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Un año más había culminado para el profesor Alejandro Acosta, y con ello volvía a la aburrida monotonía llena de soledad. No odiaba su vida, pero sí le parecía tediosa la normalidad que había adquirido con el pasar de los años.

Ya no era un adolescente que podía salir cuando y con quien quisiera, ya era un adulto de treinta y cinco años, profesional en licenciatura de las ciencias sociales y el mejor profesor de la facultad de humanidades de la Universidad Nacional. Por mucha distracción que su trabajo e investigación le diese, no llenaba el vacío que empezaba a crecer en su interior.

Una cerveza en su mano y un cigarrillo encendido en la comisura de sus labios, en eso se había resumido sus tardes en el balcón de su departamento desde la finalización de las clases. Hasta que, claro está, recibió el mismo mensaje que todos los años para esas fechas.

«Hijo mío, sé que estás muy ocupado, pero, ¿cabrá la posibilidad de visitar a tu viejo padre para estas vacaciones? Tal vez estas sean las últimas que puedas ver a tu abuelo, no sabemos cuánto tiempo nos queda con él así que... Sería lindo para tu madre que vinieras, piénsalo. Besos, papá».

¿Cuándo fue la última vez que visitó a sus padres? Había vivido en la capital tanto tiempo que ya no lo recordaba, se había mantenido tan ocupado que el tiempo se le pasó volando y sin pestañear. No lo pensó más, de todas formas, tampoco tenía nada importante que hacer. Un cambio de aires nunca está de más.

Empacó sus cosas y en contadas horas, estaba cargando gasolina para su largo viaje. Con un poco de música, emprendió camino por la autopista principal dejando atrás la ciudad y entrando a las zonas enmontadas. Se veía todo tan tranquilo, verde y natural, que le transmitió algo de lo que necesitaba para despejarse. Y con ello, la sensación de expectativa empezó a crecer en su pecho.
¿A qué se debía? En casa de sus padres no había nada que no conociese, solo ellos, sus padres y abuelo, y ninguno tenía menos de los sesenta y cinco años. Su deseo de que ocurriese algo interesante le estaba llenando la cabeza, más que de ideas, de expectativas.

Suspiró, no se iba a hacer ilusiones. La ciudad donde nació y creció no era tan interesante, por algo había optado por salir de allí más allá del querer estudiar en una de las mejores universidades del país.

Con las piernas agarrotadas, luego de siete horas de viaje en carro, aparcó en la entrada de la casa que ya casi desconocía. Seguía exactamente igual, el mismo desván con una minúscula ventana circular que le ponía los pelos de punta; la misma terraza con plantas en enormes macetas de cerámica, y ese horrendo pájaro decorativo; la misma puerta, mismas ventanas, mismo todo, pero más viejo.

-¡José, Alejo está aquí! -anunció su madre, saliendo a recibirlo con una enorme sonrisa en su rostro.

Se acercó a él sin decir nada más, solo lo abrazó fuerte y largo. Por un lado, había extrañado eso, a su madre, sus abrazos y atenciones. Ser el menor de tres hijos siempre deja huella, más si fue de los más consentidos por el lado materno.

-¡Te extrañé tanto, mi niño! -susurró María con voz entrecortada-. Gracias por venir.

-Ya era hora de volver -contestó Alejandro con un suspiro, y una punzada de culpa oprimiendo su pecho-. También te extrañé mucho.

-El hijo pródigo volvió a casa, ¿y ese milagro? -saludó su padre, brazos cruzados sobre el pecho y ceño fruncido, arrugándole aún más la frente.

-¡José! -le riñó María.

-Creí que querías que viniera, ¿no? -se burló Alejandro con disimulo-. Hace un tiempo no lo hacía, debía dar señales de vida siquiera.

-Este culicagado -refunfuñó, para luego reír a carcajadas. De la misma forma, se acercó a su hijo y le dio un fuerte abrazo-. Bienvenido de nuevo a casa, llegas justo a tiempo.

-No me gusta como suena eso -suspiró.

Entraron a casa recibiendo el calorcito del hogar en todo su rostro, el característico olor a madera y mentol no se había ido, por el contrario, se sentía aún más intenso. Olor a viejito, le habría dicho él a su padre.

La nostalgia lo invadió cuando, en su mecedora junto a la ventana, se encontraba su abuelo o lo que quedaba de aquel hombre. Con la mirada perdida en la lejanía, se mantenía quieto como una estatua, de no ser por el leve movimiento de su pecho al respirar, incluso podría pasar por fallecido.

Poco recordaba de él de niño, desde que tenía uso de razón ya no estaba de todo bien mentalmente. Había sido diagnosticado con demencia incluso desde antes de que naciera, pero no estaba tan avanzada como en ese momento. Hubo muchos momentos en los que, creyendo que él era uno de sus hijos, jugó con él por la terraza persiguiéndose uno al otro.

Las historias que le contaba eran las mejores, inspiraron parte de su amor por la historia del mundo y el paso del tiempo sobre este. Sin embargo, eran más los momentos que llegaron a atemorizarle, cuando su mente se descontrolaba y sacaba de él impulsos casi primitivos. En esas ocasiones, vio en sus ojos un profundo pesar, rabia y culpa. Pero, ¿a qué se debía eso?

Muchas veces tratando de dar explicación a ello, se dijo a sí mismo que podían ser solo ideas de su cabeza, e incluso solo parte de las consecuencias de su enfermedad. Pero había algo en él, en ese señor encorvado y arrugado que le causaba mucha curiosidad y estaba lejos de ser por su enfermedad.

-No creo que pase de estas fechas, tal vez hasta año nuevo, pero es poco probable -dijo José a su lado con voz trémula-, supuse que podrías despedirte antes de que ocurra, pero mientras tanto, ¿qué tal una ayudita?

-¿En qué? -indagó, dirigiéndose a lo que una vez fue su habitación.

-Tu madre quiere recibir la nueva década con un aire diferente en la casa, ya sabes, cosas de ella. -Se encogió de hombros-. Quiere sacar todo lo que no usemos, en especial las cosas viejas.

-¿Se van de la casa entonces? -se burló, recibiendo un suave golpe en el hombro.

-Respeta las arrugas, nojoda -le riñó con diversión en su voz-. Ahora por chistoso, y porque no podemos subir escaleras mucho tiempo, te toca tu lugar favorito para iniciar la limpieza.

-¡Ay no! -exclamó con pesadez.

-Tienes treinta y cinco, no creo que le sigas teniendo miedo al desván -se burló, y añadió al ver la expresión de desacuerdo de su hijo-. Puedo tener setenta y los que quieras, pero sigo siendo tu pae', pilas. Acomódate y baja a comer algo, iniciamos mañana.

Suspiró, no había manera alguna de contradecir las palabras de su padre, lo intentó por años y nunca funcionó.

Dejó sus maletas en la habitación, todo seguía exactamente igual a como lo había dejado la última vez que estuvo allí. Algunos libros en la mesita de noche, la lampara rota y el closet con los últimos posters de investigaciones hechas por él. El resto del día fue solo un recuento de lo sucedido en su ausencia allí, cotilleos de su madre con las vecinas y las buenas nuevas del vecindario. Nada de interés, pero que hacían a su madre feliz por solo conversar con él como antes.

Iniciado un nuevo día, bajó a desayunar temprano encontrando a su padre tomando la primera taza de café. Compartieron solo palabras de buenos días, apreciando el amargo y dulce sabor de aquella bebida. Había mejores, claro está, pero la nostalgia le daba un toque excepcional cuando fueron años lejos de allí. Debía aceptarlo, no fue tan mala idea regresar.

-Manos a la obra, muchacho -ordenó su padre con una sonrisa burlona.

Junto a su madre, su padre inició las labores sacando papeles y ropa de las habitaciones. Él por su parte, aun con cierta reticencia, se dirigió a aquellas escaleras viejas que daban al desván. Muchas veces se vio allí de niño, esperando que algo bajara corriendo de aquel lugar y lo asesinara. Pero no era el mismo, ya era un adulto, uno que seguía teniendo repelús por ese lugar.

Suspiró y entró. Mala idea, el polvo que allí se había acumulado le dio de lleno en la cara y lo hizo estornudar varias veces. Bajó con rapidez, buscó un tapabocas y unas gafas de protección solo por si acaso y regresó.

Todo allí era desastroso, cajas amontonadas llenas de polvo, algunos muebles rotos y con telarañas, libros por doquiera con hojas regadas por el suelo e incluso le pareció escuchar el chillido de un murciélago allí dentro. Se acarició las sienes, aquello le llevaría un par de días como mínimo.

Empezó a mover cajas, desprendiendo nubes de polvo que le hicieron toser. Abrió con urgencia la pequeña ventana, viendo desde allí el panorama de su vecindario, todo igual. Una de las cajas del fondo del lugar, sellada con cinta adhesiva por doquier, estaba marcada con una letra inteligible y desconocida.
Al tomarla, solo logró dar unos cuantos pasos hacia la salida cuando se rasgó por debajo y dejó salir todo su contenido.

-¡La puta que...! -Se mordió la lengua, recordando que su madre odiaba que se dijeran groserías en su casa, y sí, era casi como si tuviese oídos sónicos para ello.

Empezó a hacer a un lado todos los chécheres que había allí dentro, esperando poder seguir con las demás cajas y dejar eso de último. Sin embargo, una caja metálica tipo baúl resaltaba entre todos los cachivaches, y junto a este, un cuaderno de tapa dura color negro.

La curiosidad se instauró de inmediato en su interior, la cerradura de la dichosa caja era un tanto peculiar, generando miles de preguntas dentro suyo. ¿Qué había allí? ¿Por qué tanta seguridad? ¿De quién era?

Tomó el cuaderno entre sus manos, la caligrafía era muy similar a la de la caja, pero mucho más legible. Y con ello, la curiosidad y expectativas aumentaron sin más, decidiendo llevar ambas cosas a su habitación. En la primera página, sin fecha, pero con aspecto reciente, había una inscripción:

«Has encontrado mis más profundos secretos, espero puedas pagar el precio por leerlos. Solo recuerda, la curiosidad mató al gato».

-¿Todo bien por acá? -indagó José al verlo salir de su habitación.

-Sí, solo vine por refuerzos -contestó señalando unos tapabocas de repuesto.

No sabía cuanto llevaba ese dichoso diario allá arriba ni quién lo había escrito, mucho menos de quien era la caligrafía reciente de la primera página, pero dudaba fuese de su padre. Conocía su letra, y esa difería mucho. Así que, solo por si las moscas, guardaría el secreto de momento.

-Hay demasiado polvo y chécheres allá arriba, ¿por qué acumularon tantas cosas? -replicó Alejandro.

-Recuerdos, hijo, hay cosas de tu abuela en especial, tuyas y de tus hermanos -contestó con melancolía en su voz-, no tuvimos corazón para deshacernos de todas esas cosas, pero llegó el momento de dejar ir el pasado. Así que ponte pilas, en un rato almorzamos.

-Sí, sí, voy -se quejó.

Volvió a subir al desván con las ansias de encerrarse en su habitación a leer, aquella advertencia no había hecho más que aumentar su curiosidad. ¿Qué tanto podía pagar por ello? No lo sabía, solo sus páginas podían darle la respuesta a su interrogante.

El vacío que una vez sintió, empezó a llenarse con la ilusión de ver algún misterio o secretos realmente interesantes en aquel diario. Investigar siempre fue su fuerte, ahora tenía una tarea concreta, saber de quién era ese diario.

Continuó con su pesada labor, limpiar ese desván. Encontró muchas de sus propias cosas de niño, entre ellos ropa y juguetes ya desgastados más por el polvo que por el uso. Había, incluso, carpetas con sus boletines de la escuela y periódicos viejos; revistas de hace medio siglo, libros infantiles y de caligrafía, demasiados cachivaches que nadie usó por lo menos en décadas.

Trató de distraerse con su tarea, pero de nada sirvió, de su cabeza no salía aquella caja y el diario por lo que se puso una meta: encontrar la llave que abría esa cerradura. No sabía cómo era, pero podía darse una idea, de todos modos, no podía existir una llave igual de inusual que abriese otra cosa diferente a la caja, ¿no?

Después de almorzar, se dio a la tarea de encontrar la dichosa llave, pero por más que revolvió todo el desván, no encontró nada. No se iba a dar mala vida por ello, era solo el primer día de limpieza y había tantas cosas que, muy seguramente, debía estar enredada entre ellas.

Por ese día había terminado, así que decidió bajar a tomar una merienda y descansar. Sentía que todo el cuerpo le dolía, en especial la espalda. Después de comer y conversar con sus padres, se dio una ducha para sacarse todo el polvo y telarañas que le había dejado ese lugar. Tomó un par de analgésicos y se encerró en su habitación, aún no tenía sueño, pero sí una tarea por hacer.

Septiembre 23, 1954.

La primera entrada de aquel diario databa de hace más de sesenta y cinco años, la letra era un poco borrosa pero aun se podía leer muy bien. No era tan meticulosa, casi parecía escrito a la carrera, con muchos errores ortográficos y demás. No juzgaría eso, pero sí su contenido, era escabroso.

Aquellas palabras le habían helado la sangre, estaba lleno de odio y rencor hacia una pequeña criatura que posiblemente llevaba su sangre. Lo culpaba por la muerte de una mujer, quien al parecer había perdido la vida al darle a luz en el hospital de la ciudad. Lo llamaba «el bastardo», con tanto asco y frialdad que le causó nauseas.

Las siguientes palabras le encendieron las alarmas, no estaba tratando con una persona normal o moralmente cuerda. Se trataba más de un sociópata asesino, dado que describió con tanto detalle el cómo asesinó a ese niño, que le costó terminar de leer solo esa primera entrada. Al parecer, el resto del diario estaba lleno de todas sus hazañas.

Esa noche no pudo dormir bien, las imágenes de aquel homicidio quedaron impresas en su memoria recreándose como si de una película se tratara. Se despertó varias veces durante la madrugada entre sudores y temblores, con la sensación de tener un par de ojos incandescentes sobre él observándolo.

Al despertar, saliendo el sol, bajó por su taza de café para empezar ese nuevo día, encontrándose con su padre igual que la mañana anterior.

-¿Mala noche? -indagó curioso.

-Dolor de espalda, me estaba matando -suspiró, no quería dar detalles, mucho menos ahora que había leído eso-. La edad, supongo, ya no soy tan joven.

-Bienvenido al club -se burló José.

Se sentaron a desayunar en cuanto su madre bajó, escuchándola relatar los cuchicheos más recientes del vecindario. A un lado, había dejado el periódico del día doblado y con solo una imagen de la noticia de primera plana a la vista.

Dom. 15 de diciembre, 2019.
«Menor de edad encontrado muerto en zona enmontada de la ciudad, a la altura de Caribe Verde».

Una vez más, su curiosidad le jugó una mala pasada, dado que, al leer el reportaje y la descripción del hallazgo, sus manos temblaron con miedo. Era, con tenebrosa similitud, casi exactamente la misma forma en que fue asesinado el pequeño del diario. No podía creer el nivel de detalle que coincidía con eso, era casi absurdo e irreal que algo de hace más de medio siglo se estuviese repitiendo.

¿Acaso eso se debía la advertencia? ¿Cuál era el precio que debía pagar por su curiosidad? Solo esperaba no fuese su vida.

Bien, ya empezamos con esto.
Hace mucho no escribí misterio, y cranme, no meter romance de ningún tipo me esta costando
En fin
Que tal la llevan gente?
Todo bien con este primer capítulo?
Leo sus opiniones
Los amo, pulguitas.

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