Capítulo XI

Barracas, 27 de junio de 1806

Esa mañana apenas amaneció, un reducido grupo de reconocimiento, liderado por el capitán Kennett, inspeccionó la zona y las posiciones españolas. A su regreso, el capitán se dirigió a la tienda de Beresford para informar lo que habían visto. Mientras tanto, Thomas, quien había formado parte de la partida, regresó junto a sus compañeros del 20º Regimiento y los halló alistándose para iniciar el ataque.

—Por extraño que parezca —les comentó Thomas, al unírseles—, los españoles no han modificado su posición desde anoche.

—Seguramente se han fortificado —manifestó uno de ellos, escéptico.

—En absoluto: ni barricadas ni trincheras, nada.

—¿Es posible que su táctica sea tan ineficiente? —dijo un tercero—, hubiera creído que hallaríamos mayor resistencia.

—También yo —afirmó otro— pero, por lo que vimos ayer, no tienen preparación.

Se hizo un silencio incómodo. Pelear contra civiles disfrazados de soldados, no se les hacía una hazaña honrosa.

—Estoy seguro de que el general no desaprovechará esta oportunidad... —reflexionó Thomas.

Con solo 37 años, el general William Carr Beresford, era un experimentado veterano y, a pesar de no ser muy agraciado —era calvo y tuerto del ojo izquierdo—, ciertamente era muy popular en el ejército. Había participado en incontables campañas por todo el globo las que, en su gran mayoría, habían resultado victoriosas, lo que lo convertía en una figura destacada dentro de la fuerza. Los hombres a su cargo tenían muy en claro los antecedentes de quien los comandaba.

Momentos después, las fuerzas británicas se encontraron avanzando sobre el Riachuelo. El ataque fue repelido por los locales por cerca de media hora, pero la artillería británica causaba un daño muy superior a la de los españoles. Las municiones que arrojaban con sus obuses eran modernas granadas shrapnel, un arma desconocida en la colonia española que, debido a un sistema de retardo, estallaba cerca del blanco, esparciendo metralla con mayor precisión que las municiones usadas hasta el momento.

El furor de la batalla era tal, que pronto Beresford tuvo que dar la orden de moderar los disparos, a fin de economizar municiones. El grueso del armamento se encontraba aún embarcado en los navíos emplazados frente a Montevideo, por lo que no podían arriesgarse a quedarse sin proyectiles, estando tan cerca del objetivo.

Durante el intercambio de disparos, un grupo de soldados cruzó el río a nado, aprovechando que no era muy ancho. De a poco fueron trayendo los botes y lanchas que estaban amarrados del otro lado. La infantería del 71º fue la primera en cruzar usando los botes, mientras que las lanchas fueron amarradas una junto a la otra por orden del general, hasta formar un puente flotante por el que cruzaron los jefes con sus caballos y el resto de la fuerza.

Al verlos atravesar el río, los españoles abandonaron sus posiciones y huyeron hacia la capital. Para las diez de la mañana, toda la tropa ya se encontraba en la otra orilla y habiendo huido la última línea de defensa, ya nada se interponía para que entraran a Buenos Aires.

***

Acamparon y en seguida Beresford envió un emisario a negociar la rendición de la capital. Esperaba prescindir de un ataque que pudiera causar bajas entre los habitantes civiles y dañar las edificaciones de la ciudad. El enviado, de nombre Alexander Gordon, volvió con la aceptación de parte del jefe de la plaza, el brigadier José Ignacio de la Quintana —asignado por el Virrey, antes de abandonar la ciudad—, con la condición de que todo fuera puesto por escrito.

El general británico estuvo de acuerdo, por lo que volvió el emisario Gordon a reunirse con Quintana y éste asignó al ayudante Juan del Pino y al intérprete Guillermo White, para la tarea de confeccionar el documento que sería firmado por ambas partes y en el que se enumerarían las condiciones de la capitulación.

—Que pasen —indicó Beresford, tras ser informado del arribo de Gordon y sus dos escoltas al campamento.

Una vez que entraron, se cerró la tienda, para tener apenas privacidad.

—Me acompañan el emisario John del Pino y el intérprete William White —introdujo Gordon.

El general saludó cortésmente y les invitó a tomar asiento. Sin perder tiempo, empezaron a redactar la capitulación, acordando cada punto sin inconveniente, hasta que llegaron al asunto de los caudales reales.

—Deben ser entregados de inmediato —exigió Beresford, lo que fue traducido por White a Del Pino.

—Eso no será posible —respondió el secretario, ante la mirada de consternación de White.

—Dice que no será posible —tradujo para el general.

Beresford se removió en su asiento.

—Explíquese.

—El general quiere saber por qué no es posible la entrega de los caudales —dijo White, con cierto temblor en la voz.

—Las arcas públicas fueron vaciadas y el tesoro, enviado hacia el interior, por orden del Virrey. Esto fue la noche del desembarco —explicó tranquilamente Del Pino, ante la mirada aterrorizada de White—. Antes del desembarco —enfatizó—. Estimo que ya estarán muy lejos, camino a Córdoba.

—¡Que lo regresen! —gritó Beresford, tras oír la traducción de White, quien empezada a ponerse del color de su apellido.

—No tengo facultad para dar esa orden, general —respondió Del Pino, con un dejo de satisfacción asomándole por la comisura de los labios.

Tras traducir lo expresado por Del Pino, White intentó aliviar la tensión.

—¿No debería estar presente el capitán Popham para firmar la capitulación?

—No será necesario —sentenció Beresford—, ¡porque no firmaremos nada! ¡Ya habrá tiempo de firmar la capitulación después de tomar la plaza! —exclamó furioso y abandonó la tienda, dando por concluido todo intento de acuerdo.

La tropa percibió que algo no debió resultar como se esperaba, ya que Beresford, ordenó atacar inmediatamente. Ya se enteraría Thomas —varios días después, por medio de William—, que el tal Guillermo White no era otro que el amigo norteamericano del capitán Popham, quien residía en Buenos Aires y que, a través del buque negrero Elizabeth, envió información al capitán, cuando aún estaban en Ciudad del Cabo.

A las cuatro de la tarde y bajo una intensa llovizna, las tropas británicas entraron a Buenos Aires, marchando al ritmo de las gaitas. Tenían orden de formar en columnas muy separadas, para abarcar más espacio y aparentar ser una fuerza mayor. Mientras avanzaban por la calle Santo Domingo, que los conducía hacia el Fuerte, podían ver a los ciudadanos, ocultos tras los postigos de las ventadas o espiando por los resquicios de las puertas, apenas entreabiertas.

Nadie salió a enfrentarlos, pero no se podía negar la gran curiosidad que les causaba el ejército invasor, encabezado por un regimiento cuyos soldados vestían ornamentadas polleras de tartán, que dejaban al descubierto sus pálidas piernas, de la rodilla para abajo y tocaban aquellos extraños instrumentos de viento, cuyo lamento parecía acompañar el triste e impotente silencio de la población.

Finalmente, tomaron al Fuerte, arriando la insignia de su Majestad Católica e izando la de su Majestad el Rey George III del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda.

La victoria había sido una hazaña limpia. Tomar la capital de más de 40.000 habitantes sólo les había costado un muerto y doce heridos. Beresford y los demás oficiales estaban rebosantes de alegría.

La tropa en cambio, sentía que era una victoria sin gloria, ya que había sido extremadamente fácil capturar una ciudad indefensa, sin armas ni ejército. Las fuerzas que los habían enfrentado, siempre habían sido insignificantes en número, y muy mal armadas o con poco entrenamiento. O las dos cosas.

Sin embargo, al revisar las instalaciones del fuerte, hallaron allí guardados más de 100 cañones, 2.000 mosquetes, a los que llamaban Brown Bess, 600 carabinas y 4600 pistolas; en cuanto a municiones, encontraron una existencia de más de 50.000 balas de cañón de distintos calibres, 400.000 balas de mosquete y 130.000 cartuchos.

Todo aquel arsenal les hubiera permitido repeler la invasión. La ciudad tenía con qué protegerse solo que, por motivos que desconocían, no había sido ordenada su defensa.

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