Capítulo 1

No importaba toda la experiencia que se pudiera tener en un oficio como el suyo, o lo preparado que se pudiera estar. El miedo nunca, jamás, se iba. Aiden había estado en primera fila en más de una batalla; algunas solo habían tenido unos pocos cientos de involucrados, otras, decenas de miles por bando, en medio de un tumulto infernal de gritos, maldiciones, alaridos y acero. Había participado en decenas de sangrientas escaramuzas, incursiones y reyertas. Había luchado bajo la lluvia y bajo la nieve, de noche y de día, en bosques, llanos, montañas y sobre la cubierta bamboleante de más de un barco de guerra. Había peleado y vencido en media docena de duelos, cara a cara con cabrones con la fama de ser los tipos más duros del reino, nación o imperio en el que fuera que lo hubieran contratado.

Y en todas esas ocasiones, de algún modo u otro, siempre había tenido miedo. Ansiedad. Escalofríos. Una desesperación que se esfumaba en cuanto alzaba su espada y se ponía a trabajar, pero que siempre estaba ahí, escondida en los terribles momentos antes de la tormenta. Quien fuera que asegurase lo contrario, por más duro que se creyera, no era más que un puto mentiroso.

¿Cómo podía ser entonces que sintiera más miedo en esos instantes, mientras dudaba si llamar a la puerta o no?

Podía escuchar la voz amortiguada de Hildi al otro lado. Aiden tragó saliva, sin animarse a llamar. Debajo de aquel inexplicable temor, se sentía de lo más estúpido. ¿Cuánto tiempo llevaba así, inmóvil, con el puño alzado sin hacer nada? Dudaba. Dudaba tanto, de hecho, que ni siquiera se dio cuenta cuando los pasos se hicieron más y más próximos al otro lado.

De repente, la puerta se abrió ante sus narices. Una mueca de asombro se dibujó en el rostro de Hildi al verlo allí, petrificado bajo el dintel.

—¿Aiden?

—Hildi...

La chica se quedó mirándolo. Estaba pálida, y tenía unas ojeras muy marcadas.

—¿Has venido a verla?

Era una pregunta bastante tonta. ¿Por qué iba a estar ahí si no?

—Sí... —carraspeó—. Sí.

—Bien... Me alegra que estés aquí, me alegra mucho. Quizás tú puedas... —Hildi guardó silencio, desviando la mirada—. Se rehúsa a hablar conmigo, Aiden. Ni siquiera sé si me escucha. No ha querido levantarse. Tampoco ha probado bocado desde... bueno, desde la Prueba. Tú sabes. Estoy muy preocupada por ella...

Aiden asintió con solemnidad, como si realmente supiera qué era lo que tenía que hacer. Pero tampoco podía irse.

—Llévame con ella.

Los dormitorios destinados a los miembros del Sindicato en la Torre de Hierro eran salas amplias y austeras, sin ápice de lujo. Aquellas estancias no eran la excepción. Avanzaron a través de un pequeño vestíbulo sin ventanas, apenas amueblado. Un amplio arco de piedra unía el pasillo con una habitación sumida en la penumbra. Hildi se detuvo bajo el arco, titubeante.

—¿Jenna? —llamó—. Tienes... tienes visitas.

Silencio.

—Es Aiden. Aiden ha venido a verte.

No hubo respuesta.

—Jenna, nosotros...

Aiden posó una mano sobre su hombro. Negó lentamente con la cabeza. Hildi abrió la boca, como si quisiera replicar, pero no lo hizo.

—Creo que será mejor que los deje a solas...

—Sí... —Él no estaba para nada seguro de que aquello fuera lo mejor, pero se tragó a la fuerza sus dudas—. De acuerdo.

Hildi se alejó a través del vestíbulo. Se detuvo un momento antes de salir, mirándolo por encima del hombro.

—Gracias.

El retumbar de la puerta al cerrarse fue lo único que Aiden pudo oír durante un largo rato. ¿Qué mierda hacía allí? No tenía ningún sentido. Él no le debía absolutamente nada, ¿por qué no seguía los pasos de Hildi y se largaba? Echó un vistazo indeciso a la penumbra más allá del arco. Le pareció distinguir el contorno de una cama, de un gran ventanal con las cortinas cerradas. Estaba nervioso. Aún tenía miedo, su puta madre. ¿Qué pintaba él ahí? ¿Qué esperaba obtener? ¿Por qué simplemente no se iba?

«No puedo...»

La vocecilla resonó en su cabeza como una avispa clavándole su aguijón. No podía. No podía irse sin más. Del mismo modo que no pudo evitar irrumpir en el Círculo cuando Alberion la derribó, cuando se echó sobre ella y la inmovilizó contra el suelo, cuando...

Soltó un largo suspiro, derrotado. Puestos a ello, mejor no demorarlo.

La habitación al otro lado del arco de entrada era amplia, pero para nada impresionante. Apenas un par de muebles repartidos junto a los muros y una cama al frente, empotrada contra la pared. La luz era prácticamente nula, pero Aiden podía distinguir la silueta recostada en ella, cubierta de mantas hasta la cintura.

—Jenna —se escuchó decir.

Ella no respondió. Estaba inmóvil, boca arriba, con los brazos inertes a ambos lados como si no formaran parte de su cuerpo. Un apretado vendaje le cubría el torso casi hasta el cuello y su cabeza estaba vuelta hacia la pared, de modo que no podía verle el rostro. Durante un momento sintió el culpable deseo de que se quedara así. Sabía lo que vería si volteaba hacia él, y no estaba seguro de estar listo para afrontarlo.

—Jenna —intentó de nuevo—. He venido a verte.

Qué ridículo sonaba aquello. Estaba ahí, y para verla, ¿o no? Ella no contestó. Tampoco volteó a mirarlo. Aiden carraspeó, echando un vistazo rápido a la habitación. Había un plato con carne y verduras sobre el mueble más próximo a la cama, intacto, con una costra de grasa solidificada de lo frío que se había puesto. Había una silla a un costado, de modo que la acercó de un tirón y se sentó. Durante espacio de varios segundos, permaneció allí inmóvil, inclinado hacia adelante con los codos sobre las rodillas y el mentón apoyado en las manos entrelazadas. El silencio imperturbable hizo que mil frases distintas pasaran por su cabeza, cada una más insustancial y vana que la anterior.

—Ya ha pasado más de una semana —empezó, mirando el plato de reojo—. Hildi dice que no comes, y que tampoco quieres levantarte. Eso no te hará ningún bien. Y tampoco es propio de ti. Debes recuperarte.

Se dio cuenta de que aquella era una de esas frases vanas e insustanciales que cualquiera podría haberle dicho. Tomó una honda bocanada de aire. No sabía si Jenna lo estaba escuchando o no, pero de hacerlo, su honestidad total era todo lo que podía ofrecerle.

—Sabes lo mucho que odio este lugar... Lo detesto de un modo que creo que no podrías llegar a entender del todo. Pero aun así, hay algo que debo reconocerle. —Echó una mirada despectiva a los muros—. Aquí sí que saben cómo crear verdaderos guerreros. Son muy pocas las personas en el reino, puede que hasta en el mundo, que serían capaces de hacernos frente en un combate mano a mano, ni falta hace que te lo diga. Este lugar nos ha convertido en verdaderas máquinas de luchar... y tú sobresales incluso entre nosotros.

Le pareció que Jenna se movía un poco. Hubo un leve amague de su cuello, como si quisiera voltear al fin hacia él, pero no lo hizo. Su vista continuó fija en la pared junto a la cama.

—Lo que quiero decir —siguió Aiden tras una pausa—, es que llevamos demasiado tiempo acostumbrados a ser invencibles. Luego de cientos de contratos, duelos y combates ganados, tenemos buenos motivos para creer que es así, pero... no lo es. La realidad es que siempre puede haber alguien mejor que nosotros. La vida es así. No hay ninguna vergüenza en ello. La vergüenza sería no saber aceptarlo, no ser capaces de levantar la cabeza y salir adelante luego de... de una derrota.

Aiden sabía que aún no estaba haciendo hincapié en lo verdaderamente importante. Sabía que estaba alargando innecesariamente sus palabras sin llegar a lo que debía decir en realidad. ¿De qué sirve reconocer la derrota cuando te han dejado reducido a una pulpa sangrienta y amoratada?

«Eres un imbécil... pero un imbécil honesto».

Jenna no aceptaría nada de él excepto una sinceridad absoluta.

—Creo que cometiste un error al aceptar este desafío —dijo finalmente—. Te lo advertí, y no voy a insultarte ahora intentando negarlo para hacerte sentir mejor. Pero lo importante de los errores es que podemos aprender de ellos, que podemos superarlos y salir adelante. —Aiden la miró—. Y en cuanto... en cuanto a lo que él te hizo... Te recuperarás. Eres fuerte. Eres la persona más fuerte que conozco. Te recuperarás pronto. Saldrás adelante y todo volverá a ser como antes.

En el momento en que Jenna comenzó a girar la cabeza hacia él, supo que había escogido desafortunadamente mal esas últimas palabras.

—¿Cómo antes? ¿Todo volverá a ser cómo antes, dices?

Su voz sonaba fría, distante, como si no estuviera allí. Lo miraba fijamente... al menos con su ojo derecho. El lado izquierdo de su cara estaba cubierto por un grueso vendaje empapado de rojo. Aiden hizo una mueca de dolor.

—Has salido de peores que esta, Jenna... —Se señaló su propia cara—. Sé muy bien lo que se siente, créeme, sé lo mucho que duele. Pero estarás bien. Solo debes...

Se quedó callado al ver como ella levantaba lentamente una mano, arrancándose el vendaje de un tirón. Aiden tragó con dificultad. Un enorme y profundo corte le surcaba el rostro de la ceja a la barbilla. Los sanadores de la Fortaleza se lo habían cosido con esmero, pero aun así resultaba una vista espantosa. Pese a que la herida comenzaba de a poco a cicatrizar, delgados hilillos de sangre y de pus escapaban de la unión entre los hilos. La carne alrededor lucía amoratada, hinchada, y el mismo ojo estaba inyectado en sangre, casi sin rastro de blanco. Ambos ojos, azul sobre blanco y azul sobre rojo, lo miraban con una intensidad escalofriante. Lentamente, muy lentamente, se sentó sobre la cama, mirándolo.

—¿Te piensas que es por esta herida que estoy así...? ¿Te piensas que es porque... me duele?

Aiden no se sintió capaz de responder. Ella ladeó la cabeza, torciendo los labios.

—Vete. Ahora.

—Jenna, yo...

—¡Que te largues de aquí!

El grito sonó más cansado que furioso. Jenna le dio la espalda, apoyando las manos contra la pared. Se quedó allí, inmóvil. Aiden podía ver el subir y el bajar de sus hombros al ritmo acelerado de su respiración. Tenía el cabello suelto. El pelo le caía como una cascada negra sobre los vendajes que le cubrían el torso.

—Vete...

—No. —Aiden negó lentamente con la cabeza, asombrado por lo firme que sonó su voz—. No lo haré. Me quedaré aquí.

Ella no dijo nada. El movimiento de su espalda y de sus hombros, cada vez más acelerado, era la única reacción que podía apreciar.

—Cuando Alberion me hizo esto a mí —dijo, volviendo a señalar su cicatriz—, estuve más de una semana tumbado en una cama, delirando de fiebre, sintiendo con cada minuto que pasaba que moriría. Estaba solo. Completamente solo. Nadie me acompañó, ni entonces ni en el centenar de veces que volvieron a herirme después. "Recupérate o muere", eso era lo que decían los instructores. Sé que a ti te dijeron lo mismo, más de una vez, mientras sanabas a solas en la oscuridad. No será así ahora. Porque, pese a lo que puedas llegar a pensar, yo lo entiendo. Entiendo que no es por esa herida que estás así. Entiendo lo que esto significa para ti en realidad... en tu orgullo. En tu alma. Por eso no me iré. —Volvió a negar con la cabeza, repentinamente tranquilo—. Me niego a hacerlo. Me quedaré contigo. No te dejaré sola.

Jenna rompió en lágrimas.

Aiden se quedó literalmente de piedra. Contempló, con el rostro desencajado por el estupor, como los hombros de la joven se sacudían en un llanto inaudible. Durante un largo instante, dudó. Pese a todas sus palabras, no tenía ni la menor idea de qué se suponía que debía hacer. No estaba hecho para ese tipo de situaciones, y, tratándose de ella, muchísimo menos. Era como si una estatua labrada en piedra hubiera comenzado a llorar de repente. ¿Debía decir algo? ¿Intentar consolarla? Terminó alzando una mano temblorosa, dejándola caer sobre uno de sus hombros.

—Jenna... yo...

Ella se lo sacudió de encima con un violento empujón. Aiden trastabilló y se cayó de la silla, dándose de culo contra las tablas. La miró, atónito.

—¡No me toques! ¡Grandísimo hijo de puta! ¿Cómo...? ¡¿Cómo te atreves?! ¡No quiero tu lástima!

La perplejidad de Aiden fue reemplazada por una gélida ola de ira. No pretendía hacerlo, pero de repente se incorporó de un salto, devolviéndole el empujón con igual brusquedad. Ella no lo vio venir. Salió despedida hacia atrás en la cama, estampándose de espaldas contra el duro muro de piedra.

—Maldita perra desagradecida... —bufó—. Después de lo que acabo de hacer, luego de todo lo que tú me has hecho pasar... ¿tienes redaños para hablarme así? ¿Te atreves a menospreciarme cuando intento darte el consuelo que no te mereces?

Ella lo abofeteó con toda la mano, un golpe tan fuerte que su cabeza giró como si quisiera salir volando del cuello.

—¡Puedes meterte tu consuelo por el culo! No te lo he pedido. ¡No te necesito! No necesito a nadie... ¡A nadie! ¡Y menos a ti, maldito imbécil llorón!

Aiden sintió el irrefrenable impulso de golpearla. La mejilla donde lo había abofeteado le quemaba como si estuviera en carne viva. Sentía sabor a sangre en la boca. ¿Le había partido el labio? Apretó los puños, adelantándose un único y peligroso paso, pero, a último momento, logró contenerse. No obstante, su expresión o sus movimientos debieron delatarlo, porque Jenna se le anticipó apresándolo por las muñecas, gruñéndole a la cara como un perro.

Forcejearon durante un largo instante, atravesándose con ojos henchidos de rabia. Aiden abría y cerraba las manos, luchando por soltarse, apretando tanto los dientes que le sorprendía que su mandíbula siguiera en su sitio. Estaba agitado, el corazón le latía retumbante en el pecho, los tendones se le marcaban como cuerdas en el cuello y en los antebrazos.

Jenna lucía igual de agitada. Se sacudía como una víbora, resoplando por la nariz, por la boca, mirándolo fijo con una expresión que había pasado de la habitual máscara de odio a un gesto indescifrable. La tenía cada vez más y más cerca, a centímetros apenas... Y así, sin previo aviso, lo estrechó en un fuerte abrazo, apoyando la cabeza sobre su hombro. Las manos de Jenna se cerraron con avidez alrededor de su espalda, apretándolo con unas ansias, una desesperación, que lo dejó paralizado.

—¿Je... Jenna?

Los hombros de la chica se sacudían en silencio, el rostro enterrado en su pecho. Estaba llorando. Aiden se quedó completamente inmóvil, boquiabierto. Alzó confuso las manos, sin saber qué hacer exactamente. Las acercó a sus espaldas, dudando si devolver el abrazo o no, pero al final se limitó a darle una débil palmada en el hombro.

—Ya... tranquila... Todo... todo está bien.

Era un consuelo de lo más torpe, pero Jenna reaccionó de forma exagerada. Hundió aún más el rostro contra su pecho, apretando su abrazo como si quisiera fundirse con él. Su llanto, antes silencioso, resonaba ahora por toda la habitación. Aiden no recordaba haber estado jamás en una situación como aquella, ni siquiera años atrás, cuando cabalgó junto a la Jauría Negra. Había amado a Lilka, sí, pero las circunstancias en las que se conocieron habían sido muy diferentes. En aquel entonces, Aiden proyectaba un futuro luminoso junto a ella... pero no compartían la oscuridad de un tormentoso pasado. No tenían la necesidad de apoyarse el uno al otro en ese sentido.

Aiden también era consciente de que, con toda seguridad, Jenna tampoco se había visto jamás en una situación así. Nadie nunca le había brindado consuelo. Nadie nunca había estado para ella en sus momentos de mayor vulnerabilidad, cuando más lo necesitaba. Nadie le había dicho que todo estaría bien, por más que quizás no fuese así, por más que no fuera sino una dulce mentira.

Nunca nadie le había demostrado humanidad.

Aiden cerró sus brazos en torno a ella, la atrajo hacia él con toda suavidad, apoyando el mentón sobre su cabeza. Ella sollozó, acurrucándose como si fuese una niña en su abrazo.

—Tranquila, Jenna. Todo estará bien.

Quizás fuese una mentira. Quizás no fuese más que un torpe consuelo.

Pero que bien se sentía.

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