Capítulo XXII

Arribaron a La Concepción pasado el mediodía. Cabalgando el viaje se hacía mucho más corto. Los dos prisioneros enseguida se dirigieron a la parroquia para hablar con el cura, mientras que el soldado Bustos, se encaminó hacia la pulpería de don Mendoza, con la intención de matar el tiempo. Ambos establecimientos se encontraban enfrentados, en lados opuestos de la plaza.

Thomas y Joseph se asomaron tímidamente a la puerta de la capilla. El párroco enseguida los hizo pasar y los interrogó sobre el motivo de su visita a la casa de Dios.

—Queremos quedarnos —dijo Thomas, sin tapujos. Y se le quedó mirando fijamente al cura, como esperando un milagro. Joseph, ante la falta de elocuencia de Thomas, se explayó:

—Hemos oído que para poder permanecer en esta Villa, es necesario cambiar de religión.

—¡Oh! —exclamó el Maestro Molina, comprendiendo en el acto a dónde querían llegar los jóvenes. —Lo que ustedes necesitan es convertirse —dictaminó. Y enseguida, continuó— para poder ser bautizados, deben renunciar a su falsa religión y expresar su fidelidad a la Santa Iglesia Católica...

—¡Claro!, ¡definitivamente! —lo interrumpieron los británicos, atropelladamente.

—...y deben demostrar el suficiente conocimiento sobre la Fe Cristiana, como para poder formar parte de la Iglesia —concluyó el Maestro, dejándolos con la boca abierta.

El cura se dirigió tras el altar, extrajo un par de cartillas de catecismo y se las entregó a los jóvenes. No eran más que un par de hojas, pero a Thomas al verlas, se le cayó el alma a los pies: quizá podía hablar más o menos el español, pero definitivamente no podía leerlo. Ninguno de los dos podía, pero a Joseph parecía no importarle ese detalle.

Abandonaron la capilla con la indicación de regresar en cinco días: si para entonces podían responder preguntas básicas sobre el catecismo, el cura los bautizaría y con ello estarían más cerca de poder quedarse.

Inmediatamente se separaron para hacer cada uno lo que tenía planeado. Mientras que Joseph se fue a encontrarse con su amiga, Thomas se dirigió a la plaza. Vagó entre los puestos hasta que encontró aquel que vendía los insumos de zapatero que necesitaba. Cuando hubo terminado de comprar, se fue para la pulpería donde se encontraba su guardián Bustos, pero no entró porque sabía perfectamente que allí solían reunirse hombres que no dudaban en buscar pendencia con cualquier británico que se les cruzara.

Al cabo de una hora salió Bustos del bar y lo encontró a Thomas esperándolo, sentado contra una pared de adobe. Lo reprendió por no haber entrado a buscarlo, no obstante en el fondo sabía que había sido lo mejor.

Se dirigieron sin apuro al palenque donde estaban amarrados los caballos. Por el camino Thomas le comentó lo que habían hablado con el cura y le enseñó la cartilla de catecismo que debía estudiar, con la esperanza de que éste pudiera asistirlo. El viejo soldado la examinó y con verdadera tristeza en los ojos, le dijo:

—¡Cómo me gustaría ayudarte, hijo... pero yo no sé leer!

Thomas suspiró desesperanzado. Aún no sabía cómo haría para aprenderse la cartilla, que ni siquiera podía descifrar.

Al cabo de un rato, se les unió Joseph y enseguida emprendieron la vuelta hacia La Carlota. El pelirrojo se veía muy alegre y más colorado que de costumbre, por lo que su compañero dedujo que había podido reunirse con su pretendida. Pero Joseph no hizo ningún alarde al respecto y Thomas tampoco preguntó: no era propio de caballeros hablar de esas cosas.

***

Villa de La Concepción, 20 de junio de 1807

Había llegado el día en que tenían que presentarse ante el párroco. Thomas iba entrando a la parroquia con cierta inseguridad. Temía equivocar la respuesta a lo que le preguntara el cura, después de haberse esforzado tanto esa semana para poder aprenderse el catecismo.

En los días previos había tenido que afrontar dos problemas: el primero fue encontrar a alguien que supiera leer y que además accediera a ayudarlo. Ya sabía que sería difícil hallar a alguien así en La Carlota; la mayor parte de la población era iletrada y los pocos que estaban instruidos —como los oficiales del ejército y algunos ciudadanos importantes—, eran personas muy ocupadas, que no tenían tiempo para sentarse a leer para un prisionero.

Lo que no se esperaba fue el segundo problema: cuando por fin halló a un benefactor dispuesto a leerle la cartilla, éste no conocía el significado de muchas de las palabras que allí aparecían. Así es que en seguida tuvo que conseguir a alguien más que le pudiera explicar los términos desconocidos. Había sido todo un desafío, y lo había conseguido apenas.

Parados uno junto al otro, los dos jóvenes esperaban frente al altar a que el párroco los interrogara. El Maestro Molina se quedó a un lado y el examen estuvo a cargo del Licenciado Pedro Guzmán, vicario de la parroquia. Esto puso aún más nervioso a Thomas, ya que no conocía al nuevo cura. Joseph en cambio, lucía tranquilo.

El cura empezó el cuestionario y lo cierto es que se los hizo muy fácil o por lo menos así le pareció a Thomas, que esperaba que las preguntas fueran más difíciles o capciosas. Sin embargo después de responder a unas pocas consultas muy simples, el Licenciado Guzmán —con consentimiento del Maestro Molina—, dijo que estaba satisfecho con su conocimiento y que procedería a bautizarlos.

El vicario los hizo arrodillarse frente al santísimo y les ordenó responder afirmativamente a unas preguntas que a continuación les hizo, en tono solemne —si abjuraban a su falsa religión, si aceptaban al único Dios verdadero—, y luego les pintó con óleo una cruz en la frente y les echó un chorrito de agua bendita a cada uno en la cabeza. El Maestro Molina, en tanto, ofició de padrino de ambos.

Como estaban en la novena de San Antonio, los dos flamantes conversos recibieron nombre alusivos. Luego del acto, el vicario les pidió algunos datos para registrar el sacramento en el libro parroquial. Les preguntó la edad, el lugar de origen y el nombre de los padres. A su turno, Thomas dijo tener 19 años, pero al Licenciado le pareció más chico; el apellido lo escribió basado en la fonética y confundió el nombre y apellido de la madre del muchacho. El acta del joven Caymes, entre errores y abreviaturas, decía más o menos lo siguiente:

"En esta Parroquia de Ntra Sra de la Concepción, a veynte de junio de mil ochocientos siete, yo el Cura Vicario Lizdo. Pedro Gusmán, bauticé sub condisione, puse óleo y crisma a Thomas Antonio del Sacramento Kaemns, protestante de diez y seis años de edad a quien encontré suficientemente instruido en las verdades de Ntra Sta Fe y quien antes hiso abjuración de sus errores. Dijo ser hijo de Thomas Kaemns y de Devens Kaemns. Fue su padrino el Maestro y Presvítero don Manuel Molina, lo que para que conste, lo firmé.

Lizdo Pedro Guzmán"

A Joseph Cole no le fue mejor: fue anotado como Joseph Antonio de los Dolores Coel. Ninguno de los dos se percató de los errores en las actas de bautismo, porque no podían leerlas. Ese día Thomas se dijo que debía aprender a leer el español cuanto antes. 

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