Capítulo 7

En algún momento, siglos o milenios atrás, el Patio de la Espada debió ser el lugar más bello que uno podía encontrar en la Fortaleza. Era un pequeño espacio circular con baldosas de mármol, rodeado por columnas que sostenían un elegante sistema de balcones y galerías superiores. Había una delicada fuente justo en su centro, también de mármol, con la escultura de un héroe sosteniendo una espada negra en alto. La estatua debía representar a algún guerrero olvidado del Sindicato, pero, como todo en la Fortaleza, el tiempo había hecho estragos. El rostro del héroe era una masa erosionada de piedra, sin rasgos distinguibles, y el agua de la fuente a sus pies se había estancado y secado hacía ya mucho. La vegetación reclamaba de a poco el patio, emergiendo a través de hierbajos y enredaderas que brotaban entre las baldosas y se adherían a las columnas como una pátina verde y mullida.

El caballero en brillante armadura que aguardaba junto a la fuente desentonaba en medio de aquella imagen decadente.

Aunque era la primera vez que lo veía, Aiden adivinó al instante quién era.

«¿Este hombre...? ¿Aquí...?»

El caballero llevaba una gruesa capa de viaje para protegerse del frío, pero se la había echado hacia atrás, sobre los hombros, dejando a la vista una coraza plateada de exquisita factura. El rostro que los miraba con el ceño fruncido estaba perfectamente afeitado, pese a que debía llevar varios días en el camino, y tenía el largo cabello negro atado en una coleta que le caía sobre un hombro.

Aiden no se dejó intimidar por su mirada. Se la sostuvo mientras ingresaba junto a Hágnar al patio, desviándola apenas un instante hacia las tres líneas azules en su brazal derecho. Aquello lo corroboraba. Conocía la insignia a la perfección: se encontraban nada más y nada menos que en presencia de Davenn Evedane, capitán de la guardia real de su majestad. No solo se trataba de su altísimo rango, los Evedane eran los señores de Vado Escudo, una familia cuyos orígenes se remontaban a la fundación del antiguo imperio de Dulgardon. Muchos de sus miembros habían servido en cargos de gran importancia a lo largo de los siglos, llegando incluso a unirse en matrimonio con la casa real en más de una ocasión. Davenn, de hecho, era primo segundo del mismísimo rey, y había crecido como pupilo de la corona en Dominio Alto. Él y Gádriel se conocían desde niños, y su gran amistad era célebre en todo el reino. ¿Qué hacía un hombre de semejante importancia en la Fortaleza? El Maestro había dicho que deseaba hablar con ellos... ¿Alberion le habría contado al fin al rey que lo había sorprendido en su biblioteca privada? ¿Había venido a buscarlo a él? Pese a que la posibilidad resultaba inquietante, no permitió que la preocupación se reflejara en su rostro. Se mantuvo impasible, mientras Hágnar, ajeno a sus pensamientos, se inclinaba en una reverencia que habría sido la envidia de cualquier cortesano.

—Capitán Evedane —dijo en tono solemne. Por supuesto, él también lo había reconocido—. ¿A qué debemos el placer?

Davenn Evedane los contempló con el ceño fruncido durante un largo instante, como si estuviera evaluando si podía concederles o no el grandísimo honor de su tiempo. Aiden notó que no estaba solo. Había otros tres caballeros de la guardia de pie bajo las galerías, mirándolos, con las manos descansando sobre el pomo de sus espadas. Estaban tan inmóviles que prácticamente rivalizaban con la estatua en la fuente seca.

—¿Aiden y Hágnar el Rojo? —preguntó al final. El ceño en su rostro parecía inamovible.

—En efecto, capitán. Yo soy Hágnar. El hombre aquí a mi lado es Aiden. El Maestro nos ha informado que deseabais vernos.

—Así es. —El tono de Evedane era demasiado brusco para pasar por amable. Los miró de uno en uno—. ¿Alguno de ustedes conocía a Quent el Taciturno?

«¿Quent?»

Aiden sintió que el corazón se le aceleraba. Su amigo Quent no había acudido al Consejo, y, según les había informado Wex, no se sabía absolutamente nada de él desde hacía más de medio año.

—Sí —respondió en un tono casi igual de brusco—. Quent era nuestro compañero de armas... lord capitán. Hace tiempo que no lo vemos. ¿Tenéis noticias de él?

Evedane se tomó otro instante antes de contestar.

—Quent el Taciturno fue contratado por la corona para llevar a cabo una misión sumamente importante en Iörd. Partió hacia allí a mediados de año junto a un grupo de mis mejores caballeros. —Negó ligeramente con la cabeza—. Ninguno regresó. Mucho me temo que ya nunca lo harán.

—¿Una misión en Iörd? ¿Qué clase de misión?

—Fue un trabajo de infiltración. —Evedane frunció aún más el ceño, como si tal cosa fuera posible—. De infiltración y rescate. Todo bajo las órdenes directas del rey.

—¿El rey ordenó infiltrarse en un reino con el que hemos firmado la paz? —preguntó Hágnar. Parecía estar algo bebido, como de costumbre, pero no se perdía detalle—. Habéis dicho también que el objetivo era rescatar a alguien. ¿Podemos preguntar a quién?

—Pueden preguntarlo... una vez nos encontremos en Dominio Alto. Allí, el rey en persona les responderá. Tengo órdenes de llevarlos ante su presencia en la capital lo antes posible. —Apretó los labios—. Es el deseo de su majestad contratarlos a ambos para que retomen la misión que Quent y mis hombres no pudieron cumplir.

El silencio que se hizo en el patio fue tal que Aiden casi podía oír la respiración de los otros tres caballeros bajo la galería. Davenn Evedane, por su parte, no parecía demasiado dispuesto a seguir dándoles explicaciones. Se quedó mirándolos, aguardando la respuesta que sabía le darían. Uno no podía sencillamente negarse a una convocatoria de la corona.

—Su majestad quiere que hagamos un trabajo en Iörd —reflexionó Hágnar—. En alguna ciudad, me imagino, ya que habéis mencionado una infiltración. Creo que nadie hablaría de infiltrarse en una granja o en alguna aldeúcha perdida, ¿verdad? —soltó una risita, como si fueran amigos de toda la vida—. Hay muchas ciudades en Iörd, desde luego, pero si tuviera que apostar diría que la misión nos llevará a colarnos en Hjördarv, uno de los lugares más militarizados y protegidos del mundo, dicho sea de paso. Uno pensaría que, habiéndose firmado la paz con el Norte, no habría necesidad alguna de infiltrarse en su capital. Simplemente podríamos ir hasta allí como emisarios a hacer lo que sea que el rey desee... salvo que pretenda llevar adelante un acto de guerra, o peor aún, que esté respondiendo a uno. Conociendo a los norteños, y considerando la célebre política de paz de nuestro rey, me juego más por lo segundo. —Se cruzó de brazos, sonriente—. No debe ser un trabajo para nada sencillo, sobre todo teniendo en cuenta que nuestro compañero Quent murió intentándolo. Y decís que el rey nos ha solicitado específicamente a nosotros para ello.

Uno de los caballeros bajo la galería carraspeó. El que tenía al lado directamente escupió en dirección a Hágnar.

—Sí —respondió Davenn, estrechando los ojos—. El rey quiere encomendarles a ustedes dos el trabajo.

—Me imagino que su majestad habrá oído hablar de Hágnar el Rojo —intervino Aiden—. Su fama lo precede, después de todo. Hasta en la corte real deben haber escuchado alguna de sus canciones. Pero... ¿por qué yo?

—¿Todos los miembros del Sindicato dan tantas vueltas antes de aceptar un contrato? —replicó el capitán en tono despectivo—. Es el rey el que los está convocando. Y aceptarán, por supuesto. No hay por qué dar más explicaciones.

Pese a que intentó reprimirlo, Aiden sintió que las comisuras de sus labios se torcían en un gesto de disgusto. Hágnar sin duda se dio cuenta. Lo miró con una sonrisa, sin descruzar los brazos, desviando luego la vista hacia Davenn.

—Os ruego que me disculpéis... —dijo Aiden—, pero debo insistir. Un buen amigo mío murió intentando cumplir las órdenes del rey. —«Quent...»—. Aceptaré el trabajo, por supuesto, pero me gustaría saber por qué su majestad está preguntando específicamente por nosotros.

—Porque fueron recomendados. Si tanto necesitas saberlo, te lo diré: Alberion el Cazador le aseguró al rey que ustedes dos serían los hombres adecuados para esta misión.

«¿Alberion?».

Aiden se quedó callado. ¿Él le había pedido a Gádriel que los convocara?

—Supongo que estaban al tanto de que el Cazador está trabajando para el rey —siguió Davenn—, ¿verdad?

El tono en que les hizo ese comentario despejó cualquier duda de cuánto desaprobaba que tuvieran que entrar al servicio de Gádriel. Estaba cumpliendo la orden de llevarles el mensaje, sí, pero resultaba evidente que no le gustaba un carajo.

—Oh, claro que lo sabíamos —respondió Hágnar, adelantándosele—. El Sindicato siempre se enorgullece de servir a la corona. Será un honor para nosotros aceptar este trabajo. ¿Verdad, Aidi?

Aiden asintió bruscamente. Aquello no le gustaba. Todo indicaba que el rey aún no sabía nada de la visita que había hecho a su biblioteca, pero lo que fuera que pretendiera en Iörd le había costado la vida a Quent... y ahora Alberion susurraba en sus regios oídos para que los mandara a ellos al matadero. No le gustaba, no le gustaba en absoluto. Pero no podían negarse.

—Bien, pues. —Evedane asintió con igual brusquedad—. Como se imaginarán, no es prudente hacer esperar a su alteza. Al amanecer partiremos hacia Ruvigardo. Espero que estén acostumbrados a las marchas forzadas. Llegamos aquí en seis días, y planeo estar de vuelta en la capital en el mismo tiempo.

—No tenéis de qué preocuparos, lord Evedane —le aseguró Hágnar, señalando a su alrededor con un gesto—. Aquí nos alimentamos de marchas forzadas para el desayuno, y nos comemos algunas más antes de irnos a dormir. No os demoraremos en lo más mínimo. Ahora, si nos dais vuestro permiso, nos gustaría retirarnos a descansar. Ya ha oscurecido, y mañana nos espera un viaje l...

—No. —De repente, sin previo aviso, Davenn Evedane desenfundó la espada que llevaba al cinturón. Con solo ver las ondulaciones en su superficie, Aiden supo que se trataba de una excelente pieza de acero alvoreano. Señaló con la punta de uno a otro, mirándolos con ojos tan fríos como el metal—. El rey confía en ustedes para llevar adelante este trabajo. No cuestionaré su voluntad y los llevaré ante él, tal como se me ordenó. Pero antes... —Sonrió—. Antes yo mismo evaluaré qué tan aptos son para esta misión. Muéstrenme de qué están hechos en el Sindicato.

—Capitán —Hágnar le devolvió la sonrisa, alzando ambas manos—, no es mi intención ofenderos, pero ¿os parece que semejantes bravatas son dignas de la guardia de su majestad? Aceptamos el trabajo. Vamos a acompañaros sin rechistar hasta Ruvigardo, sin conocer a fondo aún el objetivo de la misión. ¿Es necesario que...?

Aiden alzó un brazo. Sus ojos grises estaban fijos en Evedane.

—No te preocupes, Hágnar. El capitán lo está exigiendo, así que será todo un honor para mí demostrarle de qué estamos hechos.

Hágnar le hizo un leve gesto de negación, pero Aiden lo ignoró. Cubrió los pocos pasos que lo separaban del caballero, desenfundando su espada con un movimiento suave como la seda. El capitán contempló durante un instante el brillo negro del metal. La sonrisa en su rostro se ensanchó.

—Siempre he querido cruzar mi hoja contra una de esas famosas espadas de orihalcón. Se dice que son las mejores del mundo, incluso superiores al más fino acero alvoreano.

—Y así es.

—Lo veremos. Pero un combate no se decide por la calidad de la espada, sino por la habilidad de la mano que la empuña. ¿Estás listo, Aiden del Sindicato?

—Cuando vos lo estéis.

Aiden adoptó una postura baja, mirando atentamente al capitán. La arrogancia y el desprecio de aquel cabrón lo habían irritado, pero, ahora que estaba cara a cara con él, comprendía que debía ir con suma cautela. Davenn Evedane permanecía inmóvil y recto como una lanza, con la punta de su hoja extendida hacia él a una sola mano. Normalmente, habría notado media docena de aberturas en cualquiera que se parara así ante él, pero... algo le decía que no debía atacar a aquel sujeto.

«Su brazo no tiembla en lo más mínimo» notó de repente. «Ni siquiera un poco». No solo era eso. Sus pies estaban plantados en el suelo de un modo que le otorgaba un balance y una estabilidad perfectos. «Podría intentar derribarlo con un placaje usando todas mis fuerzas y no lo movería ni un centímetro...»

—¿Y bien? —le preguntó de repente. Sus ojos negros no se apartaban de los suyos—. ¿Vienes o he de ir yo a buscarte?

Evedane adelantó ligeramente un pie, apenas unos centímetros. Aiden dio un paso al frente a una velocidad centellante. Amagó un quiebre hacia la izquierda, pivotó hacia su derecha y, tras fingir que preparaba un revés desde arriba, giró la muñeca en sentido opuesto, cambiándolo a un poderoso golpe ascendente. Llegó a ver como el caballero giraba su propia muñeca en respuesta, sin desarmar su postura... y eso fue lo último que supo. De repente, su espada de orihalcón estaba en el piso, y la hoja rival reposaba firme sobre su cuello.

Aiden se quedó muy, muy quieto; no estaba seguro de si por precaución o a causa del indescriptible asombro que sentía.

«Mierda...»

—Un buen ataque —evaluó Davenn con voz severa—. Pero me has decepcionado. Y mucho. Si este es el nivel de los espadachines del Sindicato, entonces no sé por qué el rey insiste en...

—Un momento, capitán. —Hágnar se puso a su altura, sonriendo como siempre—. Probad conmigo.

Evedane lo miró de reojo, sin despegar la hoja de su cuello. Luego, se volvió lentamente hacia él, con la misma postura recta a una mano. Por un instante dio la impresión de que atacaría, pero se quedó en el sitio, observando a Hágnar de arriba abajo. Un interés particular pulsaba en sus ojos.

—Hágnar el Rojo. Sí... he oído hablar de ti.

—Y yo de vos, al igual que cualquier otro hombre, mujer o niño de Kenorland. Davenn Evedane, lord capitán de la guardia real de su majestad, el mejor soldado de Ilmeria.

—Y aun así me desafías a la ligera. Te tienes confianza. Espero que puedas hacer algo más que tu compañero.

—Y yo espero estar a la altura de vuestras expectativas. —Hágnar desenfundó descuidadamente su espada, apuntando hacia el suelo con ella—. Cuando queráis.

Aturdido aún por lo que acababa de suceder, Aiden no pudo más que contemplar cómo ambos hombres se medían en silencio. El rostro del capitán se había vuelto de piedra, sin el más leve rastro de la sonrisa feroz que le había obsequiado un minuto atrás. Hágnar, en cambio, lucía tan sereno que hasta resultaba exasperante.

«Su contragolpe fue brutal...» meditó Aiden. Ni siquiera lo había visto. «Si Hágnar se precipita en su ataque entonces podría correr la misma s...»

Ambos se movieron a la vez.

Más que verlos, los oyó. El choque fue tan veloz que apenas pudo escuchar el leve susurro de las botas sobre el mármol, el eco férreo del metal contra el metal.

El silencio que reinó a continuación fue abrumador.

Hágnar sonreía, con el acero del capitán apoyado en su costado izquierdo. Evedane, en cambio, lo miraba con los ojos muy abiertos. La hoja de Hágnar se había detenido a centímetros del punto en el que su peto se unía con la malla que le cubría la axila.

«Si no se hubiera detenido le habría arrancado el brazo a la altura del hombro...» comprendió de repente. «Pero... ¿lo habría logrado antes de que Evedane lo cortara a él por la mitad?»

Por la expresión en su rostro, y la de sus tres hombres bajo la galería, daba la impresión de que el capitán se estaba preguntando lo mismo. Enfundó su acero alvoreano en silencio, contemplando a Hágnar con el ceño fruncido.

—Nos aguarda un largo viaje —dijo con voz pétrea—. Descansaremos por hoy y mañana nos pondremos en marcha. Los veré en la puerta del castillo al amanecer. —Inclinó ligerísimamente la cabeza—. Tienen mi permiso para retirarse, guerreros del Sindicato.

.

La orden era partir con la primera luz del sol, pero todavía faltaba una hora para el alba cuando Aiden y Hágnar se reunieron en el establo principal. Estaba más que claro que Davenn Evedane y sus caballeros los despreciaban; más que eso, seguramente odiaban tener que estar allí haciendo de recaderos a unos mercenarios. Sería mejor para todos si ya estaban listos para partir desde antes del amanecer.

—Esto no me gusta —susurró Aiden, ajustando las riendas de su caballo. Habían llegado a pie, pero la Fortaleza se enorgullecía de tener monturas disponibles para cualquiera de sus miembros a todo momento—. No solo corremos el riesgo de desatar una nueva guerra con Iörd si algo llega a salir mal, sino que... ¿Alberion nos recomienda con el mismísimo rey? ¿Ese hijo de puta? ¿Por qué? —Negó con la cabeza—. No me gusta. No me gusta para nada.

—Sí —respondió Hágnar en tono cansino—. Ya sé que no te gusta. Te oí las primeras diez veces.

—¿Es que no te llama la atención? ¿Qué puede querer Gádriel en Iörd después de tantos años de esfuerzo buscando la paz?

—Rescatar a alguien, aparentemente.

—¿A quién?

—Sé lo mismo que tú, Aidi... —Hágnar resopló, cargando las alforjas de su montura con provisiones. Un saco de cecina de ciervo, una horma de queso amarillo, tocino ahumado, avena—. El capitán Evedane nos ha dado la información que consideraba necesaria. Ya lo has oído. Si queremos saber de qué va exactamente todo esto tenemos que preguntárselo al rey en persona. En seis días o menos tenemos que estar hincando la rodilla en Dominio Alto. Con la resaca que tengo...

—El capitán Evedane —rechistó Aiden en tono despectivo—. Me sorprende que sus pies toquen el suelo cuando camina. Deberían estar a un palmo del piso de lo largo que es el palo que tiene metido en el culo.

—Palo en el culo o no, más te conviene no pasarte de listo con él. Ya lo viste.

Aiden frunció los labios.

—Sí, lo vi.

La verdad, era que aún estaba impresionado por lo que había sucedido en el Patio de la Espada. A lo largo de los años que llevaba en el oficio, se había encontrado con tipos verdaderamente duros. A la enorme mayoría los había vencido, y, a los que no, les había vendido muy pero muy cara la derrota. Evedane, en cambio, lo había desarmado y despachado en un solo movimiento; un movimiento que ni siquiera había llegado a ver del todo. Solo una persona le había pasado tan holgadamente por encima en toda su vida... el cabrón que justamente los estaba referenciando para ese trabajo.

—Es extraño —dijo Hágnar tras un instante de silencio—. Encontrarse con alguien que esté a la altura de su reputación, quiero decir.

Aiden lo miró de soslayo. Pese a las canciones que se habían escrito sobre él, Hágnar el Rojo no solía hablar mucho de los enemigos que había derrotado. Cantaba las canciones a los gritos, con una jarra en la mano, pero nunca entraba en demasiados detalles sobre las peleas en sí. Aiden suponía que era porque ninguno jamás lo había puesto verdaderamente en aprietos, pese a que había matado a bastardos que eran verdaderas leyendas, sujetos como Gorn el Encapuchado, Alford Dermm o Dárgnar Puñodehierro. Después de todo, Hágnar era alguien bastante sencillo. ¿Para qué vanagloriarse de victorias que no habían supuesto una complicación? A su juicio, aquel comentario solo podía significar que estaba tan impresionado como él.

—Le habrías cortado el brazo de haber sido una pelea real —le aseguró en tono despreocupado, aunque no estaba del todo seguro.

Hágnar lo miró con una sonrisa de lo más curiosa.

—¿Eso crees?

—Claro. A mí me desarmó... igual que tú otras cien veces. Si lo hubiesen intentado de nuevo, le habrías pateado el culo. No me cabe duda.

—Quizás.

—De seguro. —Sacudió la cabeza—. Sea como sea, creo que Davenn Evedane es de lo último que debemos preocuparnos ahora. Tenemos que estar en Ruvigardo en menos de una semana para presentarnos ante el mismísimo rey de Ilmeria, de cara a un contrato que probablemente sea el último que hagamos. —Hizo una pausa, acomodando la silla de su montura con gesto sombrío—. Quent era un tipo duro, Hágnar. Uno de los buenos. Y está muerto por culpa de Gádriel y de lo que sea que tenga en mente para nosotros.

—Está muerto porque cumplió con su trabajo.

Aiden soltó un bufido.

—¿Y crees que tuvo la opción de negarse? Quent se vio forzado a aceptar. Si la corona te ofrece un contrato no puedes rechazarlo. ¿Acaso no lo dejó bien en claro nuestro capitán?

—Incluso siendo así, Quent probablemente habría muerto en su siguiente trabajo. O en el siguiente después de ese. O de aquí a veinte años. No importa. Nadie ha fallecido de viejo en una cama en nuestro oficio. Es lo que nos toca. Es lo que sabemos hacer. No hay otra cosa.

Aiden chasqueó la lengua. La mayor parte del tiempo, Hágnar se comportaba como un verdadero bufón; le irritaba sobremanera cuando le daba por ponerse racional, sobre todo porque solía tener razón.

—Quent era mi amigo —atinó a decir—. Crecimos juntos aquí, en la Fortaleza. Más que eso: me ayudó a sobrevivir al entrenamiento y a los instructores. No tenía ningún motivo para hacerlo, pero lo hizo. Una vez le pregunté por qué se había tomado la molestia, y me respondió que le pareció que era lo correcto. Era una buena persona. Era mi amigo.

—Y también el mío. Nunca olvidaré los trabajos que hicimos juntos, las veces que cubrí sus espaldas y él cubrió las mías. Era alguien en quien se podía confiar. Pero al final tomó un contrato que terminó matándolo, como de seguro nos pasará a todos en algún momento. ¿Qué cosa podemos hacer más que recordarlo?

—¿No aceptar el mismo trabajo que lo llevó a la tumba?

—Como bien has señalado, no podemos. Si el rey te llama, acudes corriendo y le dices que sí a todo. —Hágnar suspiró—. Pero te estás preocupando demasiado. Sea lo que sea que quiera Gádriel, lo haremos juntos. ¿Acaso hemos fallado alguna misión antes?

—Nunca tuvimos una como esta.

—Ni siquiera sabes aún lo que hay que hacer —repuso Hágnar en tono jovial, omitiendo deliberadamente que, fuese lo que fuese, había matado a Quent—. Ya hemos cumplido contratos que todo el mundo consideraba imposibles antes. ¿Te acuerdas del asesino ese que se comía a la gente en Ástigor?

—Trato de olvidarlo.

—¿Y cuándo rastreamos a esos caballeros ladrones en Puerto Rojo? Habían levantado prácticamente un ejército de bandidos, eran tantos que hasta se atrevían a asaltar a los recaudadores reales. Y aun así no pudieron con nosotros. ¿Lo recuerdas?

—Sí —asintió Aiden en tono irónico—. Recuerdo que te la pasaste borracho en las tabernas mientras yo hacía todo el trabajo de rastreo en el bosque.

—Bah, simples detalles. Luego, cuando hubo que emboscarlos y acabar con ellos, estuve ahí contigo codo a codo. Y así será ahora. Haremos lo que sea que haya que hacer y regresaremos.

«Regresaremos...»

Aiden frunció los labios. Si por alguna casualidad salían vivos de Iörd, ¿adónde regresarían exactamente? ¿A la Fortaleza? La aparición del capitán de la guardia había sido tan sorpresiva que casi no había podido pararse a pensar en el encontronazo que había tenido con el Maestro. Había estado a punto de largarse de allí sin su puta autorización, a sabiendas de lo que le sucedería si se atrevía a desertar otra vez. Las palabras del maldito viejo lo habían puesto terriblemente furioso. Estuvo a menos de un suspiro de darle la espalda y salir en busca de Alberion, por más loco que sonase, hasta que, casi como si lo hubiesen enviado los mismísimos dioses, Hágnar los interrumpió. Su aparición muy probablemente había evitado que cometiera una locura. Pero había algo más... algo que llevaba días inquietándolo. Aiden miró a su compañero con el ceño fruncido.

—¿Por qué amenazaste así al Maestro antes de ir a ver a Evedane? —le preguntó—. Sé que nunca le tuviste ningún aprecio, pero... ¿qué está sucediendo entre ustedes dos exactamente?

La sonrisa de Hágnar se esfumó en un abrir y cerrar de ojos. Se demoró un largo instante ajustando las correas de su silla de montar, sin decir una sola palabra.

—Listo —comentó de repente, sin mirarlo—. Ya estoy preparado para partir.

Aiden soltó un largo suspiro. Había captado la indirecta. El Maestro podía quedarse con sus malditas leyes, ellos habían construido las propias, y si un compañero no deseaba hablar sobre un contrato, o sobre lo que habían sufrido ahí dentro, o sobre lo que fuese, lo respetabas. Volvió a suspirar, echando un vistazo hacia el firmamento. Una línea rojiza empezaba a encender el horizonte hacia el este, pero aún estaba oscuro

—Sí, yo también estoy listo. Creo que todavía tenemos una hora antes de que salga el sol.

—Sí, quizás un poco más.

—Nuestro buen capitán nos ordenó estar en las puertas al rayar el alba, para que le hagamos el saludo y le besemos el culo. Aún tenemos tiempo. Creo que me pegaré una vuelta por la Forja antes, quiero cambiar algunos de mis cuchillos.

Aquello era cierto a medias. De verdad necesitaba reponer varias de sus armas secundarias, pero también quería ir a buscar cierto libro antes de irse. Y a escuchar cualquier cosa que el Herrero Jefe hubiera podido averiguar al respecto. Había tenido la intención de visitar a Byron mucho antes, pero los acontecimientos se habían precipitado de un modo tan vertiginoso tras su llegada que casi no había tenido tiempo de pensar en el verdadero motivo por el que había vuelto a la Fortaleza.

«Sea lo que sea que haya averiguado Byron, tendrá que esperar a que regrese de Iörd... si es que salgo vivo de ahí».

—A la Forja, de acuerdo. —Hágnar asintió bruscamente —. Por mi parte, yo... yo creo que debería ir a hacerle una visita a Jenna antes de que nos vayamos. —«Jenna...» —He intentado ir a verla antes, ¿sabes? Pero la verdad es que no sé muy bien qué decirle. Es extraño. Creo que me acostumbré a tener esta imagen indestructible de ella, pero ahora... —Sacudió la cabeza—. No sé si me entiendes.

Aiden lo entendía a la perfección. Él había logrado reunir el valor para hacer lo que Hágnar se proponía, pero los dioses sabían cuánto le había costado. Y además... lo que sucedió luego, cuando finalmente hablaron... La imagen de Jenna rodeándolo entre sus brazos, con su rostro destrozado, pero aun así hermoso, lo asaltó tan repentinamente que se quedó sin habla.

«Tengo que volver a verla». comprendió de repente. «Una vez más, antes de irme. Si en verdad no regresamos de este trabajo, yo...»

—Te entiendo perfectamente, Hágnar. Jenna... ella es....

—Si me estaban buscando, aquí me tienen.

La voz les llegó desde un costado del establo, fuerte, desafiante, conocida. Aiden giró rápidamente la cabeza, con el corazón en un puño... y allí estaba.

Iba enfundada en el uniforme negro del Sindicato, que en ella siempre se había amoldado como un guante a cada contorno de su figura. El cabello oscuro le caía sobre los hombros, atado nuevamente en una alta cola de caballo. Se había quitado el vendaje, dejando a la vista el profundo corte que le atravesaba el rostro, una línea roja e hinchada, pulsante, que iba desde la ceja izquierda hasta casi la barbilla. Los ojos azules, duros y confiados, miraron con intensidad de uno a otro, como desafiándolos a que se atrevieran a decir algo. Hágnar fue el primero en hacerlo. Él se había quedado sin palabras.

—¡Jenna! —exclamó—. ¿Pero qué estás haciendo aquí?

—¿Qué no es obvio? —Recién en ese momento, mientras la observaba con una sonrisa en los labios, Aiden notó que llevaba su morral de viaje al hombro. Ella también sonrió—. Voy con ustedes.

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