Capítulo XX
Villa de La Carlota, junio de 1807
Se acercaba el primer aniversario de la Invasión; en unos días se cumpliría un año desde que Beresford había recibido la capitulación de los españoles. Un mes y medio después, había sido Beresford quien se había tenido que rendir ante Liniers, y con él toda la tropa que se encontraba en tierra; todos fueron tomados prisioneros.
Sin embargo, una parte de la fuerza no había participado de la rendición: eran los soldados que estaban embarcados en las naves al mando de Popham, bloqueando el Río de la Plata. Se habían mantenido allí esperando la llegada de los refuerzos que habían sido solicitados al General Baird.
Cuando los españoles recibieron noticias de una flota que se aproximaba desde el Cabo de Buena Esperanza para contraatacar la colonia, el Cabildo de Buenos Aires ordenó que los ingleses que habían sido tomados prisioneros fueran internados en las provincias, para evitar que escaparan y se unieran a la nueva invasión.
Así fue que, dos semanas después de la capitulación británica, los reclusos fueron enviados a distintos puntos realmente alejados de la capital. Tan apartados estaban que el grupo destinado a La Carlota había caminado durante tres agotadores meses para llegar a destino.
Pero todo aquello parecía muy lejano ahora. Hacía ya seis meses que estaban alojados en la sede de la Comandancia de la Frontera Sur de Córdoba y sus vidas se habían transformado por completo. La mayoría ya podía comunicarse fluidamente en español y habían entablado buena relación con la mayor parte de sus vecinos, dentro y fuera del fuerte, tanto soldados como civiles.
Periódicamente recibían noticias de lo que pasaba en Buenos Aires: supieron que a fines de enero de 1807, Montevideo había caído en manos británicas. Para mayo se enteraron de que habían llegado refuerzos: con una fuerza de 10.000 hombres, la amenaza de una nueva toma de la capital del Virreinato se había vuelto muy real. En el fuerte trataban de no divulgar esta información, pero de alguna manera, los reclusos se terminaban enterando.
Para los prisioneros ingleses alojados en La Carlota, estos hechos eran lejanos, pero no ajenos. Estaban atentos a los aconteceres de la guerra, no con la intensión de cruzar el desierto para unirse a la tropa recién llegada, sino porque del resultado del conflicto dependería su destino. Cuanto antes terminara, ya fuera para bien o para mal, podrían por fin regresar a su patria.
Sin embargo Thomas, a diferencia del resto, no prestaba atención a las noticias que llegaban de la capital porque había empezado a aquerenciarse. Aquel lugar —que en un principio le había parecido inhóspito— le había develado su encanto. La población era realmente variopinta, el trato con la mayoría era cordial, y el lugar tenía un gran potencial para trabajar: a poco de llegar había montado un puesto de zapatero y tenía trabajo a diario. Además le habían contado que el gobierno estaba dispuesto a entregarle tierras a todo aquel que quisiera radicarse en la comarca, y esto lo tenía entusiasmado.
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