Capítulo XXIII
Villa de La Concepción, 25 de junio de 1807
Esa mañana, Thomas y Joseph se dirigían a La Concepción para hablar con el Alcalde. Cabalgaban a la par y Bustos los seguía un poco más atrás. Iban enumerando los motivos que le darían al Primer Cabildante, para que les dejara quedarse.
Faltando poco para llegar divisaron un jinete que se aproximaba al trote y al acercarse, Thomas lo tomó como una señal del destino.
—¡Señor Alcalde! —saludó Bustos, descubriéndose en señal de respeto.
—¡Soldado! —respondió don Pedro Martínez, Alcalde Ordinario de la Villa de la Concepción—. ¿Qué los trae por esta Villa? —preguntó, mirando elocuentemente a los jóvenes británicos que lo acompañaban.
—Estos muchachos se han bautizado y los llevaba para que solicitaran audiencia con usted. Ambos desean quedarse a vivir por estos lares cuando todo termine... son buenos muchachos —afirmó.
—Ya veo —dijo el Alcalde, escéptico.
Bustos, al ver que su palabra no tenía valor para el cabildante, decidió sacar el papel que guardaba entre su gastada camisa y la raída casaca de soldado.
—Traigo una carta de recomendación del Comandante —le dijo y pudo ver cómo la expresión desdeñosa del Alcalde se tornó en asombro.
Un soldado raso podía decir lo que fuera, pero que el mismísimo Comandante de Frontera recomendara a unos prisioneros, era algo muy poco común y significativo.
—Entréguemela, soldado —le ordenó, extendiendo la mano para recibir el papel esmeradamente doblado; allí mismo en medio del camino y sin desmontar, se puso a leer el escrito.
Mientras, Thomas y Joseph se miraban entusiasmados. No sabían que el Comandante les había escrito una recomendación y, por las miradas que intercambiaron, era evidente que coincidían en que sería de gran apoyo para su causa.
Cuando el Alcalde terminó de leer la nota, la dobló y se la guardó entre sus ropas y —con un evidente cambio de actitud— les solicitó a los jóvenes que lo acompañaran en su ronda. Los británicos accedieron e inmediatamente se dispusieron a seguirlo. En tanto Bustos fue dispensado de sus funciones de guardia por el Alcalde, quien le sugirió que los esperara en lo de don Jerónimo Mendoza.
Bustos se despidió con un «hasta luego» y se encaminó hacia la conocida pulpería, orgulloso de haber cumplido con su misión de presentar y recomendar a los ingleses, a los que les había tomado gran cariño. Creía fervientemente que eran buenos muchachos y que merecían esa oportunidad.
Thomas y Joseph acompañaron al Alcalde por los alrededores de la Villa, ronda que el presidente del ayuntamiento solía hacer periódicamente para controlar que todo estuviera en orden. De vez en cuando se cruzaban con algunos vecinos a caballo o en carreta, quienes saludaban efusivamente al cabildante. Cuando esto sucedía, los dos muchachos se mantenían al margen. Y una vez que los habitantes de la zona se alejaban, volvían a conversar con don Martínez, en un fluido español.
Por el trayecto, el Alcalde les preguntó cómo era que dos jóvenes educados como ellos habían terminado como soldados rasos, prisioneros en los confines de la frontera. Thomas tomó la palabra y le contó que venía de buena familia, en la que había sido instruido y preparado para la vida en sociedad, pero que —debido a su temprana orfandad— había terminado alistándose en el ejército para escapar de las calles.
Le contó también que practicaba el oficio de zapatero, aprendido de su padre y que, desde que había llegado, tenía un pequeño puesto en La Carlota, mediante el cual se ganaba el sustento. Aseveró que no sería una carga para la ciudadanía sino que, por el contrario, tenía mucho para aportar al desarrollo de la Villa.
Cuando hubo terminado de hablar, fue el turno de Joseph. Éste también le contó de su origen ilustre y la caída en desgracia de su familia debido al bloqueo francés; que tenía un gran interés por afincarse en la colonia y dedicarse a alguna actividad comercial. Entre sus planes, le dijo, estaba el de adquirir una tropa de carretas y dedicarse a la exportación.
Para cuando iban terminando la ronda, el Alcalde ya estaba encantado con los muchachos. Al llegar a la plaza los despidió, prometiéndoles que intercedería por ellos ante el Cabildo. Se separaron y los jóvenes se dirigieron a buscar a Bustos, quien seguía en la pulpería. Además de encontrar a su guardián, allí les tocaría enfrentar una desagradable situación.
***
Por esos días habían llegado a La Carlota informes de que los británicos estaban a un paso de atacar Buenos Aires. Estas noticias habían puesto de muy mal talante al soldado Manuel Montiel, quien no veía la forma de desquitarse de alguna manera con los prisioneros alojados en el Fuerte, ya que se encontraban rodeados de otros soldados y civiles, que los protegían.
Esa tarde, estando en la pulpería de don Mendoza, regodeándose en su resentimiento junto a su fiel compañero Negrete, escuchó al soldado Bustos celebrando con el pulpero. A Bustos se le notaba que ya había bebido varios tragos y que estaba demasiado alegre. Brindaba ruidosamente a la salud de los dos muchachos británicos que se habían ido a acompañar al Alcalde.
Montiel no podía creer lo que acababa de oír: los prisioneros se habían ido a acompañar al Alcalde en su ronda, ¡pero qué se habían creído esos gringos! ¡Que podían andar por ahí como si nada! Se levantó hecho una furia y seguido por Negrete, salieron del boliche en busca de los ingleses. Ya verían esos dos, les harían pagar por el descaro.
Montaron y salieron al galope, pero no llegaron muy lejos: apenas iban cruzando la plaza, divisaron al par de extranjeros que aguardaban, un poco alejados, a que saliera su escolta. Hacia ellos se dirigieron, y a la carrera, los atropellaron con los caballos.
Los gritos e insultos que profería Montiel, arengado por Negrete, atrajeron a las gentes de la villa. Un vecino corrió a la pulpería a avisar que había una pelea en la plaza, lo que hizo que todos los parroquianos abandonaran sus bebidas para ver el espectáculo. Entre ellos estaba Bustos.
Al llegar a la plaza, el viejo soldado no daba crédito a lo que veían sus ojos: el joven Caymes estaba tirado en el suelo, atajándose como podía los riendazos que le propinaba Montiel desde arriba del caballo. Negrete, por su parte, había desmontado y forcejeaba en el suelo con Cole, quien intentaba auxiliar a su compañero caído.
La gente se amontonaba alrededor de la pendencia pero ninguno se atrevía a intervenir, conociendo el carácter furibundo de Montiel; sólo se oían algunos débiles pedidos y súplicas:
«¡Ya déjelo, Montiel!»...«¡Fue suficiente!»...«¿Qué le ha hecho ese muchacho?»...
Habiéndose librado de Negrete con un empujón y viendo con impotencia que nadie hacía nada por ayudar a Thomas, Joseph corrió para donde estaba Bustos y sin mediar palabra, le arrebató el sable que el viejo soldado traía en el cinto. Pero al volverse hacia Thomas, vio como éste lo miraba fijo y negaba enérgicamente. Joseph comprendió en el acto, asintió y resignado le devolvió la espada a su guardián. Ambos sabían que no podían dar motivos para que el Cabildo les negara la residencia.
—¡Basta Montiel, que ya viene el Alcalde! —se escuchó que gritó un vecino entre la multitud. Era cierto: el pulpero don Mendoza, viendo el terrible espectáculo, había corrido a buscar al máximo cabildante.
Esto provocó que el pendenciero se detuviera en el acto. Pero no queriendo mostrar debilidad ante los vecinos allí reunidos, se puso a vociferar contra al Alcalde, diciendo que aquel «era un cobarde y que no le tenía miedo. Que lo esperaría sable en mano para darle una tunda». Y en seguida se volvió para la pulpería, para seguir bebiendo, para celebrar la hazaña y para estar más cebado cuando llegara la autoridad.
Pero al llegar a la puerta del boliche, Montiel y Negrete fueron alcanzados por el Alcalde y varios más que, habiendo sido avisados de todo lo ocurrido, venían al galope a arrestarlos. Se trenzaron en lucha, entre gritos, insultos y sablazos, hasta que los forajidos, viéndose en desventaja, huyeron para La Carlota a refugiarse entre los suyos.
El Alcalde se volvió para la plaza a hablar con las víctimas del ataque. Les informó que, como habían resistido a la autoridad y habían insultado su investidura, los malhechores no se iban a librar fácilmente de la mano de la justicia. En seguida le mandaría un informe al Comandante de Frontera en La Carlota para que tomara medidas contra los infames. Los tranquilizó diciendo que la pena por las faltas cometidas era el exilio, así que ya no tendrían que preocuparse por esos dos.
Al reparar en lo maltrecho que estaba Thomas —quien tenía numerosos cortes en los brazos, las manos y el rostro, producto de los latigazos, y permanecía sentado en el suelo— el Alcalde les pidió a los presentes que le brindaran atenciones para curar sus heridas.
Los vecinos estaban temerosos de que auxiliar al inglés pudiera provocar futuras represalias de parte de Montiel u otro que como aquél, despreciara a los ingleses, por lo que ninguno se ofreció a ayudarlo. Hasta que una muchacha dio un paso al frente de entre la multitud.
—Mis criados y yo lo asistiremos —dijo la jovencita, tomándole la mano a Thomas, animándolo a incorporarse y provocando el asombro en los pobladores—. ¡Hola!, soy Agustina, permíteme ayudarte —le dijo modulando las palabras y mirándolo fijamente a los ojos, sin saber si el inglés le entendía.
—Muchas gracias señorita Alfonso —intervino el Alcalde—, es usted un verdadero ejemplo de «caridad cristiana» —aseveró, enfatizando las últimas palabras, en recriminación a los demás vecinos que no habían brindado ayuda al joven herido y que ahora se miraban unos a otros, realmente avergonzados.
Thomas asintió sosteniéndole la mirada a la joven, y se levantó lentamente, perdido en sus bellos ojos cafés.
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