Capítulo 1
El año llegaba lentamente a su fin.
El valle en torno a la Fortaleza amanecía cubierto de una fina capa de nieve, los pinos del bosque transformados en altas torres blancas que, como centinelas, alargaban sus sombras sobre el lago congelado.
Al interior de las murallas, bajo un sol rosáceo apenas encendido, los bloques del Círculo Sangriento lucían tan fríos y duros como el hielo. Era demasiado temprano aún para que los aprendices dieran inicio a una nueva jornada de entrenamiento; demasiado temprano para que los instructores les desollaran las espaldas a garrotazos ante la más mínima excusa.
Y sin embargo, pese a la hora, ya había alguien allí, de pie en la penumbra, vestido solo con los pantalones y las botas negras del Sindicato.
Alberion el Cazador alzó lentamente las manos. Sostenía tres dagas arrojadizas en cada una, firmemente sujetas en los espacios entre los dedos. Abanicó los brazos con un movimiento preciso, fugaz, demasiado para apreciarlo a simple vista. Las seis hojas cruzaron el patio en un parpadeo, hundiéndose en el centro de las dianas quince metros más allá. A continuación desenfundó sus espadas negras, envainadas ambas al costado derecho del cinto. Con la zurda tomó la hoja larga, con la diestra, la corta, sujetándola en forma invertida. Alberion era el único miembro del Sindicato que poseía dos espadas de orihalcón. Solo él. Se las había ganado.
Cualquier soldado del más alto rango entre las casas nobles del reino, cualquier mercenario curtido en mil campos de batalla, incluso los caballeros de la guardia real, los mejores de Ilmeria; todos habrían palidecido ante semejante despliegue.
Alberion se movía de un modo que iba más allá de la simple habilidad. No había un solo movimiento de sobra en sus fintas, ni la más leve descoordinación en sus bloqueos y sus ataques; todo estaba orquestado con una precisión aterradora, cada paso, cada estoque, cada avance y retroceso. Un torbellino de destellos oscuros lo envolvía a medida que agitaba sus hojas, demasiado rápidas, demasiado sutiles para siquiera verlas.
El Cazador esbozó una pequeña sonrisa, echando los hombros hacia adelante y hacia atrás. Su torso desnudo parecía inmune al frío. Tenía la piel lisa, lampiña, sin ninguna marca o cicatriz que pudiera apreciarse. Bajó ambas espadas, estirando unos brazos flacos y nervudos, lo mismo que el torso, cuyas costillas se marcaban tirantes bajo la piel. Había algo viperino en su figura, algo flexible y retorcido, como si fuera una gran sierpe en reposo, lista para el ataque.
A Aiden, su mera visión le resultaba repugnante.
Lo estaba observando desde una galería adyacente al Círculo, bajo las densas sombras de las columnas. Pese a lo oculto que estaba, sabía que era probable que el Cazador ya se hubiera percatado de su presencia. Y no tuvo la menor duda de que así era cuando echó a andar hacia él. Alberion no volteó. Continuó inmóvil en su sitio, enroscado sobre sí mismo como la serpiente que era.
Aiden se detuvo. Alberion no se movía. Él tampoco. Se quedó allí, de pie, observando aquella espalda blancuzca con las escápulas y la columna obscenamente marcadas bajo la piel. Sintió que una verdadera eternidad transcurría hasta que finalmente tomó aire, y dijo:
—¿Por qué?.
El Cazador no dio ningún indicio de haberlo escuchado. Seguía sin mover un solo músculo, de espaldas a él, silencioso como una cripta. Aiden sabía que incluso algo tan descaradamente insignificante como aquello tenía por objeto exasperarlo. Así que aguardó. Aguardó sin darle el gusto de repetir la pregunta.
—¿Por qué? —dijo al fin Alberion, aún sin voltear—. ¿Qué quieres decir, Aiden?
—Sabes muy bien a qué me refiero. No me obligues a hablar más de lo necesario contigo.
Lentamente, muy lentamente, el Cazador se volvió, observándolo por encima del hombro. Amagó una sonrisa, apenas un tenue curvar de sus labios.
—¿Por qué...? Creo que esa debería ser mi pregunta. ¿Por qué te interesa lo que yo haga? —Su sonrisa se acentuó—. ¿Qué te importa a ti si lucho o no contra Jenna? Porque eso es a lo que te refieres, ¿verdad, querido Aiden?
—No soy quien para decirte a ti o a Jenna lo que deben hacer... Pero este lugar tiene reglas. Debes respetarlas.
—¿Reglas? —Alberion soltó una risita—. ¿Las reglas que impiden que nos matemos entre nosotros? Me causa gracia que justamente seas tú quien me diga eso, Aiden. ¿Tenías en mente esas reglas cuando desafiaste a muerte a Hojalarga en pleno Consejo?
—No fui yo quien lo quiso así.
—No. Pero exigiste un duelo fuera de la Prueba, un combate mano a mano. ¿Cómo esperabas que reaccionara ese imbécil a una provocación así? ¿Con una peleílla a primera sangre? Eres un estúpido si pensaste que así sería, y el Aiden que yo conozco no es ningún idiota... Ya no, al menos.
Aiden no hizo ningún comentario. Miró a Alberion con gesto sombrío. Odiaba a aquel hijo de puta.
—Hay reglas —repitió en tono hostil, oscureciendo aún más su semblante—. No lo olvides.
—¿Acaso me estás amenazando? —Alberion se situó ante él, mirándolo desde toda su imponente estatura. Era, como mínimo, una cabeza más alto—. Dime, ¿qué harás si le hago algo a Jenna? ¿Qué harás si le rajo de lado a lado la garganta, o si le arranco esos bonitos ojos azules que tiene? ¿La vengarás? No creo que puedas, oh no, no lo creo. —La sonrisa de Alberion se transformó en un repulsivo tajo en su rostro—. No pudiste aquella vez en el Bosque del Grifo, hace ya más de diez años... ¿Lo has olvidado acaso?
Aiden apretó los puños. Palabras como esas casi le habían costado la vida solo unas lunas atrás, cuando se atrevió a aventurarse en la mismísima biblioteca del rey de Ilmeria. Entonces no pudo contenerse ante el fantasma de su dolor, de su odio. No cometería el mismo error.
—Solo recuerda lo que te he dicho. —Su respiración se relajó poco a poco—. No hace falta que vuelva a enfrentarme a ti. Somos miembros del Sindicato... Nadie sabe mejor que nosotros que hay más de un modo de matar a un hombre.
Aiden dio media vuelta y se alejó. La luz del sol había transformado el púrpura del alba en un gris rosáceo. El frío, sin embargo, aún era como una daga de hielo sobre su piel.
Aquel frío se acentuó cuando oyó la voz de Alberion junto a su oído.
—¿Jenna es tu mujer ahora, Aiden?
Se volvió bruscamente, descubriendo con estupor que Alberion estaba ante él, a menos de un paso de distancia. ¿Cómo se había movido hasta allí tan rápidamente? Dio un instintivo paso hacia atrás, pero la mano del Cazador restalló como un látigo, inmovilizándolo por el hombro.
—Esa impresión me dio al verlos el otro día, ahí juntos en el Círculo, hablando tan alegres, como si no se hubieran odiado mutuamente durante años. —Alberion se inclinó y pegó el rostro al suyo, sus cabellos rubios rodeándolos como un velo—. ¿Qué me dices, Aiden? ¿Acaso te la estás cogiendo? ¿O es que acaso resulta que la amas?
Aiden intentó quitárselo de encima, pero aquella mano lo tenía clavado al suelo con una fuerza inverosímil.
—Amar a alguien. Yo no sé lo que es eso. —Alberion lo soltó de repente, haciendo que trastabillara hasta casi caer—. Llegué a este mundo enterrado bajo una montaña de cadáveres, rodeado de muerte, tanta que tuve que escalar a través de ella, fundirme con ella. Muerte, hambre y miedo, todos los días, cada día. Sí... miedo... —El Cazador abrió los brazos, mirándolo con mofa—. ¿Existe acaso algo más básico y primitivo que el miedo? El miedo es lo que nos mueve, lo que nos lleva a reaccionar cuando creemos que ya no es posible hacerlo. Solo el miedo, el verdadero miedo, te mostrará lo que una persona es capaz de hacer con tal de vivir. El pavor en los ojos de tus enemigos, antes de matarlos, es lo más hermoso que puede haber en este mundo, la prueba definitiva de que, luego de la batalla, aún estás vivo. Pero tú... tú nunca me has temido. —Alberion le rozó la mejilla con el dorso de los dedos—. Siempre he encontrado eso... cautivador.
Aiden apartó bruscamente aquella mano, empujándolo. El Cazador ni siquiera retrocedió un paso. Se limitó a mirarlo con gesto burlón, como si todo no fuera más que una simple broma para él. Aiden sentía como si el corazón fuera a salírsele del pecho. Aquellos ojos verdes y opacos, muertos, eran como estar parado al borde de un abismo. Sentía náuseas
—Tú no me conoces, pedazo de hijo de puta... —bufó, apretando los dientes—. Pero hay algo en lo que tienes razón... No te tengo miedo. Nunca te daré ese gusto. ¡No te temo!
—No, no me temes. Eso está claro. No es miedo lo que sientes por mí, sino algo más intenso todavía... Odio. Odio puro, violento y visceral. ¿O acaso me equivoco?
Aiden no respondió.
—Odio —sonrió Alberion—. De eso nunca has andado escaso. Luego de todo lo que hemos atravesado juntos esperaba poder reemplazar ese odio con miedo algún día, pero no. No me temes. Nunca lo has hecho. Siempre has sido así de especial. —El Cazador ladeó la cabeza, mirándolo—. Pero Jenna no es como tú. Ella sí siente miedo. Ha sentido miedo toda su vida, más del que jamás estará dispuesta a admitir. Intentar ocultarlo con orgullo y arrogancia no sirve de nada. —El Cazador le dio la espalda, alejándose—. Cuando se cruce conmigo en el Círculo Sangriento lo entenderá al fin. —Lo miró por encima del hombro, y ya no había ni burla ni desprecio en sus ojos, solo un vacío que le heló la sangre—. Y quizás entonces tú también comiences a sentirlo.
Aiden lo observó alejarse a través del patio, lo siguió con la mirada hasta que desapareció en las galerías que rodeaban el círculo. Sentía la garganta seca, los vellos de la nuca tan erizados que le dolían. Alzó la vista. Unos nubarrones habían oscurecido el firmamento.
Se avecinaba una tormenta.
Nessa.
Se llamaba Nessa.
Podía verla inclinada ante un gran arbusto en el bosque, recogiendo bayas, tal y como había sucedido una vez, en otra vida. Hágnar la contemplaba oculto tras un árbol, las manos presionadas con fuerza contra la boca.
Pobre Hágnar.
Ningún niño de su edad había visto las cosas que él había visto. Nadie de su edad había hecho las cosas que él había hecho. Incluso siendo tan joven, ya en aquel entonces solía pensar que estaba preparado para cualquier cosa. Nada podía asustarlo. Nada podía hacerle más daño. Y sin embargo ahí estaba, escondido, cubriéndose la boca con las manos para no delatarse.
Nessa no era la primera niña que veía, por supuesto. Había conocido otras en la Fortaleza, a lo largo de los años; había hablado con ellas. Las pocas que aún seguían con vida eran criaturas flacas como juncos y duras como el hierro, con miradas vacuas de ancianas en sus rostros sucios e infantiles.
Ninguna era como Nessa.
Nunca, jamás, había visto algo tan hermoso.
Incluso ahí, en los bosques que rodeaban la Fortaleza, a sabiendas de lo que le ocurriría si no continuaba con su entrenamiento, Hágnar no podía dejar de mirarla. El pelo de la niña estaba recogido en una trenza que se sacudía a cada movimiento, negro y lustroso como el ébano. Su rostro era un óvalo blanco y perfecto, fruncido en una mueca de concentración mientras llenaba su canasta de fresas, bayas y moras.
No era la primera vez que la veía. Ya en otras de sus interminables jornadas de entrenamiento en el bosque, se había topado con ella. Se suponía que nadie podía acercarse a las inmediaciones del castillo, y a su vez ellos tenían estrictamente prohibido tratar con nadie fuera del Sindicato, pero... ¿cómo evitarlo? Era como un hechizo.
Hágnar recordaba la sensación asfixiante en su pecho al observarla. Ansiaba hablarle; anhelaba arrojar la pesada mochila llena de piedras que cargaba y acercarse, saludarla, preguntarle su nombre.
Nessa.
Se llamaba Nessa.
Y desde la primera vez que la vio, sola en el bosque, supo que la amaría.
No recordaba cómo fue exactamente que lo hizo, cómo se animó a salir de su refugio y hablarle, pero en la escena que tenía lugar ante él, resultó algo bastante mundano. Casual. Debió de hacer algún ruido, pues Nessa volteó de repente, apretando la cesta contra su pecho. Sus miradas se cruzaron. Tenía los ojos marrones, Hágnar jamás los olvidaría, un marrón claro y cálido como la miel. No recordaba las palabras exactas que se dijeron, pero en ese momento, cuando Nessa hacía un amago de escapar hacia la espesura, Hágnar vio al niño que había sido salir presuroso tras ella.
—¡Espera! ¡No te vayas!
—¡Eres del Sindicato! —replicó la niña, retrocediendo asustada—. ¡Todos en la aldea saben que no hay que hablar con unos asesinos como ustedes!
Hágnar se había sentido sumamente impactado ante semejantes palabras, pero aun así, el niño que había sido sonrió con toda la boca.
—¿Un asesino dices? ¡Claro que no! ¿Acaso crees que un asesino podría hacer algo como esto?
Sin darle tiempo a responder, Hágnar llevó las manos hacia su mochila, tomando tres pesadas piedras. Así, con la agilidad que había pulido a base de sangre y sudor, comenzó a hacer juegos malabares con las tres a la vez.
Durante espacio de un segundo, Nessa pareció confundida. Hágnar, no obstante, sintió una agradable calidez en su pecho cuando los ojos de la niña se iluminaron.
—¿Cómo haces eso? —exclamó divertida.
Hágnar notó que la calidez en su pecho ardía hasta transformarse en un calor que nunca, jamás, había experimentado antes.
—¿Esto? ¡Oh, esto no es nada, mi señora! ¡Mirad!
Hágnar extrajo dos rocas más de la mochila, uniéndolas al espectáculo. Saltó sobre un pie, luego sobre el otro; mantuvo una roca en equilibrio en la cabeza y dejó caer la mochila al suelo, saltando en una de las complicadas piruetas de evasión que los instructores le habían enseñado. Cuando cayó sobre los pies, extendiendo los brazos como un acróbata, Nessa aplaudió entusiasmada.
—¡Bravo! ¡Bravo!
—Ha sido un placer divertiros, noble dama. —Se inclinó, del mismo modo sobrio y formal en que debían inclinarse ante el Maestro—. Mi nombre es Hágnar. ¿Cuál es el vuestro?
Nessa.
Se llamaba Nessa.
Y en ese momento, mientras caminaban juntos por primera vez en el bosque, hablando del modo puro e inocente en que solo dos niños podían hacerlo, supo que la amaría.
Hágnar no tenía mucho tiempo. Desde que tenía uso de razón, cada minuto de su vida había estado destinado al entrenamiento. Sabía muy bien lo que le pasaría si no lo retomaba pronto, si no regresaba al alba habiendo cumplido lo que le ordenaron, peor aún... si alguno de los instructores llegaba a toparse con ellos en el bosque. Era muy consciente de ello. Por eso, tomó cada segundo de aquella tarde como si fuera el último de su vida. Quería saberlo todo, quería conocerla, quería hablarle de un modo en que jamás había podido hablar con nadie en la Fortaleza.
Y lo hizo.
Durante lo que fueron los días, lunas y años más felices de toda su vida, Hágnar la conoció. Le habló. La amó.
«No... no te atrevas...»
Nessa se detuvo. El niño que había sido la miró sin entender, pero Hágnar sabía. Él sabía. No quería voltear, no quería mirarla, pero lo hizo de todos modos.
La verdad.
Cruel, inclemente y desoladora.
La verdad.
Hágnar quiso gritar, pero no pudo. Tenía la garganta cerrada en un puño. Cayó de rodillas al suelo, el duro suelo de tierra en las afueras de una aldea en llamas. Se llevó las manos al rostro, deseando desaparecer, no ver aquello, pero ni siquiera así pudo. Al instante sintió el tacto cálido y pegajoso de sus propios dedos manchados.
—No...
Tenía las manos cubiertas de sangre. Estaba empapado en ella.
«Hágnar el Rojo...»
—¡NO!
Hágnar gritó, y su grito se perdió en el retumbar de un trueno contra los ventanales.
—Veo que ya despertaste.
La voz le llegó fría y cristalina desde un costado. Hágnar giró bruscamente sobre la cama, aferrándose al borde del colchón para no caerse. Aiden lo observaba de brazos cruzados junto al ventanal, recto e impasible como una estatua. Tenía la mitad derecha del cuerpo fundida en la penumbra del anochecer, de modo que su rostro resaltaba en la oscuridad como una máscara blanca. Afuera llovía. Las gotas repiqueteaban sobre el cristal como tambores llamando a la batalla. Comprendió que estaban en la Torre de Acero, en el dormitorio que ambos solían compartir con Wex y Quent en ocasiones.
—¿Pesadillas? —preguntó Aiden.
«Pesadillas...»
El rostro de Nessa se difuminó como una ilusión, como si nunca hubiera existido. ¿Había estado soñando? ¿Delirando de borracho? ¿Ambas?
—Sí... pesadillas... ¿Quién no las tiene? —Hágnar miró de un lado a otro sin ganas—. ¿Qué estoy haciendo aquí? Lo último que recuerdo es que estaba intentando embriagarme en el Gran Salón.
—Y lo conseguiste. —Aiden puso los ojos en blanco—. Caíste desmayado como un tronco junto a la chimenea. Tuve que traerte a rastras hasta aquí, dándote la cabeza contra cada puto escalón. A todos les hizo mucha gracia.
—Ya. Como si fuese la primera vez que ven algo así.
—Deberías intentar dormir un poco.
—Lo que necesito es otro trago... ¿Dónde dejé la botella?
—Ya bebiste suficiente por hoy. Como siempre. Duérmete.
—¿Y tú? —Hágnar lo señaló con un bostezo—. ¿Acaso tú no necesitas dormir? ¿Qué haces despierto todavía? Mañana tendrás tu gran duelo contra Hojalarga.
Hágnar comenzaba a pensar con claridad de nuevo, algo admirable considerando la pesadilla que acababa de tener y la incipiente jaqueca que le martillaba el cráneo. Hacía dos noches, Aiden había desafiado nada más y nada menos que a uno de los instructores a un duelo de honor, algo prácticamente sin precedentes en el Sindicato. Hágnar aún estaba sorprendido; agradablemente sorprendido, a decir verdad. Se necesitaban pelotas para hacer algo así, sin mencionar que Ferl Hojalarga era un cabronazo que se merecía cualquier cosa que pudiera sucederle.
Aun así, había algo en todo el asunto que lo molestaba, que no terminaba de cuadrar. Hágnar lo había notado desde el primer momento. Aiden podía ser muchas cosas, pero no un tipo impulsivo al punto de dejarse provocar por un simple cruce de palabras. Para alguien como él, las pullas de Ferl deberían haber tenido menos valor que un escupitajo.
—¿No me contestas? —inquirió.
—No tengo sueño —aclaró Aiden, apartando la mirada—. Nunca me ha resultado fácil dormir en este lugar.
—No te preocupes, te entiendo perfectamente. —Hágnar se sentó sobre la cama, y al instante se arrepintió. La habitación le daba vueltas, y el dolor de cabeza no hacía más que empeorar—. Te has montado una buena al desafiar a ese hijo de puta, pero he de decir que aplaudo tu decisión. Si hay alguien aquí que merece que le rebanen el cuello, ese es Ferl. Aunque... —hizo una pausa, mirándolo—, no ha sido algo propio de ti. ¿Entiendes a qué me refiero?
Aiden no dijo nada. Hágnar notó algo extraño en sus ojos, un tenue pulsar de... ¿preocupación? ¿Ira? Otro quizás lo habría pasado por alto, pero pocas personas podían decir que conocieran a Aiden tan bien como él.
—Hay algo que no me has contado, ¿verdad?
Aiden siguió en silencio.
—Bueno... No voy a obligarte a hablar, pero creo que a estas alturas deberías saber que puedes contar conmigo. Para lo que sea.
—Lo sé.
—¿Pero?
—Esto es peligroso, Hágnar.
—¡Con más razón aún! —Hágnar echó las sábanas a un lado y se sentó, apoyando los pies en el suelo. Unas violentas pulsadas presionaron sus sienes, y el vómito le trepó como un gusano amargo por la garganta. Al menos aún tenía puestos los putos pantalones—. ¿Algo peligroso ha pasado aquí, en la Fortaleza, y no me lo cuentas? ¿A mí? Ya viste lo que sucedió el otro día cuando llegamos. Toda esta bola de cretinos se la vienen dando de ofendidos por tu ausencia desde hace años, y ahora que has regresado no paran de cacarearlo a los cuatro vientos. A mí y a Jenna, que te apoyamos, nos han metido en la misma bolsa. Debemos permanecer unidos.
Aiden se lo quedó mirando unos momentos. Sus ojos eran como dos témpanos grises. El cabrón sabía exudar frialdad cuando se lo proponía, debía reconocer.
—Tienes razón, como suele ser, así que seré directo... Ferl, Bran y Cadwyn planean tenderme una emboscada cuando abandone el castillo.
Hágnar se quedó en silencio. Una rabia gélida le subió desde el vientre, atragantando sus palabras al punto que le costó pronunciarlas
—¿Una... emboscada? ¡¿Una emboscada?! ¡¿Esos hijos de puta?!
Aiden asintió, transmitiendo la misma emoción que si le estuviera hablando de lo que desayunarían en unas horas.
—¿Estás seguro? ¿Cómo te enteraste?
—Tengo muy buenos motivos para creer que así será, Hágnar. Puedes creerme.
Le soltó aquello en un tono que decía a las claras que no quería que le hiciera más preguntas. Hágnar no insistió. De repente, veía con suma claridad lo que había sucedido.
—Ahora entiendo por qué desafiaste a Ferl... No fue porque te estuviera tocando las pelotas con sus provocaciones. Te estás adelantando a su jugada.
Aiden no respondió, pero a Hágnar le bastó con solo mirarlo para entender que estaba en lo cierto.
—Bien, escúchame... Hay dos cuestiones de las que debemos preocuparnos ahora. La primera es que superes sin problemas a Hojalarga en el Círculo. La segunda, que estemos preparados por si a Bran y a Cadwyn le quedan ganas de seguir jodiendo luego del duelo.
—Si esos dos infelices aún quieren gresca, los estaré esperando. No me tomarán por sorpresa.
—Probablemente no. Pero si te atacan los dos a la vez, te matarán.
—Eso no lo sabes.
—Sí, sí que lo sé —suspiró Hágnar, masajeándose las sienes con los dedos. Dioses, cómo le dolía la cabeza—. No me cabe duda de que podrías vencerlos por separado, pero no tienes oportunidad si deciden venir a la vez contra ti, y lo sabes. Para bien o para mal, todos aquí nos conocemos a la perfección, y no hay modo de que puedas derrotar a dos asesinos tan experimentados tú solo. En cambio... —Hágnar alzó las cejas con una sonrisa, invitándolo a continuar.
—¿En cambio qué? ¿Te vienes conmigo cuando me largue de aquí?
—Cuenta con ello. Tenía pensado quedarme un poco más luego de los combates, ya sabes, bebida a montones. Pero ahora que me he enterado de esto, te acompañaré ni bien decidas irte. Si a esos dos desgraciados se les ocurre seguir con su emboscada, se enfrentarán también a mí. Y si estoy contigo no perderás. Nunca.
Pese a que siempre actuaba con altanería, Hágnar no estaba pecando de soberbia con semejante aseveración. Así como sabía que Aiden no podría contra Cadwyn y Bran a la vez, también sabía que él podía matarlos a ambos en un abrir y cerrar de ojos. No era arrogancia. Simplemente estaba constatando un hecho.
—Bien... que así sea... —asintió Aiden, torciendo la boca—. Y gracias.
—Ni falta hace. Pero nos estamos adelantando. —Hágnar alzó una mano—. Para llegar a eso, primero debes derrotar a Ferl, algo que tampoco será fácil. Nadie llega a instructor si no tiene una habilidad y una técnica superlativas con la espada, y Hojalarga no es la excepción, como ya sabes.
—Sí, lo sé.
—Hey, pero para eso estoy yo aquí. —La sonrisa de Hágnar mutó a una mueca feroz—. Me tendrás de tu lado del Círculo en este pelea, antes y durante, así que escúchame con atención... Pese a que ya tiene más de cincuenta años, Ferl sigue siendo un portento físico, tan rápido y hábil como tú, y mucho más fuerte. ¿Has pensado en una estrategia?
—Ferl lleva décadas entrenando chiquillos. Su experiencia real se ha vuelto cada vez menor con los años. Me aprovecharé de eso.
—Sí, no te falta razón, pero hay otra cosa muy importante a tener en cuenta. Ferl conserva su fuerza prodigiosa y su velocidad, pero su resistencia no es la misma de antes.
—¿Su resistencia? Sale a correr todo el maldito día al valle sin derramar una gota de sudor.
—Llevas demasiado tiempo afuera, Aidi. Ferl ya no hace eso, solo se limita a enseñar esgrima. Hace cinco años podría haber aguantado un combate largo sin problemas, ahora, en cambio, buscará terminar la pelea en los primeros segundos. Si logras resistir esa embestida inicial, si manejas la distancia y no te metes en intercambios innecesarios, lo cansarás. Ahí es cuando debes hacer tu jugada.
—No estaba al tanto de eso —reconoció Aiden, pensativo—. Bien... lo tendré en cuenta.
—¡Y bien que harás! Conmigo de tu lado no tienes de qué preocuparte. Barreremos el piso con ese cabrón.
—¿Y qué hay de Jenna?
Hágnar se quedó con la boca abierta, en silencio, la sonrisa congelada en el rostro. Pelear contra Ferl Hojalarga era una cosa. Enfrentar a Alberion, otra muy, muy diferente.
—Jenna... No la tiene nada fácil. Que Alberion haya tomado su desafío debe haber desbaratado cualquier estrategia que tuviera en mente.
—Debe haber algo que pueda hacer, algún punto débil que pueda explotar en contra de ese maldito loco, pero... no veo ninguno. —Aiden parecía inquieto, algo bastante inusual en él—. Ayer, al amanecer... hablé con Alberion.
Aquello lo tomó desprevenido.
—Llevas años evitando a ese demente —le miró la fea cicatriz que le atravesaba la ceja hasta la comisura de la boca—, algo perfectamente normal, por supuesto... ¿Qué fue lo que le dijiste?
—Que respetara las normas del Sindicato. Que los combates de la Prueba no son a muerte.
—Estás preocupado por ella.
Aiden alzó la vista, mirándolo fijamente. No intentó negarlo, algo que Hágnar encontró comprensible. Aiden odiaba a Jenna, siempre lo había hecho, pero desde aquel misterioso trabajo en la Marca Alta, había algo que los unía. No sabía qué exactamente, pese a que había intentado sonsacarles la respuesta hasta el cansancio, pero para él, que los conocía a ambos, resultaba evidente.
—Alberion no es como tú o como yo —dijo Aiden—. No encuentra placer en la bebida, ni en la lectura, ni en las mujeres, ni en cualquier cosa que se te pueda ocurrir. Su placer está en ejercer un control absoluto sobre los demás. En provocarles dolor. Miedo. —Entornó la mirada—. Eso es lo que hace. Eso es lo único que hace. Y es lo que hará con Jenna a menos que encontremos la forma de evitarlo.
Hágnar soltó un largo suspiro. A Aiden no le faltaba razón. Alberion era un maldito degenerado sádico y prepotente, pero eso no quitaba que fuera terriblemente peligroso. Hágnar podría vencerlo si se enfrentaban, estaba seguro, pero sería un combate en el que todo se decidiría en una milésima de segundo, por pequeños detalles que podría aprovechar gracias a su habilidad innata. No era una estrategia a la que cualquier peleador pudiera ajustarse, no contra Alberion.
No todos tenían el dominio de Hágnar en el arte de la espada.
Aun así, Aiden tenía razón. No podían abandonar a Jenna a su suerte. Debían ayudarla, tenían que hacerlo, fuese como fuese.
—No tiene sentido que Jenna intente presionarlo con un ataque precipitado —dijo en tono pensativo—. Alberion es un maestro del contragolpe. Ya sea con una espada o con las manos desnudas, puede desviar la ofensiva más certera y transformarla en una muerte segura. Sin embargo, ahí mismo está su punto débil... quizás el único que tiene. —Aiden frunció mucho el ceño, como si no entendiera adónde apuntaba. Hágnar siguió—: Alberion confía demasiado en su contraataque. Tiende a quedarse estático hasta la última milésima de segundo, inmóvil como un muerto, y recién ahí reacciona. Por eso es tan efectivo. Su rival cree que ya lo tiene, que es imposible que se escape, y entonces se mueve como un rayo en menos de un parpadeo. No hay tiempo para evitarlo, no hay tiempo para retroceder... al menos que puedas anticiparlo. —Hágnar había visto ese hueco diminuto en el juego de Alberion. Él podría reaccionar a ese contragolpe invisible, él podría evitarlo y rematarlo antes de que se diera cuenta siquiera, estaba seguro. Pero Jenna... —Todo será cuestión de un abrir y cerrar de ojos, menos aún. Jenna debe ver ese hueco. Tiene que hacerlo.
Aiden permaneció en silencio, apoyado contra el marco del ventanal. Estaba muy oscuro, y la lluvia sobre el castillo provocaba un aura amortiguante. El resplandor níveo de un rayo, seguido de un trueno ensordecedor, le permitió ver su rostro con claridad por un instante. Aiden tenía los ojos clavados en el suelo, la comisura de los labios torcida hacia abajo en un gesto de reproche.
—Tienes razón —dijo—. Había sido incapaz de verlo como una posible debilidad, pero ahora que lo dices... Sí. Es lo que siempre hace. Tienes razón.
—Claro que la tengo. Mañana hablaré con Jenna. Los dos lo haremos. Y confiemos en que su orgullo le permita escucharnos aunque sea por una vez.
Aiden no hizo ningún comentario. Su silueta se erguía oscura contra el ventanal, una sombra delgada y esbelta como una hoja de orihalcón. Pese a la oscuridad, sabía que lo estaba observando fijamente. Si Hágnar no lo conociera tan bien, se habría sentido intimidado. El cabrón sabía cómo exudar frialdad cuando se lo proponía.
Dejó escapar un breve suspiro, echándose de espaldas sobre la cama. Ahora que había dejado de hablar, podía sentir los vestigios de la borrachera hundiéndolo de nuevo en un desagradable sopor. Cerró los ojos. Todo volvía a darle vueltas. La cabeza le dolía como si alguien estuviera hundiéndole una aguja en las sienes. Estaba a punto de quedarse dormido, envuelto en el sonido de la lluvia, cuando escuchó:
—¿Quién es Nessa?
Hágnar abrió los ojos.
Era una suerte que estuviera tan oscuro, se dijo. De lo contrario, Aiden le habría visto el rostro, habría notado su expresión, una que nadie jamás debía ver en la cara de Hágnar el Rojo.
—¿Nessa?
—Sí, Nessa. —La voz de Aiden era dura, pero también curiosa—. No dejabas de llamar ese nombre antes de despertarte.
—Nessa... Mmm sí, sí... ahora la recuerdo. Es una posadera que conocí en nuestra última visita a Ruvigardo, en las semanas que te la pasaste encerrado en la biblioteca de la Academia.
—Pues te debe haber causado una muy buena impresión para que no dejaras de nombrarla en sueños... aunque creí que eran pesadillas.
Hágnar se quedó callado. Intentó salir con una de sus réplicas ingeniosas, pero, por primera vez en mucho tiempo, se había quedado completamente sin palabras. Aiden no insistió, algo que Hágnar debería haber agradecido, pero aun así dijo:
—¿Cuál fue tu prueba final, Aiden?
—¿Cómo?
—Tu prueba... final. —Hágnar tenía la vista clavada en las sombras del techo—. Ya sabes... la última salvajada que nos hacen hacer para ganarnos la espada y el tatuaje.
Aiden lo observó en silencio unos segundos. Aquello no era algo que soliese preguntarse entre miembros del Sindicato. Si hablaban de sus tiempos como aprendices, siempre era de anécdotas graciosas o de hechos muy puntuales. Nadie quería indagar demasiado en las cosas que habían tenido que hacer ahí para sobrevivir. Podía ver venir la más que evidente pregunta, pero Aiden se limitó a encogerse de hombros.
—El Maestro ordenó que me abandonaran en las faldas del Monte Oricalco, durante lo más crudo del último invierno que pasé aquí como aprendiz. Debía llegar en menos de diez días a la cima, sin recursos, abrigo, ni provisiones. —Le dio una palmadita al pomo de su espada—. Habían dejado esto en la cima. Si no volvía a la Fortaleza con la espada en el tiempo límite, podía darme por muerto. —Aiden torció la boca—. Creo que no fue lo más duro que tuve que hacer aquí.
—¡Ja¡ Me lo imagino.
—¿Y qué hay de ti? —Aiden alzó lentamente sus ojos grises—. ¿Qué tuviste que hacer?
A Hágnar se le ocurrieron mil fanfarronadas diferentes, cada una más ridícula que la anterior. Que tuvo que enfrentarse a cuatro instructores a la vez con las manos atadas a la espalda. Que debió pasar una luna entera en el valle en busca de la cueva de una gorgona, obligado a llevar su cabeza como trofeo. Que tuvo que bañarse en la sangre de toda una aldea inocente.
Pero no dijo nada.
Dio media vuelta sobre la cama, dándole la espalda.
Seguía sin palabras.
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