Capítulo XIII

Buenos Aires, 28 de junio de 1806

Al día siguiente de la conquista de Buenos Aires, Popham arribó a la ciudad. Lo acompañaba un reducido grupo, entre los que se hallaba su hijo William. Habían desembarcado en un bote pequeño que les permitió llegar hasta la orilla sin mojarse los pies, aunque la incesante llovizna, los dejó por completo empapados . Entraron en la capital montados en una carreta tirada por caballos. Mientras avanzaban hacia el Fuerte por las calles empedradas, observaban fascinados la metrópoli que ahora estaba bajo dominio británico.

Popham había deseado con fervor tomar aquella plaza. Ser quien se la arrebatara a España lo obsesionó durante mucho tiempo. Planeó minuciosamente cada paso, haciendo los contactos necesarios y, cuando se presentó la oportunidad de realizar la operación, le fue arrebatada la satisfacción de ser él mismo quien tomara la ciudad. Le tocó conformarse con el cargo de comodoro.

Beresford había asumido el puesto de gobernador de Buenos Aires y al reunirse con él, no pudo más que tragarse el orgullo y estrechar su mano para felicitarlo por la toma y por el nuevo cargo que ostentaba. Luego de las formalidades y viendo que en el Fuerte sólo se encontraba una parte de la tropa, solicitó que le indicaran dónde se ubicaba el resto de los soldados y se marchó con un escolta que le serviría de guía hasta su locación. William aprovechó que su padre iba a revistar a la fuerza y le solicitó permiso para acompañarlo.

En el fuerte acampaban los infantes de marina y los marineros, mientras que —por falta de espacio—, los Regimientos 20º, 71º y el de Santa Helena, estaban acantonados en un cuartel cercano, distante unas cinco cuadras de aquel. Hacia allí partieron padre e hijo, conducidos por el guía. Las calles de la ciudad estaban desiertas. Nadie salió a enfrentarlos, por lo que caminaron con total tranquilidad hasta el acuartelamiento.

Al llegar al cuartel, su arribo fue anunciado por la guardia; los soldados corrieron a formarse y realizaron el saludo marcial al superior. El comodoro se paseó entre la tropa, verificando que todos se encontraran en buen estado y, al aproximarse al capitán Arbuthnot del 20º Regimiento —luego de haber corroborado que Thomas estaba formado junto al resto de su compañía—, le informó que el private Caymes debía acompañarlo.

El capitán de inmediato le ordenó a Thomas abandonar la formación y seguirlo. Sabía que, debido a la autoridad que investía al superior, bien podría haber dispuesto del soldado, sin siquiera avisarle. Popham reconoció su buena predisposición con una inclinación de cabeza; no dudaba en dar reconocimiento a los hombres a su cargo, y Arbuthnot agradeció en su fuero interno la deferencia, en señal de respeto hacia su persona.

Thomas de inmediato rompió filas y se marchó tras el padre de su amigo. Al salir del cuartel se reencontró con William a quien no veía desde hacía doce días. Se dieron la mano. Popham les indicó que se adelantaría y apenas se alejó unos pasos, se estrecharon en un abrazo. Pasada la emoción caminaron hacia al fuerte, manteniéndose a varios pasos detrás del Comodoro, mientras se ponían al día. Al llegar, éste los aguardaba y les indicó que se quedaran afuera, lo que en realidad significaba que les daba permiso de quedarse allí conversando. Sabía que su hijo había echado de menos a su amigo y ansiaba pasar el rato con él. Además, tenía algo que hacer y no quería a William rondando por ahí.

Los muchachos se lo agradecieron y reanudaron su charla en cuanto se hubo marchado hacia el interior del fuerte. No sabían cuánto tiempo tendrían ni cuándo se volverían a ver, así es que se dispusieron a aprovechar el momento lo más que les fuera posible.

***

Toda la expedición había sido un riesgo muy grande. En realidad, no habían tenido autorización oficial de Inglaterra para llevarla a cabo. Baird les había asignado tropa y una flota, porque tenía la facultad para hacerlo, pero había asumido la responsabilidad, sin informarlo a sus superiores. Así fue que, apenas se separó de su hijo, Popham, se apresuró a escribir al alto mando para informar del éxito de la campaña, en un intento por suavizar, el disgusto que la noticia de su insubordinación habría causado en Europa. Beresford, había hecho lo propio con Baird.

Luego de redactar una esquela al general Baird, donde le solicitaba el urgente envío de refuerzos, ya que temía no poder sostener la toma con las escasas tropas que tenía, Beresford se reunió con un grupo de ciudadanos ilustres —incluidas las autoridades civiles y religiosas de la ciudad—, cuya presencia había solicitado muy temprano esa mañana. Popham se les unió enseguida.

El flamante gobernador los había reunido para darles la tranquilidad de que no iban a producirse grandes cambios bajo el nuevo gobierno británico. Les anunció que se iban a respetar la religión y la propiedad privada, y les solicitó que le enviaran raciones para alimentar a la tropa. La cantidad que requirió duplicaba el número real de hombres bajo su mando, en un débil intento de aparentar un mayor poderío militar.

El mensaje, que pretendió ser tranquilizador, no fue del agrado de aquellos que albergaban la esperanza independentista. Para los que en un primer momento habían creído que los británicos venían a liberarlos del yugo de la Madre Patria, la idea de pasar de tener un gobierno español a uno británico, no estaba a la altura de sus expectativas.

Luego de despachar a los ciudadanos comunes el gobernador, siempre acompañado por Popham, se quedó a solas con los integrantes del Cabildo para exigirles los caudales que habían sido enviados fuera de la capital el día del desembarco, dos días antes de la rendición de la plaza. Estos le respondieron que, de acuerdo con las leyes de la guerra, al no encontrarse el tesoro en la ciudad al momento de la capitulación, no podía considerarse botín.

Beresford no se lo tomó muy bien y demandó con violencia que le fueraentregado el tesoro de inmediato, so pena de tomar represalias si esto no secumplía: incautaría los 180 navíos amarrados a lo largo de la costa de BuenosAires e impondría contribuciones deguerra que causarían la ruina de los vecinos

Su exabrupto aclaró cualquier duda que le hubieran quedado a los presentes y sellaría el destino de la reciente ocupación del Río de la Plata.

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