Capítulo 6: Flores amarillas
El sol se asomó en el jardín central del Santuario y bañó el rostro de Star con un ligero toque dorado. A pesar de que el día tenía toda la pinta de ser caluroso, ella seguía temblando de frío. Era lo que causaba una ligera pérdida de sangre combinada con el hecho de estar envuelta solo en una manta y sin más ropa que una falda de tela barata junto con un vendaje envolviendo el pecho. No quería entrar al dormitorio para verle la cara a Wallace después de lo que había preguntado, pero sabía bien que él no tenía la culpa del origen de aquella cicatriz. Solo necesitaba darle un poco de tiempo al tormentoso suceso que la causó para que amainara.
Después de un rato de ver a otros Aquilae relajándose en aquel espacio, la joven entró a la oficina de Charlotte para hablar con ella. La enfermera estuvo entreteniéndola mientras le explicaba todo lo que debía hacer durante el día, y luego de varias horas y una cantidad escandalosa de tazas de té, Star se levantó de la silla para estirar un poco las piernas.
—¿Quieres descansar un rato, querida? Ve a dormir, pondré algo de leña en la chimenea para que no sientas frío. —la joven negó con la cabeza.
—Preferiría quedarme por aquí. Wallace sigue en el dormitorio y no estoy de humor para lidiar con él.
—Lo vi salir del Santuario hace un buen rato. Seguramente fue para algo importante.
—Se supone que debe quedarse cerca, fui muy específica con lo que le pedí —respondió Star, un poco molesta—. Debe estar enojado, lo regañé por preguntar cosas que no debía.
—Cariño, si no supiera que vas a estar a salvo aquí, no te habría dejado conmigo. Confía en él, tal vez te traiga comida o algún regalo divertido.
—¿Lo crees así? —Charlotte asintió.
—Estoy completamente segura. No lo juzgues con demasiada dureza, él es un buen muchacho a pesar de que a veces ha metido la pata y tiende a comportarse como un cretino. Ve y descansa o no te vas a curar nunca.
Sabiendo que la enfermera tenía razón, Star obedeció. Al volver a la cama se recostó y respiró hondo mientras tomaba uno de los libros que había recibido para distraerse. Leyó unas cuantas páginas hasta que sintió que se le cerraban los ojos, así que se rindió. De verdad necesitaba descansar.
—¿Quién es la chica, Amery?
Aprovechando que estaba cerca, Wallace decidió hacerle una visita a su amigo, el inventor Dexter Lawrence. Lo que no se esperaba era que ese saludo invocara un inesperado chismorreo.
—¿Disculpa? —el Aquilae se hizo el extrañado—. Primero que todo, buenas tardes.
—¿En qué estaba pensando? Mi error, el saludo primero y luego las averiguaciones —ambos se dieron la mano—. Buenas tardes, Wallace. ¿Quién es la chica?
—No sé de qué hablas, Deck.
—La chica con la que saliste de la taberna de Clarence hace unos días. Tenemos amigos borrachos en común que ven y oyen cosas y uno de ellos te vio salir de ahí con alguien distinto a la señorita Strauss.
Wallace puso los ojos en blanco y suspiró. No tenía nada que esconder, así que no hacía falta mentirle a su amigo si eventualmente se iba a enterar de la verdad, entonces le explicó que era una compañera Aquilae que había llegado del extranjero para cumplir una misión. Le contó apartes muy vagos de todo lo que ella le había dicho, pero omitió hablarle sobre su parentesco con Callum Watson. Después de todo, él ya había muerto y ella estaba en el bando correcto.
Amery no estaba en la casa de Lawrence solo para saludar. Quería pedirle un favor y ayuda para conseguir unas cuantas cosas que necesitaba.
—¿Qué clase de misión llevas a cabo con esa señorita, Amery?
—Solo estoy de escolta. Pero he percibido que esta chica puede ser muy buena si se calma un poco. Tiene una obsesión insana con pedirle a la gente que se enfoque, ¿sabes?
—¿Necesitas hacer que se relaje? Llévala a Salisbury, donde están las rocas gigantes. Un par de días allá la tranquilizarán un poco. De paso puedes hacer algo por mí. —Wallace suspiró.
—No serán vacaciones entonces.
—Te pido algo sencillo, querido amigo —el inventor le entregó un dibujo—. Tráeme piedras blancas que se parezcan a este cristal, ¿sí? Voy a hacer un experimento.
—Está bien... traeré una maleta llena. Debo irme.
—Corre al almacén de Olga y dile que vas de mi parte, cierra en media hora. ¡Suerte con la chica! —Lawrence le entregó a su amigo una bolsa de cuero, ambos se despidieron y el Aquilae salió de la casa para terminar sus diligencias.
Se estaba haciendo de noche cuando Wallace regresó al Santuario, y para el momento en que llegó, Star había pasado unas cuantas horas durmiendo. Se sentía mucho mejor. Cuando abrió los ojos, vio frente a ella un pequeño ramo de rosas junto con la bolsa de cuero que Dexter le había entregado a Amery. Él estaba sentado en el sillón esperando a que ella despertara, y cuando lo hizo, la recibió con una sonrisa a modo de disculpa.
—¿Debo hacer esto cada vez que me pase de imprudente?
—No tenía que haberlo hecho en un principio, ya había dicho que no era su intención —Star se sentó, tomó las flores y las escrutó con detenimiento—. Huelen muy bien.
—Olga es la dueña de la floristería. Me dijo que las rosas amarillas significan amistad.
La joven sonrió. Le pareció un gesto muy tierno de su parte.
—Me recuerdan a Ra. Gracias, Wallace.
—¿El dios egipcio del Sol? —asombrada, Star asintió.
—Me sorprende que lo sepa, creí que era su padre quien conocía esas cosas.
—Lo oí por ahí y por alguna razón nunca lo olvidé —el Aquilae le entregó una pequeña caja—. También le traje pastel.
Star miró el contenedor con curiosidad. Sabía lo que era la repostería, pero comer cosas dulces jamás le había llamado la atención y así se lo hizo saber a Wallace. Él no pudo ocultar su estupefacción al saber que su compañera de misiones solo había probado el azúcar gracias a las frutas y que desconocía la maravilla de un pudín de arroz tibio con canela en polvo rociada por encima. De inmediato se levantó y fue a conseguir una cuchara que entregó a la joven.
—Creo que ya entiendo por qué usted es un poco... rígida, si me permite usar esa palabra —dijo Amery—. Necesita más dulce en su vida. El consumo de azúcar es una de las cosas que mueve al mundo y me enfrentaré a golpes con el que diga lo contrario.
—Mi madre habría estado de acuerdo con usted —Star pasó su dedo por uno de los bordes de la pieza de plata—. Por eso nunca me dejó poner las manos en una golosina.
Después de mucho dudar, la joven hundió la cuchara dentro del pequeño envase que venía en la caja y se la llevó a la boca. Suspiró de satisfacción.
—Mmmm... señora Raisa Gungâkan, madre mía, permíteme decirte que estabas en lo cierto cuando dijiste que encontraría bastante placer en los dulces si los probaba —dijo Star luego de terminar su pequeño pastel—. Estuvo delicioso.
—Tengo más cosas para usted —el Aquilae le mostró una bolsa de tela a la joven—: pasé por su casa y saqué algo de ropa con la que me pareció estaría cómoda, un par de libros que vi por ahí, y traje también la Flecha de Paris. Estará más segura en la caja fuerte del Santuario.
—No pensé en eso, pero tiene razón. —Star se puso de pie y tomó la bolsa. Wallace notó algo muy familiar en su aspecto.
—¿Está usando ropa de Erika?
Encogiéndose de hombros, la chica asintió. Charlotte le había dado un traje que la señorita Strauss no usaba desde hacía mucho tiempo para poder resguardarse del frío y no tener que ponerse de nuevo aquel vestido rojo que ya estaba acartonado y echado a perder por la sangre. Sin embargo, le quedaba bastante suelto en los hombros y las mangas, pues Star era unos cuantos centímetros más baja en estatura y un poco más delgada que la compañera Aquilae Magister de Wallace.
—Solo tenía encima una falda y una venda en el pecho, Charlotte me prestó la ropa cuando vio que mis labios se estaban volviendo azules por el frío —la joven miró lo otro que Wallace le entregó junto a las flores—. ¿Qué es esto?
—Lo que va a combinar muy bien con ese traje. Puede quedárselo, no creo que Ricki lo eche de menos —Amery le entregó un arma que Dexter había fabricado para ella—. Mire, un lanzador de dardos narcóticos.
—Oh, ¡genial! —respondió la chica emocionada—. Ahora podrá enseñarme a usarlo.
—Eso tendrá que esperar —le indicó Wallace—. Tenemos una misión en las afueras y la haremos mientras usted se recupera, así que estaremos unos cuantos días fuera de la ciudad.
Al Aquilae se le escapó un bostezo. No se dio cuenta de lo cansado que estaba hasta que pudo respirar aliviado por ver mejor a Star. Ella no pasó eso por alto.
—Bueno, creo que deberíamos intercambiar lugares. Yo ya dormí lo suficiente y Charlotte me dio un libro que me va a mantener despierta toda la noche. ¿Le parece bien si me quedo en el sillón y usted descansa como se debe?
—Voy a aceptar esa invitación, hace mucho tiempo no duermo más de seis horas seguidas —Wallace se quitó el abrigo, se tiró en la cama y cerró los ojos—. Buenas noches.
Star se sentó en el sillón y abrió uno de los libros que la enfermera le entregó: era una recopilación de cuentos de terror de un autor llamado Edgar Allan Poe. Aquella lectura la absorbió, y justo como le habían advertido, no pudo dormir. Decidió aprovechar el insomnio para reflexionar acerca del gran reto que le estaba representando su primera misión dentro de la Cofradía de Aquilae. Su madre en algún momento, antes de fallecer, le advirtió que tomar el camino de las sombras le acarrearía experiencias bastante duras, tendría que ver morir a muchas personas que no lo merecían y cumpliría órdenes que entrarían en conflicto con lo que pensaba que era correcto. No tenían que repetírselo, sus cofrades le dejaban eso muy claro. La joven podía ver en el rostro de Wallace aquel dolor que Raisa trató de evitarle a ella con sus enseñanzas, pero ya su decisión estaba tomada: la mejor forma de honrar a su madre sería convertirse en la guardiana de la Flecha de Paris cuando regresara a casa, justo como se lo prometió.
Sin embargo, surgió un problema: una vez Londres estuvo libre del yugo de Callum Watson, a Star le empezó a gustar lo poco que conoció de la ciudad al recorrerla, y a sus ojos eso no estaba bien. Desde que tenía memoria, Raisa le dio la oportunidad de decidir sobre su vida, y a pesar de que podía ser libre y no involucrarse en aquella guerra interminable entre Aquilae y Serpens, quiso adherirse a lo que conocía, a lo que su madre la había expuesto. Se olvidó por completo de sí misma, de hallar lo que la hacía feliz y de tener un poco de autocompasión. Jamás se preguntó qué quería ella, qué le gustaba, qué soñaba, y no podía hallar esas respuestas en ningún otro lado, solo en su mente.
Wallace Amery tenía razón: ella necesitaba endulzarse un poco.
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