Capítulo 10

El rostro de la condesa era una máscara de porcelana blanca; sus ojos, estrellas añiles tan cortantes y gélidas como el hielo. Estaba sentada en la gran sala de audiencias, rodeada por la luz etérea de las antorchas y las lámparas. Al igual que el primer día, iba ataviada con un largo vestido negro de manga larga, liso, sin ningún tipo de adorno. El blasón de los Darbreck, tres pinos sobre un cuerno de caza, lucía orgulloso sobre su pechera. A su alrededor, la inmensa sala parecía más vacía que nunca ante la ausencia de cortesanos, caballeros, criados y familiares. Ni siquiera Donnel y los guardias habituales estaban presentes.

Aiden se detuvo ante el trono y se inclinó con toda la elegancia que pudo. No había nadie allí salvo ellos dos.

—Lady Leonette.

Se preguntó, y no por primera vez, por qué la condesa los había mandado a llamar por separado. No había estado presente durante el banquete celebrado hacía unas horas, como de costumbre, y tardó tanto en convocarlos que había dado por supuesto que lo haría recién por la mañana. No obstante, cuando estaban a punto de retirarse a los aposentos que les habían asignado, lady Leonette citó a Hágnar a la sala del trono. Solo a Hágnar. Inmediatamente después fue el turno de Aiden. Apenas llegó a cruzar una mirada con su amigo antes de ingresar al enorme salón.

—Maese Aiden. —La condesa clavó aquellos duros ojos azules en él. No dijo nada más. Debía asumir que su silencio incomodaba... y no iba del todo errada.

Mientras aguardaba a que se dignase a continuar, Aiden supuso que eso de convocarlos de uno en uno era para contrastar por separado lo que tenían para decir. No tenía mucho sentido, considerando que había sido ella quien los contrató. Al menos que...

«No confía en nosotros» dedujo Aiden, aunque enseguida se corrigió: «No. No confía en nadie

Ni siquiera en sus propios guardias, por lo visto. ¿Hasta qué punto tendría que ver aquello con la inminente llegada de los hermanos de Leyton a Tres Torres? Como en cualquiera otra corte de castillo, los cortesanos locales eran muy dados a los cotilleos, al igual que los mozos de cuadra, los cocineros y demás criados. Le había bastado estar un par de veces allí como invitado para comprobar que Hágnar no mentía. La condesa y sus cuñados se detestaban mutuamente, y la visita de estos últimos abría un escenario de posibles divisiones dentro de la corte. Eso era lo último que Leonette necesitaba si quería consolidarse como la señora del condado.

—¿Qué tal te ha ido en nuestra biblioteca, maese Aiden? —le preguntó de improviso—. ¿Has encontrado algo de lo que buscabas?

Aquello no era más que simple cortesía, claro. A la condesa le importaba un carajo si había hallado algo de interés en sus libros. Se limitó a negar educadamente con la cabeza.

—Vuestra biblioteca es impresionante, mi señora. Tiene ejemplares que no he visto completos en ningún otro lado. Pero desafortunadamente no me ha sido de utilidad.

—Ya veo. Tal vez tengas más suerte con la colección del rey. Gádriel es conocido por su gran amor por la lectura. Se dice que ha reunido ejemplares inéditos de todas partes del mundo. Filosofía, religión, historia, astrología, son muchos los temas que lo apasionan. He decidido elevar personalmente tu petición ante él.

Aiden volvió a inclinarse con toda formalidad.

—Os lo agradezco.

—Por supuesto, que lo haga o no dependerá de los resultados que tú y Hágnar obtengan de aquí en más.

—Como digáis.

—Claro, como yo diga. —Leonette alzó una ceja—. Tengo entendido que ha habido ciertos avances en la investigación.

La condesa acababa de hablar con Hágnar. Aiden no tenía motivos para creer que su amigo había exagerado los hallazgos de esa tarde, así que optó por ser completamente sincero.

—Hemos podido determinar que el vizconde Lowell será la próxima víctima de este grupo de asesinos.

—Medrick Lowell... Un hombre importante, sin duda. Fue un gran héroe en la última guerra. ¿Lo sabías?

«Sí, y todo lo que vio durante ese puto infierno, lo que sucedió con la gente, debe haberlo llevado a estar del lado del rey y su política.» Era una extraña ironía que una decisión tan altruista lo hubiera convertido en la posible víctima de un grupo de asesinos.

—Un gran héroe, en efecto, mi señora. Eso le valió el puesto como maestro instructor y comandante del Primer Regimiento.

—Sí. Ostentó ese cargo durante casi cuatro años. Sin embargo, me han dicho que ya no está en la capital. El marqués Hástegard lo convocó de vuelta a Torre de Pedernal.

Ese comentario sugería: "¿cómo puede ser la próxima víctima si ni siquiera está en Ruvigardo?". Obviamente, Hágnar ya había dado una respuesta a esa pregunta, así que se limitó a explicar lo que habían deducido.

—Estuvo un tiempo afuera, pero sabemos que volverá a hacer una visita a la ciudad dentro de cuatro días.

—¿Su fuente es fiable?

Aiden no conocía de nada a Benn Forley, pero Hágnar parecía confiar mucho en él.

—Sí, mi señora, nuestra fuente es fiable. Se trata de uno de los capitanes de la misma guardia. Ellos recibieron el mensaje de Torre de Pedernal anunciando su visita.

—Bien. Muy bien. —Lady Leonette ladeó la cabeza y sonrió, un gesto que le hizo recordar rabiosamente a Jenna—. Todo parece indicar entonces que el vizconde será atacado por este... grupo.

—Es lo que hemos concluido. Y cuando lo hagan, ahí estaremos Hágnar y yo para detenerlos.

—¿Y cómo es que tienen pensado hacer eso exactamente, maese Aiden? Lowell no vendrá solo a la ciudad, sino con guardias y soldados cuyo trabajo es protegerlo. Mi señor esposo también estaba resguardado día y noche, y sin embargo tanto él como sus hombres fueron asesinados. Sus atacantes tienen que ser necesariamente una banda numerosa, y ustedes apenas sí son dos. ¿Qué harán para enfrentarlos?

La pregunta parecía lógica... si jamás habías visto a alguien del Sindicato en acción. Aiden esperaba encontrarse de cinco a diez hombres preparando la emboscada. Incluso atacándolos de frente, él y Hágnar tenían buenas chances de vencer, y si los tomaban por sorpresa, como era el plan, más aún.

—No os preocupéis, mi señora. No habrá ningún problema. En el pasado resolvimos situaciones similares sin complicaciones, como seguramente Hágnar ya os habrá explicado. Conocemos nuestro oficio.

—Así lo espero.

Leonette se puso de pie y descendió los escalones del trono. Aiden no pudo más que admirar la gracia exquisita con la que se movía, los rasgos duros y perfectos de su rostro. Tal vez no fuera de la más alta cuna, pero sus modales, su forma de hablar, de moverse... todo en ella parecía propio de la más alta nobleza. Se detuvo a menos de un palmo de distancia, mirándolo a la cara. Era bastante más baja que él, pero aun así su presencia imponía.

«Que ojos tan fríos tiene», se dijo. Casi podía sentir aquellas esquirlas azules clavándose en su piel.

—¿Recuerdas cuál fue una de mis peticiones al contratarlos, maese Aiden?

Lo recordaba.

—Queréis que le entreguemos al menos a uno de los asesinos con vida.

—Exactamente. Espero que ni tú ni Hágnar lo olviden de aquí a cuatro días. —Agitó una mano—. Ya he oído todo lo que necesitaba. Puedes retirarte.

Si la señora de un castillo te ordenaba retirarte, obedecías sin rechistar, pero aun así Aiden no pudo evitar abrir la boca.

—Si me permitís la pregunta, lady Leonette, ¿qué tenéis pensado hacer con el hombre que le traigamos?

La condesa ya había dado media vuelta, pero se detuvo en seco, mirándolo por encima del hombro. Estrechó un poco los ojos, escrutándolo como si fuera un perro que hubiese tenido la osadía de mearse en su alfombra.

—¿Te he dado permiso para hacerme preguntas, maese Aiden?

Aiden ni se inmutó.

—No.

—¿No qué?

—No, mi señora.

—Ya me parecía. —Leonette siguió su camino de vuelta al trono—. Por esta vez pasaré por alto tu insolencia, pero si quieres volver a encontrar trabajo en mi condado y en Ruvigardo no volverás a hacerme preguntas inoportunas.

—Lo siento, mi señora. —Aiden se inclinó con gesto vacuo—. No fue mi intención ofenderos. Con vuestro permiso...

Dio media vuelta, encaminándose hacia las grandes puertas de entrada. Eran dos gruesas hojas de madera pulida, con el halcón de los Áldrich grabado en oro. Estiró la mano para asir el picaporte, y, en ese momento, la voz resonó a sus espaldas.

—Hace unos pocos años, una de mis criadas fue sorprendida robando uno de mis perfumes. —La condesa lo miraba desde toda la altura del trono—. Mi esposo estaba en la corte, así que me correspondía a mí impartir justicia en su ausencia. ¿Sabes cuál fue el castigo que decreté para la muchacha?

Aiden tuvo la sensatez de no contestar. No era algo que sucediera siempre, pero estaba muy al tanto de cómo trataban algunos nobles a sus criados.

—Primero, ordené que el valor del perfume fuera descontado de su ración diaria. Segundo, era diestra, así que mandé a que le cortaran los dedos de la mano con la que osó robar a su señora. —La voz de la condesa era cada vez más y más dura—. Si castigué así a una simple ladrona... ¿Qué te crees que le haré a los hombres que mataron a mi esposo?

Aiden no respondió.

Era lo mejor. La venganza no había sido nunca el principal de los motivos por el que lo contrataban, pero de tanto en tanto sucedía. A veces alguien quería vengar la muerte de un hijo, un hermano o una esposa. En esos casos lo más recomendable era no hacer preguntas, completar cuanto antes el trabajo y marcharse. Había cometido una estupidez al preguntarle algo así a una noble llena de inquina, desconfianza y resentimiento.

Lady Leonette volvió a alzar la mano para despedirlo.

—Eres libre de pasar aquí la noche si así lo deseas. Ya sabes cuales son los aposentos que se te han asignado. Ahora vete.

Aiden no esperó a que volviera a repetírselo. Dio media vuelta y atravesó la gran puerta doble de la sala.

Cuando regresó al salón comedor, algunos comensales borrachos seguían riendo y bebiendo, pese a lo avanzada que estaba la noche. Uno se había trepado sobre la mesa, laúd en mano, y cantaba a voz en grito una jocosa canción acerca de las muchachas dadas al vino y la cerveza. A Hágnar le habría encantado el numerito, pero no lo vio por ninguna parte. Abandonó a paso rápido la habitación, ignorando las palmas y los coros desafinados.

Tres Torres era un castillo de mediano tamaño, pero fuerte y muy bien construido. Las murallas eran altas y sólidas, hechas con grandes bloques de granito. Los muros formaban un inmenso rectángulo dividido en un centenar de patios, establos, galerías y edificios menores. Las tres torres que daban su nombre al condado y al castillo se alzaban de un extremo a otro del rectángulo, dos en límites opuestos de la muralla y la otra en el centro, en tamaño ascendente de este a oeste.

La biblioteca del castillo se ubicaba en los niveles inferiores de la torre central. Aiden conocía ya de memoria el camino. Abandonó el salón comedor de la segunda planta, saliendo hacia uno de los balcones que rodeaban el patio central del castillo. Más que un patio, era un gran jardín interno a cielo abierto, un rectángulo más pequeño dentro del rectángulo principal delimitado por los muros.

Aiden se asomó por el balcón, observando el jardín desde arriba. Los setos prolijamente recortados formaban amplios pasillos sobre la hierba, con bancas y fuentes de mármol repartidas aquí y allá. Sin embargo, lo que más destacaba era el gran mausoleo erigido en su centro, una robusta construcción de piedra gris con columnas y grabados dignos de un monarca. La escultura de un apuesto muchacho, espada en mano, coronaba la edificación. Aiden sabía que la estatua representaba al conde Leyton en su juventud más temprana. También sabía que el mausoleo había sido erigido en menos de una luna por órdenes de lady Leonette, para darle a su marido el lugar de reposo que se merecía.

«Resulta evidente que lo amaba» reflexionó, contemplando el monumento. «O al menos esa es la impresión que pretende dar».

Hágnar había sido bastante convincente con sus argumentos, pero aun así había algo en la condesa que lo incomodaba. No solo se trataba de su parecido con Jenna. Simplemente no se sentía capaz de confiar en ella. Por supuesto, confiar en los empleadores no era un requisito obligatorio en el oficio, siempre y cuando se tuviera la certeza suficiente de recibir el pago acordado. En ese sentido no dudaba. El condado era demasiado rico como para que unas monedas de oro supusieran un problema, y tampoco dudaba que Leonette fuera a plantear la posibilidad de una visita a la biblioteca del rey.

Pero, pese a todo, había una frialdad en ella que le hacía sentir que era alguien de cuidado. La pequeña historia sobre el robo del perfume no había hecho más que confirmárselo.

—Hermosa noche, ¿verdad?

Aiden miró por encima del hombro.

—Capitán.

Donnel, el capitán de la guardia del castillo, lo observaba bajo uno de los arcos de piedra al interior del balcón. Llevaba su armadura de acero esmaltado y una capa blanca con detalles en oro, los colores de los Áldrich. Echó a andar hacia él, sonriéndole como si fueran amigos de toda la vida. Aiden había notado unos momentos antes su presencia, pero no se imaginó que fuera a acercársele. No tenía mucha idea de lo que aquel hombre había estado hablando en sus encuentros con Hágnar (nada importante, según él), pero la imagen que tenía del capitán seguía siendo la del primer día: un caballero orgulloso que consideraba degradante el solo hecho de tratar con matones a sueldo como ellos. Aiden había conocido a muchos como él en el pasado.

Donnel se situó a su lado, apoyando ambas manos sobre los balaustres de piedra. Su ojo sano, muy azul, estaba fijo en el mausoleo.

—La construcción de este impresionante monumento se terminó en menos de cuatro semanas. ¿Lo sabías?

Aiden asintió, indiferente.

—Eso escuché.

—Antes, los setos formaban un gran laberinto lleno de fuentes en esa zona. —Donnel abarcó el jardín con un amplio movimiento de su brazo—. Pero los obreros trabajaron noche y día sin descanso. Lady Leonette quería que todo estuviera listo antes de que la guardia de la ciudad devolviera los huesos de lord Leyton, y pagó mucho para que así fuera. Ahora, mi señor tiene el sepulcro que merece para su descanso.

Aiden no dijo nada. Donnel tampoco, durante un muy largo rato.

—Siempre he sido un hombre terco y orgulloso —le confesó de repente—. Por eso no es fácil para mí decir esto, pero... Te debo una disculpa, Aiden, a ti y a Hágnar.

—Ah, ¿sí?

—Sí. No confiaba en ustedes al principio, y no aprobaba que mi señora los hubiera contratado para vengar la muerte de lord Leyton... pero he visto el empeño y el profesionalismo que han puesto en ello. Y se los agradezco.

—No es necesario que te disculpes. Al fin y al cabo, no nos conoces. No tenías por qué confiar en nosotros.

—No... pero la fama de su gremio y la de Hágnar el Rojo los precede. Me alegra ver que al fin estamos cerca de atrapar a los asesinos.

Cerca de atraparlos.

«¿Cuánto sabe este tipo?» se preguntó Aiden, mirándolo fijamente. «¿Hágnar se ha ido de lengua borracho o nos ha estado siguiendo?»

Nadie aparte de ellos y Benn sabía que la próxima víctima sería Medrick Lowell. ¿Tal vez Leonette había hablado con el capitán antes de convocarlo al salón del trono? No parecía probable, dado que entró a la sala inmediatamente después que Hágnar, y no había ni un solo guardia allí.

Donnel pareció interpretar a la perfección su mirada. Inclinó ligeramente la cabeza, sonriendo con gesto culpable.

—La condesa mantuvo audiencia primero con Hágnar y luego contigo. Supongo que entenderás que mis hombres y yo debíamos estar al tanto de todo lo que sucediera en esa habitación.

—¿Estabas espiando nuestra charla?

—Estaba custodiado a mi señora —lo corrigió con toda tranquilidad Donnel. —Es lo que hago.

—Tu señora mandó a que nos reuniéramos a solas con ella. Creo que no le gustará saber que sus guardias la desobedecieron. ¿Qué no tienes un juramento con ella?

El capitán se encogió de hombros.

—Antes de servir a lady Leonette serví al conde Leyton. Y juré a mí señor que jamás permitiría que algo malo le sucediera a su esposa. Conozco este castillo mucho mejor que ella, te lo aseguro. Sé por dónde puede ir uno sin ser visto para alcanzar las galerías que rodean el salón. Debes saber que, si tú o Hágnar hubieran intentado algo contra ella, una docena de flechas los habrían acribillado antes de dar un solo paso.

—Ignoras qué tan veloz puede ser un miembro del Sindicato entonces. —Aiden esbozó una sonrisa siniestra.

—Supongo que nunca lo averiguaremos. Ustedes parecen honrar los contratos que aceptan. Y yo, incondicionalmente, siempre honraré el juramento que le hice a mi señor.

—El conde está muerto.

—Desafortunadamente.

—Muchos podrían argumentar que tu lealtad es para Tres Torres. Cualquier juramento que hayas hecho antes no debería estar sobre la actual señora del castillo.

—Eso podrían opinar algunos, pero para mí la palabra dada a mi señor prevalecerá siempre sobre cualquier otra cosa.

Aiden lo miró de soslayo.

—Debes haber apreciado de verdad a Leyton.

—Fue un gran hombre. —Donnel asintió con solemnidad.

—¿Lo serviste durante muchos años?

—Toda mi vida. Nos conocíamos desde que éramos adolescentes. Mi padre fue maestro de armas del suyo, aquí en el castillo. Mis dos hermanos y yo fuimos miembros de su guardia desde que nos nombraron caballeros, yo cuando solo tenía dieciocho años. Tras la batalla del Paso, lord Leyton me honró escogiéndome como el capitán de la guardia de Tres Torres.

—Un gran honor.

—Sí... Un gran honor. —Las manos de Donnel aferraron con fuerza la baranda—. Y como capitán, a mí me correspondía estar allí el día que murió... Siempre lo acompañaba en sus viajes del castillo a Ruvigardo, pero en esa ocasión los padres de la condesa estaban aquí, de visita. Lord Leyton ordenó que me quedara para guardar de ellos. —Negó con la cabeza, abatido—. Fue la última vez que lo vi con vida, a él y a los hombres que lo escoltaron.

Aiden se quedó en silencio. A su lado, Donnel apretaba la baranda del balcón como si quisiera pulverizar la piedra. Su ojo sano no se apartaba del mausoleo.

—Tú estuviste en el Paso, Aiden —le dijo de repente.

—Sí. Igual que muchos otros.

—¿Recuerdas las semanas de persecución que siguieron tras la gran batalla? ¿Recuerdas esas marchas de muerte en medio de la nieve, mientras los norteños cubrían su retirada con fuego y acero?

Aiden lo recordaba. Recordaba los pueblos saqueados, las granjas quemadas, los niños asesinados y las mujeres violadas, colgadas como animales junto a sus hijos de las ramas de los árboles.

—Jamás lo olvidaré.

—¿Y Recuerdas las noches en que sus malditos grupos de guerrilla caían sobre nosotros? —La voz del capitán se endureció—. ¿Recuerdas lo que hacían con los prisioneros que capturaban?

Aiden asintió.

—Lo recuerdo.

—Yo aún trato de olvidarlo. Pero no por mí... sino por lo que esos perros norteños le hicieron a mis hermanos. —La mandíbula de Donnel se tensó por la ira—. Empezaron con Joff, obligándome a mí y a Craig a mirar. Luego siguieron con Craig... A los dos los mantuvieron con vida durante días, mientras rogaban a gritos por una muerte rápida. Al final fue mi turno. —Se tocó la masa de cicatrices que era el lado derecho de su cara—. Esto me lo hicieron el primer día. Los dedos que me faltan en el pie izquierdo, el día siguiente. Solo estaban empezando. Comenzarían a divertirse de verdad conmigo recién al tercero, como hicieron con mis hermanos, pero... —Donnel sonrió de lado—, al tercer día unos de sus capitanes, el único que hablaba dulgardo, me dijo que alguien acababa de pagar mi rescate. Resulta que durante las semanas que estuve cautivo se acordó la primera tregua, luego de que la mayor parte del ejército norteño completara su retirada. En todo ese tiempo lord Leyton no había parado de buscarnos por todo el frente norte. Desafortunadamente el rescate llegó tarde para mis hermanos... pero me salvó a mí la vida.

Así que eso era lo que había sucedido. Hágnar le había contado que Donnel le debía la vida a Leyton Áldrich, pero no se imaginaba que las cosas hubieran sido de ese modo. Aunque tampoco lo sorprendía demasiado. La tregua definitiva se acordaría formalmente más de un año después de la batalla del Paso, con Gádriel ya coronado como nuevo rey de Ilmeria. Durante todo ese periodo se acordaron treguas provisionales y se pagaron rescates por muchos señores y caballeros capturados. Los soldados comunes y corrientes no tuvieron tanta suerte.

—Ahora entiendes por qué es tan importante para mí vengar la muerte de lord Leyton y honrar su memoria —seguía Donnel—. No solo le juré obediencia. Él me salvó la vida.

—Lo entiendo.

—Y ahora que sé que planean emboscar a sus asesinos de aquí a cuatro días no puedo quedarme al margen. —El capitán se volvió hacia él—. Esos canallas no solo mataron a mi señor. Lo que hicieron con él antes... Un hombre así no merecía un final tan indigno, no merecía ser colgado a la muralla de la ciudad como un vulgar delincuente. Por eso es que les ruego que me permitan acompañarlos. Puedo llevar a mis mejores hombres conmigo. Aunque sean un grupo numeroso no tendrán oportunidad si los sorprendemos. ¿Qué dices, Aiden del Sindicato? ¿Dejarás que vengue la muerte de lord Leyton junto a ustedes?

—Pero por supuesto que puedes acompañarnos, capitán.

Aiden y Donnel voltearon bruscamente. De pie tras ellos, apoyado contra el arco de entrada al balcón, estaba Hágnar. El mercenario pelirrojo se acercó con una petulante sonrisa. Se tambaleaba un poco, algo más que habitual en él a esas horas de la noche.

—¿Qué te parece, Aidi? —Hágnar lo miró, rascándose la ceja izquierda—. Puede acompañarnos, ¿verdad? Unos cuantos hombres de más nos serán de mucha ayuda si las cosas se ponen feas.

Aiden se quedó unos segundos en silencio, observando fijamente a su amigo. Se encogió de hombros, rascándose una ceja.

—Como prefieras.

—¡Perfecto, entonces! —Hágnar soltó una sonora carcajada, dándole una palmada en la espalda a Donnel—. Prepárate, capitán, porque de aquí a unos días atraparemos a esos cabrones... y tú vas a ayudarnos.

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