Capítulo XVI

Mientras tanto, el capitán Santiago de Liniers quien, debido a su vasta experiencia militar había percibido inmediatamente lo reducido de la fuerza enemiga, se las había ingeniado para cruzar desde Las Conchas a Montevideo para pedir refuerzos al Gobernador de aquella plaza, don Pascual Ruiz Huidobro.

La máxima autoridad del otro lado del Río de la Plata, no le tenía ningún aprecio a Sobremonte, además de codiciarle el cargo. Ante la noticia recibida el dos de julio de que Buenos Aires había caído a manos británicas y que el virrey había huido para el interior, Ruiz Huidobro saboreó la inminente destitución de aquel y consideró oportuno propiciar la caída de su contrincante, en vez de impedirla.

Así fue que, cuando le llegó la carta que el virrey le enviara desde Cañada de la Cruz, solicitándole ayuda y dándole las instrucciones precisas de dónde debían reunirse las fuerzas para ingresar a Buenos Aires, decidió ignorar totalmente esas órdenes y, finalmente, entregarle el ejército a Liniers, para que entraran a la capital bajo su mando.

El 22 de julio emprendieron la marcha las fuerzas de Montevideo, con Liniers a la cabeza. Eran alrededor de 900 hombres, que arribaron a Colonia el 28. Allí se le sumaron poco más de 100 hombres de caballería. Y en la orilla los aguardaban unas 20 embarcaciones con 700 tripulantes, incluidos unos 75 corsarios, de brutal aspecto y reputación.

Beresford por su parte, desconfiaba de la extrema calma que reinaba en Buenos Aires; era indudable que algo se tramaba. El descubrimiento del túnel debajo del cuartel lo había puesto en evidencia. Y casi a diario, le informaban de algún centinela que desertaba durante la noche o que amanecía apuñalado.

Cuando tomó conocimiento a través de sus espías de que Liniers se encontraba en Colonia al mando de un ejército a punto de cruzar para Buenos Aires, se maldijo por haber confiado en el taimado francés. Le encomendó a Popham que evitara el cruce, y éste dispuso que la Diadem abandonara su posición de bloqueo a Montevideo y que ingresara por el estuario del Río de la Plata para interceptar la flota española.

Mientras tanto, Beresford recibía noticias de sus informantes de que en una finca cercana se agrupaba una creciente milicia urbana. Se trataba de aquellos que habían planeado volar los campamentos británicos quienes, al ver frustrado su plan inicial, siguieron reclutando voluntarios a fin de poder brindar apoyo a la ofensiva que venía desde Montevideo.

Estaban organizados por un joven criollo de origen francés, que no alcanzaba los 30 años; robusto, de penetrantes ojos azules y renegrida melena ensortijada, de nombre Juan Martín de Pueyrredón. Éste había cruzado a Montevideo y se había entrevistado en persona con Ruiz Huidobro y Liniers, comprometiéndose a organizar las fuerzas que lograra reunir.

Pueyrredón había oficiado de traductor entre el gobernador y las autoridades de Buenos Aires en reiteradas oportunidades, ya que el británico tenía por segunda lengua el idioma francés y no hablaba español. Las veces que se habían visto, el trato había sido cordial y, al tomar conocimiento el general de que su antiguo intérprete era el líder local de la resistencia, renegó por segunda vez de haber confiado en la persona equivocada.

En la mañana del 1º de agosto Beresford, al mando de 500 hombres del 71º y 50 del Regimiento de Santa Elena, armados con cinco cañones, atacó la finca donde se encontraban los españoles. Éstos no eran más que un grupo de civiles mal armados y sin entrenamiento. Aun así, le ofrecieron tenaz resistencia al enemigo.

A pesar de las numerosas muestras de arrojo y heroísmo de la milicia local, la superioridad de fuego del invasor terminó provocando la dispersión de los españoles. La victoria británica le dejó al gobernador Beresford un sabor amargo; se habían confirmado sus sospechas: la aparente sumisión de la población escondía una desafiante y peligrosa hostilidad.

El gobernador regresó con sus fuerzas a la capital y ordenó que la tropa estuviera preparada. No habían vencido a los españoles, solo los habían ahuyentado por un tiempo; no tardarían en reagruparse y volver a atacar.

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