6. Siete
¡Hola, chiquis!
Bienvenidxs a un nuevo capítulo :D Espero que lo disfruten! El lugar que aparece en el capi es real y se van a topar con un par de fotos en la lectura ;)
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El día del estreno de la obra, o mejor dicho, la noche... hacía un frío de morirse. Cada vez que exhalaba, una nubecita de vapor salía de mi nariz. Esta vez le había hecho caso a mamá. Llevaba un gorro, bufanda, guantes y medias lo suficientemente gruesas como para que no se me congelaron los pies.
Me habían preguntado a dónde iba y le dije que iba con Sebas a escuchar poesía a un bar. Era la misma versión que él le había dado a Lenny, por si nuestras mamás se hablaban por teléfono y descubrían la mentira. Me extrañaba que Sebastián no le hubiese contado a Lenny que iba a actuar en una obra de teatro. Y todo eso de los pecados capitales me sonaba medio fuerte. Tal vez fuera una obra de terror.
Había intentado sonsacarle algún dato a mi amigo, pero no me había contado nada.
—No nos dejan dar información de la obra —decía con aire misterioso cada vez que intentaba arrancarle algún detalle.
Sebas estaba emocionado y nervioso. Actuar le gustaba, aunque no era una de sus prioridades.
—Me gusta, tengo que tener un poco de acting para dar una buena performance en el escenario —decía.
Nunca lo había visto sobre un escenario y tenía ganas de verlo. Estaba seguro de que sería excelente.
A las nueve, cruzaba la peatonal. Mamá me había pedido que saliera a esa hora para que no caminara por el barrio tan tarde. Llegaría temprano, pero no importaba. Conocería a las mejores amigas Sebastián, Yamila y Roxana, que eran novias.
Para llegar debía tomarme el 112 y luego caminar unas seis cuadras hasta a la fábrica. El colectivo tardó una eternidad. Escuché casi todo el último disco de Amberian Dawn durante la espera. Pasaban el 71 rumbo a Chacarita, el 140 que iba para el centro, el 133 que iba para Flores... pero no había señal del 112. Estaba a punto de fijarme en internet si algún otro colectivo me dejaba cerca cuando el bendito colectivo apareció.
¿Y a quién se le había ocurrido abrir completamente las ventanas con ese frío? Puteando por lo bajo, cerré las ventanillas del fondo y me senté en la última hilera de asientos. Tenía que estar atento para saber cuándo bajar.
Le bajé el brillo al celular y desactivé el wifi, dejando activados solo los datos móviles. No había tenido mucho tiempo para cargarlo y necesitaba seguir escuchando música por lo menos hasta bajarme. No podía estar arriba de un colectivo sin música.
En la reproducción aleatoria sonaron Weak Fantasy (Nightwish), Lithium (Evanescence), Seven Widows Weep (Sirenia), Soul On Fire (HIM) y The Blood Of Kingu (Therion). ¿Cómo sería The Blood Of Kingu cantada por Sebastián?
Quería escuchar su voz de barítono invocando a los antiguos dioses persas, alabar a las divinidades del Inframundo y anunciar que el sol se acercaba a Capricornio.
Hice una lista mental de las canciones que me habría gustado escucharle cantar:
For You, de HIM.
Slow, Love, Slow, de Nightwish.
Killing Loneliness, también de HIM.
Me levanté de un salto. Esa enorme plaza ¡cercada, cómo no! era el Parque Centenario. Toqué el timbre y me arrojé hacia la noche.
Miré alrededor. No era una zona muy bonita. Caballito es un barrio cheto, pero esa zona no tenía buen aspecto. Basura en los cordones de las veredas, vagabundos durmiendo bajo las fachadas... Apreté el paso, mirando con aprensión los carteles de las calles.
IMPA La Fábrica
Ciudad Cultural
Lucha Trabajo y Cultura
Eso decía el cartel que coronaba la puerta de la fábrica. Los muros estaban llenos de grafitis y carteles políticos. Que la crisis la paguen los capitalistas. Si la prensa es canalla, que hablen las murallas. Ser pobre no es un delito. Sonreí al leer La única iglesia que ilumina es la que arde.
Las enormes puertas de metal estaban abiertas. Me asomé; la entrada permanecía en penumbras y ala izquierda estaba la cabina del portero, que aburrido intentaba entretenerse mirando un noticiero en una televisión diminuta.
—Hola, buenas noches —lo saludé—. Vengo a ver la obra...
—Arriba —dijo el hombre, sin apartar la mirada del televisor, señalándome una escalera mugrienta.
—Gracias.
El lugar tenía el aspecto de lo que era: una fábrica. Altas columnas, enrejados oxidados, esqueletos de viejas maquinarias durmiendo por los rincones, ventanas rotas. Salvo por los carteles y los afiches pegados en la pared, todo ahí tenía aspecto de abandono. Subí por las escaleras. Eran las diez y media, había llegado bastante bien de tiempo. Ni muy temprano ni tarde. Saqué el celular y tipié:
Hola chicas, soy Johnny. Ya llegué! Tengo puesta una campera negra y bufanda azul.
La fábrica estaba sumida en la oscuridad. El olor a tierra se mezclaba con el olor a cigarrillo y puede apreciar, también a marihuana.
Gran estreno
7
De Vimana Shastra Compañía Teatral
Segundo piso
Bien, por lo menos ya sabía en qué piso era la obra. Seguí subiendo. No me esperaba pasar la noche en una fábrica en decadencia. Aunque pensándole mejor, no sabía exactamente qué era lo que me había esperado. Sebas me había advertido que era un sitio un tanto lúgubre. Era una fábrica recuperada, vamos.
Escuché música. Cuando llegué el segundo piso, me encontré en medio de un pasillito estrecho. Las paredes eran grises y la pintura se descascaraba. El techo estaba sembrado de grandes manchas de humedad. Seguí la música como a un encantamiento. Doble a la derecha y llegué a un enorme salón de techo alto. Toda la gente estaba allí, a la expectativa, charlando y mirando sus celulares.
Entré.
Todas eran personas grandes, adultos. Y para mí, adulto significaba tener más de dieciocho años. Yo era tal vez el único pibe. No obstante, nadie me dijo nada. Me mezclé entre la multitud sin problemas. ¿Dónde estaban las chicas? Las había visto por foto, pero la escasa iluminación del salón no ayudaba. En el fondo había una pantalla y una pequeña tarima. Cuando observé mejor, advertí que había tres tarimas repartidas por el lugar, una en cada lado del salón. Sonó mi celular.
¡Estamos en el segundo piso!, decía Yamila.
¡Yo también!, le contesté.
Empecé a mirar entre las personas...
—Tenés que apagar el celular —me dijo una chica de aspecto hippie con una sonrisa—. O ponerlo en silencio.
—Perdón —me disculpé—. No sabía.
—¿Es la primera vez que venís? —quiso saber.
—Sí, actúa un amigo.
—¿Quién?
—Sebastián. Vikström.
—¿El novio de Juan Cruz? ¿El cantante?
Guau, mi amigo era una celebridad.
—Sí...
—Es re groso Sebastián. Me encanta cómo canta, aunque el metal no es lo mío. —Y se rio mostrando unos dientes amarillos por causa del cigarrillo—. ¿Querés? —Me ofreció su vaso de fernet. No se había dado cuenta de que estaba hablando con un menor de edad, cosa que me sorprendió y me emocionó, porque quería decir que no aparentaba los dieciséis años que tenía.
—No, gracias.
Me habría gustado tomar un poco de fernet, pero lo que no me gustaba era compartir el vaso con un desconocido. Y menos un desconocido con esos dientes. Cada vez que compartía vasos en los boliches, me engripaba.
—Allá pasando los baños tenés la barra. Venden birra, fernet y creo que vino. Abajo está el buffet, si querés comer algo.
Creo que se me revolvió el estómago. ¿Qué venderían? ¿Omelette de cucaracha? ¿Rata a la boloñesa? ¿Patté de palomé?
—¡Johnny!
Eran Yamila y Roxana. La hippie casi se asustó al verlas: dos góticas vestidas de negro de pies a cabeza, con los ojos delineados y la boca pintada de rojo sangre. Me saludaron las dos con un beso en la mejilla y me pregunté si me habrían dejado marcado. No me importaba.
—Chau —me dijo la hippie.
—Chau —le contesté, no muy apenado por su adiós.
—¡Qué alto que sos y qué lindo! —exclamó Yamila.
Creo que me puse colorado. Roxana se rio y le dio un codazo amistoso.
—Tonta, lo ponés incómodo.
Me reí, entre confundido y avergonzado. Sí, había crecido bastante en los últimos meses. Era alto... pero ¿lindo? ¿en serio?
—¿Hace mucho que llegaste? —me preguntó Yamila.
Era más bajita de lo que me había parecido en las fotos. Yamila era hija de bolivianos y había vivido en Bolivia hasta los siete años, más o menos. Tenía la piel algo oscura y el pelo negro lacio y brillante recogido en un rodete alto adornado con enorme moño rojo con perlitas. Sus ojos achinados se disimulaban con el delineado ojo de gato y sus pestañas postizas. Vestía un suéter ancho que casi le llegaba hasta las rodillas, unas medias negras rotas y unas botas de plataforma con crucecitas y cadenas.
Roxana, más alta y de contextura más grande, lucía más femenina y provocativa. Llevaba puesto un saco corto con puños de encaje que dejaba a la vista su pronunciado busto (creí ver mal, pero luego advertí que no me equivocaba: tenía brillitos en el escote), una minifalda de ¿látex? súper ceñida y unas botas hasta los muslos llenas de hebillas. Su pelo también era oscuro y lacio, solo que lo llevaba suelto y sin adornos. Cuando se giró un poquito, advertí que tenía la nuca rapada. Sus ojos castaños parecían siempre sorprendidos porque sus cejas, ambas adornadas con argollitas, eran finísimas.
Vaya par de personajes, pensé divertido y emocionado.
—¡Buenas noches, gente! —exclamó una voz por encima del barullo, a través de los parlantes—. Gracias por su presencia. Se les recuerda que las salidas de emergencia están señaladas con carteles luminosos. Abajo tiene en un buffet a precios populares y se les pide por favor que no se acerquen a la cabina de luces porque hay muchos cables. La obra comienza en diez minutos. También les recordamos que la obra no es apta para menores de quince años por su contenido violento y sexual. Gracias por su comprensión. Esperamos que disfruten la obra.
—No sabía que fuera tan zarpada —dijo Roxana.
—Sí, Sebas me contó que es un poco fuerte —comenté.
—¿Qué haces después, Johnny? ¿Cómo te vas? —me preguntó Yamila. Me encogí de hombros.
—Pensaba irme con Sebas.
—¿Pero Sebas no se quedará con Juan?
«¿A dormir?», quise preguntar.
Pero era obvio.
Obvio que se iba a quedar a dormir con él. A dormir, a coger.
—Ni idea —susurré—. ¿Ustedes cómo se vuelven?
Sabía que las chicas vivían en Provincia. En Avellaneda, exactamente.
—Por ahí nos vamos a algún bar de Palermo más tarde, hasta que haya trenes.
El salón se iba llenando. Ya había el doble de personas que hacía veinte minutos. En un rincón estaba de la cabina de luces y sonido; los chicos hablaban entre ellos y señalaban los paneles.
—Qué loco que Sebas va a actuar —comentó Roxana.
—Él no quería, Juan Cruz lo convenció —dijo Yamila.
«¿Ah, sí?», pensé. No sabía que Juan Cruz tenía la capacidad de convencer a Sebas de hacer cosas que no quería.
Bajaron las luces. Se hizo un silencio expectante. Nos miramos y miramos a nuestro alrededor. Entonces, una luz iluminó una de las tarimas. Un hombre trajeado se abrió pasó entre nosotros y nos corrimos para dejarlo pasar.
El hombre se colocó frente a nosotros y nos miró serio, con el ceño fruncido.
—Treinta y uno de agosto de mil ochocientos ochenta y ocho. Una mujer es hallada estrangulada y desmembrada en la calle Buck's Row. Doce de diciembre de mil novecientos dos, una joven es ahorcada y abandonada en el ático de un mercado. No tiene útero, ni ovarios, ni riñones. Las ratas se alimentan de ella durante días y noches, días... y noches... —El hombre hablaba abriendo mucho la boca, mordía las palabras como si quisiera desgarrarlas, parecía un lobo un zorro. Cuando lo vi mejor, advertí que no era tan viejo, tendría entre veinticinco y treinta años—. Treinta de marzo de mil novecientos noventa y seis. Se desata uno de los motines más violentos y macabros de la historia carcelaria argentina. Ocho resultan muertos, otros son violados brutalmente. A los policías les dan a comer carne de un preso. Quince de noviembre de dos mil tres, un hombre rocía a su mujer con kerosén y le prende fuego...
Abrió los brazos y los dejó caer a sus costados, en actitud resignada. La luz sobre él disminuía. Se rascó la cabeza como pensativo y comenzó acercarse hacia nosotros como si hubiera olvidado que estábamos allí. Mientras se acercaba, nos apartábamos de él como si su cuerpo quemara. Finalmente, se detuvo y volvió a mirarnos. Se rascó la barbilla.
—¿Qué es un pecado? —nos preguntó—. ¿Soy yo un pecado? —Se tocó el pecho con el dedo índice—. ¿Sos vos un pecado? —Señaló a un hombre de aspecto intelectual—. ¿O vos? —Y señaló a Yamila y ella dio un respingo a mi lado—. ¿Qué es un pecado? ¿Quién puede definir lo que es un pecado? O mejor: ¿quién puede señalar a un pecador? Ah, los pecados... ¿Será cierto que forman parte de nuestra naturaleza? ¿Será cierto...? —Levantó la cabeza hacia el techo—. ¿Será cierto que ofenden a Dios? ¿Acaso no fue Dios el primer pecador?
Sonreí. Realmente lamentaba que Lenny no estuviese allí. Estaba seguro de que le habría gustado.
—¿Acaso no es un pecado contemplar a miles de millones de hormigas matarse entre sí sin hacer nada? ¿Acaso no es un pecado girar la cabeza cuando vemos a un hermano sufriendo?¡Pero si yo no puedo hacer nada!
El hombre envolvió su exclamación con el gesto de las comillas.
—Hay diferentes esferas del pecado. El pecado de por sí, la palabra, está ligado a la religión. La religión es la que nos ha entregado una lista de siete pecados. Siete pecados encadenados los unos con los otros. Siete pecados que han sido liberados sobre el mundo. Siete pecados con los que convivimos día a día, que se multiplican, que tienen hijos, tienen nietos... Pequeños pecaditos corriendo entre nosotros. —Se rio en voz baja—. Que aplauda el que nunca haya pecado.
Nos echó una larga mirada y sonrió... y al ver que nadie aplaudía se fue por donde había venido.
La pantalla se iluminó. Una única palabra apareció allí, escrita en letras blancas contra un fondo negro: LUJURIA.
Como habíamos estado observando al hombre, no habíamos advertido que una nueva figura se había colocado en la tarima ubicada junto a la otra pared. Era un sacerdote o un monje, no podía estar seguro porque estaba arrodillado junto a una mesa con las manos juntas, sosteniendo un rosario y la cabeza gacha. Estaba rezando... y cuando dejamos de respirar para escucharlo mejor, advertimos que murmuraban voz baja...
—Padre Nuestro que estás en el cielo, santificado sea Tu nombre, venga a nosotros Tu reino, hágase Tu voluntad en la tierra como en el cielo...
Rezo así tres padres nuestros completos. Ya comenzábamos a impacientarnos cuando apareció la siguiente silueta: una chica de largo pelo rubio. ¿Una peluca? Vestía una pollera escocesa y una camisa blanca de mangas cortas, un uniforme escolar.
Fruncí el ceño.
¿Qué iba a pasar ahí?
La chica caminó por la tarima con aire coqueto hasta el centro del salón. Iba revoleando la mano y haciendo volar su cabellera rubia. Tenía los labios pintados de un furioso rojo y los ojos delineados fuertemente de negro al estilo egipcio. Se colocó de costado, se agachó y con un gesto delicado se subió las medias hasta los muslos. El sacerdote seguía rezando y ella empezó a cantar bajito...¿Qué decía?
—Happy birthday to you, happy birthday to you, happy birthday mister President...
Algunas personas se rieron, nerviosas. La chica se giró y advertí que la pollera era realmente corta: un centímetro menos y se le empezaría a ver la cola. Con andar felino, se acercó al sacerdote y suavemente le bajó la capucha con una mano. La luz los iluminaba ambos... y entonces me di cuenta: el sacerdote era Juan Cruz.
El sacerdote no se dio por enterado. Es más, comenzó a rezar más alto y más rápido. La chica dio una vuelta a su alrededor e inclinándose a lo Betty Boop le cantó al oído:—Happy Birthday, Mister President... Happy birthday to you...
Elevó la voz. Cantaba muy bien, aunque su voz era muy grave para ser de una soprano. Se puso delante del cura y sin dejar de cantar se menó frente a él como la bailarina de un programa de cumbia. Se acarició el pecho, y cuando se agachó, deslizó sus manos por sus piernas, por su cintura, por su torso, por su cuello...
El cura parecía ponerse nervioso. Rezaba más fuerte, más rápido. La actriz se giró y volvió a efectuar su paso de baile, esta vez frente a nosotros. En verdad era una chica muy sexy, aunque no fuera tan voluptuosa. Era más bien delgada. Por el rabillo del ojo vi que Roxana y Yamila se miraban. Seguramente la chica les parecía linda. Ella volvió a girarse y empezó a desabotonarse la camisa... Cantaba más alto, intentando acallar la voz del sacerdote. Peleaban elevando sus voces; era una lucha simbólica. Ella intentaba seducirlo y él no quería caer en la tentación.
La camisa blanca cayó al piso y su espalda quedó tan solo cubierta por su pelo rubio. Vi que las personas ubicadas a los costados del salón intercambiaban miradas sorprendidas y sonrisas perturbadas. ¿Acaso la chica no llevaba corpiño?
—Happy birthday, mister President!!!
Todavía de espaldas, la chica le arrancó de las manos el rosario al sacerdote y comenzó a revolearlo como a una cinta. Dio una vuelta alrededor del perturbado hombre, se metió el rosario en la boca y...
...Casi me desmayo...
—Happy birthday, mister President...
Sebastián se plantó de nuevo frente a Juan Cruz. Con las manos en la cintura, lo agarró del pelo y lo obligó a levantar la mirada. Por primera vez, el sacerdote se quedó callado. Yo no lo podía creer. El corazón me latía en el pecho como un tambor. La chica que me había parecido tan linda era mi amigo. Sebastián estaba ahí, vestido de mujer, tocándose, provocándole a otro tipo, seduciéndolo.
Otra persona habría sentido vergüenza, pero yo solo me sentí sorprendido, admirado. Sí, era admirable la actuación de Sebastián. Era provocativo sin llegar a ser vulgar, cosa muy difícil para un varón no acostumbrado a esas actitudes. A menos que él sí estuviera acostumbrado a comportarse de esa forma. Es decir, en la intimidad. De nuevo pensé que había cosas de mi amigo que no conocía y ese pensamiento me entristeció.
El cura se rindió y anonadados vimos cómo empujaba a la chica hasta la mesa y la cubría con su sotana, para ocultarla de nuestros ojos.
—Sos una perra, ¿así que sos una perra? —gruñó Juan Cruz, es decir, el sacerdote... y para nuestro horror, le arrancó la peluca a Sebastián y la lanzó al público. Cayó entre un matrimonio joven que se apartó de ella como si les hubieran arrojado una serpiente venenosa.
Algunas personas ahogaron un grito. No se habían dado cuenta de que la chica era un varón.
Sebastián exclamó un «¡sí!» apasionado y profundo. Había dejado de fingir la voz.
—¿Qué querés? Decime qué querés —rumiaba el sacerdote como un animal desesperado, tocándole todo el cuerpo.
—¡Todo! —le respondía la chica, es decir, el chico.
Y empezaron. Seguramente habían ensayado es escena muchas veces, pensé amargado. Sebastián había dejado de ser esa chica provocativa... ahora tal vez era simplemente Sebastián. Nunca podría saberlo.
Sebas rio y Juan Cruz lo calló con un beso.
Yo nunca había visto dos hombres besándose.
Dos compañeros míos se habían dado un pico de broma en un cumpleaños y después se habían limpiado la boca con la remera. Eso no contaba. Sebastián y Juan Cruz se devoraban. De pronto, recordé que se suponía que mi amigo estaba reemplazando a una actriz que se había enfermado. Odié a esa actriz, fuera quien fuese.
La luz bajó. Y ellos siguieron teniendo sexo... es decir, fingiendo que tenían sexo. De a poco, el volumen de sus voces y sus suspiros bajaba...
El hombre trajeado se acercó por entre la multitud y se paró en el medio del salón, frente al público.
—¿Qué es esto? —nos preguntó señalando a la pareja—.¿Quién está pecando? ¿El seductor? ¿El que es seducido? ¿Los dos? ¿El Obispo que afirma que algunos menores desean ser abusados y les provocan a los hombres?
Con la mano abierta, señaló la pantalla que estaba en la otra pared. Una nota periodística apareció allí: «El obispo de Tenerife: 'Hay menores que desean el abuso e incluso te provocan'».
Entendí que era una parodia, una sátira. ¿Qué menor provocaría a una hombre de esa forma y quién se resistiría tanto ante su objeto de deseo? Era también una acusación.
Las bocas del sacerdote y el chico exhalaron un suspiro. Habían terminado.
—¿De qué nos disfrazamos la semana que viene? —preguntó Sebastián.
Hubo risas entre el público. Así que todo había sido una representación. Una representación dentro de una representación. Qué locura tan ingeniosa.
Las luces que los iluminaban se apagaron, sin embargo, ellos no se fueron, no se levantaron. Se quedaron allí, Juan Cruz encima de Sebastián, con su sotana puesta ocultando su desnudez en medio de la penumbra. Abrazados por la oscuridad, se acariciaban despreocupadamente, se besaban...
De repente, me di cuenta de que era el único que seguía mirándolos. Todo el público se había girado y contemplaban la nueva escena que tenía lugar en el otro extremo del salón. Parpadeé, turbado por la imagen de la persona que teníamos enfrente:¿era una mujer o un hombre?
Era una persona vestida con un disfraz de esqueleto, una prenda de cuerpo completo que tenía pintados con pintura amarilla fosforescente todos los huesos del cuerpo. La pintura resplandecía con violencia por causa de la luz. El esqueleto estaba ubicado detrás de una mesa de cocina; había una licuadora, una procesadora, una tabla de picar y una serie de verduras colocadas en hilera.
La persona levantó la cabeza... y de la nada, otros esqueletos se sumaron a la escena. Un camarógrafo y otros que sostenían carteles. Comprendí que estaban representando un programa de televisión de cocina.
Cuando miré la pantalla, la palabra que ya me imaginaba había aparecido: GULA.
La luz iluminó el esqueleto: era una mujer de pelo corto rojo y cuando levantó la cabeza tragué saliva, horrorizado. Estaba maquillada como un mimo, con una tétrica permanente expresión de tristeza. Sonrió y su sonrisa fue una mueca macabra.
—Hola, amigos. Bienvenidos un nuevo programa de Vivir Intensamente, donde día a día les presentamos las mejores recetas para vivir su vida in-ten-sa-men-te. El día de hoy, les vamos a enseñar cómo preparar unas riiiicas pastas para disfrutar en familia.
»El primer ingrediente que vamos a necesitar es re-sig-na-ción. Eso quiere decir que tenemos que olvidarnos de esos sueños pelotudos que nos quitan el tiempo. La creatividad es para los que trabajan en publicidad. —La mujer hablaba con un tono de voz casi tierno, como si le estuviera hablando a un niño chiquito.
»El segundo ingrediente indispensable es el con-for-mis-mo. ¿Se puede vivir una vida tranquila y armoniosa queriendo siempre más y más y más? ¡No hay que ser ambicioso! Si tenés un trabajo de mierda, ¡pensá que hay gente que no tiene trabajo! Si vivís en un monoambiente en el que apenas se puede respirar, ¡pensá que hay gente que vive en la calle! Si no te pudiste ir de vacaciones, ¡pensá que hay gente que tampoco pudo! Y quedate tranquilo, ¡siempre vienen tiempos mejores!
»El tercer ingrediente es el indi-vi-dua-lis-mo. Yo en los 90 me iba a Brasil todos los fines de semana largos. Me compré una casa, un auto. Yo tenía dólares en el banco. Yo me compraba ropa importada.
El esqueleto enfatizaba la palabra yo pronunciando la fuerte, casi como un rugido.
—Yo me compré mi primera computadora, ¡que me tenía que importar que cerraran las fábricas!¡Que me tenía que importar que la gente se quedara sin trabajo!¡Que me tenía que importar que las empresas fugaran capitales!¡Si yo estaba bien! ¡Yo estaba bien! ¡Estaba re bien!
Comprendí a qué se refería. Y comprendí lo simbólico que era que una obra como esa se estuviese representando en una fábrica tomada y transformada en centro cultural.
—¡Yo estaba re bien! ¡YO ESTABA RE BIEN! ¡ESTABA RE BIEN! —gritaba el esqueleto.
De repente, se escucharon otras voces.
Turbados, nos giramos. En la pantalla aparecían imágenes de los saqueos del 2001. Yo apenas había nacido, pero mis padres sí recordaban esos días. Habían sido días oscuros. La pobreza en Argentina había aumentado exponencialmente, y mi papá al recordarlo cruzaba los brazos, fruncía las cejas y decía que en vez de saquear un Coto o un Carrefour, saqueaban los mercaditos chinos de barrio. Y que a algunos chinos los traían al país engañados y los ponían a laburar doce horas al día por monedas.
Velozmente, la pantalla mostraba imágenes de todos los presidentes que el país había tenido en apenas un mes. Pantallazos de policías apaleando los manifestantes, cajeros automáticos destrozados. Un abuelito llorando...
—Me sacaron todo, me sacaron todo. —Su voz retumbó en el salón como la campana de una iglesia.
—¡Yo estaba bien!¡Yo estaba bien!¡Yo estaba bien!¡Yo estaba bien!¡YO ESTABA BIEN! —gritaba el esqueleto sin parar.
—¡Mis hijos tienen hambre! —lloraba una mujer en la pantalla—. ¡Tenemos hambre!
Miré hacia mis costados. Algunas personas lloraban. Pasaron de nuevo la imagen del abuelito y se me encogió el corazón. En mi casa no se hablaba mucho del tema; mis papás querían olvidarlo. Pero yo sabía que en ocasiones hasta habían tenido que pedirle fiada la comida al almacenero. Pensé en mis padres, cerré los ojos... y dos lágrimas tibias me bajaron por las mejillas. Escuché a Yamila sorberse la nariz.
—¡Yo estaba bien!¡YO ESTABA BIEN!
—¡Mis hijos tienen hambre!¡Mis hijos tienen hambre!
Sonó una especie de alarma, una sirena. Todas las luces se apagaron y nos miramos confundidos y conmocionados, algunos con el rostro empapado por el llanto.
Miré hacia el lugar donde se había hecho la representación anterior. Sebastián y Juan Cruz seguían ahí, tocándose y besándose. Aparté la mirada furioso, pero no tuve demasiado tiempo para preguntarme el motivo de mi furia.
Una mujer se abrió paso entre la multitud, sosteniendo un micrófono.
—¡Ocho horas para trabajar! —gritó.
Estaba vestida de secretaria, con una camisa blanca, una pollera gris por debajo de las rodillas y zapatos de taco bajo.
—¡Ocho horas para descansar! —gritó, sin dejar de correr entre nosotros.
Medio espantados, nos apartábamos de su camino, pero eso no evitaba que se chocara de vez en cuando con alguien.
—¡Ocho horas para disfrutar! —gritó de nuevo.
En la pantalla apareció el nombre del pecado: PEREZA.
Nuevos personajes se sumaron a escena: un hombre vestido con un overol gris pasaba desesperadamente una escoba por suelo del salón. Una pareja, un chico y una chica, se acercaban entre la multitud, tomados de la mano.
—¡Ocho horas para trabajar!
La sirena seguía sonando y las luces ya no iluminaban un punto en particular. Se movían frenéticas por todo el salón. El camarógrafo y el asistente, los personajes del pecado anterior, habían desaparecido. Me sorprendía cómo utilizaban la distracción para hacer desaparecer o aparecer personajes o escenografía. Al parecer, la una única entrada al salón era aquella por donde habíamos ingresado. Después se lo preguntaría a Sebastián.
Me giré apenas. El cura y su amante seguían tocándose. La mujer—esqueleto permanecía de pie, quieta como una momia.
La pareja bailaba. Ella vestía un vestido corto rojo y él un jean y una camisa azul, que llevaba semiabierta. Comprendí estaban en una discoteca, tenían dos vasos largos en la mano (¿de dónde los habían sacado?) y entre meneo y meneo se los llevaban a la boca.
—¡Ocho horas para disfrutar! —gritó la mujer—. ¡Ocho horas para trabajar! ¡Ocho horas para descansar! —La secretaria corrió hasta el otro extremo del salón.
Había aparecido otro personaje: una chica joven estaba sentada sobre una colchoneta, en la posición de la flor de loto, con las piernas cruzadas y los dedos de las manos sobre sus rodillas. Tenía los dedos índice y pulgar formando un círculo. Una postura de yoga, quizá.
—¡Ocho horas para trabajar! ¡Ocho horas para descansar! ¡Ocho horas para disfrutar! ¡Ocho horas para trabajar! ¡Ocho horas para descansar! ¡Ocho horas para disfrutar! —gritaba la secretaria corriendo de un lado a otro del salón, chocándose con las personas, poniéndonos nerviosos. La luz la perseguía, pero nunca la alcanzaba.
El barrendero seguía barriendo; la pareja seguía bailando; la yogini seguía imperturbable, meditando con los ojos cerrados.
—¡Ocho horas para trabajar! ¡Ocho horas para descansar! ¡Ocho horas para disfrutar! ¡Ocho horas para trabajar! ¡Ocho horas para descansar! ¡Ocho horas para disfrutar!
La secretaria dejó de correr, pero sin dejar de gritar se acercó el barrendero y le vociferó al oído:
—¡Ocho horas para trabajar! ¡Ocho horas para descansar! ¡Ocho horas para disfrutar!
Luego, lentamente caminó hacia atrás, se acercó a la pareja que bailaba:
Ellos parecían no escucharla. Seguían bailando, bebiendo. Caminando hacia atrás de nuevo, la mujer se acercó a la yogini:
—¡Ocho horas para trabajar! ¡Ocho horas para descansar! ¡Ocho horas para disfrutar! ¡Ocho horas para trabajar! ¡Ocho horas para descansar! ¡Ocho horas para disfrutar!
Y gritaba fuerte, sosteniendo el micrófono contra su boca. Su cabello despeinado le hacía parecer una desquiciada. Bueno, de hecho, estaba representando el papel de una desquiciada.
¿Y qué era lo desquiciado?
Ocho por tres, veinticuatro, me dije. Claro, la mujer era una representación de la vida misma. De las obligaciones del día a día.
—¡Ocho horas para descansar! —le gritaba al oído a la yogini y ella no se daba por enterada.
La mujer se situó en el centro del salón sin dejar de gritar desesperadamente y yo sentía que se me reventaba la cabeza:
—¡Ocho horas para trabajar! ¡Ocho horas para descansar! ¡Ocho horas para disfrutar! ¡Ocho horas para trabajar! ¡Ocho horas para descansar! ¡Ocho horas para disfrutar! ¡Ocho horas... para... trabajar! ¡Ocho... horas... para... descansar! —Su voz se iba apagando, estaba llegando a su límite—. ¡Ocho... horas... para... disfrutar! —Lentamente, se fue inclinando sobre sí misma—. ¡Ocho... horas... para...! ¡Ocho... horas...!¡Ocho...horas! ¡Ocho...horas! ¡Ocho...!
Se arrodilló en el suelo...
—¡Ocho...! ¡Ocho...! ¡Ocho...!
Y se desplomó. Y el micrófono chocó contra el suelo con un sonido sordo.
Salimos del salón muy perturbados, casi en silencio. Solo los mirábamos entre nosotros, intercambiábamos sonrisas nerviosas o suspiros. Había sido una experiencia muy intensa. Jamás había visto una obra de teatro semejante, donde los actores se involucraran con su público de aquella forma.
—¡Guau, fue buenísimo! —susurró Roxana, seria.
Bajamos las escaleras siguiendo a la multitud y acabamos en un pequeño patio con sillas y un par de mesitas destartaladas. Tarros de pintura de colores hacían las veces de macetas; alegrías del hogar, cretonas y tréboles crecían animando un poco el aspecto lúgubre del lugar.
—Qué zarpado este pibe —exclamó Roxana cubriéndose el rostro con las manos, y supe que hablaba de Sebastián —. ¡Si la madre lo hubiera visto se muere!
—No sé, eh... —dudó Yamila—. ¿Qué estará haciendo Lenny?
Nos reímos.
«Cualquier cosa menos pensando que su hijo acaba de actuar en una obra de teatro del absurdo haciendo de puta», pensé.
—Bueno, Johnny, contanos, ¿qué hacés de tu vida? —me preguntó Roxana.
¿Que qué hacía de mi vida? No tenía idea de qué responder. Leer libros de fantasía, coleccionar cactus, hacer el almuerzo (y la merienda y la cena) cuando mamá tenía mucho laburo en la peluquería, escuchar metal o darkwave, hacer pesas como loco cuando estaba de mal humor... en vez de tratar de averiguar por qué estaba de mal humor.
Por suerte, Sebastián me salvó de tener que responder: se vaporizó a nuestro lado como uno de los personajes de la obra.
—¿Y? ¿Les gustó? —exclamó pasándonos los brazos por los hombros.
—¡Pendejo de mierda! —gritó Roxana—. ¡La que te mandaste, hijo de puta!¡Cuando te pusiste a menear y cuando Juan te subió a la mesa...!¡Y gemiste!¡Qué pedazo de trolo! —Le dio un manotazo juguetón en la cabeza.
Upa. No me había dado cuenta de que Roxana fuera tan malhablada. Qué risa.
Sebas se reía. Lo contemplé. Se había sacado el maquillaje, pero tenía los labios algo hinchados, como las mujeres después de sacarse el lápiz labial. El delineador negro no se le había salido por completo; una sombra oscura enmarcaba sus párpados realzando el verde marino de sus ojos. Me lo quedé mirando. Nunca había visto un hombre con maquillaje. También se había puesto su piercing de la nariz. Le quedaba bien.
—¿Cómo era el gemido? —dijo Roxana.
Sebastián nos hizo empujó hacia delante como si quisiera contarnos un secreto.
—¡Aaah! —gimió casi en mi oído y apreté los dientes de puro bochorno.
—¿Así le gemís a Juan? —exclamó Roxana, muerta de risa.
¿Qué clase de pregunta era esa? ¿Por qué tenían que preguntarle acerca de su vida privada? Supuse que eran las cosas con las que bromeaban los amigos.
—¿Están hablando de mí?
Y ahí estaba el famoso Juan Cruz. El que había llevado a mi amigo a un telo. El que había fingido tener sexo con él hacía media hora. El que tenía sexo con él.
No era tan ato como me había aparecido de lejos. De hecho, cuando se nos acercó y nos saludó a cada uno con un beso (menos a Sebas, claro, a él ya lo había saludado bien saludado hacía rato), me di cuenta de que yo era más alto por apenas unos centímetros. Ahora podía ver sus ojos: eran de color miel. Se había sacado la sotana; ahora vestía unos vaqueros grises y un sobretodo azul marino.
Era verdad eso que decía Desmond Morris en su documental El mono desnudo: la gente linda se empareja con gente linda. Y al parecer (porque el documental era bastante heterosexual),la regla también se cumplía en los homosexuales. Sebas se había puesto unos jeans negros rotos en las rodillas y un buzo negro. Nadie lo habría reconocido como la hermosa y lujuriosa chica rubia.
—Voy a buscar algo para tomar —dije.
—El buffet está ahí —me dijo Juan Cruz, señalando una puerta de metal.
—¿Quieren algo? —ofrecí.
—Preguntá cuánto vale la cerveza —me pidió Roxana.
Detrás de la puerta de metal había un pasillo oscuro impregnado con un fuerte olor a pis de gato. Me imaginé que el lugar estaría repleto de ratas. El buffet era el sitio más lindo de la fábrica. Estaba bien iluminado, más limpio y había cuadros en las paredes y flores artificiales sobre las mesas. Le pedí una Coca-Cola a la chica que estaba detrás de la barra y ella me la sirvió en un vaso de plástico de cerveza.
Birra $70, decía un cartelito.
Cuando volví, me quedé parado en el pasillo. Sebastián y Juan Cruz intercambiaban lenguas de nuevo. ¿Acaso no se habían besado lo suficiente ya?
—Setenta vale la cerveza—le dije a Roxana y tomé un sorbo de mi Coca.
—¿Qué pasa? —me preguntó Yamila al ver mi cara de asco.
—Parece que el gas lo venden por separado.
—¿Querés que te traiga otra? —ofreció Juan Cruz—. Soy amigo de la gente del buffet. —No, dejá. No pasa nada —dije con amargura—. Gracias.
—¿Y qué les pareció la obra?
—Muy cruda —dijo Yamila—. Te muestra las diferentes naturalezas de los pecados, los reinventa—dijo, envolviendo las palabras con sus dedos en el gesto de las comillas—. O sea, me refiero al tema de la lujuria. Que es una sátira de la hipocresía del Vaticano encubriendo la pedofilia y todo eso. Y lo mismo, ellos que te dicen cómo tenés que vivir tu vida sexual y ellos no tienen sexo. Y después se descubre que están actuando...
—A mí me tocó mucho la de la Gula —dijo Roxana—. Creo que fue la mejor. O sea, es ridículo hablar de gulas y saber que hay gente muriéndose de hambre y que no hay que ir a África para ver eso, sino que nosotros en Argentina lo vivimos. ¡Y la hipocresía de la mujer que es un esqueleto y está dando un programa de cocina!
Se nos acercó un chico y nos preguntó si teníamos fuego. Juan Cruz sacó un encendedor azul del bolsillo del sobretodo y se lo pasó.
—¿Dónde está el baño? —pregunté.
—Allá —dijo Sebas, señalando una puerta detrás de las plantas.
Los baños eran repugnantes. Así nomás, no existía otro calificativo mejor. No había distinción entre baño de mujeres y baño de hombres; las mujeres entraban en los cubículos y los hombres meaban en los urinales en el mismo baño húmedo. Lo más rápido que pude, me acerqué a un orinal, hice pis frente a todas esas mujeres y me fui volando sin lavarme las manos.
Cuando salí, me esperaba otra sorpresa: Sebastián, Juan Cruz, Roxana y Yamila estaban fumando un porro. Desde lejos, los vi darle una calada y pasárselo al otro despreocupadamente mientras charlaban. Me acerqué. Era el turno de Sebastián. ¿Sabría su mamá que fumaba marihuana? Sebas se llevó el porro a los labios, chupó la punta, retuvo el humo... y luego lo soltó lento por la boca.
—La idea original de la gula trataba de personas bulímicas. Lo queríamos relacionar con la publicidad—decía Juan Cruz.
Paré las antenas. ¿Juan Cruz era uno de los autores de la obra?
—¿Cómo con la publicidad? —pregunto Yamila.
Sebastián le pasó el porro a su novio, él dio una breve calada y soltó el humo antes de contestar:
—Claro, la publicidad de ropa interior, de dietas, de maquillaje. Todo lo relacionado con la mujer y cómo la obligan a sentirse siempre fea. —Dio otra calada. Pensé en mi mamá y en la cantidad de veces que las chicas llevaban fotos de modelos para que les copiara el corte o el peinado—. Pero esta que hicimos nos pareció mejor, más potente, con más fuerza. Y que interpela más a la gente.
—Seguro —exclamaron las chicas al mismo tiempo.
Juan Cruz me pasó el porro con un gesto distraído. Lo recibí.
—El de la ira también fue fuerte, en especial porque te hace darte cuenta de que es un sentimiento humano y que el que no siente ira es como ese robot... —decía Roxana.
Sebastián me miraba serio entre y curioso, quizá preguntándose si fumaría. El porro ya era diminuto. Ya se habían fumado más de la mitad entre ellos cuatro. Lo sostuve con la punta de los dedos, con miedo a quemarme, y me lo acerqué a la boca. Las volutas de humo me lamieron la cara. Olía a orégano quemado. Di una pitada, nervioso. Nunca había fumado marihuana (solo había probado el cigarrillo en fiestas y no me había gustado) y no tenía un concepto formado acerca de las drogas. Sabía que la marihuana era una droga recreativa y que no podía compararse con drogas como la cocaína y la heroína, y que había mucha gente que la defendía por sus usos medicinales. No sabía más que eso. Tal vez ahora me enterara.
Se me llenó la boca de un sabor amargo. Como habían hecho los demás, guardé el humo y lo largué lento. ¿Y bien?
—¿Es la primera vez que fumás? —me preguntó Juan Cruz.
Maldito, ya tenía que dejarme en evidencia.
—Sí —respondí encogiendo me de hombros, como si no fuera la gran cosa.
—Es buena, pura flor. Nada de prensado, eh.
Ah, porrero experimentado, pensé con cierto desprecio. Le pasé el porro a Yamila...
¿Por me caía mal Juan Cruz?
Decidimos irnos a un bar, un lugar donde Sebastián y Juan Cruz tocaban con la banda. Bueno, en realidad decidieron ellos. Yo me limité a estar de acuerdo.
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Gracias por llegar hasta acá! :D Qué les pareció el capítulo? Les avisé que iban a fangirlear! ;)
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