Capítulo 4
—Tienes suerte de que su majestad sea un hombre tan compasivo —le dijo uno de los guardias mientras subían por las escaleras—. Ten por seguro que yo te habría hecho decapitar hace ya mucho.
—El hacha es demasiado compasiva para alguien como él —discrepó el segundo guardia—. Lo que tú te mereces es la hoguera o el palo, traidor.
Ábigor apretó los labios y se tragó toda la rabia que sentía. No se rebajaría a responder las bravuconadas de aquellos dos plebeyos con ínfulas de soldados. Ya suficiente había tenido durante el día como para amargarse aún más lo que quedaba de la noche.
El recuerdo de lo que había sucedido en la "Torre del Penitente", como a toda la chusma vil e iletrada de la ciudad le había dado por llamarla, le corroía las tripas. Habían intentado matarlo, y lo habrían logrado si no se hubiera escondido como un conejo en la sala del auditorio.
El terror que toda la situación le había provocado lo enfurecía y avergonzaba a partes iguales. Él, Ábigor Érelim, hijo del magno Kyriel el Severo, suplicando y arrastrándose como una rata.
«No es justo» se dijo, mordiéndose la lengua para no gritar. «¡No es justo!»
Él no debería haber pasado los últimos tres años en aquella maldita torre. No debería estar siendo escoltado ahora a un nuevo calabozo, como un vulgar delincuente. No. Él debería estar sentado en el trono desde el que su padre, su abuelo y sus demás ancestros llenaron de gloria al reino. Él, no Gádriel.
Su hermano mayor era un hombre demasiado débil para gobernar, ¿que acaso nadie podía verlo? Su padre había sometido con mano dura las revueltas de campesinos que asolaban al país cuando se ciñó la corona; había iniciado la campaña de conquistas que permitió ampliar los territorios al sur, derrotando a las huestes de Ardenia, y poner sobre sus rodillas a los chacales norteños, los enemigos históricos de su noble nación.
Todos respetaban y temían por igual al Severo, y durante su reinado no hubo un solo campesino que no pagara sus tributos o entregara el diezmo de la cosecha, ¡ni un enemigo que osara alzar la cabeza ante el blasón de la torre coronada!
Su hermano, sin embargo, deshizo absolutamente todo lo que había logrado su padre tras décadas de esfuerzo. Bajó los impuestos, concedió exenciones, acotó los privilegios de la nobleza y entregó pequeñas parcelas a los campesinos... ¡Tierras que por derecho ancestral pertenecían a sus señores feudales! Y por si eso fuera poco, firmó la paz definitiva con Ardenia, devolviendo tierras ganadas por derecho de conquista, y luego intentó hacer lo mismo con Iörd. ¡Paz con los norteños! ¡Con los asesinos y saqueadores que tantas veces habían hecho sangrar a Ilmeria!
Ábigor estaba horrorizado. Y no era el único. Gran parte de la nobleza también repudió tamañas decisiones... lo que le permitió iniciar los encuentros clandestinos que aunarían a todos bajo un mismo objetivo: poner fin a la locura de su hermano.
Tal fue su empeño en conseguirlo que hasta llegó a aceptar la ayuda del mismísimo reino de Iörd.
Oh, sí, los había utilizado. Cuando los espías norteños se percataron de las reuniones que estaba celebrando con la nobleza disidente, no tardaron en ofrecerle hombres y recursos para derrocar a Gádriel.
Para Ábigor resultaba muy claro el motivo de esa insólita ayuda. ¿Por qué Iörd se ofrecía a algo semejante cuando la política oficial de Ilmeria pasaba a ser la búsqueda de la paz? ¡Precisamente porque el Norte tampoco quería esa paz! Deseaban vengarse de todas las humillaciones que su padre les había hecho sufrir con cada derrota. Pero, tras lo ocurrido en el Paso, estaban demasiado debilitados como para conseguirlo en el campo de batalla, por eso se ofrecían a participar en la conspiración. Seguramente, pensaban que podían asesinar a Gádriel para desestabilizar al país y luego colocarlo a él en su lugar, como un simple títere afín a sus ambiciones. Una parte de la nobleza muy probablemente pretendía lo mismo.
Ábigor dejó que se lo creyeran. No sabían que, en cuanto se convirtiera en regente del pequeño príncipe Ádriel, mandaría a ahorcar a cualquiera que se le opusiera o intentara manipularlo, y eso por supuesto incluía a las serpientes norteñas. Aceptó la colaboración de Hándigus Yngvin, sí, pero en cuanto se hiciera con el poder reanudaría la obra de su padre y arrasaría el Norte con fuego y acero, como su propio hermano debió haber hecho tras heredar la corona.
Eso era lo que Ábigor anhelaba. ¡La gloria de Ilmeria! Si Gádriel debía morir para devolverle su grandeza al reino, estaba dispuesto a hacer ese sacrificio.
Pero nada salió como debía... Lo que le sucedió a la reina Elisa y a sus sobrinos... Él jamás deseó algo como aquello. Ádriel era apenas un niño, él habría sido su regente hasta que fuera mayor de edad, enseñándole cómo debía comportarse un verdadero rey.
Pero nada salió como debía...
Los asesinos que él mismo había contratado cayeron sobre el carruaje en el camino Real... pero Gádriel no estaba allí. Se había quedado en la ciudad por un compromiso de última hora. Solo Elisa y los niños, sus queridos sobrinos, viajaban en el carro. Solo ellos.
«Yo no lo sabía... No sabía que ellos también irían. Tú deberías haber estado ahí, tú... no ellos. ¡Tú!»
Ábigor apretó los dientes.
Nada había cambiado. A pesar de todo, nada había cambiado. Incluso sabiendo que Iörd estuvo involucrado en el atentado que se llevó a su reina y a sus hijos, Gádriel seguía buscando la paz en todas las fronteras. Incluso sabiendo que él mismo, Ábigor, había conspirado para asesinarlo, había tenido la poca hombría de perdonarlo.
Gádriel no se merecía la corona de Ilmeria. Era débil.
Los únicos que habían sabido verlo, los nobles que renunciaron a su lealtad en aras de un bien mayor, estaban todos muertos. Gádriel había mandado a ahorcarlos del primero al último, pero permitiendo que sus herederos conservaran tierras y títulos. Otra señal de debilidad.
En cuanto a los chivos expiatorios que Iörd entregó como responsables de haber apoyado la conspiración, también fueron ajusticiados del primero al último. Aquello no fue más que una vil pantalla de humo, una farsa que permitió a Hándigus lavarse las manos y que Gádriel tuvo la desfachatez de aceptar. No fuera a ser que la implicancia del rey norteño en su intento de asesinato arruinara las negociaciones de paz.
De todos los que tomaron parte en el atentado solo él seguía con vida. Y el hecho de que aún viviera era la mayor de todas las muestras de debilidad de su hermano.
—Aquí te quedas, "alteza" —le dijo uno de los guardias, arrojándolo contra la puerta de un empujón—. Trata de que nadie más te secuestre por hoy.
—Así es —se rio el otro—. Y si vuelve a pasar, trata de morirte en el proceso esta vez.
Ábigor hizo un esfuerzo enorme para no gritarle a aquellos patanes lo que se merecían. Clavó la vista en la enorme puerta que se alzaba al final de la escalera. Era una maciza plancha de roble con remaches y refuerzos de hierro. Dos auténticos caballeros de la guardia real, no unos mequetrefes como su escolta, vigilaban la entrada con las lanzas unidas en cruz. Le echaron una gélida mirada antes de descruzarlas para dejarlo pasar. Uno de los patanes se adelantó, haciendo girar una llave de hierro gruesa como un dedo.
«La llave de un calabozo», pensó Ábigor.
Estaban en una de las cien torres de Dominio Alto, el castillo ancestral de su familia. Era una construcción de vigilancia encaramada sobre los muros, muy similar a la Torre del Penitente, aunque considerablemente más alta. Aquella habitación en particular se hallaba en el último de los pisos, de modo que entre las aguas azules del mar y sus pies debía haber al menos un centenar de metros. Davenn Edevane, el capitán de la guardia real, había ordenado que lo trasladaran allí mientras la Torre del Penitente era registrada a fondo, no fuera a ser que alguno de los insurgentes aún siguiera escondido al interior de sus muros.
Por lo que a Ábigor respectaba, podían buscar hasta hartarse. Luego de lo sucedido en ese lugar no le apetecía volver a poner un pie allí jamás.
Sintió un profundo escalofrío al recordar... pero no al grupo de zaparrastrosos que había tomado la torre por asalto, sino al cadáver de ojos verdes que acabó con todos ellos. Había algo profundamente perturbador en ese sujeto. Con los rebeldes era más sencillo. Esos hombres lo odiaban a muerte, y actuaban movidos solo por sus vulgares deseos de venganza. Lo había visto en sus miradas llenas de odio cuando irrumpieron en la torre, y terminó de corroborarlo cuando el tal Caleb mencionó lo de su esposa y su hija, como si él fuera el culpable de aquello.
Pero ese hombre rubio, alto y pálido como la muerte... Había convencido a Caleb de que podía confiar en él, que sería perdonado si lo escuchaba y seguía su consejo. En esos momentos había sonado amable y comprensivo. Hasta Ábigor había terminado por creérselo. Pero entonces, cuando pensó que todo había terminado al fin, el tipo acabó con el rebelde como si nada, valiéndose únicamente de sus manos desnudas.
Ábigor había observado espantado cómo le cortaba la cabeza con una sonrisilla, casi como si estuviera talando un árbol o cortando la carne para la cena. Cuando se le acercó, con los ojos fijos en él y la cabeza chorreante asida por los pelos, Ábigor pensó que lo mataría. Se quedó paralizado de miedo. Si Davenn no hubiera irrumpido con sus hombres en ese momento, no estaba seguro de qué podría haber sucedido.
Y luego, cuando el sujeto negó haber matado sin provocación al rebelde y se volvió hacia él... No pudo más que asentir, obediente como un niño. Esa mirada no mentía. En ese instante supo que, si osaba contradecirlo, podía darse por muerto.
¿Quién era ese tipo? ¿Cómo había podido cargarse a una docena de enemigos él solo? Ábigor no lo había visto jamás en su vida. Sin embargo, sus ropas negras con hilos rojos y sus espadas hablaban por sí solas.
Un miembro del Sindicato.
Si había entrado a la torre antes que el mismo Davenn, era porque Gádriel lo había enviado en persona. Era sumamente extraño. Su hermano jamás se había rodeado de matones a sueldo, y menos de uno tan escalofriante como aquel. ¿A qué estaba jugando Gádriel al contratar a semejante criatura?
—Buenas noches, "alteza" —se burló uno de los imbéciles de su escolta—. Que tengas horribles sueños.
La puerta se cerró bruscamente. Ábigor echó un desanimado vistazo alrededor. Era la puerta de un calabozo, aunque la habitación desde luego no lo parecía.
La estancia era amplia, con una alfombra tan gruesa que el pie casi se hundía al pisarla. Los muebles eran finos y brillantes, de maderas nobles; había una cama lo suficientemente grande como para tres o cuatro personas a un costado, con columnas de madera y un elegante dosel. Tres grandes ventanas se repartían en la pared a su derecha, altas y en forma de arco. Una de ellas estaba abierta. El frío aire nocturno mecía las cortinas con suavidad, impregnando el cuarto con el aroma salado del océano.
Ábigor se acercó y observó a través de la ventana. Aquella cara de la torre daba al este. El mar parecía un interminable llano negro bajo un cielo salpicado de estrellas. Estaba tan alto que ni siquiera alcanzaba a ver la base de la muralla.
«Una puerta blindada como único acceso y una caída de cien metros como toda salida» se dijo Ábigor. «Pero la habitación es bonita y acogedora, así que no puedo tener motivos para quejarme. Típico de Gádriel...»
Se quedaría allí, aislado, tal y como había estado en la Torre del Penitente durante los últimos dos años. En todo ese tiempo no había pasado jamás hambre, ni se le había negado comodidad alguna. A cambio, había permanecido confinado entre las mismas cuatro bonitas paredes, ciego y sordo a cuanto ocurría en el mundo. Aquello también era típico de su hermano. Iba a pudrirse en habitaciones como aquella.
«Casi prefiero que me decapiten a tener que seguir aguantando esto un minuto más...»
Cerró la ventana con furia, dando media vuelta, y entonces lo vio.
Un joven de túnica oscura lo observaba inmóvil desde el centro de la habitación.
Ábigor se quedó paralizado, mirándolo. Abrió y cerró la boca, intentando preguntar quién era, o qué hacía allí, pero estaba tan atónito que no logró pronunciar palabra.
El joven le dedicó una sonrisa afilada como un puñal. Era menudo, de miembros delgados, con una lacia melena oscura con flequillo. Los ojos que lo miraban eran tan azules que casi parecían violetas bajo la luz de los candelabros. ¿Cómo mierda había entrado allí? Estaban en Isla Blanca, en una torre a un centenar de metros sobre el mar, y la puerta estaba vigilada por dos caballeros fuertemente armados, ¿cómo...?
¡Los caballeros!
Abrió la boca para llamarlos a gritos, pero el muchacho se movió tan deprisa que pareció materializarse de repente ante él. Su mano salió disparada hacia su rostro como un borrón blanco, sujetándolo por la boca con dedos de hierro.
Ábigor intentó gritar, pero la mano se cerró con más fuerza sobre su cara, estrujándole las mejillas hasta hacer crujir la mandíbula. Cuando trató de estirar los brazos y defenderse, la mano lo levantó del suelo con una fuerza monstruosa, estampándolo de espaldas contra la pared. Ábigor sujetó el brazo que lo alzaba con ambas manos, intentando liberarse, pero más suerte habría tenido tratando de mover una muralla. ¿Cómo podía tener tanta fuerza?
Con los pies suspendidos a al menos un palmo de las finas alfombras, Ábigor contempló con ojos desorbitados al joven.
—Es un placer conoceros finalmente, príncipe Ábigor —le dijo. Tenía una voz jovial y educada, con un tenue acento que no supo identificar—. He de decir que estaba muy preocupado por vos. Si el mercenario del rey no os hubiera salvado de las garras de esos insurgentes, tal vez tendría que haber intervenido yo mismo. Eso no hubiera estado para nada bien, pues mi señor me ordenó máxima discreción en este asunto.
Ábigor no entendía nada. ¿De qué le estaba hablando? ¿Quién era y por qué estaba allí? Quiso gritar otra vez, pero lo único que consiguió fue un quejido ahogado.
—Aunque supongo que debo agradecer a los insurgentes —seguía el joven—. Ahora todos pensarán que algunos siguen con vida, y que han sido ellos quienes os han sacado de aquí. O mejor aún, quizás se diga que al fin juntasteis valor y saltasteis por esta ventana. —Soltó una risita—. Pero quedaros tranquilo, no podemos dejaros morir tan fácilmente. Mi señor tiene muchas ganas de veros... después de todo, hace dos años solo trató con vos en forma indirecta. Ahora, sin embargo, podrán sentarse a charlar sobre los planes que tiene reservados para vuestra gran nación. Vos cumpliréis un papel fundamental en ellos, oh, eso os lo aseguro. Pero todo a su tiempo. Nos vamos.
La mano apretó aún más que antes, presionando hacia arriba. Ábigor luchó por respirar, pataleando desesperado. Fue inútil.
Lo último que vio antes de que la oscuridad lo envolviera fue una sonrisa fría y afilada como el acero.
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Fin del relato 3
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