Capítulo 14
Un ancho pasillo de mármol se abría ante Aiden. Estantes de ébano lustroso se distribuían a ambos lados, del suelo hasta el techo, llenos de libros y rollos de pergamino de una antigüedad asombrosa. Todo el lugar estaba bañado por una lánguida luz plateada, proveniente de una gran claraboya en el centro del techo.
Aiden avanzó entre las estanterías observando con avidez. Varios títulos conocidos y otros tantos ignotos saltaron a su vista. De algunos no fue capaz de leer las extrañas runas y símbolos que adornaban sus lomos.
No tardó en descubrir que el pasillo estaba lleno de bifurcaciones que llevaban hacia reducidas habitaciones laterales, cada una equipada con más estanterías. Notó que los textos estaban ordenados según temática, aunque había algunos que le resultaban imposibles de clasificar. Metafísica, astrología, alquimia y astronomía eran algunas de las categorías más reconocibles. Aiden había leído varios de los volúmenes allí reunidos, como el legendario Rostros de la Alquimia, del Rey Mago Jofiel Érelim, o el oscuro tratado anónimo De las interpretaciones proféticas.
Sin embargo, había allí más libros de magia que cualquier otra cosa. Aiden calculó que al menos la mitad de los textos eran ensayos, compendios y grimorios centrados en las artes de la hechicería. Él conocía las bases teóricas de la magia, incluso había leído varios de aquellos libros, pero había otros cuyo contenido no encajaba con nada que hubiera visto antes. Después de todo, el uso práctico que los hechiceros daban a la magia era bastante limitado. En su mayoría eran oráculos, médicos o académicos; los más hábiles tenían la capacidad de controlar el clima a voluntad en determinados momentos del año, y solo los verdaderamente poderosos podían manipular las Fuerzas hasta el punto de utilizarlas como un arma. Aquello le hizo pensar irremediablemente en Alayna, la extraordinaria Nexo que había conocido en una aldea perdida del Cenagal del Vodnik.
"Dioses, denle fuerza... dondequiera que esté."
Aiden volcó su atención en los libros de hechicería. La mayoría de los que llegó a inspeccionar ahondaban en los usos básicos de la magia, por supuesto, pero había ciertas cosas que no lograba comprender, y no solo porque varios de los textos estuvieran en un lenguaje desconocido. Podía no entender las palabras, pero estaba familiarizado con las runas, pentagramas y círculos de poder utilizados por los hechiceros para trazar sus conjuros y amplificar su potencia. Lo escrito en algunos de aquellos libros parecía ser simbología mágica, pero de un tipo que jamás había visto antes.
Un libro en particular lo dejó sin palabras. Estaba en una de las salas laterales, sobre una pequeña mesa rodeada de pergaminos. Su encuadernación era insólita, pues tapa, contratapa y lomo estaban tallados en madera, una madera negra y dura como el hierro que no provenía de ningún árbol que conociese. El título estaba grabado a presión sobre la tapa, pero era incapaz de leerlo. Los glifos le recordaron vagamente a los grafemas de la lengua arjha, pero no estaba del todo seguro.
Lo abrió, recorriendo al azar las páginas. Una llamó su atención al instante. Fue casi como si sus dedos se detuvieran por sí solos al verla. La hoja era un amasijo de aquel galimatías, pero fue el símbolo mágico en su centro lo que lo dejó sin habla. A simple vista parecía un círculo completamente negro, pero no era así. El interior de la figura estaba lleno de delgadas e intrincadísimas líneas de runas y símbolos mágicos, los cuales se unían entre sí, unos sobre otros, dando forma a un diseño cargante, caótico. Las líneas sobrepasaban los bordes del círculo, extendiéndose hacia afuera en cientos de curvas que, en conjunto, integraban un complejísimo sistema de puntas y aristas, como los pétalos de una flor. Era como observar una estrella negra, un ojo rodeado de apéndices repulsivos que parecían moverse.
Aiden se dio cuenta de que estaba sudando. No podía dejar de mirar aquellos trazos inauditos, y cuanto más los observaba peor se sentía. Había algo repelente en las formas, algo casi obsceno que le erizaba la piel y le revolvía el estómago. Apartó la vista, asqueado y pálido como un muerto.
Aiden cerró el libro y lo alzó, contemplando la tapa de madera con el ceño fruncido. Pese a que sentía un inenarrable deseo de arrojarlo contra la pared, se obligó a extraer el fino bolso de cuero que llevaba bajo su capa, guardándolo en su interior. No sabía por qué, pero tenía que llevarse aquel pedazo de madera e intentar traducirlo de alguna forma. De haber sabido leerlo, se habría sentido tentado de hacerlo allí mismo, pero no tenía el tiempo suficiente como para completar el más corto de los libros. Debía tomar lo que pareciera más prometedor y largarse de ahí.
Abandonó la sala lateral, recorriendo rápidamente las estanterías restantes. Fue escogiendo los volúmenes a medida que avanzaba. Los de astrología y alquimia no le interesaban en lo más mínimo, tampoco los de magia, aunque guardó algunos de los más raros en el bolso. Los que realmente importaban eran los que integraban las más escuetas de las categorías: historia, mitos, leyendas y textos religiosos. Eran pocos, sí, pero muchos de ellos no los había visto jamás en una biblioteca. Los tomó a puñados, apiñándolos a la fuerza en el interior del bolso.
Así, mientras saqueaba la biblioteca personal del rey de Ilmeria, Aiden llegó al final del pasillo. No había allí otra estantería, sino un muro de piedra con una enorme ventana de cristales opacos. Una gran mesa se extendía de extremo a extremo del muro, justo por debajo del ventanal. Sobre ella, casi cubriéndola por completo, descansaba un libro gigantesco. Aiden se detuvo para contemplarlo.
Era el libro más grande que había visto en su vida. Las runas llenaban por completo cada página, casi sin dejar lugar a espacios. Tampoco podía leerlas... aunque las conocía. Eran las runas primigenias que, con el correr de los siglos, habían derivado en el alfabeto de la lengua dulgarda, el idioma oficial de Ilmeria y Ardenia. Lo que tenía allí, ante él, era un documento escrito en la antiquísima proto-lengua, un texto muy, muy anterior a la fundación de Dulgardon.
Aiden ojeó unas cuantas páginas con suma atención, sin encontrar más que apretadísimas hileras de runas. Sin embargo, hacia la mitad del volumen se topó con otro de aquellos repelentes círculos negros. Las líneas que sobresalían de sus bordes le hacían pensar en las repugnantes patas de una araña gigante.
Cerró bruscamente el libro, inquieto, y lo levantó con ambas manos. Era pesadísimo, y demasiado grande para llevárselo, pero...
Notas.
Había notas debajo del libro, decenas de ellas. La caligrafía era clara y elegante. ¿Quizás de puño y letra del propio rey?
Aiden tomó una al azar y la alzó.
"La oscura voluntad oculta no ve, no oye, no habla, no siente. No sabe de ninguna ley, de ninguna moral, y, por lo tanto, su accionar jamás estará sujeto a los valores y principios éticos de los hombres. Simplemente existe, simplemente es, simplemente hace lo que ha hecho desde que el tiempo es tiempo; lo que los Antiguos atestiguaron en los límites de la creación. Ábelech comprendía esto. Sabía que la Grieta debía..."
—Pero qué agradable sorpresa...
Aiden dejó caer las notas al suelo, abriendo los ojos como platos. Volteó con asombro... y con miedo, un miedo frío y punzante como un cuchillo; un miedo que nada tenía que ver con que lo hubieran descubierto.
Había reconocido la voz.
Una sombra emergió de la oscuridad a mitad del pasillo, se irguió ante él como una torre hecha de pesadillas. Era alto, muy alto y delgado, de largos cabellos rubios, tan claros que casi refulgían blancos bajo la luz de la luna. Los ojos verdes, opacos, lo observaban desde un rostro liso como la porcelana, sin barba, arrugas, marcas, ni nada que evidenciara su edad. Estaba demasiado oscuro como para que pudiera ver a detalle las ropas que vestía, pero sabía que eran exactamente las mismas que él llevaba bajo la capa. Cuero negro y costuras rojas.
Aiden retrocedió involuntariamente un paso.
—¿T... Tú?
Estaba tan estupefacto que no podía ni hablar. El antiguo temor que había hecho un suplicio de sus días en el Sindicato, el miedo que creía haber olvidado hacía años, se avivó en su interior como las ascuas de una hoguera.
—Sí, yo. Ha pasado tiempo, ¿verdad? Diría que desde la última vez que te dignaste a mostrar tu bonita cara en la Fortaleza.
Alberion el Cazador se detuvo a apenas un par de pasos de distancia. Su sonrisa era como la de una calavera. Aiden retrocedió otro paso, sujetando sus puñales arrojadizos con tanta fuerza que las manos le dolieron.
—¿Qué... qué haces tú aquí?
—Lo mismo podría preguntar yo. —Alberion alzó una ceja—. Resulta que ahora trabajo aquí. Y parece que no solo has entrado sin una invitación formal, sino que también le estás robando a mi... empleador. —Señaló el bolso de piel, ampliando su inquietante sonrisa—. Deja eso en el suelo. Ahora. Luego podemos hablar un poco de los viejos tiempos.
Aiden no se movió. Sujetó con más fuerza aún sus cuchillos, sintiendo como todo su cuerpo se tensaba. Ciertamente, las posibilidades de que dos miembros del Sindicato se toparan el uno con el otro allí eran absurdas. Había poco más de un centenar de ellos en activo, y Dominio Alto era el recinto más fortificado del reino. Un encuentro como ese no tendría que haberse dado, y sin embargo allí estaban, cara a cara en las estancias privadas del rey.
Pero este encuentro no era como el que había tenido con Hágnar; no era la reunión afectuosa entre dos hermanos de armas. Ni siquiera era como su encontronazo con Jenna en Campodeoro. Era su pesadilla. La pesadilla que siempre lo acechaba en las noches.
Aiden retrocedió nuevamente, aferrándose con más fuerza a sus puñales. Alberion lo notó, por supuesto.
—¿Acaso estás asustado, Aiden? Espero que sí, porque ya sabes lo que ocurrirá si decides desenvainar esos cuchillitos. Así que ahórranos un disgusto y haz lo que te digo.
Aiden se lo quedó mirando en silencio. Poco a poco, su agarre sobre las dagas fue relajándose, pero en ningún momento bajó la guardia o dejó caer el bolso. Alberion alzó las cejas, avanzando un paso más. Su altura era tal que Aiden tuvo que alzar la cabeza para mirarlo a la cara.
—Te niegas a soltar esa bolsa y hablar como la gente civilizada. —Su tono era casi divertido, como si toda la situación le provocara cierta gracia—. Dime, Aiden... ¿qué estás haciendo exactamente en la biblioteca de nuestro amado rey?
—Trabajando —masculló Aiden, pensando a toda velocidad. Tras él se alzaba el ventanal que marcaba el final del pasillo, con la mesa y su enorme libro. Al frente, la figura delgada y retorcida de Alberion parecía cubrir el mundo entero. No había escapatoria.
—Así que trabajando, ¿eh? Si eso que dices es verdad, entonces alguien te ha contratado para robar alguno de los libros de esta colección. —Se inclinó un poco hacia él, dejando que los cabellos le cayeran como finas cortinas sobre el rostro—. Te deben haber pagado una fortuna para que aceptaras colarte aquí, en Dominio Alto. Sería un reto para cualquiera de nosotros, pero no me sorprende que lo hayas logrado. Reconozco que nunca has carecido de cierto... talento. Pero resulta que le estás robando a quien no debes, así que te lo diré por última vez: deja ese bolso en el suelo y entrega tus armas.
Por supuesto, a Alberion le importaba una mierda si le estaba robando o no al rey. Como siempre, su única y verdadera motivación era el control. Doblegar y subyugar en todos los sentidos. Lo único que le importaba era que obedeciera, que se humillara y bajara la cabeza. Quizás el hecho de que siempre se hubiera negado a obedecerlo, incluso desde niño, fuera el motivo por el que la había tomado con él más que con cualquier otro de los aprendices. El lado izquierdo de su cara era la dolorosa prueba de ello.
—Si no haces lo que te digo, te haré otra cicatriz a juego —le advirtió el Cazador, casi como si le leyera la mente. Su voz se había vuelto fría de golpe, algo muy pero muy peligroso—. No me pongas a prueba, Aiden. Porque quizás esta vez no me contenga y termine arrancándote uno de esos ojos. Sí... uno de esos lindos ojos grises...
Aiden ignoró la amenaza, recorriendo la habitación con una mirada nerviosa. Si se rendía y entregaba las armas, se pudriría en las mazmorras del castillo hasta que alguien ordenara su ejecución, o peor aún, Alberion lo mataría allí mismo. Todo dependía de cuál fuese el humor del Cazador esa noche. Pero si optaba por enfrentarlo...
Lo observó atentamente. En una situación normal, nadie en su sano juicio habría optado por luchar con Alberion, pero aquella no era una situación cualquiera, y, además, el Cazador parecía estar desarmado. No llevaba ninguna de sus dos espadas de orihalcón, y tampoco alcanzaba a ver el contorno de algún cuchillo entre sus ropas. Él tenía su espada, aunque de poco le serviría en un espacio tan reducido como ese.
Pero también llevaba su daga de acero alvoreano y sus puñales arrojadizos, ideales para el combate a corta distancia. Sus hojas estaban recubiertas con una poderosa neurotoxina paralizante. Solo necesitaba un pequeño corte para quitarlo del camino. Sí... Apenas un minuto, nada más, solo un minuto de aturdimiento para atravesar el pasillo y...
Alberion lo abofeteó.
Fue un golpe descuidado, perezoso, pero tan increíblemente veloz que ni siquiera llegó a verlo. Se precipitó con fuerza hacia atrás, sujetándose de la mesa para no caerse. Las notas del rey salieron volando en todas direcciones, desparramándose por el suelo. Aiden alzó la cabeza, aturdido, sintiendo el rostro en llamas. Alberion seguía sonriendo, pero de un modo que conocía muy bien, un modo que volvió a despertar aquel temor primitivo en su interior... solo que esta vez la ira también estaba allí.
Observó al Cazador, sintiendo como la rabia lo abrasaba por dentro hasta consumir cualquier otra emoción. Odiaba a ese hijo de puta. Lo odiaba desde lo más oscuro y recóndito de su ser.
—No me gusta para nada que me ignoren —dijo Alberion, ladeando la cabeza—. ¿Sabes algo? Me has hecho cambiar de opinión. Creo que no me conformaré con una nueva cicatriz. Creo que ahora sí voy a matarte. Eso sería lo correcto. Será como cerrar el círculo. Es casi poético, ¿no crees? —Soltó una risita, mirándolo fijamente—. El último de la colección... El último perro sarnoso de la jauría.
El temor desapareció de repente. Fue excedido, sobrepasado.
Aiden sintió que la ira lo desbordaba por dentro como un río a una represa. No se detuvo a pensar en lo que hacía, simplemente reaccionó, movido por un odio que quemaba como el hielo.
Se lanzó de un salto sobre el Cazador, desenfundando sus puñales arrojadizos en una exhalación de velocidad. Alberion fue más rápido. No supo cómo, pero de pronto no estaba frente a él, sino a un lado, inclinado, con el puño izquierdo hundido en su estómago.
Aiden cayó de rodillas, escupiendo sangre. Tenía los ojos tan abiertos que le dolían. Nunca, jamás, alguien lo había golpeado con tanta fuerza.
El instinto y la experiencia de mil combates lo obligaron a erguirse y contraatacar, pero Alberion volvió a moverse como si estuviera hecho de humo. Evitó su nueva arremetida con una facilidad pasmosa, golpeándolo en el cuello con la punta de los dedos índice y mayor.
Fue como si le asestaran una puñalada. Aiden dejó escapar un silbido ronco y volvió a caer, sujetándose con fuerza el cuello. Sintió los pasos, cada vez más próximos, y trató de rodar hacia un lado para arrojar sus cuchillos. El Cazador le pisó la mano antes de que llegara a moverse. Aiden ni siquiera pudo gritar de dolor. Alberion lo pateó con fuerza en la otra muñeca, obligándolo a soltar el segundo puñal. Pese a todo, Aiden logró eludir una tercera patada e incorporarse a medias, llevando la mano hacia la parte trasera de su cinturón. Atacó y desenvainó en un único movimiento, tajando de revés a una velocidad impresionante. Alberion no debería haber sido capaz de hacer nada. Estaban demasiado cerca, el golpe fue demasiado rápido. La daga alvoreana debió abrirle el cuello de oreja a oreja. No fue así.
De improviso, sin saber de dónde lo había sacado, el Cazador tenía un puñal en su zurda. Pese a la distancia y a la rapidez de su contraataque, Alberion lo desvió con un movimiento que fue casi fortuito. Aiden no retrocedió. Hizo bailar la daga en su mano y volvió a golpear con todas sus fuerzas, con toda su ira, con todo su odio.
Era como intentar atacar a una pared. Sin siquiera moverse del sitio, Alberion interpuso el acero de su puñal, parando cada uno de sus tajos sin ningún esfuerzo. Aiden no podía creerlo. Alberion no estaba tomando ningún tipo de impulso, ni retrocediendo, ni generando espacios para poder bloquear con más facilidad. Simplemente estaba parado ahí, en una baldosa, conteniendo sus ataques como si su brazo tuviera vida y voluntad propias.
Uno de esos bloqueos llegó acompañado de un terrible rodillazo a la zona baja del vientre. Aiden se desplomó. Intentó aferrarse a su daga, pero el Cazador volvió a pisarlo en la muñeca. Luego llegó otro terrible puntapié en el estómago, y otro más, dejándolo reducido a un ovillo tembloroso en el suelo.
Aiden estaba acabado, y lo sabía. Quiso volver a levantarse, pero fue arrojado al piso con un brutal codazo en la nuca. Se quedó muy quieto, tumbado sobre el frío mármol. Un dolor cegador lo recorría desde el estómago hasta la punta de los dedos. Su cuello y su abdomen eran bultos palpitantes de agonía. Alberion no lo había golpeado de cualquier modo. Sus ataques entumecían, paralizaban, iban dirigidos a puntos específicos del cuerpo, por más brutos y salvajes que pudieran parecer a simple vista. No podía moverse.
Estaba total y complemente a su merced.
Pero el golpe que pusiera fin a todo nunca llegó. Alberion no terminaba con él. Todo lo contrario. Se inclinó y lo sujetó por el cuello, levantándolo del suelo con una mano sin ningún esfuerzo. Su espalda crujió cuando lo estampó contra una de las estanterías, acercando tanto el rostro que casi pudo ver el brillo muerto de sus ojos.
—Bien, muchacho, muy bien... Así se hace. Has mejorado... has mejorado de verdad, pero aún te falta. Aún te falta mucho, sí... otros quince años, como mínimo, antes de poder enfrentarte al Cazador.
Aiden no dijo nada. No podía. Se estaba asfixiando.
—Merecerías que te rompa el cuello con esta mano —siguió Alberion, quitándole el bolso con los libros de un tirón—. Pero voy a dejar que te vayas. Ni siquiera le diré una palabra de todo esto a Gádriel. Soy piadoso, ¿no crees? —Volvió a sonreírle—. A cambio de este favor que te hago, a finales de año vendrás a la Fortaleza y pagarás tu cuota. Ya estoy harto de tu soberbia y tus aires de superioridad. Cualquiera diría que, a estas alturas, ya deberías haber aprendido, pero no, sigues haciendo lo que se te viene en gana. Sigues... olvidando. Eso no me gusta. Así que, si no lo haces, si no vienes a la próxima reunión del Consejo, te aseguro que tendrás motivos de verdad para arrepentirte. Recuérdalo esta vez. Y considérate afortunado. Eres el primer hombre sobre la faz de este mundo que se va solo con una advertencia del Cazador.
Alberion lo dejó ir, arrojándolo con fuerza hacia un costado.
Aiden tendría que haberse quedado inmóvil en el suelo; tendría que haber esperado en silencio hasta que aquel monstruo hubiera abandonado la sala. Sin embargo, mientras se aferraba de los estantes para ponerse de pie, solo podía escuchar una cosa en su cabeza.
«El último perro sarnoso de la jauría...»
Cuando logró levantarse, tambaleándose como un borracho, ya no estaba en la biblioteca privada del rey, sino en el vasto claro del bosque, en medio de la niebla de la mañana... rodeado de cadáveres.
Y allí, justo en frente suyo, estaba Alberion, dándole las espaldas. Aiden bufó, sintiendo como la sangre resbalaba por su barbilla. Recogió su puñal alvoreano del suelo, avanzando un par de pasos a trompicones. Lo arrojó. Lo lanzó hacia la sombra que se alejaba entre los árboles.
Alberion se movió hacia un lado sin siquiera voltear. Dio un fulgurante medio giro, alcanzándolo en unas pocas y velocísimas zancadas. Su mano izquierda salió disparada hacia su cuello, apresándolo con la fuerza de una prensa. Lo alzó del suelo como si fuera un bebé, estrangulándolo, estrellándolo de espaldas contra el ventanal al final del pasillo. Los cristales estallaron con un gemido chirriante.
Hubo un segundo de total desconcierto mientras colgaba sobre el vacío, balanceándose bajo la presa de acero de aquella mano blancuzca. Entonces, el Cazador abrió los dedos.
Aiden gritó.
Gritó con todas sus fuerzas mientras se precipitaba hacia abajo, hacia el mar rugiente en la base de la muralla.
Gritó hasta que su cuerpo abrió las frías aguas con un chasquido sordo.
Siguió gritando mientras el mar helado entraba en él, llenando su garganta y sus pulmones. Hundiéndolo en la oscuridad.
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Fin del relato 4
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