Capítulo II

Inglaterra, agosto de 1805

Tres años habían pasado desde el inicio del entrenamiento hasta que, a mediados de agosto de 1805, la compañía a la que pertenecía Thomas Caymes, recibió órdenes de embarcarse por primera vez. Su tarea: escoltar la expedición del general sir David Baird, que partiría a fin de mes. El cometido de la excursión era secreto y les sería revelado cuando estuvieran en mar abierto, lo que lo hacía muy emocionante.

Antes de aquello, la pequeña compañía, que formaba parte del 20º Regimiento de Dragones Ligeros, había permanecido en guarnición, con miras en la defensa del territorio ante una eventual invasión de parte de Francia. Pero el ataque francés nunca llegó y ahora —por fin—, eran enviados a una misión fuera de Inglaterra. Todos se alegraron ante la noticia del embarque; no es que estuvieran deseosos de pelear, pero la espera se había tornado desesperante y todo lo que deseaban era poder hacer algo diferente.

Bajo el mando del general Yorke y embarcados en el transporte King George, partieron desde Portsmouth en una flota encabezada por el navío HMS Diadem. El destino inicial era Cork, donde los esperaba el general Baird y el resto de la escuadra que conformaría la expedición. Pero al día siguiente se calmó el viento y quedaron varados frente a Weymouth.

—¡No es posible tener tan mala estrella! —Se quejaba uno de los soldados del 20° sobre la cubierta del King George, observando la superficie del océano, tan lisa como un espejo.

—Tranquilo, compañero. Ya pasará la calma y podremos reiniciar la travesía —trataba de calmarlo Thomas.

Otros que lo oyeron, asintieron. Su ansiedad era compartida por toda la tripulación.

—Después de tanto esperar por una misión y nos retrasa esta endiablada calma. ¡Es el colmo!

—Pero estamos embarcados, ya no hay vuelta atrás. No merece la pena molestarse.

Se quedaron callados y el silencio reinante, los abrumó.

—Y ahora, ¿qué sucede? —dijo momentos después, sobresaltando a Thomas.

Al observar a lo lejos, pudo ver a qué se refería: una falúa estaba aproximándose al HMS Diadem. Ambos se asomaron por la borda, tratando de distinguir al pasajero de la pequeña embarcación y de adivinar sus intenciones para acercarse al navío principal. Otros tripulantes hicieron lo mismo.

—Parece alguien importante —comentó Thomas, al verlo subir a la nave—. El capitán Popham lo está recibiendo en persona.

El general Yorke, alertado de la situación por el vigía, llegó junto a ellos y sacó su catalejo. Escudriñó detenidamente la cubierta del HMS Diadem, mientras sus hombres contenían la respiración.

—Es su Majestad, el Rey —dijo, sorprendido.

Todos se quedaron pasmados.

Que el capitán Popham recibiera la visita del rey George III para desearle suerte en la empresa que estaba a punto de emprender, tenía sentido.

Sir Home Riggs Popham, era un hombre notable; de poco más de 40 años, era el creador del sistema de comunicación con banderas entre navíos, el cual había sido rápidamente adoptado por la Armada Real Británica. Era un hombre de ciencia y cartógrafo, además de político, diplomático y un gran estratega.

***

Al día siguiente, hubo algo de viento y pudieron retomar el viaje hacia el puerto de Cork y finalmente, el 31 de agosto, partieron de allí en la expedición que los llevaría hacia su bautismo de fuego. La expectativa era grande entre la gente del 20º. Lo que no sabían Thomas y sus compañeros era que su primera batalla se iba a demorar bastante en llegar.

La tropa estaba conformada por unos seis mil quinientos hombres y la escuadra consistía en cuatro navíos —Belliqueux, Diadem, Diomede y Raissonable—; dos fragatas —Leda y Narcissus—, dos bergantines —Encounter y Protector—; diez indianos, y numerosos transportes pertenecientes a la Compañía Británica de las Indias Orientales —Ocean, Triton, Ambulant, King George, entre otros—; sesenta y una embarcaciones en total.

El viaje fue agotador. El clima bueno y sin imprevistos hizo que los días se tornaran demasiado monótonos. La comida, en tanto, consistía principalmente en menjunjes de ingredientes secos rehidratados e incluía la carne de algunos peces voladores que caían sobre la cubierta durante las noches y eran recibidos como milagros del cielo.

Navegaron por casi un mes y para el 29 de septiembre toda la flota se concentró en la Isla de Madeira. Una vez allí les fue revelado su destino —el sur de África, previa escala en Santa Helena—, y su misión: recuperar el Cabo de Buena Esperanza del dominio bátavo, república hermana de Francia.

Tras reaprovisionarse, el 3 de octubre zarpó la escuadra desde el puerto de Funchal, pero no hacia Santa Helena, como estaba previsto, sino hacia la costa este de Brasil. Según se les explicó, era una estrategia para evadir la ruta de los mercantes que frecuentaban Ciudad del Cabo y evitar que pudieran anticipar su llegada, delatando así sus planes.

Sin embargo, Popham tenía otros motivos que no eran comunicados a la tropa: esperaba poder llevar a cabo un plan que venía desarrollando desde hacía más de dos años. 

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