Conspiración
El rostro de Ana se contrajo en una mueca de confusión y desconfianza. Su mirada vagó entre sus compañeros mientras se rascaba la cabeza con una lentitud casi maquinal. Había algo en las palabras de Sofía que no terminaba de encajar.
—¿Y por qué dices eso, Sofía? ¿Cómo es Titán en realidad?—preguntó, inclinándose ligeramente hacia ella con el ceño fruncido.
Kai se cruzó de brazos, exhalando un suspiro pesado, casi resignado.
—Digamos que es una ciudad con peso, en todos los sentidos—comentó, su voz cargada de cansancio—. Necesitas una mente fuerte para soportar el estrés diario. Es una colonia para la élite, los que pueden permitirse unas vacaciones de lujo o una residencia exclusiva. Pero también tiene un lado oscuro. Uno muy oscuro.
Juniper soltó una risa seca y amarga.
—Así es. Fui a Titán hace unos meses por encargo de la comandante. La división social es brutal. Los ricos viven con todo el confort imaginable, pero los pobres... ellos se transforman.
—¿Transforman? ¿A qué te refieres?—preguntó Ana, más preocupada que curiosa.
—Implantes, —respondó Juniper, con los ojos entrecerrados como si reviviera una escena desagradable—. Los más pobres se ven obligados a modificar sus cuerpos para sobrevivir. Trabajan en las minas, adaptándose a las exigencias del entorno. Prótesis, aumentos de fuerza, sistemas de respiración externa... Cuando los ves, apenas reconoces algo humano en ellos.
El silencio que siguió fue pesado. Ana bajó la mirada, apretando los labios.
—Vaya, —murmuró—. Suena más a una prisión que a una colonia.
Kai soltó una carcajada seca.
—Prisión de lujo para los ricos, campo de trabajo para los pobres. Los de arriba se preocupan solo por sus redes sociales, mostrando sus lujos. Los de abajo... consumen ese contenido como una droga mientras sueñan con una vida que nunca tendrán. Algunos se rinden por completo y terminan casándose con IA personalizadas para ellos.
Ana tragó saliva. Cada palabra la hundía más en la incomodidad.
Un chasquido metálico resonó por los altavoces de la nave.
—Atención, pasajeros. Estamos ingresando en la órbita de Titán. Se esperan algunas turbulencias—anunció el sistema automatizado con una voz artificial pero cortés.
Ana miró por la ventanilla, aferrándose al asiento. La vista de Titán la dejó sin palabras. Nubes espesas y anaranjadas se arremolinaban bajo ellos. Al atravesarlas, la colonia apareció en todo su esplendor. Una estructura masiva con forma de anillo, encajada en el cráter de la luna. Reflectores gigantes cruzaban el cielo nublado, y los edificios se alzaban como cuchillas bajo el domo de protección.
—¡Wow! ¡Es enorme!—exclamó Ana, con los ojos abiertos de par en par.
—Lo sé—asintó Juniper con una sonrisa de orgullo que no llegó a sus ojos—. Es la segunda mayor obra espacial de la humanidad, solo superada por Antigua Terra.
La nave descendió suavemente a través de un túnel bañado en una luz blanca intensa. Robots de inspección rodearon el vehículo. Los sensores emitían destellos y vapores de los conductos se filtraban en nubes espesas. Cada movimiento de los autómatas era metódico, quirúrgico.
—Hemos llegado—dijo Sofía mientras se levantaba de su asiento y sacudía sus ropas.
—Abrígate, Ana—advirtió Kai—. Este lugar es más frío de lo que parece.
El grupo descendió junto con otros pasajeros. La terminal de la colonia era gigantesca, llena de actividad. Vapor se filtraba de los ductos, envolviendo la estación con una neblina helada. Robots portadores de equipaje avanzaban de forma eficiente, mientras trabajadores con cuerpos alterados realizaban tareas de carga pesada.
Ana observó a uno de los trabajadores. Sus ojos se clavaron en su cuerpo delgado, con la piel pegada a los huesos, pero lo que más la impactó fueron los implantes. Circuitos añadidos a su cuello, una placa metálica en su rostro y una serie de conductos inyectándole nutrientes de forma constante.
—Disculpe, ¿es usted un habitante de aquí?—preguntó Ana, intentando sonar amistosa.
El trabajador la miró con ojos vacíos.
—Soy un trabajador—respondió con una voz apagada, apenas humana—. No tengo tiempo. El deber me llama.
Ana lo vio cargar veinte maletas sobre sus brazos y espalda antes de marcharse. La tristeza la golpeó en el pecho.
—Este lugar es demasiado... triste—murmuró, sintiendo una punzada en su corazón.
Juniper soltó un gruñido, sin siquiera mirarla.
—Apenas llevas minutos aquí y ya te diste cuenta. Eres toda una visionaria—ironizó, cruzándose de brazos.
Sofía miró a su alrededor con disgusto.
—Nunca me gustó este lugar. Terminemos rápido y larguémonos de aquí.
—No tan rápido—intervino Kai—. Génesis quiere que la representemos en la reunión anual de los gobernantes y empresarios más poderosos del sistema solar.
—Joder... —Sofía se frotó las manos, frustrada—. Y, claro, Evolux está aquí también.
Kai la miró con una sonrisa torcida.
—Ya sabes dónde van los tiros.
—Me lo imagino—gruñó Sofía, los músculos de su mandíbula tensándose.
El zumbido constante de los drones publicitarios llenaba el aire, proyectando imágenes luminosas sobre la superficie oxidada de los edificios. Voces robóticas anunciaban productos con promesas de "perfección humana" y "mejoras corporales sin dolor", mientras figuras humanas con ojos de vidrio y extremidades de acero caminaban entre la multitud. La colonia Titán no era más que una cápsula de metal y decadencia, donde el progreso se convertía en prisión.
Juniper deslizó sus dedos por la pantalla táctil de su dispositivo de comunicación, el brillo azulado reflejándose en sus ojos cansados. "Según la transmisión de la red de noticias, la reunión será este sábado", informó, con la voz apagada por la interferencia.
Ana frunció el ceño y desvió la mirada hacia Sofía. "Mmm, Sofía."
"¿Díme?", respondió Sofía sin dejar de observar la inmensa nave industrial que se erguía frente a ellos, con una estructura que parecía latir como un corazón mecánico.
"¿No te desagradan esas reuniones?", preguntó Ana, con un dejo de curiosidad en su tono.
Sofía se encogió de hombros, sus ojos rastreando los movimientos de los obreros con espaldas arqueadas y cuerpos modificados. "No me gustan. Son solo excusas para que los poderosos se froten las manos mientras hablan de 'progreso'", dijo, sus palabras cargadas de amargura. "Si realmente les importara el bienestar de la colonia, no verías a esta gente con implantes de cuarta generación trabajando hasta el colapso." Señaló a un hombre que arrastraba una pierna mecánica que chirriaba con cada paso. "El progreso tiene su lado oscuro, Ana. No lo olvides."
El crujido de servomotores resonó a su lado cuando Kai se acercó con paso decidido. "El presidente Harold dice que vendrá a recibirnos en persona", anunció, sus ojos escaneando la calle con desconfianza. "Según su mensaje, ya está en camino."
Una voz profunda y ronca se abrió paso entre el murmullo constante de la calle. "¿Ustedes son los agentes de Phoebus?"
El grupo giró de inmediato. La presencia de la voz no era algo que se pudiera ignorar. De pie frente a ellos estaba un hombre con obesidad desmedida, su piel morena lucía brillante por la transpiración, mientras anillos de oro y piedras preciosas engalanaban sus dedos rechonchos. Vestía un atuendo inspirado en la nobleza del siglo XVIII, con una chaqueta de terciopelo bordada en filigranas doradas. Su rostro calvo reflejaba las luces intermitentes de los anuncios.
Junto a él, dos imponentes robots guardaespaldas de apariencia medieval se mantenían en guardia. Sus rostros carecían de facciones, pero sus visores rojos emitían un resplandor amenazante.
"Claro, somos miembros de Phoebus", dijo Sofía con voz firme, cruzándose de brazos. "¿Y usted es?"
"Él es Gadan Bernstein", respondió Juniper con cierto desdén. "Dueño de la mayoría de las empresas de Titán. Es uno de los empresarios más poderosos del sistema solar."
Sofía levantó una ceja. "Vaya, no estoy tan al día con la nobleza industrial", respondió con sarcasmo.
Los ojos hundidos de Gadan la analizaron con una intensidad que hizo que Ana sintiera un escalofrío. "Curioso que una agente de Phoebus no sepa eso", dijo, con una sonrisa ladeada. "Pero ya no importa. Lamento que Harold no haya podido venir. Digamos que... está indispuesto. La colonia ha tenido sus propios 'incidentes' recientes." Sonrió, mostrando dientes amarillos y torcidos. "Les ofrezco mis disculpas en su nombre."
"No hay necesidad de disculpas", intervino Kai, lanzándole una mirada fulminante. "¿Nos llevará al lugar donde nos quedaremos?"
Gadan alzó las manos gordas en un ademán de paz. "Por supuesto, acompáñenme."
El grupo siguió al magnate hasta un vehículo negro y pulido que flotaba a pocos centímetros del suelo. Ana observó el paisaje urbano mientras avanzaban. Las calles estaban repletas de obreros y niños con implantes rudimentarios, algunos con ojos cibernéticos parpadeando en secuencias de código. Los anuncios holográficos los asediaban con consignas como: "¡Actualízate o quedas obsoleto!"
"¿A qué se debe su visita a Titán?", preguntó Gadan, con una voz untuosa que pretendía ser casual.
Sofía cruzó los brazos y lo observó con recelo. "Estamos investigando las desapariciones recientes", declaró con firmeza. "Varias personas han desaparecido sin dejar rastro, incluidas figuras públicas como Margaret, la cantante estrella."
Los ojos de Gadan se entrecerraron un instante antes de recuperar su expresión afable. "Oh, es terrible. Margaret era un gran atractivo para la cumbre de este año. Ésto ha sido una gran pérdida para nosotros."
"¿Ha notado alguna actividad inusual?", preguntó Juniper, con una mirada que taladraba.
Gadan se rascó el mentón con sus dedos gordos. "No que yo sepa, pero si lo desean, puedo aumentar la vigilancia en la colonia."
"No lo haga", respondió Sofía de inmediato. "Si aumentamos la vigilancia, Evolux se ocultará más. Necesitamos que crean que no estamos aquí."
Kai asintó con gravedad. "Tienes razón. Ellos se mueven en las sombras y solo se muestran cuando creen que nadie los observa."
El vehículo se detuvo frente a un lujoso hotel iluminado con neones violetas, una estructura que parecía un capricho de la extravagancia en medio de la decadencia circundante. La fachada era de cristal oscuro con paneles de cromo pulido que reflejaban las luces de la ciudad como un prisma fragmentado. Columnas de mármol negro flanqueaban la entrada, donde una alfombra roja impecable se extendía hasta unas puertas automáticas adornadas con filigranas doradas. Los hologramas proyectaban imágenes de vinos caros y cenas exóticas, en un contraste brutal con los callejones llenos de chatarra y los niños con implantes de segunda mano que habían quedado atrás. Ana miró por la ventana y no pudo evitar quedarse boquiabierta. Las paredes relucían con placas de metal pulido que reflejaban su propia imagen distorsionada.
"Vayan con cuidado", advirtió Gadan antes de partir, su sonrisa de dientes amarillos grabándose en sus mentes.
Una vez en la habitación, Ana miró por la ventana. "Ese tipo... cuando me miró, fue como si estuviera evaluándome. No me gustó."
Kai cerró las persianas automáticas. "No te equivocas. Gadan no mira, calcula. Algo se avecina, y esta colonia no será la misma cuando termine."
El aire de la ciudad vibraba con una cacofonía constante: voces humanas mezcladas con el chirrido de drones de seguridad y la estática intermitente de anuncios holográficos proyectados en el cielo sucio. Ana se llevó una mano temblorosa a la sien, como si pudiera bloquear el ruido con sus dedos. Sus ojos se entrecerraron, las púpilas contrayéndose en un intento de evitar el brillo incómodo de la ciudad.
—Calma, Ana —dijo Sofía con una voz baja pero firme mientras tomaba su mano—. No estás sola, estoy a tu lado.
Ana soltó una exhalación larga y controlada, como si estuviera expulsando la ansiedad junto con el aire.
—Odio mucho el ruido y el bullicio, Sofía —respondía con una mueca de disgusto—. Espero que esto no arruine la misión.
—No te preocupes —replicó Sofía, con una sonrisa torcida que intentaba ocultar su propia tensión—. Yo también odio este tipo de ciudades.
Sus pasos resonaban sobre el metal oxidado de la acera. La multitud se movía en oleadas, un flujo de cuerpos que apenas se apartaba para dejarlas pasar. A su alrededor, el resplandor azulado de los letreros neón daba a las sombras un tono enfermizo.
—Hay demasiada gente para mi gusto —dijo Ana, su voz ahora más baja, casi un susurro—. Quizá la gente de Evolux esté escondida entre toda esta multitud.
Sofía estrechó los ojos, escaneando la marea de rostros anodinos, cada uno más desgastado que el anterior.
—Mantente alerta —advirtió—. Si ya saben que estamos aquí, tratarán de emboscarnos.
Ana asintió con un gesto rígido.
—¿Y tienes alguna idea de quién podría darnos información? —preguntó con un tono más afilado, buscando claridad en medio de la incertidumbre.
—Aunque no lo creas, este lugar tiene sus rincones oscuros —dijo Sofía mientras señalaba un callejón al otro lado de la calle—. Intentan tapar el sol con un dedo, pero la suciedad siempre encuentra la forma de salir a la luz. Sígueme.
—¿A dónde iremos? —preguntó Ana mientras sus pasos la seguían sin dudar.
—De camino, estuve leyendo la biografía de Margaret —dijo Sofía, entrecerrando los ojos—. Antes de ser una cantante aclamada, comenzó trabajando en bares de esta ciudad. Solo espero que sus viejos conocidos todavía estén por aquí. Quizá puedan decirnos algo sobre sus últimos días.
El callejón apestaba a humedad rancia y aceite quemado. Las luces parpadeantes de los letreros de bares y cafés lanzaban destellos rojos y verdes que parecían latidos de un corazón defectuoso. Las paredes estaban manchadas de mugre, y los grafitis casi se superponían unos a otros. Los rostros de los clientes que deambulaban parecían marchitos, con ojeras tan profundas que podrían confundirse con hendiduras en sus rostros.
Música. Una melodía extraña se deslizó entre el caos. Guitarras antiguas y voces rotas. Ana cerró los ojos un instante, su expresión endurecida suavizándose.
—Música de verdad —murmuró—. No esperaba encontrar algo tan... puro.
Pero el momento de paz fue interrumpido cuando Sofía la sujetó por el hombro.
—Hemos llegado —señaló la fachada de un bar—. Este es el lugar donde trabajó Margaret.
El letrero colgante, bañado por la tenue luz azul, decía "Luz de Luna". El lugar no estaba en ruinas como los demás bares. Las puertas de metal estaban limpias y la madera relucía, restaurada con cuidado.
—Se ve... diferente —dijo Ana, sorprendida—. Como si alguien hubiera decidido cuidarlo.
Un carraspeo hizo que ambas se giraran de inmediato. Una anciana encorvada estaba allí, sus ojos brillando con una extraña claridad.
—¡Oh, perdón! —dijo la anciana con una voz amable—. No quise asustarlas, chicas. Soy Stella, la dueña del café. ¿Están buscando a Margaret, verdad?
Ana y Sofía se miraron.
—Así es —respondió Sofía—. Somos agentes de Phoebus.
Stella asintió, con una sonrisa cansada.
—Puedo reconocer a los agentes de Phoebus con solo verlos. Esos trajes... tan elegantes y algo provocativos para sus miembros femeninos, ¡je, je, je!
Sofía no respondió a la broma, sus ojos fijos en la anciana.
—Estamos investigando la desaparición de Margaret. ¿Puede decirnos algo... algo que no sepamos?
Los ojos de Stella se llenaron de lágrimas. Con un temblor en la voz, dijo:
—Era mi hija adoptiva. La crie cuando perdió a sus padres. Me ayudó a mantener este lugar en pie. Siempre fue buena, siempre ayudó a la gente. No merecía esto.
Señaló una pequeña urna con cenizas, un retrato de un hombre sonriente al lado.
—Mi esposo murió el mes pasado —confesó Stella—. Perder a Margaret también... no sé si podré soportarlo.
Ana y Sofía miraron la urna. Ambas sintieron el peso invisible del dolor de la anciana.
—Le prometo que la traeremos de vuelta —dijo Sofía con una determinación inquebrantable.
—Lo haré por usted, señora Stella —añadió Ana—. Y también por ella.
La promesa quedó flotando en el aire, como un eco que nunca se apaga.
El aire de la ciudad vibraba con una cacofonía constante: voces humanas mezcladas con el chirrido de drones de seguridad y la estática intermitente de anuncios holográficos proyectados en el cielo sucio. Ana se llevó una mano temblorosa a la sien, como si pudiera bloquear el ruido con sus dedos. Sus ojos se entrecerraron, las púpilas contrayéndose en un intento de evitar el brillo incómodo de la ciudad.
—Calma, Ana —dijo Sofía con una voz baja pero firme mientras tomaba su mano—. No estás sola, estoy a tu lado.
Ana soltó una exhalación larga y controlada, como si estuviera expulsando la ansiedad junto con el aire.
—Odio mucho el ruido y el bullicio, Sofía —respondía con una mueca de disgusto—. Espero que esto no arruine la misión.
—No te preocupes —replicó Sofía, con una sonrisa torcida que intentaba ocultar su propia tensión—. Yo también odio este tipo de ciudades.
Sus pasos resonaban sobre el metal oxidado de la acera. La multitud se movía en oleadas, un flujo de cuerpos que apenas se apartaba para dejarlas pasar. A su alrededor, el resplandor azulado de los letreros neón daba a las sombras un tono enfermizo.
—Hay demasiada gente para mi gusto —dijo Ana, su voz ahora más baja, casi un susurro—. Quizá la gente de Evolux esté escondida entre toda esta multitud.
Sofía estrechó los ojos, escaneando la marea de rostros anodinos, cada uno más desgastado que el anterior.
—Mantente alerta —advirtió—. Si ya saben que estamos aquí, tratarán de emboscarnos.
Ana asintió con un gesto rígido.
—¿Y tienes alguna idea de quién podría darnos información? —preguntó con un tono más afilado, buscando claridad en medio de la incertidumbre.
—Aunque no lo creas, este lugar tiene sus rincones oscuros —dijo Sofía mientras señalaba un callejón al otro lado de la calle—. Intentan tapar el sol con un dedo, pero la suciedad siempre encuentra la forma de salir a la luz. Sígueme.
—¿A dónde iremos? —preguntó Ana mientras sus pasos la seguían sin dudar.
—De camino, estuve leyendo la biografía de Margaret —dijo Sofía, entrecerrando los ojos—. Antes de ser una cantante aclamada, comenzó trabajando en bares de esta ciudad. Solo espero que sus viejos conocidos todavía estén por aquí. Quizá puedan decirnos algo sobre sus últimos días.
El callejón apestaba a humedad rancia y aceite quemado. Las luces parpadeantes de los letreros de bares y cafés lanzaban destellos rojos y verdes que parecían latidos de un corazón defectuoso. Las paredes estaban manchadas de mugre, y los grafitis casi se superponían unos a otros. Los rostros de los clientes que deambulaban parecían marchitos, con ojeras tan profundas que podrían confundirse con hendiduras en sus rostros.
Música. Una melodía extraña se deslizó entre el caos. Guitarras antiguas y voces rotas. Ana cerró los ojos un instante, su expresión endurecida suavizándose.
—Música de verdad —murmuró—. No esperaba encontrar algo tan... puro.
Pero el momento de paz fue interrumpido cuando Sofía la sujetó por el hombro.
—Hemos llegado —señaló la fachada de un bar—. Este es el lugar donde trabajó Margaret.
El letrero colgante, bañado por la tenue luz azul, decía "Luz de Luna". El lugar no estaba en ruinas como los demás bares. Las puertas de metal estaban limpias y la madera relucía, restaurada con cuidado.
—Se ve... diferente —dijo Ana, sorprendida—. Como si alguien hubiera decidido cuidarlo.
Un carraspeo hizo que ambas se giraran de inmediato. Una anciana encorvada estaba allí, sus ojos brillando con una extraña claridad.
—¡Oh, perdón! —dijo la anciana con una voz amable—. No quise asustarlas, chicas. Soy Stella, la dueña del café. ¿Están buscando a Margaret, verdad?
Ana y Sofía se miraron.
—Así es —respondió Sofía—. Somos agentes de Phoebus.
Stella asintió, con una sonrisa cansada.
—Puedo reconocer a los agentes de Phoebus con solo verlos. Esos trajes... tan elegantes y algo provocativos para sus miembros femeninos, ¡je, je, je!
Sofía no respondió a la broma, sus ojos fijos en la anciana.
—Estamos investigando la desaparición de Margaret. ¿Puede decirnos algo... algo que no sepamos?
Los ojos de Stella se llenaron de lágrimas. Con un temblor en la voz, dijo:
—Era mi hija adoptiva. La crie cuando perdió a sus padres. Me ayudó a mantener este lugar en pie. Siempre fue buena, siempre ayudó a la gente. No merecía esto.
Señaló una pequeña urna con cenizas, un retrato de un hombre sonriente al lado.
—Mi esposo murió el mes pasado —confesó Stella—. Perder a Margaret también... no sé si podré soportarlo.
Ana y Sofía miraron la urna. Ambas sintieron el peso invisible del dolor de la anciana.
—Le prometo que la traeremos de vuelta —dijo Sofía con una determinación inquebrantable.
—Lo haré por usted, señora Stella —añadió Ana—. Y también por ella.
La promesa quedó flotando en el aire, como un eco que nunca se apaga.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top