TRECE
¡Hola nuevamente! Hoy les traigo más experiencias paranormales que les han sucedido a usuarios como tú...
Desde México, enviado por anónimo. Es largo pero vale la pena leer, lo aseguro...
Mi familia y yo siempre hemos sido —y seguiremos siendo, que de eso no quepa duda— propensos a ser víctimas de estas cosas. Desde el hecho de que mi madre impidiera que un muerto se llevara a mi padrastro una noche que pretendían dormir, hasta el hecho de que, según mi hermano menor, yo me parara frente a la puerta de su cuarto a hablarle en otro idioma con una voz gutural mientras lo señalaba —cosa que yo no recuerdo y él afirma con mi madre de testigo—. Pero, sin duda, la siguiente historia que estoy por escribir, es la peor... por mucho. Hoy en día no puedo contarla o siquiera pensar en eso sin que se me ponga la piel de gallina, y es que ese rostro es algo que jamás voy a olvidar en mi vida. Cuando esto pasó, yo tenía trece o catorce años —actualmente tengo diecinueve—. Mi familia y yo vivíamos con mis abuelos maternos en la casa que mi bisabuelo heredó a mi abuelita. No recuerdo si él la construyó o la compró, pero vivió toda su vida de divorciado allí y allí mismo murió, dejando este mundo en la cama que ocupaba en la habitación principal. Vimos y pasamos muchas cosas allí. ¡Todos! De las trece personas que vivimos allí solo tres o dos estuvieron a salvo de vivir algo paranormal. Ni siquiera las personas que iban de visita se salvaban. Eran tres cosas —o personas, más bien— las que podías ver allí: mi bisabuelo leyendo el periódico o caminando por allí, una niña de siete u ocho años haciendo bromas o haciendo llorar a los nenes que visitaban la casa y un pequeño niño de cinco o seis años gateando o corriendo de un cuarto a otro. Supongo que está de más decir que me tocó ver a los tres en diferentes circunstancias. Y en verdad me gustaría contarles todas.
Mi peor susto me lo llevé con el niño que gateaba. Eran cerca de las dos de la tarde, y lo sé porque todavía recuerdo que acaba de llegar a casa de la secundaria. Siempre he sido muy vanidosa, y ese día no fue la excepción, pues llegué directo al baño para verme en el espejo solo para asegurarme que todo estuviera bien con mi cabello. El baño era grande y se dividía en tres partes: en la primera estaba la regadera, que se dividía de la segunda parte por una pared de cristal que a alguien que midiera 1,58 no le llegaría más arriba del pecho; en la segunda estaba el cesto de la ropa sucia y un lugar espacioso donde te podías vestir y después estaba la tercera parte en que estaba la taza del baño y el espejo dividida de la segunda parte por una pared blanca que llegaba hasta el techo. Entre cada una, no había puertas, por lo que podía ver hasta el fondo perfectamente por el espejo. No miento, me llevé siete minutos —o tal vez más— viéndome en el espejo revisando mi rostro y cabello. En eso, con mi vista periférica, vi lo que pareció una mancha borrosa en el espejo, y no tardé mucho en darme cuanta que no se trataba de eso, sino de él reflejo de alguien viéndome desde el fondo, a gatas en el piso asomando su rostro por la pared de cristal. Era ese niño. No tenía cabello y su rostro parecía solo cicatrices de quemaduras. Recuerdo su rostro perfectamente. Él me sonreía... O algo así. Las cicatrices no se lo permitían. Entré en pánico y no pensé en salirme con la puerta a un lado mío. Me entró la estúpida necesidad de voltear a verlo y él ya estaba en la segunda pared, viéndome más de cerca mientras asomaba su cabeza. Lo tenía a menos de un metro, viéndome. Todavía sonreía. Y yo quería llorar. Me tomó un rato reaccionar para girarme hacia la puerta, y cuando finalmente lo hice los nervios me traicionaron, más el hecho de que la casa fuera vieja y modesta, pues no lidiaba con una perilla, sino con un pasador que de lo oxidado y viejo se atoró.
Para cuando pude abrirla, yo ya no había mirado atrás, pero podía sentirlo de pie a escasos centímetros de mi cuerpo. salí corriendo dejando la puerta abierta y la luz encendida. Mis manos temblaban y yo quería seguir llorando de miedo, pero me lo ahorré para que cuando la gente llegara a casa nadie me preguntara qué había pasado. Esta experiencia me tomó cerca de dos años ser capaz de contársela a alguien, porque como escribí antes, todavía me da miedo de solo pensar en eso. Jamás lo voy a olvidar, y resulta absurdo, porque tiendo a olvidar el rostro de los vivos que no he visto en meses y a ese niño no lo he visto en seis años y todavía lo recuerdo con exactitud de vez en cuando en mis pesadillas. Lo que sentí, jamás me va a dejar. Lo sé. Dicen que los más vulnerables son más propensos a experimentar este tipo de cosas, y siendo de las mayores en mis hermanos, soy la más débil por mi historial médico psicológico. Todo por lo que he pasado, no es nada con lo que podría experimentar en el futuro. Y temo por mí. Porque es real.
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