DOS: Más asco que odio

El maestro de ceremonias en aquella fábrica abandonada y terriblemente iluminada miró con recelo hacia la esquina del cuadrilátero donde Wallace Amery apoyó su cabeza y escupió sangre dentro de una cubeta metálica. Era cuestión de tiempo para que en su abdomen se formara un gran moretón de cuenta del gancho al hígado que le había dado su cuarto oponente de aquella noche y el corte en la sien amenazaba con hacerse más grande con cada golpe que recibía.

Un par de ebrios intentaron embestir al Aquilae sin contar con que, desde su esquina, alguien le daba indicaciones muy precisas sobre lo que debía hacer si quería llevarse el jugoso premio que entre varios se encargaron de aumentar a medida que Wallace ganaba cada pelea. Cada puñetazo de los otros tenía un contraataque perfecto, cada patada era absorbida y devuelta con mayor experticia, si a alguien se le ocurría usar los codos, el Aquilae se anticipaba y los movía primero para atacar de manera efectiva, y gran parte de esas habilidades para pelear fueron dadas por la persona que lo acompañaba.

Uno de los que se molestó por ello fue el jefe de los ebrios que perdieron de manera humillante contra Wallace, quien mandó a llamar al maestro de ceremonias y le dijo algo al oído. Un par de minutos después, el hombre que recibió aquel comentario se acercó al Aquilae y le pidió que saliera un momento del cuadrilátero para hablar con él.

—Señor Amery, la esquina opuesta quiere pedirle un favor, espero no se lo tome a mal.
—¿Quieren que acepte su rendición por fin? No tengo ningún problema, sus madres deben estar preocupadas porque les quité a los bebés mimados el dinero de la leche.
—No es eso, señor... es porque alguien de su esquina los desconcentra. Hablan de su... novia. Dicen que no debería haber venido, es demasiado bonita.

Wallace giró la cabeza hacia la mujer que creían era su novia para verla con los brazos cruzados y frunciendo el ceño mientras esperaba que las peleas continuaran. En efecto era muy hermosa, pero se ubicaba tan estratégicamente en las sombras de ese lugar que era prácticamente imposible verle el rostro con claridad.

—Pues sí es bonita, pero también es libre y puede ir a donde quiera. ¿Es porque es mujer?—el hombre se resistió un poco antes de decir la verdad.
—Lo suavicé un poco, dijeron que si las novias de los peleadores iban a estar aquí, que este lugar bien podía convertirse directamente en un salón de té. —Wallace, exasperado, se cruzó de brazos y soltó un bufido.
—Cuál es su nombre, ¿señor?
—Soy Peter. —el Aquilae lo tomó de los hombros.
—Peter, usted debe ser nuevo aquí. Por favor dígale a ese bastardo de la otra esquina que me puede chupar el...
—¡Ni se le ocurra que voy a decir algo así! —el maestro de ceremonias lo interrumpió—. Solo quería transmitirle lo que me pidieron.

Ambos fueron abordados por la mujer que tantas protestas generaba, y no era otra distinta a Erika Strauss. Cada minuto que su compañero Aquilae pasaba fuera del cuadrilátero era uno menos que ella tenía en Londres para hacer cosas importantes con la Cofradía y los dos ya estaban empezando a impacientarse.

—¿Algún problema, Wallace? —la rubia se acercó a su amigo.
—Se quejan porque usted no debería estar aquí, señorita —dijo el maestro de ceremonias—. En los registros del lugar no está su nombre, dice "Ricki Strauss" y aparentemente es el entrenador del señor Amery, pero él no está por ninguna parte.
—Es porque ese nombre no es de un "él", muchacho —la germánica se recargó con suavidad en el hombro de Peter, haciéndolo suspirar—, es de una "ella". Yo soy Ricki Strauss, la instructora del señor Amery. Y tengo todo el derecho de estar aquí dando indicaciones. Ve y dile a esos cavernícolas con suspensorios que dejen de romperse la cabeza buscando excusas para sacarme de aquí, porque ninguna va a servir. ¡Gracias!

Erika sonrió y le dio un beso en la mejilla a un nervioso Peter, que se dirigió hacia la otra esquina y le comunicó todo al hombre que quería fuera del lugar a la mujer. Instantes después, el maestro de ceremonias regresó donde los Aquilae.

—El señor Dankworth quiere... —Peter carraspeó—, quiere pelear personalmente.
—Bien —dijo Wallace—, le puedo dar un par de cachetadas antes de ponerlo a dormir.
—Señor Amery... él no desea pelear con usted —Peter miró a Erika—, la quiere a ella.
—¡¿QUÉ?! —exclamaron los dos Aquilae antes de que ella soltara una risa breve.

La rubia no lo pensó dos veces y se dirigió a la mesa del señor Dankworth directamente. Pudo identificarlo al momento por ser el único que la miraba con enojo.

—¿Usted es Dankworth? —preguntó Erika. El hombre le dio un sorbo a su cerveza antes de responder.
—Sí.
—Ya es suficiente de enviar al pobre Peter de mensajero para exigirle cosas que usted debería tener los cojones de decir en mi cara —la rubia apoyó la mano sobre la mesa y acercó su rostro al de Dankworth—. ¿Qué es lo que tanto le molesta de mi presencia?
—Usted no debería estar aquí. Tendría un mejor lugar en la cocina de mi casa o en la cama jugueteando con mis tetillas en lugar de venir a adornar la presencia de ese enclenque de la otra esquina.

Erika entrecerró sus ojos azules sabiendo que había al menos cinco mentiras en lo que aquel hombre acababa de decirle, empezando por la más obvia: Wallace, con sus ciento noventa centímetros de estatura y su musculatura digna de una deidad nórdica, no encajaba en la descripción de enclenque en lo más mínimo. Ni hablar de lo demás, Dankworth no merecía de ella ni siquiera una sonrisa cortés por aquellos comentarios tan fuera de lugar.

—Primero que todo, no estoy aquí de adorno para nadie. Segundo, jamás tendría lugar en una cocina llena de telarañas o en una cama que huele a ropa mal lavada. Tercero, prefiero perder un ojo en lugar de jugar con sus tetillas, y cuarto... ¿de verdad cree que mi amigo es un enclenque? Ha pateado el culo de cuatro de sus hombres y soy yo la que está fuera del cuadrilátero, ¿por qué no se mete con alguien de su tamaño?
—Porque usted es la que necesita ser corregida, no su novio —Dankworth se levantó de su silla esperando intimidar a Erika con su altura, pero dio la casualidad de que ambos medían lo mismo, así que su intento no funcionó—, princesita.

Jamás se le ocurrió oír que la insultaban con una palabra tan estéticamente agradable, así que a la señorita Strauss le causó un poco de gracia que le dieran un título de nobleza que no le pertenecía. Wallace veía todo desde el otro lado de la fábrica entre divertido y asustado, pues sabía que su mejor amiga era muy buena peleadora, pero temía que le hicieran daño solo por querer probar un punto. Al verla quitándose el largo abrigo color chocolate que la resguardaba del frío, el Aquilae se dio cuenta de que ella iba muy en serio con lo de querer pelear contra Dankworth, y no precisamente por haberla hecho enojar.

—Peter —Amery tomó del brazo al maestro de ceremonias—, ¿tienes unas cuantas libras? Es tu oportunidad de multiplicarlas apostando en esta pelea.
—¿Debería irle a Dankworth?
—Si quieres perder...

Wallace subió de nuevo al cuadrilátero y permaneció en la esquina luego de recibir el abrigo y una horquilla dorada de parte de su amiga.

—¿No necesitas protección? —Erika negó con la cabeza y se arremangó la blusa hasta los codos.
—Ese mugroso de Dankworth tendría que atinar algún golpe antes de hacerme daño —la rubia se dio la vuelta—. ¿Cuánto quieres que dure esto?
—Lo suficiente como para no llamar demasiado la atención, Strauss —respondió Wallace—. Se supone que para el resto del mundo no existimos.

Los Aquilae hacían todo lo posible por mantenerse ocultos en cada sitio que exploraban, pues eran conscientes de que sus habilidades no eran dignas de ser vistas por personas que tuvieran poca preparación para aquello. Ni hablar de los Serpens que los perseguían constantemente, podían encontrarse con alguno en cualquier parte y ellos sí eran capaces de herirlos gravemente. Pero esas obligaciones no les quitaban tiempo para divertirse un poco y ganar algo de dinero en apuestas clandestinas como premio. Después de todo, nadie en la Cofradía dijo que prestarse para eso estuviera en contra de las reglas.

Todos los hombres que estaban en la fábrica dejaron de ignorar lo que pasaba en el cuadrilátero cuando vieron que Erika llevaba casi cinco minutos esperando que Dankworth intentara golpearla y se cansara mientras ella no hacía más que esquivarlo. No tuvo ningún reparo en reírse un poco al inicio del enfrentamiento, pero ya no le estaba causando gracia en lo absoluto, así que decidió que era suficiente y que no iba a ensuciar de sangre su hermosa blusa blanca, por lo que se abalanzó a los hombros de su oponente y se colgó de él como un mono trepándose a un árbol. En cuestión de segundos Dankworth cayó en la trampa de exponer su cuello y dejar que Erika deslizara su brazo por debajo de la cabeza del hombre. Ella aseguró el agarre con las dos manos, enrolló sus piernas alrededor de él y comenzó a apretar con fuerza progresiva para cortar el oxígeno al cerebro y hacer que se desmayara.

Unos segundos después de perder el conocimiento, Dankworth abrió los ojos al sentir un chorro de agua fría en la cara seguido de unas cuantas cachetadas. Erika estaba sentada sobre su estómago mirándolo con una sonrisa burlona.

—Me faltó algo, tontín —dijo la rubia—: hace un rato mencioné que prefería perder un ojo en lugar de jugar con sus tetillas... pero mentí. ¡Así se hace al estilo germánico!

Erika puso los dedos sobre las tetillas del hombre y las torció con fuerza mientras oía que la gente en el lugar se reía ruidosamente, Wallace incluido. Dankworth gritó de dolor y unas cuantas lágrimas saltaron de sus ojos inconscientemente.

—Mi trabajo está hecho aquí —dijo la Aquilae y se levantó—, ya le quité la ultima gota de dignidad que le quedaba. ¡Adiós, Dankworth!

Los demás asistentes llenaron el aire con gritos eufóricos de "¡Ricki, Ricki, Ricki!" a lo que ella salía del cuadrilátero, se envolvía en su abrigo y se reunía de nuevo con su mejor amigo. Había sudado tan poco que ni siquiera se le había quitado el frío. Wallace se volvió a poner su camisa y los dos salieron de la fábrica luego de haber recogido las suficientes libras como para mantener a sus compañeros del Santuario Aquilae londinense por aproximadamente seis meses.

—Wallace, ¿puedo darte un par de indicaciones extraoficiales más? —él asintió—. Genial, entonces escúchame. Tienes que dejar de depender de tu Artificium Menor si vas a seguir haciendo estas peleas.
—¿Por qué habría de hacerlo? Todo ha salido bien hasta ahora.
—Hace un rato tenías un corte abierto en la cara y ya desapareció. Sabes que no es normal, la gente va a empezar a sospechar que no somos como ellos y no podemos darnos ese lujo aquí. Charlotte puede curarte en el Santuario si hace falta, pero muchos se van a enfurecer el día que descubran que tu reloj de bolsillo hace más que dar la hora.
—Cada vez que me das consejos suenas más como mi padre. —Erika rió.
—Soy tu mejor amiga, a mí sí me vas a hacer caso.

Erika y Wallace caminaron con calma hasta el Santuario Aquilae y cuando pasaban por Scotland Yard empezaron a oír unos gritos y lamentos bastante inusuales a esa hora, lo que los alarmó. Él miró entre su abrigo y el reloj estaba expulsando una luz roja bastante intensa. Sabía que eso no estaba bien.

Ambos corrieron a la calle donde el débil brillo de la luna iluminaba el gran charco de sangre sobre el empedrado. El cuello de la mujer asesinada y atada cabeza abajo en una de las lámparas en la calle presentaba una punción en la yugular y en su rostro se podía notar el inmenso sufrimiento que experimentó antes de morir desangrada.

—¡GWYNETH, NO! —una mujer de cabello rojo trató de acercarse pero Wallace, al ver de quién se trataba, la interceptó para que no viera más de lo que debía.
—Charlie, quédate aquí. Por favor...

Un corto forcejeo se dio entre ambos hasta que ella, ante la insistencia de Wallace, dejó de luchar y estalló en lágrimas. Su hermana era la mujer a quien le habían arrancado la vida de una manera muy cruel.

Erika desató el cuerpo y de inmediato hizo una búsqueda rápida entre la ropa de Gwyneth para ver que no habían robado sus pertenencias a excepción de una pulsera que actuaba como su Artificium Menor. La rubia miró a Wallace y asintió con la cabeza, a lo que él entendió que la muerte de Gwyneth había sido por culpa de un Serpens, probablemente uno de alto rango. Y todos sabían quién era el líder de ese grupo en Londres.

Callum Henry Watson.

Siempre era el mismo modus operandi: abuso sexual, tortura prolongada y punción en la yugular para desangrar a las Aquilae que vivían en Londres. Las mujeres de la Cofradía se veían inseguras por partida doble en aquella ciudad.

Charlotte era la encargada de examinar los cadáveres de sus cofrades muertos y, a pesar de que le insistieron en que esa vez no era necesario, ella misma se dispuso a revisar lo que el Serpens Dominans le había hecho a Gwyneth. Cada detalle que encontraba era más macabro que el anterior. Sin embargo, ella hizo el recuento de la forma más digna y profesional que pudo. Después de tantas horas de llanto, era lo único que podía hacer por su hermana.

Eso, y vengarla.

—Watson va a acabar con todos nosotros si se lo permitimos, Archie —dijo Charlotte—. Tenemos que dejar de escondernos.
—Entiendo ese pensamiento, querida —replicó Archibald al ver a su cofrade tan enojada—, pero sabes que...
—¡LO DIGO PRECISAMENTE PORQUE LO SÉ! —la pelirroja lo interrumpió—. ¿Cuántos más de nosotros tendrán que morir para que ese hijo de puta deje de perseguirnos? No quiero volver a Gales solo porque un maldito Serpens al que le tengo más asco que odio quiere obligarme a temerle al mundo, Archibald. No me convertí en Aquilae para dar marcha atrás y Gwynnie no me habría perdonado algo así. Su muerte no puede quedar impune.

Erika escuchó aquella discusión en silencio y entendía a la perfección que Charlotte se sintiera tan frustrada. A pesar de que no compartía esa horrible experiencia como propia, decidió que quería hacer algo al respecto por sus cofrades de la facción británica. Ya habían tenido suficiente de Callum Watson y sus matanzas irracionales en nombre de la Casa de Serpens.

—Tengo una idea —dijo Strauss cruzándose de brazos—, pero a algunos de ustedes no les va a gustar.

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