Capítulo 5

«Hoy va a ser un largo día...» se dijo Hágnar, vaciando de un trago lo que quedaba de vodka. «Un muy largo día de visitas sociales...»

Lanzó la botella contra una de las columnas, haciéndola estallar en pedazos. Un brillante reguero de alcohol resbaló por la piedra hasta el suelo. Hágnar manoteó la petaca que llevaba al interior de su chaqueta, dio un nuevo trago y se alejó a paso tambaleante. Sentía que el piso se sacudía bajo sus pies como si estuviera parado en la cubierta de un barco, lo usual cuando se llevaba toda la mañana y la noche anterior bebiendo, pero no tenía pensado dejar que aquello lo persuadiera de lo que había que hacer.

La Torre de Acero se alzaba como un esbelto pilar negro al otro lado del patio. Hacia allí se habría dirigido en circunstancias normales, pero la situación en el Sindicato distaba bastante de ser normal desde el día de la Prueba. Gúnter había vencido a Hagen y se había ganado un puesto como miembro de segunda orden, lo correspondiente según las leyes, pero a partir de ahí todo se había ido paulatinamente al carajo. Aiden había luchado en un duelo a muerte por fuera de las normas; Jenna había hecho exactamente lo opuesto, y a cambio se había llevado un rostro desfigurado de por vida. Sintió que el estómago se le encogía al pensar en aquello.

«Debería ir a ver a Jenna... Debería hablar con ella...»

Llevaba días enteros diciéndose lo mismo, pero nunca terminaba de reunir el valor necesario para ir y enfrentarla. En cambio, había hecho lo que siempre hacía cuando necesitaba alejarse de todo.

Beber.

Apretó con furia la petaca, lanzándola a un costado del patio. Ojalá pudiera hacer lo mismo con cada maldita botella que se cruzaba en su camino, ojalá pudiera olvidar todo lo que había tenido que hacer para ganarse su lugar privilegiado entre esa élite de asesinos, ojalá pudiera...

Pero no podía.

La noche anterior había vuelto a soñar con Nessa. En esos momentos, mientras luchaba contra el incontrolable impulso de recoger de nuevo la petaca, no podía dejar de pensar en ella. Estaba desolado. Estaba furioso. ¿Había dejado de estarlo alguna vez en todos aquellos años? ¿La máscara de bufón que se ponía para ocultarlo aún funcionaba? ¿El mundo empezaba a ver lo que realmente había debajo? No, nadie lo sabía. Solo él... solo él y el Maestro.

El Maestro...

«Debería ir a ver a Jenna» se dijo otra vez, esquivando el caos de emociones en su interior.

Pero, en lugar de eso, pasó de largo junto a la Torre de Acero y giró hacia el edificio bajo y alargado que se erguía a un costado, bajo la sombra de las altas murallas negras. Abrió las puertas de un empujón, topándose de lleno con el familiar pestazo a hierbas, sangre y antiséptico. Un largo pasillo se abría ante él, flanqueado por filas y filas de literas cubiertas de sábanas blancas. Había estado tumbado en esas camas más veces de las que quería recordar. Todos los que portaban la espada negra y el tatuaje habían pasado días enteros tirados allí, recuperándose, agonizando, muriendo. En esos momentos, el lugar estaba extrañamente tranquilo. Tal y como se esperaba. Sabía que Jenna y Hagen se habían retirado a sus habitaciones en la Torre de Acero luego de que trataran sus heridas, de modo que solo había una cama ocupada al fondo.

Tal y como se esperaba.

Echó a andar hacia allí, notando como la boca se le estiraba por sí sola en una sonrisa. Había un aprendiz vestido con una túnica blanca sentado ante la litera, acomodándole las sábanas al convaleciente. Aquella imagen avivó viejos recuerdos en su interior. A todos les había tocado desempeñar el papel de sanadores en algún momento, pues para ser un asesino eficiente había que tener un buen conocimiento de anatomía. Formaba parte del entrenamiento estudiar el cuerpo humano, las formas más efectivas de dañarlo, y también de sanarlo. Se esperaba, al fin y al cabo, que todos los miembros del Sindicato fueran capaces de curar por sí mismos las lesiones que sufrían en el camino. Sin ir más lejos, algunos pocos de los aprendices que mostraban verdaderas facultades eran apartados y se los educaba exclusivamente para convertirse en sanadores, pasando a formar a su vez a los futuros candidatos. La Fortaleza era célebre por generar luchadores de primer nivel, pero para lograrlo había que procurar que al menos algunos de los acólitos sobrevivieran al adiestramiento, si podían.

Alguien tenía que ir juntando los pedazos en el camino.

Al muchacho flaco y desgarbado sentado frente a la litera le tocaba aquel día. Giró la cabeza hacia él en cuanto cruzó la entrada, poniéndose bruscamente de pie.

—Por hoy los convalecientes ya no reciben visitas —anunció con voz solemne.

Hágnar paseó la mirada por la estancia con el ceño fruncido.

—¿"Los" convalecientes, dices? Apenas sí veo a uno ahí tirado.

—El convaleciente, pues.

No pudo evitar una pequeña sonrisa. Aquel mocoso tenía agallas. O eso, o era idiota. Aunque debía reconocer que no recordaba haberlo visto antes en la Fortaleza. Puede que fuera nuevo, recién llegado a principios de ese año, aunque parecía bastante crecidito. Puede que no supiera con quién estaba hablando.

—Hijo —empezó—, esto no es un sanatorio financiado por las arcas de la corona, con horarios de visita y esas mierdas. Si no te quitas ahora mismo de mi camino ya no tendrás que volver a hacer más turnos, porque yo mismo me aseguraré de dejarte postrado en una de esas camas hasta la próxima luna. —Se paró a centímetros de su cara, mirándolo desde arriba—. Lárgate de aquí. Ahora.

El chico palideció tanto que casi le dio lástima. Se atrevió a mirarlo por encima del hombro una última vez antes de cerrar las puertas, pero al menos tuvo la sensatez de no volver a abrir la boca. Hágnar se sentó en el banco frente a la litera, estirándose como un gato.

—Ahhhhh al fin solos... ¿Verdad, mi querido Ferl?

Ferl Hojalarga, antiguo instructor de la Fortaleza, lo miró con la mandíbula apretada.

—¿Qué carajo haces aquí, Rojo?

Hágnar le echó un largo y perezoso vistazo. Ferl era un hombretón de brazos poderosos, cabeza rapada y mandíbula prominente. Las sábanas que lo cubrían se ahuecaban de forma antinatural bajo su rodilla derecha. Así que era cierto. La herida que le había hecho Aiden resultó ser mucho más grave de lo que parecía en un primer momento, de modo que no había quedado más alternativa que amputar.

La mera visión hizo que la sonrisa creciera en sus labios.

—¿Qué por qué estoy aquí? ¿Acaso no es obvio? He venido a ver qué tal llevas la convalecencia. No muy bien, por lo que veo.

—Ahórrate el puto sarcasmo. ¿Qué es lo que quieres?

Hágnar se inclinó hacia adelante en su asiento, mirándolo fijamente. Sin decir nada, se estiró la comisura de la boca con el dedo índice, mostrándole el hueco que tenía en el lado derecho de la dentadura.

—¿Recuerdas el día en que me volaste este diente? Hacía más o menos un invierno que había llegado a la Fortaleza, así que debía tener unos ocho años en ese momento, no más de nueve. Creo que no pasaron ni dos lunas cuando me rompiste tres costillas y el brazo. Estuve un buen tiempo postrado en este mismo lugar, llorando y meando sangre. Se te da muy bien eso, lo de maltratar niños quiero decir.

—¿Qué esperas? ¿Una disculpa? —Ferl escupió hacia un lado, un gesto que intentaba parecer despectivo, pero que menguaba bastante al ser prácticamente un chorro sanguinolento—. Así es como hacemos las cosas aquí. Así es como transformamos a un montón de mocosos desnutridos y llorones en verdaderos guerreros.

—Oh, sí, lo tengo claro. El discurso de siempre. "Así es como hacemos aquí las cosas". Conmigo fueron más que exitosos en ese aspecto, ¿quién no ha oído hablar del gran Hágnar el Rojo? ¿Quién no ha escuchado las canciones? De hecho, creo que sabes muy bien que desde hace mucho ya que podría despedazarte con las manos desnudas de quererlo. —Se puso de pie, mirándolo aún más fijamente. Su sombra se proyectaba sobre la litera como una montaña—. Y ahora... Bueno, ahora matarte sería aún más fácil que beberse otra botella de vodka.

Ferl soltó una carcajada.

—¿Acaso crees que la muerte sigue significando algo para mí, maldito borracho imbécil? Mírame. Ya no puedo usar una espada, ya no puedo luchar, ya ni siquiera puedo mantenerme en pie por mí mismo. Aiden me lo ha quitado todo... ¡Todo! —Desvió la mirada—. La muerte es un destino mejor en comparación.

—Lo sé. Y es justamente por eso que aún tienes la cabeza sobre tus hombros. —Hágnar estiró bruscamente una mano, estrujándole el muñón bajo la sábana con un brutal apretón. Ferl soltó un alarido—. Todos en la Fortaleza estarían de lo más felices si te matara aquí mismo, pedazo de hijo de puta, nadie derramaría ni una sola lágrima por ti. Pero creo que verte así lo que te queda de vida, arrastrándote como el miserable gusano tullido que eres, será incluso más gratificante. —Lo soltó, inclinándose hasta casi pegar su cara a la suya—. Vivirás. Y cada día que vivas será un recordatorio de que tanto Aiden como yo te hemos condenado a seguir respirando. Ahora bien, en cuanto a los bastardos de Cadwyn y Bran... eso aún está por verse.

El gesto de miedo y asombro en el rostro de Ferl fue exquisito. Hágnar sonrió de lado, alejándose un paso.

—Oh, sí. Aiden y yo sabemos lo que tú y esos dos cabrones tenían en mente. ¿Así es como se hacen las cosas en el Sindicato, Ferl? ¿Atacando a traición a tus hermanos de armas? —Escupió, procurando que el gargajo cayera sobre las sábanas, justo debajo del muñón—. Estoy seguro de que sabían que Jenna y yo íbamos a abandonar la Fortaleza junto con Aiden. ¿Su pequeño complot también incluía matarnos a ella y a mí por la espalda? ¿Eh, Hojalarga? ¿Qué dices?

—Tú... ¿Pero ¿cómo...? —Ferl apretó los labios. No dijo más.

Hágnar aguardó unos instantes. La mano le temblaba cerrada en un puño. Se moría de ganas de estamparlo en aquel rostro despreciable, ardía en deseos de machacarlo hasta dejarlo reducido a una pulpa sanguinolenta, pero se contuvo. No valía la pena.

Así que aguardó; esperó a que Ferl dijera algo, a que confesara de una vez cómo había planeado asesinarlo a traición a él y sus amigos. Pero Hojalarga se mantuvo en silencio. Hágnar decidió que ya estaba harto de él.

—Te quedas callado, ¿eh? No importa, no hace falta que te delates. Es fácil intuir la verdad cuando se trata con una basura de tu calaña. —Dio media vuelta y echó a andar hacia la salida—. Ya veremos qué tienen para decir tus amigos.

.

Dar con Bran y Cadwyn fue más difícil de lo que cabría imaginarse. Que el suelo siguiera sacudiéndose como un condenado bajo sus pies, obligándolo a detenerse hasta en el más pequeño tramo de escaleras, no ayudaba en absoluto; y que la Fortaleza fuera un gigantesco y oscuro laberinto de roca, menos aún. No estaban en las tres torres ni en el Círculo de Piedra; tampoco en los establos principales, las cocinas, ni en ninguno de los múltiples salones y patios menores que solían frecuentar. Ir por ahí preguntando abiertamente por ellos no era una alternativa. Aiden había sido categórico al nombrar a Ferl, Cadwyn y Bran como los conspiradores, pero no podía descartar que hubiera otros involucrados.

Apretó los puños.

Casi deseaba que hubiera más cabrones detrás de aquello.

Al final, cuando el sol ya empezaba a esconderse tras los picos del Monte Oricalco, los encontró. Había dado por sentado que tendría que encararlos de uno en uno, pero ahí estaban, los dos juntos, bajo la sombra del tejado medio derruido de un establo abandonado, en el extremo más occidental del castillo. Aquel era un lugar que prácticamente nadie visitaba. La fortaleza era gigantesca, demasiado para su escasa población actual, de modo que secciones enteras habían sido abandonadas hacía tiempo.

«El lugar ideal para manosearse» se dijo Hágnar con una sonrisa torva. «O para planear a escondidas la muerte de un compañero de armas...»

Bran y Cadwyn, desde luego, no parecían muy abocados a lo primero. Hablaban en voz baja, con los brazos cruzados, Bran apoyado en forma despreocupada contra uno de los viejos postes de la caballeriza. Ninguno de los dos lo oyó acercarse. Puede que el piso siguiera temblando bajo sus pies, pero nadie se percataba de que Hágnar el Rojo andaba cerca al menos que él así lo quisiera. Y en esos momentos le apetecía a sobremanera sorprender a esos hijos de puta con los pantalones bajos.

—Vaya, así que aquí estaban —exclamó en tono ruidoso, saliendo a la débil luz del crepúsculo—. Los he estado buscando por todo el castillo.

Los dos hombres se volvieron bruscamente. El rostro de Cadwyn era una máscara de impasibilidad, pero las cejas de Bran estaban alzadas en un gesto de sorpresa. Hágnar se detuvo a una distancia que dejaba en claro que no le preocupaba en absoluto lo que pudieran intentar. Los contempló con una sonrisa apretada, aguardando a que dijeran algo, pero permanecieron en silencio, midiéndose mutuamente con la mirada. Hágnar no podía percibir absolutamente nada en Cadwyn, pero, pese a que se afanaba por ocultarlo, Bran estaba tenso. Centró su atención en él, acercándose un paso más. Bran era un sujeto delgado y nervudo, de rostro chupado, con una sombra de barba en el mentón y las mejillas. Tenía una maraña de seco cabello castaño y un gran parche de piel cubriéndole el ojo derecho. Aquel parche era con mucho su rasgo más destacable, ya que, por lo demás, su aspecto era tan corriente que ni siquiera resultaba fácil precisar su edad. Lo mismo podían ser veinte años como cuarenta. Un tipo de lo más olvidable. Y eso era una gran ventaja en el negocio, a juicio de Hágnar. Cuanto menos cosa parezcas, más probabilidades habrá de que tus enemigos te subestimen.

Él, por supuesto, no pensaba cometer ese error.

—Lindo lugar para reunirse —dijo al cabo, tras un largo instante de silencio. Miró hacia arriba—. Sobre todo a estas horas.

—Lindo lugar para andar merodeando —le espetó Bran—. Sobre todo a estas horas. ¿Qué pasa, te perdiste de nuevo deambulando por ahí borracho?

—Admito que me tomé tres o cuatro jarras de más, pero antes de eso... ¿A qué no saben con quién estuve charlando? —Lo único que obtuvo como respuesta fue una fría mirada. Hágnar sonrió—. Nada más y nada menos que con su buen amigo Ferl Hojalarga. Miren qué casualidad, justo estuvimos hablando un largo rato de ustedes dos. Me contó un par de cosas de lo más interesantes. ¿No se les ocurre qué?

De nuevo, silencio; un gélido y hosco silencio. Hágnar torció la boca.

—No dicen nada, ¿eh? Tú, Cadwyn, te quedas plano y liso como una piedra, como de costumbre. En cambio tú, Tuerto, tratas de dártelas de duro cuando en realidad estás temblando igual que una niñita. ¿Acaso piensas que no me doy cuenta? —Bran se erizó como un puercoespín, pero Hágnar no lo dejó contestar dando un nuevo y amenazador paso—. Ya pueden dejar de hacerse los idiotas. Hojalarga me lo contó todo. Todo. Sé que los tres tenían pensado atacar a Aiden a traición en el valle, cuando dejara la Fortaleza, y que pretendían hacer exactamente lo mismo conmigo y con Jenna. Ahora, por supuesto, las cosas han cambiado. Aiden dejó inválido a su amiguito, como bien se merecía, y yo estoy al tanto de todo. Así que la cuestión es clara para mí —avanzó un último paso, observando de uno a otro con una mirada dura como el acero—: ¿qué es lo que harán ahora?

Bran apretaba los dientes en una mueca de furia, un gesto propio de aquel que se sabe descubierto pero que no está dispuesto a reconocerlo. Cadwyn, en cambio, le sonrió afablemente.

—Esa es una acusación sumamente seria, Hágnar. Dudo que el bueno de Ferl confesara algo semejante.

—Pues lo hizo.

—Ah, ¿sí? Me cuesta creerlo. Es más, diría que te lo estás inventando. Diría que necesitas inventarte una excusa para descargar lo que sea que te enfurece. —Cadwyn dejó de sonreír, descruzando los brazos y colocándolos a los lados del cuerpo, muy cerca del puño de la espada y del cuchillo que llevaba en el cinturón—. Búscate a alguien más con quien bravuconear. Nosotros no estamos para andar aguantando los delirios de un borracho.

Hágnar alzó las cejas, más sorprendido que furioso. Cadwyn el Blanco, así lo llamaban, y no era para menos. Tenía el rostro suave y pálido como un trozo de porcelana, sin indicios de arrugas o de barba, con un mentón afilado y una nariz fina y elegante. Su cabello, largo hasta los hombros y peinado hacia atrás, era blanco como la nieve. Los ojos que le sostenían la mirada eran de un extraño color rosa, y brillaban astutos, sin rastro de temor.

«No me tiene miedo» concluyó Hágnar. «Será imbécil».

—Entonces, Hojalarga me mintió. ¿Es eso lo que insinúas, Cadwyn?

—No. —El albino ni parpadeó—. Insinúo que ni siquiera hablaste con Ferl. Insinúo que te estás inventando toda esta patraña solo para intimidarnos.

—Ah, ¿sí? ¿Y por qué querría intimidar a dos payasos como ustedes si no tuviera una buena razón?

—Eso lo sabrás tú.

—Ya veo. En ese caso, es mi palabra contra la tuya. ¿Y sabes qué? Decido creer más en la mía.

Cadwyn soltó una risita.

—¿Y qué si confías más en tus disparates? ¿Qué piensas hacer, matarnos? Primero, no lo tendrás nada fácil contra los dos a la vez, lo sabes; segundo, imagínate cómo reaccionará el Maestro si se entera de que has atacado a...

—Primero —lo cortó Hágnar, mostrando los dientes—, cometes un grave error si crees que me importa un carajo lo que vaya a hacer ese viejo de mierda. Y segundo —apoyó suavemente la mano en el pomo de su espada—, te equivocas aún más si piensas que la tendré difícil contra unos mequetrefes fanfarrones como ustedes.

Bran había estado conteniendo su ira desde el principio, y, en ese momento, no pudo reprimirla más. Un luchador común y corriente no habría llegado a ver cómo se inclinó hacia adelante, arrojándose sobre él con una velocidad inhumana. Pero Hágnar distaba mucho de ser un luchador normal. Dio un ligero paso a un costado, eludiendo la embestida con un movimiento suave como la seda. Antes de que Bran tuviera tiempo de girar en un contraataque, lanzó las manos hacia atrás y lo inmovilizó por el pecho y el hombro, barriéndole el pie de apoyo en dirección opuesta. Bran cayó de espaldas al piso, y no de cualquier manera: Hágnar concentró todo el peso de su cuerpo y la fuerza de sus pies contra la tierra, estampándolo con una violencia brutal. Bran soltó un quejido ronco. Antes de que pudiera atinar a hacer otro movimiento, le estampó un pie sobre el pecho, desenfundando su espada con un movimiento vertiginoso. La punta de la hoja, extendida a una mano, quedó suspendida a apenas centímetros del cuello de Cadwyn. El albino no había hecho ademán de moverse, pero aun así observaba el arma con los ojos muy abiertos.

—Muévete y pierdes la cabeza —amenazó Hágnar—. Lo mismo va para ti, Tuerto. Antes de que intentes levantarte tendrás uno de mis puñales enterrado en el ojo que te queda.

—¿Y por qué? —Pese a la situación en la que estaba, Cadwyn se mostraba tranquilo—. ¿Por qué vas a terminar matándonos? ¿Por una historia de traiciones y conspiraciones que te has inventado en tu cabeza? Aiden ya ha saldado sus cuentas con Hojalarga. ¿Qué le hemos hecho nosotros a él? ¿Qué te hemos hecho a ti?

—Ferl me dijo...

—Nada —lo interrumpió Cadwyn en tono desdeñoso—. Ferl no te dijo nada, porque no hay nada que confesar. Si andas con sed de sangre, ve a resolverlo con quien sea que haga falta. No vengas aquí a desquitarte con nosotros.

Hágnar se quedó callado. Sentía una especie de hormigueo gélido subiéndole desde la mano de la espada. Cayó en la cuenta de que estaba tratando de responder, de decir algo que sonara mordaz e ingenioso, pero no le salían las palabras. Se había quedado literalmente mudo de rabia.

Bajo el peso de su pie, Bran se revolvía furioso. Hágnar aumentó aún más la presión, aplastándole el pecho. Luego, casi por sí sola, su mano se movió, presionando la punta de la espada contra el cuello de Cadwyn. Un pequeño corte se abrió en la pálida piel, manchándole el cuello de la chaqueta. El albino ni siquiera se inmutó. Aquello lo enfureció más aún, pero lo que más rabioso lo ponía era que sabía que tenía razón. Aquel cabrón paliducho le estaba diciendo la pura verdad. Por más que sabía que habían planeado asesinar a Aiden, su mejor amigo, el origen de su ira era otro. Siempre lo había sido.

«Nessa...»

Hágnar enfundó bruscamente la espada y dio media vuelta. Echó a caminar sin decir una sola palabra. Ya había anochecido, y la mole gigantesca de la Torre de Acero resaltaba oscura contra el cielo estrellado. Jenna podía esperar un poco más.

Antes tenía que ver al Maestro.

Antes tenía que saldar de una vez y para siempre una deuda.

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