Introducción
Davenn Evedane, capitán de la guardia real, espoleó su caballo a través del estrecho caminillo que recorría el bosque, superando la última hilera de pinos. La gélida luz del crepúsculo lo recibió del otro lado, cuando salieron al fin a cielo abierto.
—Menuda vista —masculló Halford, que había logrado ponerse a su altura.
Davenn no pudo menos que asentir para sus adentros. Frente a ellos se extendía una sinuosa pendiente recubierta de nieve, la cual conducía hacia un inmenso lago de aguas cristalinas, tan liso como un espejo. Más allá del lago, en su orilla noroeste, se alzaba un castillo de proporciones gigantescas: tres enormes torres de piedra negra, en fila, cada una más alta que la anterior, la mayor de ellas adherida a la falda de la montaña como si fuera una extensión natural de la roca. Todo el conjunto estaba rodeado por unas amplias murallas prácticamente cimentadas sobre las aguas. Davenn pudo distinguir, en la lejanía, un delgado puente de piedra que atravesaba el lago, uniendo la orilla con las puertas de roble y hierro.
La Fortaleza del Sindicato.
Sede de entrenamiento y formación de los asesinos más temibles del mundo, según se decía. Era una construcción deslumbrante, pero Davenn no estaba impresionado. Por más grandes que fueran aquellas torres, aún estaba por verse que alguno de sus habitantes fuera capaz de medirse con él en un combate.
—Vaya un castillito —repitió Halford, haciéndose visera con la mano.
—¿Ahí viven los del Sindicato? —exclamó Galt con asombro. Él y Jared habían salido del bosque a sus espaldas, colocando sus monturas en hilera—. ¡Esa cosa es gigantesca!
—Parece igual de grande que Dominio alto —observó Jared—. ¿O no?
—No digas tonterías —lo reprimió Halford—. Todo el mundo sabe que no hay castillo más grande que Dominio Alto en todo el reino. Aunque... este no debe de andar muy lejos.
En eso, Davenn tenía que darles la razón. Pese a la distancia, la Fortaleza descollaba sobre el horizonte como un pico más del Monte Oricalco, uno particularmente alto, robusto y amenazador. Torció levemente el gesto, chistando para que su caballo reanudara la marcha.
—Adelante, muchachos.
Descendieron a buen paso por la pendiente nevada, ajustándose las largas capas de viaje. El rey Gádriel había estimado que tardarían unos diez días en alcanzar la Fortaleza desde Ruvigardo, pero Davenn había seleccionado a Halford, Jared y Galt, tres de los mejores caballeros de su guardia, hombres habituados a los caminos duros y a las marchas aún más duras. Luego de solo seis días a través de valles, llanuras y picos teñidos de blanco, ya casi se encontraban frente a las puertas de la Fortaleza.
Así era como Davenn hacía las cosas.
Conocía a Gádriel desde hacía muchos años, desde los tiempos en que ambos eran unos niños que jugaban con espadas de madera en los patios de Dominio Alto, soñando con convertirse en grandes héroes algún día. Nadie en todo Ilmeria conocía al rey mejor que él, y cuando el rey te ordenaba que hicieras algo, lo hacías superando toda expectativa; con eficiencia, discreción, celeridad y lealtad. Oh, sí. Lealtad. El mundo no había visto jamás un hombre más leal a su rey que Davenn Evedane.
Incluso cuando no estaba de acuerdo con sus órdenes.
Observó la colosal silueta del castillo en la lejanía. El rey no solo había contratado a Alberion el Cazador como su nuevo guardaespaldas, sino que había decidido encomendar una misión sumamente delicada a los hombres del Sindicato. Otra más. Davenn estaba convencido de que si el rey lo hubiera enviado a él a Iörd la primera vez, para esas alturas ya todo se habría solucionado. No tendría por qué estar llevando aquel mensaje a la Fortaleza como un simple recadero.
Desafortunadamente no había sido así. Gádriel había encomendado el primer trabajo a Harlan, su compañero de la guardia real, y a Quent el Taciturno, otro de los mercenarios del Sindicato. No habían vuelto a tener noticias suyas desde entonces. De seguro estaban enterrados en alguna fosa clandestina en las afueras de Hjördarv, pudriéndose lentamente bajo la nieve. Por eso estaba ahí ahora. El trabajo debía hacerse, y Gádriel había vuelto a poner su confianza en un grupo de asesinos en lugar de en su guardia. En lugar de en él. Las riendas se le clavaron en las palmas cuando las estrujó entre sus manos.
—¿Puedo haceros un comentario, capitán? —comentó Halford, mirándolo de reojo.
—Mientras no vuelvas a preguntarme el motivo de este encantador viaje, adelante.
—Disculpadme, pero he de insistir. —Halford sonrió de lado—. La verdad es que no entiendo por qué cuatro de los mejores guerreros del rey, hombres de confianza de su guardia, tienen que descuidar sus deberes para andar haciendo de mensajeros.
—Porque este mensaje tiene que entregarse cuanto antes, y no hay nadie en todo el reino que pueda hacerlo más rápido que nosotros. El rey lo sabe, y tú también.
—Creo que Halford no se refiere a la entrega del mensaje en sí —intervino Jared, echando un vistazo despectivo a la Fortaleza—, sino a su contenido. Con todo respeto, capitán... creo que nosotros deberíamos llevar a cabo esta misión, no un grupo de mercenarios.
—Por más que la misión carezca de sentido —se sumó Galt—. Iörd nos ha escupido en la cara al secuestrar al príncipe Ábigor en plenas negociaciones de paz. No debería haber ningún intento de rescate, deberíamos caer con todo el poderío de nuestro ejército sobre el Norte y ponerle fin al asunto. ¿Por qué el rey insiste en traer de vuelta a su hermano después de todo lo que...?
—Suficiente. —El tono de Davenn fue frío y ominoso como un témpano. Los dioses sabían que no podía estar más de acuerdo con las quejas de sus hombres, pero nadie las escucharía jamás de su boca. Las órdenes de Gádriel no se discutían, y no pensaba tolerar que nadie, ni siquiera sus compañeros más cercanos, cuestionaran la palabra real. Llevaba toda la vida asegurándose de que fuera así—. No me importa en lo más mínimo la opinión que puedan tener sobre todo este asunto. Nuestro rey nos ha dado una orden y vamos a cumplirla sin rechistar. Halford —miró hacia su izquierda con gesto gélido—, no quiero volver a escuchar más sobre si somos dignos o no de este trabajo. Jared, Galt —torció la vista hacia la derecha—, si deberíamos llevar a cabo nosotros la misión, y si esta carece o no de sentido, es completamente irrelevante. El rey desea encomendar un trabajo al Sindicato y nos ha ordenado a nosotros informárselo. ¿Van a seguir cuestionando su voluntad?
Los tres caballeros inclinaron al unísono la cabeza.
—No.
—No, capitán.
—Por favor disculpadnos.
—Adelante. —Davenn picó espuelas y puso su montura al galope—. Ya estamos cerca.
Les llevó otras dos horas alcanzar al fin el puente a orillas del lago. Lo atravesaron en silencio, Davenn al frente y sus tres hombres atrás, dos al medio y uno cerrando la marcha.
—Mierda —masculló Galt—. De cerca parece aún más grande.
Las puertas de la Fortaleza se erguían ante ellos como un enorme acantilado de roble y hierro. Las almenas que coronaban la muralla frontal, recortadas oscuras contra las estrellas, se alzaban tan arriba que tenían que echar la cabeza hacia atrás para atisbarlas.
—¡Hombres del Sindicato! —rugió Davenn—. ¡Abran sus puertas!
Durante unos segundos no ocurrió absolutamente nada. Sus hombres carraspearon, mirando de un extremo a otro de la gigantesca muralla. De improviso, como una luciérnaga en medio de la oscuridad, una antorcha se encendió tras las almenas.
—¿Quién va ahí abajo?
Davenn hizo una señal con el pulgar. Jared se apresuró a recoger el estandarte que llevaba a un costado de su montura. Lo alzó con ambas manos, bien alto, acercándose a la luz trémula de la antorcha para que no hubiera lugar a dudas: la torre coronada refulgía en hilo dorado sobre fondo azul.
—El estandarte de su majestad —exclamó Davenn, señalándolo con un brazo—. Traemos un mensaje en nombre de Gádriel Érelim para el Maestro del Sindicato.
Pudo ver como el centinela observaba inmóvil el blasón desde las alturas. Luego desapareció tras las almenas con su antorcha. Davenn se cruzó de brazos y aguardó. Le pareció que habían esperado otro par de horas cuando, de repente, las sólidas puertas se abrieron con un chirrido.
Davenn y sus hombres cruzaron el túnel bajo las murallas, saliendo a un descomunal patio circular de piedra. Decenas de postes con antorchas rodeaban el círculo, iluminando lo que, a ojos del capitán, parecían ser oscuros manchones de sangre seca. Todo el patio estaba recubierto de salpicones rojos y negros, de extremo a extremo, dándole un aspecto lúgubre.
En medio de aquel vasto espacio de piedra, un hombre los aguardaba con las manos cruzadas a la espalda. Era un anciano delgado y menudo, con una larga cabellera gris peinada hacia atrás. Vestía las ropas negras con las costuras rojas del Sindicato, y llevaba una espada envainada al cinto. Pese a su aspecto enclenque, Davenn supo con solo mirarlo que aquel viejo era peligroso. No había ni un solo músculo tenso en su postura, y sus ojos negros, clavados en ellos, no traslucían nada. Davenn notó que estaba apretando el puño de su espada cuando desmontó y echó a andar hacia él.
—Soy Davenn Evedane, capitán de la guardia real de su majestad. —Con movimientos precisos, extrajo el sobre sellado del interior de su capa—. Traigo un mensaje en nombre del rey Gádriel para el Maestro del Sindicato.
—Yo soy el Maestro —asintió el viejo. Tenía una voz áspera, desagradable. Sonrió bajo sus mostachos, extendiendo un brazo—. Bienvenidos a mi Fortaleza.
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