56: ¿Por qué?


Es solo un cuaderno normal y corriente, de tamaño A5 y tapas azules, pero, al mismo tiempo, no lo es. Es el diario de Eiji, y le susurra desde el escritorio. ¿Por qué lo aceptó? ¿Cómo no iba a hacerlo? Yasuko aseguró que debe tenerlo ella porque es lo que Eiji hubiese querido. Tal vez, aunque Risa siente que lo mancillará si lo abre.

Ah, disculpad. Os estáis preguntando cómo ha llegado el diario a manos de nuestra protagonista, ¿verdad? Veréis: anoche, mientras Risa y Jin subían en el ascensor, la joven preguntó por Yasuko y Jin le propuso hacerle una pequeña visita. No voy a dar detalles del encuentro porque seguro que podéis imaginar a una mujer destrozada y una conversación incómoda. Lo importante es que cuando Risa ya se despedía, Yasuko se acordó del diario.

—Jin y tu padre lo encontraron en el apartamento cuando fueron a vaciarlo —explicó mientras se lo entregaba.

Risa pestañeó, desubicada. Entonces cayó en la cuenta de que eso debía haber sucedido durante su estancia en Kioto. Aunque os parezca mentira, nuestra protagonista no se había parado a pensar en por qué toda la ropa y demás cosas que se llevó a casa de Eiji estaban de vuelta en su habitación. Simplemente, a su aturdida mente, le pareció lo más normal, como si los objetos poseyeran la asombrosa cualidad de teletransportarse donde se necesitan.

—¿Estás lista?

La voz de Masaru, llamándola desde el pasillo, trae a Risa de vuelta al presente.

—¡Sí!

La joven aparta la vista del diario, coge la mochila y se reúne con su padre en el recibidor. Debe de tener mala cara, pues Masaru entorna los ojos nada más verla. Podría fingir que no se ha dado cuenta y salir a la escalera como si nada, pero sabe que su padre se está esforzando por hacer las cosas bien. «¿Qué ganaría poniéndole obstáculos absurdos? Ya no tengo a Suzume de excusa para actuar como una niña malcriada.»

—Ayer te conté que visité a Yasuko —comienza a explicar mientras ambos se dirigen al ascensor—, pero... pero no te dije que me dio el diario de Eiji. Me sorprendió mucho, ¿sabes?, porque nunca le vi escribirlo.

—No tienes que leerlo ahora. —Masaru pulsa el botón del garaje y las puertas del ascensor se cierran. Risa inspira por la nariz y deja salir el aire muy despacio, concentrada en la voz de su padre—: Puede que estés lista dentro de dos meses o de cinco años. Incluso podría suceder que, para entonces, seas una persona distinta y no quieras reabrir heridas del pasado. Todo tiene su momento de ser; lo importante ahora es que te centres en sanar tus heridas, sin presiones extra.

Como suele suceder, Masaru tiene razón y ella se estaba agobiando por nada. Unos meses atrás, la facilidad de su padre para leer en su interior la irritaba; ahora la alivia porque hace que todo sea más sencillo.

—¿Puedes guardarlo? —pregunta con cierta timidez—. Está en el escritorio.

Masaru asiente y Risa le regala una sonrisa agradecida.


♫♪♫


Dicen que las personas que sufren acoso desarrollan una especie de sexto sentido para «oler» en el ambiente cualquier cambio que vaticine un nuevo ataque. El fuerte trauma por la reciente pérdida sufrida debería haber anulado temporalmente sus capacidades, pero las visitas de su «fantasma» la mantienen en un estado de alerta y ansiedad constantes. Nada más poner un pie en la zona de las taquillas, el vello de la nuca se le eriza y su corazón se acelera. Todavía recuerda demasiado bien el desagradable incidente con la raña y espera que a sus compañeros no se les haya ocurrido repetirlo.

Fingiendo una normalidad que está lejos de sentir, Risa se planta frente a su taquilla y la abre para sacar las uwabaki. Su mano queda congelada en el aire, a pocos centímetros del macabro altar que ha atrapado su mirada. Consiste en una foto de Eiji pegada al fondo de la taquilla y rodeada de crisantemos. Los ojos están tachados con cruces y, sobre su maravillosa sonrisa, hay pintada una grotesca mueca de tristeza. Pero lo peor es la pequeña nota, escrita con tinta roja y situada entre las flores. «¿Por qué?», reza con una silenciosa y cruel burla.

Risa se cubre la boca con las manos y retrocede un par de vacilantes pasos. Entonces echa a correr, desoyendo los gritos preocupados de Erika y las risitas a su alrededor. Se da cuenta de que sus pies la han conducido hasta la enfermería cuando intenta abrir la puerta y la encuentra cerrada con llave. Sollozando, se deja caer al suelo, incapaz de sentir el frío de las baldosas en sus muslos desnudos. Ni siquiera se inmuta cuando escucha pasos a su espalda; seguro que son Nagisa y Erika, aunque juraría que el ruido corresponde a una sola persona.

—¿Serizawa? —La joven da un respingo, pues la voz es masculina. Sin embargo, la reconoce un segundo más tarde—. ¿Qué ha pasado?

—No puedo más —gime, pero su voz suena tan queda que duda de que el sensei la haya oído.

—Vamos.

El hombre la ayuda a levantarse y la conduce al interior de la enfermería. Una vez allí, Risa comienza a sentirse incómoda, ya que todavía no sabe si Kanata la vio el día que aquella mujer se puso a gritar delante de su casa.

Con un gesto, el sensei le indica que puede sentarse donde quiera. Ella escoge una de los sillas que hay frente al escritorio y observa cómo el hombre se cambia la chaqueta por la bata blanca de médico. Todavía le cuesta creer que alguien tan amable estudiara en ese infierno de colegio y, encima, lo escogiera como lugar de trabajo.

«La mujer le llamó "monstruo", ¿recuerdas?», susurra una voz en su cabeza, pero Risa la ignora. Acto seguido, saca un pañuelo de la mochila y se limpia la nariz con discreción.

Entretanto, Kanata toma asiento en la silla de al lado y, con una mirada cálida y una sonrisa alentadora, invita a la joven a hablar. Ella vacila; en el fondo de su ser, sabe que no debería tener esa clase de cercanía con el médico de su instituto, pues no es una relación psicólogo-alumno. Sin embargo, algunas personas poseen un aura que emana tranquilidad y confianza, que invita a desnudar los miedos sin el temor al qué dirán. Kanata es una de ellas. Por eso, en cuanto la primera palabra abandona la boca de Risa, el resto la siguen con una facilidad que la alivia. Esa mujer tiene que estar equivocada.

—Eiji era un chico muy querido —suspira el sensei. La sincera nota de dolor que titila en sus pupilas conmueve a Risa y suaviza lo extraño de la situación—. Su pérdida ha sido un golpe muy duro, incluso aunque ya no estudiase aquí. Por supuesto, no justifica lo que te han hecho, pero tampoco me sorprende.

—Muchas chicas me pusieron en su lista negra cuando Eiji me escogió. Erika y Nagisa creen que nunca lo superaron y que todavía pagan su disgusto conmigo. Pero con Naomi nunca se metieron. —Risa aprieta los puños, arrugando el pañuelo que ha quedado atrapado en el derecho—. Creía que formar parte del Consejo me facilitaría las cosas, pero solo ha servido para reducir mi ya escaso tiempo libre.

La joven abre las manos de golpe cuando siente los dedos de Kanata rozar sus muñecas. El pañuelo cae al suelo, pero Risa no hace el menor amago de recogerlo. Cumplido su objetivo, él no tiene necesidad de prolongar el contacto; sin embargo, ella todavía siente un sutil cosquilleo en los centímetros de piel que el hombre ha tocado.

—De no ser por su carácter caprichoso y pueril, Saito hubiera sido una buena presidenta —comenta Kanata y Risa se esfuerza por prestarle atención—. Bajo mi punto de vista, el problema es que estaba acostumbrada a ejercer poder sobre los demás, pero le faltaba empatía. En vuestro caso, diría que es al revés.

Risa ladea la cabeza, pensativa. ¿Insinúa el sensei que temen terminar convertidos en unos tiranos, como Naomi? ¿Es así? Mientras Eiji ostentó el cargo de presidente, las cosas estuvieron bastante tranquilas; se limitaban a hacer cumplir los derechos de los estudiantes y a mediar en alguna que otra pelea sin importancia. No obstante, con el comienzo del nuevo curso y el cambio de presidencia, los alumnos se han vuelto más rebeldes. «Como si no nos respetaran», comprende de pronto. Y no es su única revelación:

Sensei, presidiste el Consejo durante tu época de estudiante, ¿verdad?

En los labios del hombre se dibuja una sonrisa más triste que nostálgica. Risa está empezando a arrepentirse de haber preguntado cuando Kanata dice:

—Ese era el papel de mi hermana; yo era vicepresidente.

La joven asiente y contempla el atractivo perfil de Kanata, que ha desviado la vista en dirección a la ventana y parece pensativo. Tal vez sea un buen momento para sacar el tema que la inquieta. Podría dejarlo estar, sí, pero se sintió como una intrusa presenciando algo muy personal y necesita limpiar su conciencia.

Sensei, hay una cosa que quiero decirte... —Risa agacha la cabeza y se clava las uñas en la falda—. No fue mi intención, pero...

—Es mi hermana. —Kanata se vuelve hacia Risa e ignora su respingo de sorpresa—. La mujer que viste es mi hermana. Me avergüenza mucho que fueras testigo de esa escena, Serizawa.

—Yo no... —Los ojos de Risa se humedecen; de repente, la enfermería le resulta un entorno hostil—. Lo siento mucho, sensei.

La joven hace amago de levantarse, pero Kanata la detiene con un gesto de la mano.

—Discúlpame tú a mí, Serizawa, no debería haber empleado un tono tan arisco contigo.

El hombre suspira y sacude la cabeza. Luego apoya las manos en las rodillas y suspira de nuevo. Si tuviera que atar cabos con la información de la que dispone, Risa diría que la mujer tiene algún tipo de problema y que, hasta que no lo solucione, no puede cuidar de su hija. El aspecto desaliñado y el ligero temblor que sacudía su cuerpo sugieren drogas o alcohol, pero eso es algo que solo le concierne a Kanata y a su familia.

Sin saber qué la impulsa a ello, Risa se inclina hacia delante y toca los antebrazos del sensei con la punta de los dedos. Quiere decirle que, en ningún momento, se hizo una mala idea de él, pero no esperaba que levantara la cabeza y la mirase a la cara. Abrumada por la cercanía, está a punto de retroceder cuando reconoce el dolor y la vulnerabilidad que reflejan los ojos del hombre; los siente como propios. Lo siguiente que sabe es que Kanata ha apoyado dos dedos en sus labios. Entonces comprende y, de un salto, se levanta, recoge la mochila y sale corriendo.

Agradece que los pasillos estén vacíos, pues lo último que necesita es que alguien la vea llorando. ¿Cómo se le ha ocurrido hacer algo así? ¡Menos mal que el sensei la ha detenido! Aun así, no cree que pueda volver a mirarle a la cara. ¿Qué habrá pensado de ella? Prefiere no hacer conjeturas, pues ninguna la dejaría en buen lugar.

Consciente de que no puede acudir a clase en semejante estado emocional, Risa abandona el instituto y echa a andar por la ciudad. Donde el día anterior buscó paz, ahora solo encuentra inquietud; el mar de edificios que la rodea parece cernirse sobre su persona, listos para caer en picado todos a una en el momento que menos se lo espere. Tal vez por ello sus pasos la conduzcan al primer parque que le sale al paso. O quizás no, pues no tarda en darse cuenta de que se trata del mismo lugar en que Eiji la encontró la noche del karaoke. Ahí está el mismo banco donde se sentó a llorar y a desear no tener sentimientos. Entonces su mundo giraba en torno a los problemas con Yuu y con su padre. «No olvides el beso de Atsushi y la posterior pelea con Eiji. Sentiste una fuerte angustia que te hizo enfadar porque no la entendías. Pero entonces Eiji apareció en la entrada del parque y todo tu malestar se convirtió en una agradable sensación de calidez, ¿recuerdas?»

Aunque sabe que no va a encontrarle ahí, Risa alza la mirada en dirección a la entrada y deja escapar un tembloroso suspiro que finaliza en sollozo. Los cuentos de hadas solo sirven para que la cruel realidad golpee con más fuerza. Porque no son reales. Porque no existe ninguno que traiga a los muertos de vuelta.

Uwabaki: zapatillas de goma flexible que los alumnos japoneses utilizan para andar dentro de los centros escolares.

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