👑 Capítulo 39

Me mantengo con la mirada fija en la entrada del puerto; apoyo mi frente en el cristal de la ventanilla del coche de Fred, el cual se encuentra aparcado a unos metros del lugar, y suspiro con nerviosismo. La oscuridad de la noche me hacer ver el sitio con algo de miedo, a pesar de que hay varias luces repartidas que lo iluminan en gran parte.

Aprieto la tela de la mochila con las manos, en un intento de tranquilizarme un poco, pero no soy capaz de conseguirlo. Mi pulso está acelerado, siento los latidos de mi corazón en la sien y no puedo hacer nada por remediarlo. Creo que no he estado tan asustada en mi vida, ni siquiera con la novatada. Esto es mil veces peor. Estoy segura de que debo parecer un flan ahora mismo.

—Te estaremos esperando aquí cuando termines. —La voz de Fred me saca de mis pensamientos.

Me despego de la ventanilla y le miro con los ánimos por los suelos. A continuación, asiento para hacerle saber que estoy de acuerdo con lo que ha dicho. Él aparta las manos del volante y lleva una de ellas hasta mi rodilla izquierda, la que termina por apretar suavemente.

Escucho a Andriu moverse en los asientos traseros del coche y, antes de que pueda darme cuenta, la palma boca arriba de su mano aparece ante mis ojos. La observo con cierta confusión y, luego, dirijo la vista hacia a ella para que me explique lo que quiere. Cuando sus pupilas dan con las mías, ella alza las cejas.

—Dame la pistola —me ordena.

Frunzo el ceño. ¿Y ahora quiere verme muerta otra vez o qué?

—¿Pero es que quieres terminar de matarme? La necesito —objeto.

—Cierra la boca y dame la maldita pistola —espeta con molestia.

Miro a Fred con la esperanza de que me eche un cable, pero este observa la escena sin saber muy bien cuando y como intervenir. En cuanto él se percata de que estoy esperando su ayuda, se dispone a hablar.

—Andriu, ella necesita el arma.

Vuelvo a la mirada a la pelo azul, quien no tarda en rodar los ojos y soltar un suspiro exagerado de sus adentros.

—Lo primero que harán en cuanto llegue será cachearla de pies a cabeza —nos explica ella con poca paciencia—. Anda guapa, dame la pistolita.

Cojo una bocanada de aire y la expulso con lentitud, provocando que, por lo nervios, salga de forma temblorosa. Meto una mano en el interior de los bolsillos de mi sudadera y saco la pistola. Tras mirarla por unos segundos, se la entrego a Andriu un tanto dudosa.

A estas alturas, ya no sé sin confiar o desconfiar. Pero sabiendo que yo nunca he hecho algo así y ellos sí, creo que no tengo más opción que creer en su palabra.

—Yo hice la iniciación con esta panda de gilipollas, hazme caso —prosigue, dejando la pistola en el asiento libre que hay a su lado—. Ellos no suelen traer armas, el día que me tocó iniciarme me dispararon con la que yo llevaba encima.

La seriedad de su rostro a la hora de decirme esto me indica que no está mintiendo, que lo está contando con total sinceridad. Pero para asegurarme de ello, desvío la vista hacia Fred con la intención de que él me lo corrobore. Sus iris oscuros se posan en mí.

—Es verdad —afirma el moreno, con seguridad—. Ahora ve, entrega la mochila y vuelve aquí con lo que te den a cambio.

Asiento repetidas veces con la cabeza. Agarro una de las asas de la mochila y, después de desabrocharme el cinturón, salgo del coche. El fresco de la noche golpea mi cuerpo en ese instante, haciendo que me estremezca por unos segundos. Cierro la puerta del automóvil y echo un rápido vistazo a mi alrededor; el lugar está totalmente desierto, a excepción de nosotros, lo que no acaba por inspirarme mucha confianza. Aunque esto ha sido así desde que me metí en este gran lío. Me echo la mochila al hombro y me encamino hacia la entrada del puerto.

Lo único que puedo llegar a escuchar aparte de mis pisadas en el asfalto, son las olas chocando contra las paredes del muelle. El mar está agitado, el agua salada colisiona con gran fuerza, incluso llega a salpicar el suelo por el que camino. En cierto modo, el sonido que estas causan me llegan a relajar un poco, pero no lo suficiente como para mantenerme lo más serena posible.

Una vez que entro en el interior de la zona de carga y descarga, busco con la mirada el contenedor metálico con la cabeza del tigre de bengala. Me fijo en los que están situados en la primera fila, pero ninguna lleva el dibujo que le diferencia del resto. Me acerco a ellos y, en cuando he llegado, freno.

Estoy unos instantes armándome de valor para adentrarme en el laberinto que estos forman y, después de respirar hondo, camino hacia el interior. Aprieto con fuerza la correa que llevo al hombro de la mochila a cada paso que doy. Mi respiración comienza a hacerse más pesada y no paro de mover mi cabeza de un lado a otro con rapidez para evitar darme algún que otro susto; estoy tan paranoica que creo escuchar pasos por todas partes. Estoy cerca de diez minutos deambulando por los alrededores, dejando atrás contenedores de todos los colores, pero ninguno con la caratula de un animal peligroso.

Justo cuando ya me estoy dando por vencida y la idea de marcharme ya ha sido planteada en mi mente, el rostro de un tigre de bengala, enseñando sus colmillos y con el hocico fruncido al igual que le lobo ártico del local, aparece a pocos metros de mí.

Me acerco a él, con las rodillas temblando ligeramente. Mis manos están en las mismas condiciones. Una vez que he llegado, miro detrás de mí en busca de alguien, pero ni una sola persona aparece. No hay absolutamente nadie.

Un fuerte golpe en lo alto del contenedor metálico hace que dirija la mirada hacia esa dirección y, a su vez, pegue un salto hacia tras debido al susto. Un chico corpulento aparece acuclillado sobre el techo, con un pañuelo negro y grueso cubriéndole el cuello, la boca y la nariz. Este me observa con detenimiento.

—Iniciada. —Una voz se hace presente a mi espalda.

Al darme la vuelta, un hombre del mismo tamaño que el anterior se presenta ante mis ojos. Él también tiene un pañuelo del mismo color tapándole la misma zona del rostro.

—¿Eso es lo nuestro? —indaga, señalando la mochila con un leve movimiento de su mentón.

Me limito a asentir en respuesta afirmativa. Miro hacia mi derecha, donde otro chico se acerca hacia aquí con las mismas pintas que sus compañeros. Trago saliva.

El chico que está sobre el contenedor, salta hacia el suelo, a pocos pasos de mí. Acto seguido, me arrebata la mochila de forma brusca. La abre y saca un sobre de plástico con polvo blanco compacto dentro.

Me he vuelto, oficialmente, una narcotraficante.

El chico de la derecha se posiciona a mi lado y comienza a palparme los brazos, las piernas y el abdomen; también mete sus manos en los bolsillos que tienen mis prendas en busca de lo que supongo que es el arma que debería de llevar encima.

—Espera aquí —me ordena él.

Después, se aleja de mí y desaparece detrás del contenedor con el distintivo de su mafia. Tras unos segundos de espera en los que los otros dos no me quitan los ojos de encima, el chico que se había ido vuelve con una mochila de color rojo.

—Esto es para ti —me dice tendiéndome la bolsa de tela.

Con manos temblorosas, la cojo de la correa y me la coloco sobre un hombro.

—Puedes irte —añade señalando el camino por el que he venido.

Les miro a todos rápidamente y, a continuación, me doy la vuelta y empiezo a alejarme del lugar. Hago el mismo recorrido que he hecho para venir hasta aquí, con el corazón a mil por hora y la respiración agitada.

Me ha parecido todo demasiado sencillo para lo peligrosos que se supone que son; algo no me cuadra.

Acelero el paso para salir del lugar cuanto antes; después de varios minutos caminando, consigo llegar fuera del laberinto. Diviso la salida del puerto a lo lejos, me encamino hacia allí sin detenerme ni un segundo. Conforme me voy aproximando a mi destino, un cuarto hombre hace acto de presencia a unos metros de distancia de donde me encuentro yo. Este tiene un pasamontañas que le cubre el rostro entero, al contrario que los demás. Se ha interpuesto entra la salida y yo.

Opto por continuar sin pausarme, pero le presto atención por lo que pueda llegar a hacer. Cuando paso por su lado, él agarra uno de mis brazos con fuerza y me empuja hacia su cuerpo para poder apresar el otro. Sin embargo, antes de que pueda llegar a hacerlo, hago colisionar mi puño en su cara, deshaciéndome del chico sin problema.

Lejos de querer pararme a ver si se recompone o no, continúo con mi camino. Pero cuando me doy la vuelta, choco contra una quinta persona. Maldigo por lo bajo cuando enrolla sus brazos alrededor de mi cuerpo, reteniéndome para que no pueda usar mis manos para defenderme. En cambio, no tardo en elevar una de mis rodillas hacia arriba hasta que golpeo su entrepierna. El hombre afloja su agarre, soltando un grito de dolor, lo que aprovecho para quitármele de encima. Lo logro con éxito.

Estoy a punto de salir corriendo hacia mi vía de escape, pero otros brazos me rodean el abdomen por detrás levantándome en el aire. En ese instante, uno de los chicos que estaba antes conmigo en el intercambio, me coge las piernas para evitar que toque el suelo. Estos dos, se mueven hacia el borde del muelle, done el agua azota con furia la piedra del mismo.

—¡Soltadme, joder! —grito desesperada, al ver que soy incapaz de salir de entres sus manos.

Cuando libero uno de mis brazos, tiro la mochila al suelo para tener mayor movilidad. Luego, intento golpear con el codo al chico que me tiene atrapada por la parte delantera de mi cuerpo, pero no lo consigo; él vuelve a agarrarme ese brazo. Empiezo a moverme sin parar, dando patadas al que sujeta mis tubillos, pero de nada me sirve. Llego a darle en la cara con la suela de mi zapatilla, pero ni siquiera si inmuta. Ambos tienen mucha más fuerza que yo. Ahogo un grito de frustración en el interior de mi garganta.

Un disparo se hace presente en el lugar, haciendo que todos dirijamos la mirada hacia la persona que ha apretado el gatillo. Andriu es quien ha disparado; está en la entrada del puerto con la pistola apuntando al cielo.

—¡Soltadla, tigres asquerosos! —grita ella, dirigiendo el arma hacia mis atacantes.

—Como quieras —contesta uno de ellos.

Y sin ni siquiera esperármelo, ambos me columpian hasta que me sueltan en dirección: mar furioso.

Cuando mi cuerpo se hunde entre las gigantescas olas, el agua se me clava en la piel como si de alfileres congelados se tratase. Nado hacia la superficie, desesperadamente al notar que no puedo aguantar por mucho más tiempo la respiración. Una vez que he conseguido sacar mi cabeza fuera del agua, cojo una gran bocanada de aire, llenado mis pulmones de oxígeno. Pero esto poco dura, ya que una ola lo bastante fuerte y grande para moverme, me hace chocar contra la pared del muelle, lo que provoca que vuelva a hundirme hacia el fondo.

Y esta vez, ni siquiera puedo moverme para poder luchar y salir a la superficie.

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