Capítulo 3
El Cazador paseó lentamente la mirada por el interior de la torre. Al frente se abría un inmenso vestíbulo de piedra, una sala amplia y llena de ecos, con espléndidos tapices y grandes baldosas talladas en mármol.
El suelo estaba regado de cadáveres.
Yacían allí tanto caballeros de la guardia real, cubiertos de acero plateado, como soldados del ejército regular de Ilmeria, con armaduras más ligeras sobre sus túnicas azules. Todos estaban tan erizados de flechas que resultaba fácil adivinar la emboscada en la que habían caído. La sangre formaba charcos grandes y brillantes bajo los cuerpos, abriéndose paso entre las junturas del enlosado como largas raíces rojas.
Alberion detuvo su atención en los muertos durante un buen rato antes de enfocarse en los alrededores. A los lados del vestíbulo se erguían las gruesas columnas que sostenían los pisos superiores; al frente, una delgada alfombra roja conducía directo a las escaleras de piedra. Los peldaños ascendían rectos hasta el entrepiso, abriéndose luego a izquierda y derecha hacia la galería de la segunda planta. Allí, parapetados tras los balaustres, había al menos una docena de hombres.
Alberion se quedó inmóvil en el sitio. Alzó la cabeza, contemplándolos con suma atención. La gran mayoría vestían uniformes de obreros, con piezas de armadura aquí y allá. Todos llevaban espadas y lanzas.
Al menos la mitad tenían arcos que apuntaban directo a su cabeza.
—¡Tú, el de abajo! —gritó uno de ellos, un sujeto rechoncho de barba y cabellos negros—. ¡Tira las armas ahora!
Alberion ni se inmutó. Avanzó un paso más, sin apartar la mirada de la galería. Los arcos se tensaron.
—¡Quieto! ¡Das un paso más y eres hombre muerto!
Alberion se detuvo. Ya no sonreía. Los hombres en las alturas sí lo hicieron.
—Así. Quédate parado ahí y tal vez salgas con vida.
—Exacto —se sumó otro, un hombretón de pelo castaño con un yunque por mentón—. Arroja las armas, da media vuelta y llévale un mensaje a tu rey. Dile que si retira a sus caballeros y nos garantiza vía libre hacia el otro lado de la muralla, le entregaremos sano y salvo al gusano de su hermano.
—Así es —aseguró el de la barba negra—. Hemos sacado a ese mierda de Ábigor de su escondite, lo tenemos aquí con nosotros en este momento, cagado de miedo. Si haces lo que te decimos lo liberaremos. ¡Ahora largo de aquí!
Alberion, más conocido como el Cazador, miembro de primera orden del Sindicato, no reaccionó. Se quedó ahí, al pie de la escalera, con la cabeza alzada hacia la galería. No había ni rastro de la sonrisa burlona de antes. La expresión de su rostro, blanco como la cera, era indescifrable.
—¿Pero por qué carajo te quedas ahí parado? —exclamó el grandulón—. ¿Eres idiota o qué? ¡Te hemos dicho que te largues! ¡Ahora! ¡Fuera!
Lentamente, muy lentamente, Alberion llevó su diestra hacia la espada corta en su cinto. El filo produjo un tenue sonido seseante cuando jaló hacia arriba. Los rebeldes, varios metros más arriba, no llegaron a ver el profundo tono negro de la hoja, ni la hilera vertical de runas plateadas que la cubría de la punta a la cruz. De haberlo hecho, quizás habrían disparado en lugar de gritar una última advertencia.
—¡Quieto ahí! ¡Quieto, tu puta madre! ¡Te dijimos que tiraras las armas! ¡Deja las dos espadas en el suelo o lo lamentarás!
Sin prestar atención a la amenaza, Alberion juntó mucho las piernas y extendió los brazos hacia los lados, en cruz, con ambas hojas apuntando al suelo. Luego se inclinó en una elegante reverencia.
Y echó a correr.
Para cualquier persona, incluso hasta para alguien entrenado en el Sindicato, habría resultado inconcebible que un ser humano pudiera moverse tan de prisa. La primera flecha se clavó en el suelo, justo en donde estaba parado, pero Alberion ya no estaba allí: iba una docena de metros por delante, a medio camino de las escaleras.
Algunos de los arqueros atinaron a ajustar el blanco, pero no sirvió de nada. La segunda flecha fue rechazada por un imperceptible revés de la hoja corta. La hoja larga, repentinamente fuera de su vaina, era tan negra y brillante como su hermana, con la misma línea de runas argénteas. Ambos filos trazaron un fugaz círculo en el aire, cortando una segunda flecha y desviando la tercera hacia un lado.
Alberion ascendió por las escaleras como una sombra, girando a la izquierda al alcanzar el entrepiso. Era rápido. Absurdamente rápido. Los arqueros apenas estaban llevando las manos a sus aljabas cuando se toparon con él en la galería, de frente. Los dos más próximos intentaron desenfundar sus armas, boquiabiertos, pero fue inútil. La espada bastarda sajó de revés la tráquea del que tenía adelante, la corta se hundió en una estocada en las costillas del segundo, de abajo hacia arriba, destrozándole la caja torácica.
Muerte y muerte.
Tres más intentaron rodearlo con sus aceros, pero lo mismo habría dado que lo atacaran con las manos desnudas. Alberion se inclinó bruscamente, alzó los brazos y sus filos giraron como si tuvieran vida propia. Rechazó dos estoques con golpes cortos y rápidos, echando la cabeza hacia atrás para eludir el tercero.
Se agachó, giró, interpuso sus hojas y bloqueó. Luego contraatacó. El acero largo rasgó en horizontal, abriendo el estómago y el pecho de dos rivales a la vez; con el corto golpeó hacia atrás, enterrándolo en la ingle del que había logrado flanquearlo.
Muerte, muerte y muerte.
Todo aquello sucedió en apenas segundos, y, aunque no parecía posible, lo siguiente fue más rápido aún.
El Cazador giró con una voltereta, anticipándose a dos hombres que intentaron sorprenderlo por detrás. Agazapado, desde abajo, lanzó dos amplios cortes de dentro hacia afuera, tan fuertes que las hojas sajaron los vientres hasta casi la columna.
Muerte y muerte.
—¡Hijo de puta! ¡Mátenlo!
Los rebeldes en el ala derecha de la galería se sumaron al fin a la refriega. Alberion estaba de espaldas a ellos, de modo que no los vio acercarse... pero sí los oyó. Se desplazó hacia un lado como si estuviera hecho de humo, esquivando un mandoble que barrió el aire sobre su cabello, y luego él hizo lo propio, golpeando hacia atrás con la espada bastarda sin siquiera voltear. El orihalcón cercenó una cabeza a la altura de la nariz, salpicando los muros, el suelo y los balaustres de rojo.
Muerte.
Los rebeldes restantes, unos cuatro o cinco, ya estaban casi encima de él. Alberion hizo todo mucho más simple. Ni fintó ni dejó que lo rodearan para darles una oportunidad. Corrió en línea recta hacia ellos, tan inclinado que casi parecía rozar el suelo con el pecho.
Las lanzas y las espadas cayeron desde todos los ángulos posibles, pero él las paraba y evitaba con una flexibilidad indecible. Y con igual fiereza respondía. A cada paso sus hojas negras bloqueaban, contraatacaban y hendían. Era tan veloz que cada tajo era un destello oscuro y curvo en el aire, decenas de ellos. La sangre salpicaba las paredes, los miembros volaban y los hombres caían.
Muerte, muerte, muerte, muerte, muerte...
Cuando al fin se detuvo, ya se encontraba en el extremo opuesto de la galería, las hojas apuntando goteantes hacia el suelo. Tras él, los cuerpos se amontonaban inmóviles, uno sobre otro. Alberion los contempló un instante, ignorando la sangre que le resbalaba por el rostro. Solo cuando el insistente golpeteo a sus espaldas se volvió intolerable, apartó la mirada de aquella lúgubre escena. Los golpes provenían de algún lugar al fondo de la galería. Alberion echó a andar tranquilamente, enfundando la hoja corta en el camino. Su zurda seguía empuñando la espada bastarda, teñida de carmín hasta la empuñadura.
Resultó que el ala derecha de la galería llevaba hacia una nueva bifurcación. A diestra y siniestra se abrían otros dos largos corredores, pero, al frente, el camino terminaba en una enorme puerta doble de color azul. La puerta estaba tan destrozada que resultaba increíble que aún se mantuviera en pie... sobre todo considerando que había un hombre ante ella, golpeándola a consciencia con una maza.
El sujeto se volvió un instante y lo vio. Por un momento se quedó completamente paralizado, mirándolo, pero al instante redobló sus esfuerzos, chillando como un niño. Al final, la puerta cedió. El hombre arrojó el mazo al suelo y entró a trompicones. Alberion lo siguió en silencio, pasando por encima de los restos de madera despedazada.
La habitación parecía ser un gran auditorio de techo abovedado. En el centro, separado de él por una enorme y brillante mesa de algarrobo, estaba el tipo que había echado abajo la puerta. Pero no estaba solo.
—¡Quieto! —gritó con voz llena de miedo—. ¡No avances más!
Alberion se detuvo. Aquel sujeto tenía aferrado por los hombros a un joven de mirada aterrada, con el filo de un cuchillo justo bajo la barbilla. El muchacho no era tan alto como su hermano, pero el parecido era innegable. El mismo cabello dorado, el mismo contorno firme de la mandíbula y la nariz. Los ojos, no obstante, eran de un solo color, celestes como el cielo. Clavó esos ojos claros en él, suplicante, desesperado.
Ábigor.
—¡Largo de aquí! —graznó el insurgente—. ¡Vete ahora o te juro que lo mato!
Alberion volvió lentamente la vista hacia el rebelde. Era un tipo delgado, de mostachos en punta, con ralos cabellos oscuros que ya empezaban a mostrar algunas canas. Parecía lo suficientemente asustado como para rajarle el cuello al príncipe de puro nerviosismo. Alberion no pasó por alto la docena de metros que los separaban, ni la ancha mesa que se interponía entre ellos.
Con suma cautela, depositó la espada bastarda en el piso, alzando las manos.
—Tranquilízate, amigo. Si le haces daño al príncipe morirás sin remedio. Eso lo sabes. En cambio, si lo dejas ir, te aseguro que podemos llegar a un acuerdo.
El sujeto titubeó unos instantes. Era obvio hasta para él que, ahora que los habían descubierto, tocarle un solo pelo a Ábigor supondría una sentencia de muerte. Quizás quería creer lo que Alberion le proponía, pero estaba demasiado asustado como para hacerlo.
—Por favor... —suplicó Ábigor en un susurro—. Por favor...
—¡Cállate! —rugió el otro, apretando aún más el filo en su garganta—. Jodido perro traidor... ¡Vuelves a hablar y te mato! ¡TE MATO!
—Amigo —lo llamó Alberion, con voz amable pero firme—. Amigo, ¿cómo te llamas?
El tipo lo miró como si se hubiera vuelto loco, pero contestó de todas formas.
—Ca... Caleb...
—Muy bien, Caleb, escúchame con atención. Sé que estás asustado, y eso no te deja pensar con claridad, pero el único modo que tienes de salir de aquí con vida es dejando ir al príncipe. Si no lo haces los hombres del rey te matarán. Ellos están afuera ahora, a punto de entrar. Esta es tu única alternativa. Hazme caso, suelta al príncipe.
—Él... él... —Las pupilas de Caleb temblaban tanto como sus labios—. Él conspiró junto a los norteños... junto a esos miserables que asesinaron a mi mujer y a mi hija... ¡Él los ayudó! Pero él vive... ¡Él vive y mi Dalla y mi Oriana no!
—Lamento tu pérdida, Caleb... de verdad. Pero matarlo no las traerá de vuelta a la vida, y lo sabes. Lo único que conseguirás con esto es cavar tu propia tumba. Sigue mi consejo. Suéltalo. Suéltalo y vive tú también.
Caleb se quedó callado. La mano del cuchillo le temblaba sin control.
—¿El rey... el rey me perdonará si lo libero?
—Así es. Él me envió aquí a negociar... pero tus hombres me atacaron. No tuve más remedio que defenderme.
—Tú... tú los mataste... —Caleb lo observaba con ojos como platos—. A todos... los mataste a todos... ¿Cómo? Éramos muchos... Tú solo eres uno... ¿Cómo...?
—Caleb —la voz de Alberion se endureció—, ellos me atacaron. Tú los viste. No me dejaron más opción que luchar. A ti no te haré daño, y el rey tampoco, te lo prometo. Ahora suelta al príncipe y ven conmigo. No hace falta que nadie más muera aquí hoy.
—La otra espada —replicó Caleb, señalándolo con la cabeza—. Arroja también la otra espada. Lejos.
Alberion suspiró. Con movimientos lentos, pausados, desabrochó la vaina que llevaba en el cinto, lanzando la hoja corta contra uno de los muros. Volvió a alzar las manos.
—Listo, estoy completamente desarmado, tal y como me pediste. Ahora suelta tú ese cuchillo.
Caleb lo escrutó con ojos febriles. La mano que sostenía la daga se sacudía con más fuerza que nunca, cerrándose sobre la garganta de Ábigor. El joven soltó un quejido cuando un hilillo de sangre le resbaló por la piel. Alberion estrechó los ojos.
—Caleb... no cometas una estupidez... Suelta ese acero. Hazme caso.
Su voz resonó férrea por toda la sala. Caleb parpadeó varias veces, como si saliera de un trance. En ese momento, pareció envejecer diez años de golpe. Su mirada se apagó, bajó los hombros; se encogió a ojos vistas ante el peso de la realidad: todo había terminado. Había perdido. La daga cayó al suelo.
De un empujón, el rebelde se sacó a Ábigor de encima. El muchacho trastabilló y cayó sobre sus rodillas, y así, arrastrándose a cuatro patas, como un perro, el príncipe desheredado de Ilmeria huyó hacia la entrada. Caleb lo observó con una mezcla de asco y desprecio.
—Has hecho lo correcto, amigo. —Alberion le sonrió mientras se acercaba, bordeando la mesa—. Me aseguraré de que el rey lo sepa.
Caleb alzó la mirada, inseguro.
—¿De verdad?
—No.
El hombre ni siquiera llegó a fruncir el ceño. Alberion ahuecó la mano izquierda y abrió los dedos, tensándolos como zarpas. Con un movimiento demasiado veloz para siquiera verlo, alzó el brazo y aferró al rebelde por la garganta. Los dedos se hundieron como púas en la carne, atravesando piel, músculos y vértebras. Cerró la mano abruptamente, juntando los dedos en un puño, y luego jaló con fuerza brutal.
Caleb soltó un espeso gorgoteo. Retrocedió, tambaleante, llevando ambas manos al hueco rojo en su garganta. La cabeza se le fue macabramente hacia atrás, oscilando como un péndulo. Luego cayó de espaldas al piso, pataleando. El agujero en su cuello era tan grande que casi lo había decapitado. Casi, pero aquello no era un problema. Alberion se agachó y recogió el cuchillo. No era del precioso orihalcón negro de sus espadas, por supuesto, pero bastaría para terminar el trabajo.
A un lado, junto a la puerta, Ábigor retrocedió horrorizado cuando Alberion echó a caminar hacia él, sujetando la cabeza de Caleb por los pelos. La sangre dejaba un largo rastro rojo a medida que se acercaba. El príncipe no podía apartar la mirada de la cabeza. Abría y cerraba la boca, intentando hablar, pero sin que se le escapara un solo sonido. Cuando al fin se atrevió a alzar la vista, se topó con los ojos del Cazador, fijos en él, y el pavor lo llenó por dentro.
—¿Quién... quién eres...?
En ese momento, Davenn y sus hombres irrumpieron en el auditorio.
Ábigor volvió su rostro aterrado hacia ellos, pero el capitán apenas le dedicó una mirada. Paseó sus ojos oscuros de él al mercenario, deteniéndolos en el cuerpo decapitado sobre las alfombras.
—¿Dónde está el líder?
Alberion le respondió con una sonrisa, arrojando la cabeza a sus pies.
—Ahí lo tienes.
Un silencio tenso se apoderó del auditorio.
El Cazador sonreía, sin apartar la vista del capitán. Davenn observaba fijamente la cabeza, la cual había rodado hasta chocar contra una de sus botas. Un repulsivo charco comenzó a formarse junto a sus pies. Los ojos vidriosos de Caleb parecían contemplarlo desde abajo.
—El rey ordenó que el líder le fuera entregado ileso —siseó el capitán, alzando la mirada hacia Alberion—. ¿No te bastó con la carnicería de abajo que tuviste que seguirla también aquí arriba? ¿Por qué has matado a este hombre?
Alberion se encogió de hombros. Giró lentamente la mano ante su rostro, admirando la sangre que la empapaba.
—Se negaba a entregar al príncipe. Incluso intentó matarlo. No tuve otra alternativa.
Davenn frunció los labios en un gesto de desprecio.
—Así que eso fue lo que sucedió.
—Claro, capitán. Eso sucedió. —Muy, pero muy lentamente, Alberion giró la cabeza hacia el príncipe. Su opaca mirada se clavó en él—. ¿No es así, príncipe Ábigor?
El joven lo observó con ojos desorbitados. Un escalofrío de terror lo recorrió de la base de la espalda hasta la nuca. Había algo en aquella mirada verde y muerta que le helaba la sangre. Tragó saliva.
—S... sí... Así fue...
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