Nacimiento
Onyx 349, Año 3500.
La humanidad, en su carrera desesperada por sobrevivir a un planeta en ruinas, había olvidado que el universo es un cazador despiadado, lleno de peligros más antiguos que su propia existencia. La Tierra, saturada de cuerpos, tecnologías decadentes y la creciente amenaza de un cambio climático irreversible, impulsó a la humanidad a lanzarse al cosmos en busca de un respiro. Y ahí, en las profundidades del espacio, Cronos, la más poderosa de las corporaciones farmacéuticas, había encontrado una respuesta. Pero no una que la humanidad pudiera entender o controlar.
La tripulación minera aterrizó en Onyx 349, un planeta casi desprovisto de luz, sus cielos perpetuamente cubiertos por la sombra de una lejana estrella moribunda. El paisaje, un vasto desierto de roca y polvo, exudaba una atmósfera sofocante, como si el planeta respirara a través de cada ráfaga de viento. A pesar de su aspecto árido, no estaban allí por minerales comunes. Cronos les había enviado con un objetivo más oscuro y secreto: recuperar una bacteria alienígena oculta en lo profundo del planeta, una bacteria que, según los documentos confidenciales, podría ser la clave para la evolución de la especie humana.
El equipo, liderado por el desalmado capitán Howard Spencer, un hombre cuyo carisma solo era igualado por su brutalidad, avanzaba con cautela. Junto a él, la ingeniera de extracción July, quien odiaba a Spencer y sabía demasiado de los horrores que Cronos ocultaba. La caverna, señalada en los archivos como el epicentro del hallazgo, se extendía frente a ellos como una boca hambrienta, sus sombras danzando bajo la luz de las bengalas que los mineros encendieron con manos temblorosas. Uno de ellos, incapaz de explicar el origen de su ansiedad, susurraba algo sobre una voz, un susurro que le erizaba la piel desde la oscuridad.
July no perdió tiempo. Sabía que no podían permitirse vacilar. Sin embargo, al llegar al fondo de la caverna, sus peores temores comenzaron a tomar forma. Los restos de una expedición anterior yacían dispersos, osificados por el tiempo, su destino un presagio de lo que les aguardaba. Howard, impaciente, exigió que comenzaran la extracción del mineral extraño, aquel que contenía las bacterias en estado suspendido. Los mineros, nerviosos, cumplieron con su deber, ignorando las advertencias de su instinto.
El mineral dorado, cargado en contenedores, fue trasladado a la nave. Al dejar atrás Onyx 349, un nudo de inquietud crecía en el estómago de July. Algo estaba mal. La misión había sido demasiado simple.
De vuelta en el sistema solar.
Al abrir los ojos tras salir del tanque de suspensión, July fue recibida por una pesadilla viviente. La sangre de sus compañeros manchaba el suelo de la nave, sus cuerpos inertes desparramados como si hubieran sido sacrificados. Militares rodeaban la escena, y en medio de ellos, Howard, con una sonrisa maliciosa, observaba el caos. Cuando July intentó enfrentarlo, su mundo se desmoronó. El disparo resonó con un eco frío, y su cuerpo, vacío de vida, se desplomó en el suelo. Howard, indiferente a su muerte, se inclinó sobre los contenedores con las bacterias, murmurando para sí mismo: "La humanidad está lista para la siguiente evolución".
Cronos Corporación, Proyecto Babylon.
En los laboratorios de Cronos, las bacterias alienígenas fueron mezcladas con ADN humano y animal. El horror apenas comenzaba. Cada intento de crear una simbiosis entre las bacterias y la vida terrestre resultó en grotescas mutaciones. Seres retorcidos por el dolor y la descomposición, cuerpos consumidos desde dentro hasta quedar irreconocibles. Pero para Howard, el fracaso no era opción. Si los seres humanos no podían soportar la evolución, entonces la solución era crear algo completamente nuevo. El proyecto "Babylon" nació de esa lógica oscura, una fusión de material genético y organismos alienígenas.
30 años después.
En una sala de parto clínica, una mujer daba a luz. Los gritos de dolor se entrelazaban con un llanto inhumano que retumbaba en las paredes estériles. Cuando la criatura emergió, el rostro de su madre se contorsionó en una mueca de horror absoluto. El recién nacido no era lo que esperaba, ni siquiera lo que un ser humano podía concebir. Su piel gris, marcada por venas rojas que palpitaban bajo la superficie, y sus ojos sin vida, entreabiertos y carentes de expresión, eran los de una abominación.
—Mátenlo —susurró su madre, antes de desangrarse en su locura.
El personal médico, incapaz de discernir el sexo de la criatura a simple vista, se limitó a registrar su nacimiento como "femenino". La llamaron Ana.
En las semanas siguientes, la criatura mostró un crecimiento acelerado y una hostilidad primitiva hacia quienes la rodeaban. Su aspecto grotesco, similar al de un reptil deformado, alimentaba las especulaciones de los científicos. Algunos clamaban por su eliminación. Pero Ana, encerrada en una cámara de vidrio, observaba y aprendía. Cada palabra hiriente, cada mirada de desprecio, resonaba en su ser. Hasta que, un día, su cuerpo comenzó a transformarse.
Un bulto enorme se formó en su espalda, expandiéndose de manera grotesca. Ante los ojos aterrorizados de los científicos, la piel de Ana se rasgó, revelando una nueva figura. Una niña, con el cabello plateado y ojos violeta, emergió cubierta en una sustancia viscosa. El grito que lanzó, una mezcla entre lo humano y lo bestial, hizo añicos los cristales del laboratorio.
La humanidad había dado un paso hacia su propia destrucción.
El pánico estalló entre el personal cuando las alarmas resonaron, y la niña, esa extraña criatura en forma humana, se desplomó inconsciente. Algunos científicos retrocedieron, aterrorizados, mientras otros permanecían congelados en sus lugares, atrapados entre la incredulidad y el miedo. Pero la orden era clara: debían investigar qué había sucedido.
Al acercarse, lo que vieron los dejó atónitos. La niña, que aparentaba no más de diez años, debía haber nacido hacía apenas unos meses. Lo más aterrador, sin embargo, era que su cuerpo monstruoso parecía haber sido una especie de segundo útero. Dentro de ese capullo grotesco, un nuevo ser se estaba gestando. Era el proceso de crecimiento acelerado lo que había producido semejante aberración biológica.
Los ojos de los científicos brillaban con la fiebre del descubrimiento, fascinados por lo que estaban presenciando. Sin perder tiempo, el capullo fue llevado a análisis detallados. Estaban ansiosos por comprender cómo una entidad tan deforme podía engendrar un cuerpo humano dentro de sí misma. Pero el trabajo de laboratorio se detuvo abruptamente cuando la niña despertó del coma inducido en el que había permanecido durante dos días.
En una sala de contención especial, la niña abrió los ojos. Vestida solo con una túnica blanca de hospital, su mirada recorrió la sala con desconfianza y rabia. Los científicos la observaban desde el otro lado del vidrio, pero ella los ignoraba, concentrada en desatar los grilletes que la mantenían atada a la cama. Las máquinas de signos vitales comenzaron a pitar frenéticamente; el pulso de la niña estaba fuera de control.
Para su sorpresa, la criatura consiguió romper las correas y, con un salto imposible, se lanzó contra el cristal de la contención, dejando una profunda grieta en su superficie. La conmoción creció entre los científicos mientras intentaban, sin éxito, calmarla a través del sistema de intercomunicación. Al ver que la situación escapaba de control, decidieron liberar gas ácido en la habitación.
Los gritos de dolor que emitió la niña resonaron por todo el complejo mientras su piel y carne se derretían bajo el efecto corrosivo del gas. Los científicos observaron, boquiabiertos, cómo su cuerpo, a pesar del daño, se regeneraba casi instantáneamente. Murmuraban con fascinación sobre sus capacidades regenerativas, pero la creciente furia en los ojos de la niña indicaba que aquello solo alimentaba su odio.
Durante los días que siguieron, la niña demostró habilidades que jamás habían imaginado posibles. A pesar de su tamaño diminuto, levantaba con facilidad objetos masivos, y en más de una ocasión, la vieron levitar, moviendo cosas a su alrededor con solo un gesto de su mano. Mientras lo hacía, reía como una niña inocente, ajena a los horrores que provocaba.
El temor comenzó a apoderarse de los científicos. Sabían que permitir que su poder siguiera creciendo podría desencadenar un desastre. Finalmente, decidieron encerrarla en una cámara especial, donde su cuerpo fue inmovilizado por completo. Pero la mente de la niña no conocía límites. A pesar de estar físicamente atrapada, su psique evolucionaba más allá de lo comprensible para los humanos, y lo que antes era una curiosidad científica pronto se convirtió en algo que les helaba la sangre.
Los sucesos extraños comenzaron poco después. Aparatos electrónicos fallaban sin razón aparente, objetos desaparecían o volaban por el aire, y durante los apagones, algunos miembros del personal afirmaban haber visto a una niña desnuda de piel grisácea y cabello enmarañado deambulando por los pasillos oscuros. Las renuncias comenzaron a acumularse, mientras los empleados sucumbían a pesadillas cada vez más intensas.
La situación alcanzó su punto crítico cuando un científico, incapaz de soportar más, se quitó la vida en su laboratorio. Las alarmas de cuarentena se activaron, bajo la sospecha de que algún tipo de agente alucinógeno se había liberado accidentalmente. Pero uno de los científicos, con la voz temblorosa, sugirió que la niña era la verdadera causa de todos los fenómenos inexplicables.
El miedo superó la ambición, y la decisión fue unánime: debían destruirla.
La llevaron con cautela a la cámara de gas, donde fue sentada en una fría silla metálica. Desnuda, no mostró resistencia. Algunos de los presentes se burlaron, convencidos de que la criatura había aceptado su destino. Pero al comenzar a liberar el gas, la risa de la niña resonó en la sala. Los científicos observaron con horror cómo su pequeña mano golpeaba el vidrio de contención, mientras una voz infantil, por primera vez, llenaba el aire:
—Voy a acabar con todos ustedes, malditas escorias.
La explosión que siguió destrozó la cápsula de contención, lanzando a los guardias por los aires. Entre las llamas y el caos, los cuerpos de los científicos comenzaron a arder espontáneamente, sus gritos de agonía llenando el complejo. Ana caminaba entre ellos, su rostro impasible, mientras el fuego devoraba a sus torturadores. Intentaron activar los sistemas de defensa, pero las balas flotaron inertes en el aire antes de ser devueltas con fuerza letal.
Uno de los guardias, desesperado, se derritió ante sus ojos, convirtiéndose en un charco viscoso y carmesí que se arrastró hasta los pies de la niña. Ella sonrió dulcemente mientras absorbía la sustancia en su piel, fortaleciéndose con cada vida tomada.
La pesadilla había comenzado, y el verdadero horror estaba apenas desatándose.
La lluvia caía de manera insistente sobre la ciudad, formando charcos que reflejaban las luces parpadeantes de los viejos letreros de neón. Ana se mantenía en las sombras, avanzando con pasos silenciosos. Sus ojos estaban fijos en la figura de la anciana que, sin miedo, le había ofrecido su ayuda.
—Al menos déjame llevarte a un lugar seguro —insistió la señora, su voz calmada, casi maternal—. Es peligroso que alguien como tú esté en un sitio como este.
Ana vaciló. En su cabeza resonaban las advertencias, las pruebas que había soportado, los rostros fríos de los científicos que la veían como un experimento fallido. No soy lo que aparento ser. Esa frase se repetía en su mente como un eco que se negaba a callar.
—No lo entiende, señora... Usted debería temerme. No soy lo que aparento —advirtió, aunque su voz se quebraba bajo el peso de la duda.
Pero la anciana no retrocedió. Extendió su mano, su rostro aún lleno de una dulce y engañosa calma.
—Anda, vamos. No tengas miedo.
Aquella reacción desarmó a Ana, quien, a pesar de todo lo vivido, se dejó guiar. Meses de torturas en ese frío laboratorio la habían hecho odiar a la humanidad, pero ahora, ante ese gesto de bondad, algo dentro de ella se agitaba de manera inquietante. ¿Es esto una trampa?. Su mente luchaba con la desconfianza, mientras sus instintos de supervivencia se debatían en un mar de incertidumbre.
Al llegar a la humilde casa de la señora, Ana recibió un vestido blanco, adornado con pequeñas flores. Era un contraste violento para alguien como ella, alguien que nunca había conocido la sensación de usar ropa normal. Todo lo que había conocido era el frío metal de las camillas y el blanco clínico de las batas que le entregaban tras los experimentos.
—Es tan hermoso... —susurró Ana, girándose frente al espejo, observando su reflejo con una mezcla de ternura y desconcierto.
La señora sonrió con satisfacción.
—Me alegra que te guste. Era de mi nieta... —dijo, con la voz impregnada de una tristeza sutil.
El gesto amable pronto se desmoronó cuando la anciana comenzó a toser violentamente, la sangre manchando el pañuelo que llevaba consigo. Los ojos de Ana se fijaron en la escena, pero sus sentidos captaron algo más profundo: los pulmones de la señora estaban podridos, devorados por un cáncer que no tardaría en reclamar su vida.
—Señora, usted...
—No te preocupes por mí, Ana —cortó la anciana con una sonrisa cansada—. Mi tiempo se acaba... pero al menos pude ayudarte. Eso es suficiente.
La lluvia repicaba en las ventanas, amplificando la atmósfera de melancolía y fatalidad. La señora se recostó en la cama, cerrando los ojos lentamente, mientras Ana, sintiéndose impotente, tomó su mano.
—Descansa, ya has hecho suficiente —susurró Ana.
Pero mientras la vida de la anciana se extinguía, algo oscuro y voraz despertaba en Ana. Un dolor agudo comenzó a extenderse por su brazo, como si algo estuviera retorciéndose bajo su piel. No, no ahora, pensó, apretando los dientes, luchando contra el impulso que recorría su cuerpo como una corriente eléctrica incontrolable.
El brazo de Ana comenzó a deformarse, grotescas venas pulsantes se extendieron por su piel mientras algo bajo la carne buscaba liberarse. ¡Duele!, gritó internamente. Corrió hacia un callejón, donde el dolor la derribó al suelo. Su respiración era errática, y su visión comenzaba a nublarse. Sus dedos se extendieron involuntariamente, y de sus palmas emergieron tentáculos delgados y afilados como cuchillas, retorciéndose en el aire.
—¡No soy un monstruo! —gritó, golpeando el suelo con furia.
En medio de la desesperación, su instinto depredador se apoderó de ella. Una rata, salida de entre los escombros, fue atrapada por los tentáculos que se enrollaron con fuerza a su alrededor, quebrando su frágil cuerpo. Ana la devoró, sus colmillos emergiendo, desgarrando la carne cruda del animal. Su reflejo en un charco cercano mostraba la monstruosidad que realmente era: un ser retorcido, inhumano, una amalgama de carne y metal que nunca debería haber existido.
Se desplomó, dejando que las gotas de lluvia cubrieran su rostro lleno de lágrimas y sangre. ¿Qué soy?. La pregunta resonaba como un eco en su mente. Pero la respuesta nunca llegaba, solo el terror creciente de saber que había algo dentro de ella, algo que no podía controlar.
Mientras el mundo se hundía en la tormenta, Ana se levantó tambaleándose, la herida en su pie curándose de manera antinatural. Sabía que no podía escapar de lo que era. Con cada transformación, con cada grito de dolor, la realidad se hacía más clara: ella no era humana, y nunca lo sería.
El guardia avanzó lentamente por los oscuros pasillos del complejo abandonado, el eco de sus pasos resonando en las paredes metálicas. Su mano derecha sostenía una pistola, mientras la izquierda iluminaba el camino con una lámpara, siguiendo el rastro de paquetes de comida destrozados que lo llevaban más y más adentro.
Al girar una esquina, encontró los restos de una fogata improvisada. La examinó de cerca, su calor residual indicaba que alguien había estado allí hacía poco. Sin embargo, había algo más en el aire. Una sensación palpable de peligro, de ser observado. Sus músculos se tensaron mientras levantaba la mirada, intentando desentrañar el origen de su inquietud.
Una gota espesa, de un líquido marrón viscoso, cayó de repente sobre el cañón de su arma. El guardia, desconcertado, levantó la vista con una mezcla de sorpresa y repulsión. Sobre su cabeza, un capullo grotesco colgaba del techo. Estaba formado por una amalgama de carne y huesos, pulsando suavemente como si estuviera vivo.
—¿Qué demonios...? —murmuró, retrocediendo.
Al dar un paso hacia atrás, su pie se hundió en otro charco del mismo líquido oscuro que goteaba del capullo. Apuntó la linterna al suelo, siguiendo el rastro húmedo y asqueroso que se extendía en la penumbra. Algo o alguien había pasado por allí, dejando una huella de podredumbre.
—Necesito refuerzos —murmuró para sí, buscando el comunicador en su cinturón.
Pero antes de que pudiera alcanzarlo, una risa suave, casi juguetona, resonó en la distancia. El guardia giró en todas direcciones, buscando el origen del sonido. Su corazón se aceleró; el sudor frío le resbalaba por la frente. Unas pisadas suaves, descalzas, rompieron el silencio, acercándose cada vez más.
—¡Sal de ahí! ¡Sea lo que seas! —gritó, con la voz temblorosa—. ¡No me hagas disparar!
El aire a su alrededor se volvió denso, cargado de una presencia invisible pero incuestionable. Sintió una respiración caliente en la nuca. Se giró bruscamente, solo para ser recibido por un dolor agudo e indescriptible en su abdomen. Garras largas, como cuchillas, se habían hundido en su vientre desde las sombras. El guardia intentó gritar, pero su boca se llenó de sangre que cayó en un flujo grotesco por su barbilla. La linterna y el arma cayeron de sus manos inertes, iluminando fugazmente a su atacante.
La criatura que lo había atravesado no era un monstruo, al menos no en apariencia. Frente a él, una joven mujer de unos veinte años, con cabello largo y plateado, lo observaba con ojos verdes que brillaban con una frialdad antinatural. Su piel pálida y voluptuosa parecía humana, pero había algo profundamente erróneo en ella.
—No dejaré que me hagas daño, humano —susurró la chica, con una sonrisa cruel—. No eres digno de nada.
Con una delicadeza macabra, colocó su dedo en la frente del guardia. Este, temblando de terror, intentó suplicar, pero las palabras murieron en su garganta cuando una segunda garra emergió de la punta del dedo de la mujer y perforó su cráneo con un chasquido seco. Sin mostrar emoción, lo lanzó a un lado como si fuera un muñeco roto, y se adentró en las sombras.
Al salir del edificio en ruinas, Ana, la joven de la piel pálida, se encontró con un grupo de pandilleros que la observaban con ojos lascivos.
—¿Te perdiste, linda? —uno de ellos la miró de arriba abajo, relamiéndose.
Ana los ignoró, manteniendo una expresión fría y distante. Pero desde las alturas, un francotirador la tenía en su mira, observando cada uno de sus movimientos.
—La hemos localizado —dijo el francotirador, susurrando en un intercomunicador—. Ya no es una niña... ahora es una mujer.
Una voz femenina y decidida respondió al otro lado.
—Yo me encargaré de esos idiotas. Tú vigila los alrededores.
—Entendido, señorita.
Mientras los pandilleros rodeaban a Ana, uno de ellos se acercó demasiado, intentando tocarla. Pero antes de que pudiera hacer algo, un disparo seco rompió el aire. La cabeza del pandillero explotó en una nube de sangre y huesos, salpicando a sus compañeros, que retrocedieron aterrorizados.
Ana, sorprendida, alzó la mirada. En el tejado de un edificio cercano, una joven de cabello negro y coletas largas les apuntaba con una escopeta.
—¡Aléjense de ella, malditos degenerados! —gritó, con una furia contenida—. O les volaré la cabeza como a su amigo.
Ana frunció el ceño, confundida por la intervención.
—¿Qué está pasando...? —murmuró, mirando a la chica que la había salvado.
La cacería apenas comenzaba.
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