Parte 5
Cinco seres encapuchados invadieron la casa sigilosamente. Parecían sombras siniestras que se movían en la oscuridad con total soltura e impunidad. Antes de entrar en desesperación, pude ver como papá y su novia eran sedados con un pañuelo que apoyaron sobre sus rostros. De ahí en más el terror se apoderó de mí, porque comprendí que nada podría hacer para impedir lo que estaba sucediendo. Una vez que pudieron neutralizar a la única persona capaz de arruinar sus planes, se concentraron en su verdadero objetivo, Teresa. Su cuerpo fue arrancado del lecho con la misma resistencia que podría ofrecerles un elástico cortado. Mientras era arrastrada por el suelo, el poco cabello que aún quedaba en su cabeza iba desprendiéndose por el camino como una anticipación del horror que estábamos por vivir. Un pentágono dibujado con polvo blanco y circundado por velas rojas estaba esperándonos en el piso living. El cuerpo casi sin vida de Teresa fue depositado en el medio. No sin antes ser despojado de toda su ropa y la poca dignidad que le quedaba. Yacía inerte como un mueble desvencijado y roto, iluminado de manera tétrica por la luz de las velas que la rodeaban. Recién entonces los encapuchados revelaron su identidad. En cuanto vi el rostro de mi mamá entre las sombras las lágrimas corrieron por mis mejillas de forma espontánea. Sus acompañantes eran Clara, Blanca, el hombre calvo y otra mujer que no había visto jamás. Cada uno de ellos se posicionó sobre una punta distinta del pentágono, sosteniendo una piedra entre las manos y Clara dio comienzo a lo que parecía un ritual. Pronunció palabras inentendibles para mí y luego dejó que mi mamá hablara.
—Convoco aquí a todos los poderes de la tierra, para que amarren a Pablo, esta persona que yo merezco y quiero, y la peguen a mi costado. Sello la puerta de este deseo, hoy y para siempre, que así sea.
—Diosa del amor, cerramos este pacto con un sacrificio humano—dijo Clara y clavó una daga en medio del pecho de Teresa.
La sangre brotó a raudales, tan fluida como las lágrimas que corrían por mi rostro.
A continuación, pude ver como su alma se desprendía de lo que alguna vez había sido un cuerpo bello y lleno de vida, y hoy era sólo un envase desgastado y vacío. Su espíritu quedó flotando desorientado y con la mirada fija en la horrible escena que se desplegaba ante nuestros ojos. De igual manera que lo hice yo, luego del accidente en el que perdí la vida.
Blanca me clavó la mirada desafiante. Comprobé por fin que ella sí podía verme.
—¿Qué pasó?—preguntó Teresa todavía aturdida.
—Estamos muertas—contesté e hice una pausa mientras limpiaba mis lágrimas—. Yo soy Ana, la hija de Pablo, y a mí también me gustan los unicornios.
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