiden, pero ahora no estaba tan borracho como aquella vez.

El segundo combate fue un tanto más reñido. Su rival era mucho más veloz y cauto que el anterior, con una técnica ofensiva bastante decente. Hágnar bloqueó todos sus golpes mientras retrocedía, haciéndole creer que lo estaba acorralando. Cuando sus espaldas chocaron contra las vallas de contención, tan cerca de su rival que casi podía contarle los pelos de la nariz, rompió su defensa y se abalanzó sobre él con un cabezazo. El sujeto retrocedió, escupiendo sangre, y Hágnar lo terminó con un único rodillazo al vientre. El público rugió. El árbitro volvió a señalarlo.

—¡El púgil misterioso! ¡Ganador nuevamente! ¡Con esta ya son once victorias consecutivas y ninguna derrota en las últimas tres jornadas! ¿Alguien más se atreverá a retarlo esta noche?

La audiencia volvió a aullar, los puños se alzaron. Uno de los corredores de apuestas se metió en la arena y le susurró algo al árbitro en el oído. Éste asintió y se volvió hacia él.

—Me informan que hay alguien más dispuesto a retarte. ¿Qué dices? ¿Aceptas otro combate?

Hágnar escupió y afirmó con la cabeza. Recién estaba empezando. El árbitro asintió a su vez, haciendo un gesto a los espectadores para que hicieran sitio.

El hombre que saltó la valla e ingresó en la arena le sacaba al menos una cabeza de altura. Al igual que él, iba descalzo y en cueros, con unos pantalones blancos como única prenda. Era recio, corpulento, de hombros anchos, cintura angosta y músculos como bloques de hierro. Tenía el pecho recubierto de vello rubio, y rubios eran sus cabellos cortados al ras. Su rostro cuadrado mostraba un gesto orgulloso, de fieros ojos azules... el izquierdo al menos, pues en la cuenca donde debía estar el derecho solo había un horrible tejido cicatrizado que le desfiguraba aquel lado de la cara desde la frente hasta el mentón.

Hágnar parpadeó varias veces, francamente sorprendido.

—¿Sir Donnel?

El capitán de la guardia de Tres Torres sonrió.

—Maese Hágnar, me imaginaba que hoy también participarías de las luchas.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Era una pregunta estúpida considerando que estaba allí, de pie ante él en la arena, pero es que no solo era la primera vez que lo veía en los reñideros, sino directamente en aquella parte tan sórdida de la ciudad. Donnel le sonrió como si se conocieran de toda la vida.

—¿Qué no es obvio? Yo también he venido a pelear.

Flexionó los fuertes brazos, componiendo una pose típica del combate sin armas de la caballería: torso inclinado, hombros muy alzados y antebrazos a los lados de la cabeza, cerrados hacia dentro para proteger el rostro.

Hágnar le devolvió la sonrisa, recuperando la compostura.

—Pues sí que te has tomado tu tiempo, eh. No vi que participaras de las peleas anteriores. ¿Qué pasa? ¿Estabas esperando a que me cansara para salir a desafiarme?

—Sé perfectamente que no te has cansado aún —contestó Donnel, sin dejarse provocar—. Además, quería ver qué eres capaz de hacer cuando se cruzan los puños, ya sabes, para comprobar si en verdad vale la pena luchar contigo. —Se acercó unos pasos, seguro—. Y al final me convenciste.

—Vaya, me encantan los halagos...

—Por eso, te pido que no tomes como algo personal lo que está a punto de suceder.

—Ah, ¿no? ¿Cómo he de tomármelo entonces?

Hágnar observó como aquel enorme sujeto se plantaba ante él, alto y poderoso como las murallas de la ciudad.

—Mi señora me ha ordenado interrumpir las investigaciones en tu favor.

—Eso ya lo sé. La escuché el otro día. Debo decir que llama la atención que un caballero tan noble como tú opte por desobedecerla.

Donnel encogió sus enormes hombros, esbozando una sonrisa de disculpa.

—El honor me exige encontrar y castigar al asesino de mi señor. Es tan simple como eso. Por más que lady Leonette me haya ordenado lo contrario, no puedo simplemente hacerme a un lado. No obstante... eso no quiere decir que no podamos investigar cada uno por su cuenta. Y por eso mismo es que estoy aquí. —El capitán lo miró fijamente—. Quiero ver si en verdad eres digno de vengar la muerte de mi señor. Quiero comprobar si en verdad eres digno de dar paz a su espíritu. Quiero saber si...

—¿Qué no has oído hablar de mí que necesitas tantas confirmaciones? —lo cortó Hágnar, hurgándose el oído con el meñique—. Pídele a cualquier bardo que te cante El Lobo Rojo. Es una de mis favoritas.

—Oh, claro que he oído la historia de cómo mataste a Alford Dermm, ese vil caballero de rapiña, pero las canciones son solo eso, canciones. Yo, en cambio, quiero comprobar con mis propios puños si...

Una jarra de cerveza voló hacia ellos, cayendo justo junto a sus pies descalzos. Un puñado de verduras en diversos estados de putrefacción la siguieron.

—¡¿Pero de qué carajo hablan?!

—¡Pagué para verlos pelear, no para que se tiren besos a la cara!

—¡Empiecen de una puta vez!

—¡Mátense! ¡Mátense ya!

Hágnar soltó una carcajada, separando las piernas.

—Parece que nuestro público empieza a impacientarse un poco, ¿eh, sir Donnel?

—Así parece.

—No los hagamos esperar más entonces. Comprobemos si de verdad soy digno o no de vengar a tu señor... ¡Árbitro! Cuando tú quieras.

El barrigón carraspeó ruidosamente, sacudiéndose unos restos hediondos del hombro. Se situó entre ambos con un brazo en alto, mirando de uno a otro.

—Peleadores... ¡Comiencen!

Donnel le lanzó un puñetazo directo a la cara. Hágnar lo vio venir, pese a que fue muchísimo más rápido de lo que se esperaba. Alzó el antebrazo en el último momento y lo detuvo, pagando el precio al instante. El golpe había sido tan titánicamente fuerte que toda la extremidad se le entumeció hasta el hombro.

Retrocedió, asombrado, enfrentándose a una verdadera y devastadora tormenta de puños. Procuró eludirlos en lugar de pararlos, pues con cada bloqueo sus manos temblaban y crujían como ramas. Se lanzó al contraataque, fintando a través de los golpes, pero los puñetazos que alcanzó a asestar en el torso de Donnel eran como golpear un muro de piedra.

Y como si se estrellara contra uno fue el trompazo que el caballero le dio en la quijada.

Hágnar cayó como una roca contra la arena. A su alrededor, el público enmudeció de repente. Sacudió la cabeza, intentando despejarse. El golpe había sido potente, un verdadero señor puñetazo, pero a Hágnar lo habían apaleado mucho más duro en el pasado. Su boca se torció en una sonrisa malsana mientras tanteaba el suelo, tambaleándose, fingiendo que realmente tenía problemas para levantarse.

Donnel mordió el anzuelo. Vio como los pies del capitán se acercaban con una agilidad felina, directo hacia él. Sin llegar a incorporarse del todo, Hágnar cargó el peso del cuerpo sobre las palmas y dio un complicadísimo giro al ras de la arena, aferrando las piernas de Donnel con las propias en un amplio movimiento de tijera.

El caballero soltó una exclamación de asombro y cayó de bruces al suelo. Hágnar no perdió el tiempo y se echó sobre sus espaldas, de costado, inmovilizándole el brazo derecho con ambas piernas mientras, a la par, le aferraba el cuello con los antebrazos, jalando con fuerza brutal hacia arriba. Una llave del estilo sin armas del Sindicato, ideal para neutralizar a enemigos mucho más altos y pesados.

Donnel intentó golpearlo con su mano libre, sacudiéndose como un animal, pero él no era el único que tenía fuerza. Hágnar afirmó aún más la llave, presionando hasta que el rostro del capitán se puso rojo y su único ojo emblanqueció. Finalmente, se quedó inmóvil.

Hágnar se puso trabajosamente de pie. Todo el mundo lo estaba mirando en un silencio estupefacto. El árbitro, inseguro, se acercó y colocó dos dedos en el cuello de Donnel. Asintió con visible alivio, alzando un brazo.

—¡El retador está inconsciente! ¡El púgil misterioso es nuevamente el ganador!

Los vozarrones de decenas de gargantas llenaron la penumbra del sótano. Hágnar se permitió retroceder unos pasos y apoyar las espaldas contra las vallas. Respiró hondamente, dejando que le palmearan los hombros y le revolvieran el pelo. Aún sonreía, aunque la quijada le latía a rabiar.

«Esto va a doler mañana...»

El árbitro se le acercó, todo sonrisas. A sus espaldas, dos de los asistentes se llevaban a rastras a Donnel.

—Otra gran pelea —lo felicitó—, pero me dicen que hay un cuarto contendiente con ganas de desafiarte. Te ha dado duro en la cara, ¿crees que aún podrás...?

Hágnar se despegó de las vallas y avanzó un largo paso, apartando al árbitro de un empujón. Hacia el centro de la arena, el capitán había abierto los ojos. Se puso enérgicamente de pie, quitándose de encima a los asistentes como si fuera un adulto con dos chiquillos. Giró la cabeza, lo vio. Hágnar se le acercó hasta quedar cara a cara.

—¿Y bien, sir? —preguntó en un tono que pretendía sonar conciliador—. ¿He demostrado ser digno? ¿O tienes ganas de más?

Donnel lo observó con rostro inexpresivo durante un largo instante. Su mandíbula se movía de un lado a otro, como si rechinara con fuerza los dientes. De pronto, sus hombros comenzaron a temblar, sus labios se curvaron. Y echó a reír. Sus carcajadas resonaron como un trueno entre los muros del sótano.

—¡Desde luego, maese Hágnar! ¡Desde luego que lo has demostrado! ¡No recuerdo cuándo fue la última vez que alguien me dejó fuera de combate tan rápidamente!

—Ni yo la última vez que alguien me golpeó tan duro. Tienes ladrillos en lugar de puños.

—Sí —rio Donnel—. Eso me han dicho, ¿pero de qué sirve cuando tu rival es capaz de inmovilizarte y dejarte sin sentido en cuestión de segundos? Nunca había visto una llave como esa. Sin duda he aprendido una importante lección hoy. ¿Me harías el honor de compartir una copa conmigo?

Hágnar lo miró desde abajo, cruzado de brazos. Su sonrisa se hizo más grande.

—Acabas de pronunciar las palabras mágicas, mi estimado capitán.

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