5.Lo que Yasiel nunca dijo y Marlian nunca supo (o eso parece)


Se acuesta en su cama, no porque el cansancio la reclame ni porque el frío le atenace el cuerpo —en realidad, el frío siempre se siente más en el alma que en la piel—, sino porque algo más la invade, una sensación ardiente, furiosa, que hace que le tiemblen las manos. Ríe. Ríe porque es lo único que le queda por hacer cuando el cuerpo está demasiado vivo, demasiado despierto para dejarse caer en el sueño.

Y así,

—¿Y qué pasó con el señor Anthony Van? —pregunta con un brillo extraño en los ojos, la mezcla de la curiosidad de una niña y el hambre de una mujer que ha conocido poco pero desea mucho

Marlian, recostada en su sillón favorito, juega distraídamente con un mechón de su cabello. Su mirada, la de alguien que sabe que tiene toda la atención del mundo aunque finge desinterés, se cruza con la de Yasiel. Y en ese instante, es como si un secreto invisible y peligroso pasara entre ellas.

— ¿Qué pasó? —Marlian repite la pregunta mientras se levanta con un movimiento estudiado. Ah, Marlian nunca hace nada sin calcularlo todo. Cada paso, cada gesto, cada palabra, es como una nota en una sinfonía que ella misma dirige. Y ahora, mientras se acerca a Yasiel, sonríe de esa forma que parece tan inocente pero que nunca lo es.

—¿Se besaron?

Marlian no responde de inmediato. Se sienta al borde de la cama, cerca, demasiado cerca, y con un susurro apenas audible dice:

—Ummm...

Yasiel siente que el aire se espesa a su alrededor.

—Mis padres no

—No, señorita. Hoy duermen como rocas.

—Y moneda de diez centavos

—Jasieeeel...

El rubor que sube por las mejillas de Yasiel delata que ha sido atrapada. Baja la mirada, incapaz de sostener la intensidad de los ojos de Marlian, pero no puede evitar que su mente vuele hacia lugares que nunca debería explorar.

—Perdón

Yasiel, con sus veinte años, llevaba quince viviendo bajo el techo de los Murray. Una vida entera marcada por su llegada como una niña huérfana, recogida por una empleada de la casa que la crió como propia. Siempre supo cuál era su lugar, pero eso no le impidió soñar.

Con su cabello pajoso y sus mejillas adornadas por pecas, Yasiel no podía calificarse de hermosa según los estándares de los Murray, pero tenía una belleza sencilla, natural, que no necesitaba joyas para brillar. Era pobre, sí, pero no ignorante. y si

No lo olvidaba. Nunca lo haría. Fue Marlian quien, con apenas diez años, le enseñó a descifrar las palabras que ahora llenaban su mente de imágenes y deseos imposibles. Los libros de la biblioteca de Marlian —una colección inmensa que, según Yasiel, era el verdadero tesoro de los Murray— estaban llenos de novelas románticas, historias de caballeros y damas, de besos robados y pasiones prohibidas. Cada vez que tomaba uno prestado, se sumergía en un mundo que sentía más real que el suyo propio.

Por las noches, cuando terminaba sus tareas, Yasiel dibujaba. Con un lápiz gastado y trozos de papel que nadie echaría de menos, recreaba las escenas de las novelas. Siempre era ella la protagonista: la hermosa dama que conquistaba al caballero de ojos azules y palabras dulces, aquel que sabía usar tanto la espada como la pluma. En sus sueños, él le susurraba poemas, y aunque sabía que era un sueño, podía sentir el calor de su aliento en su cuello.

Pero últimamente, sus dibujos y sus sueños habían cambiado. Ya no era un caballero que apareció junto a ella, sino Marlian. Marlian con sus vestidos perfectos, con su andar seguro, con esa mezcla de dulzura y peligro que hacía que todo en ella fuera irresistible.

La obsesión creció en silencio, como una enredadera que rodea y asfixia lentamente. Yasiel no podía evitarlo. Cada movimiento de Marlian, cada palabra que decía, cada gesto, quedó grabado en su memoria. Frente al espejo de su pequeña habitación, Yasiel practicaba caminar como ella, sentarse como ella, incluso hablar como ella.

—Así ¿está bien? —preguntaba en susurros, imitando la sonrisa burlona de Marlian.

Y entonces, en la soledad de la noche, el juego se volvió algo más. Quería ser Marlian. Quería su vida, su seguridad, su belleza.

Pero el eco del pasado seguía presente. Recordaba cómo había llegado a esa casa, una niña sin nombre ni futuro, recogida por compasión y convertida en criada. Recordaba cómo Marlian, en un acto que Yasiel nunca entendió del todo, decidió enseñarle a leer. Ese gesto, que podría parecer tan simple, cambió todo. Leer fue el regalo más valioso que jamás recibió, mucho más que los vestidos usados ​​o los juguetes rotos que le daban para mantenerla entretenida.

Esa noche, mientras Marlian se levantaba del borde de la cama y se deslizaba fuera de la habitación con esa gracia que solo ella podía tener, Yasiel suspir y miró el papel sobre el que había estado dibujando.

Era Marlián, como siempre. Pero esta vez había algo diferente. En la comisura de sus labios, apenas perceptible, una lágrima parecía amenazar con caer.

Yasiel pasó los dedos sobre la imagen, como si pudiera borrar lo que sentía, como si eso pudiera cambiar algo. Pero sabía que no. Porque, por mucho que lo desee, nunca sería Marlian. Y eso, quizás, era lo que más dolía.

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