3. Cheff a domicilio
El primer lunes de abril, Sebastián faltó. Ese día descubrí lo que significaba para mí que la silla que estaba a mi lado estuviese vacía. Me causó, por un instante, una sensación de desasosiego. En cuanto la profesora se sentó, agarré el celular y le mandé un whatsapp. Me respondió que se sentía mal. Le dolía la cabeza y me pidió que cuando llegara a mi casa le pasara la tarea.
O si querés pasate por casa después.
Sin siquiera preguntarle o avisarle a mi mamá, le dije que allí estaría.
Ese lunes, durante el recreo largo, pasó algo extraño. Gabriela, la chica fanática de Los juegos del hambre y Crepúsculo, se sentó al lado mío y me dijo en voz baja que me quería hacer una pregunta. Se acomodó con las manos el flequillo, nerviosa:
—Johnny, ¿sabés si Sebastián tiene novia?
La pregunta no me sorprendió... Aunque sí me sorprendió que viniera de Gaby, que siempre había sido muy recatada en esas cosas.
—No, no tiene. —Ella se revolvió en el asiento y miró hacia su costado, tal vez para verificar que nadie nos oía—. ¿Y sabés si le gusta alguna de las chicas?
—Mmm, ni idea, pero sé que conoce mucha gente en otros lados, así que no sé.
—¿Qué otros lados?
—Él estudia canto en el conservatorio.
—¡En el conservatorio! —exclamó Gabriela, impresionada—. Claro, debe conocer montones de chicas. Y más grandes además.
Asentí dubitativo, porque Sebastián nunca había mencionado a esas supuestas chicas.
—¿Y a vos, Johnny?
—¿A mí qué?
—¿Te gusta alguna de las chicas? —Señaló con la cabeza al grupo de las Angels.
Estaban sentadas en el fondo de la clase, cada una con su respectivo celular en la mano. De vez en cuando se reían entre ellas y se mostraban fotos o estados de WhatsApp.
—No —respondí.
Gaby soltó una risita que decía claramente que no me creía. Se levantó y dijo que me dejaba tranquilo.
Gracias, le habría dicho, pero preferí quedarme callado.
La pregunta de Gaby quedó flotando en mi cabeza durante todo el recreo. ¿Me gustaba alguna de las chicas? Me senté sobre el pupitre, de espaldas al pizarrón, con los pies sobre la silla. Para disimular, saqué el libro que estaba leyendo. El libro del cementerio, de Nail Gaiman. Mientras fingía leer, espiaba al grupito de las Angels.
Gaby había vuelto junto a ellas y ayudaba a Sabrina a hacer la tarea.
Gaby era linda. Tenía rulos castaños, piel blanca pecosa y nariz puntiaguda. Era alta, delgada, quizás le faltaban un poco de curvas, pero eso en mi opinión no la hacía menos linda.
Sabrina era la más bonita del curso. Tenía el pelo castaño claro, pero se lo teñía de rubio, y sus ojos eran verdes, muy parecidos a los de Sebastián. Tenía un lindo cuerpo, aunque era bajita. De todas formas, jamás me habría gustado una chica como ella por más bonita que fuese. Me parecía demasiado superficial, demasiado preocupada por su aspecto. No, definitivamente no me gustaba.
Luego teníamos a Daiana, a quien los chicos habían apodado «Wandaiana» cuando se propagó el rumor de que le había hecho sexo oral a su novio en el baño de un boliche. Era alta, de pelo negro lacio y con muchas curvas... Pero no, Daiana no me gustaba... Tenía un carácter fuerte y altanero que me hacía sentir intimidado.
Miré hacia los demás grupos de chicas, pero en ese momento entró la profesora de literatura y tuve que bajarme del pupitre.
—Hola, chicos —saludó Narda.
Entre risas y barullo, cada uno se fue a sentar a su lugar. Guardé mi libro de Neil Gaiman debajo del pupitre.
—¿Que leías, Jonathan? —me preguntó Narda.
Se lo mostré.
—Vos y tu fantasía—susurró con una sonrisa afable en voz bajita, para que solo yo la oyera.
Estábamos viendo análisis sintáctico, proposiciones subordinadas. Gabriela y yo éramos los únicos que entendíamos el tema satisfactoriamente.
—Entonces, ¿que sería que cansado de esperar? —preguntó Narda golpeando la tiza contra el pizarrón, dándole una mirada al salón completo.
Narda estaba a punto de jubilarse. Tenía casi sesenta años y era alta y delgada, con aspecto de pájaro, y el pelo corto siempre teñido de bordó.
—Jonathan —dijo rendida—¿Qué es cansado de esperar?
—Predicativo subjetivo obligatorio —contesté.
—¿Por qué, Gabriela?
—Porque el verbo estar es un verbo copulativo.
—Chicos, esto es tema del año pasado —se lamentó Narda—. Ya tendrían que tenerlo bien claro. ¿Cuáles son los verbos copulativos? ¿Se acuerdan? A ver, ¿Federico?
—Ser, estar —comenzó Fede—. Estar...
Nos reímos. A Narda le temblaron los labios, pero se aguantó la risa.
—¿Y qué otros más?
Decidí intervenir:
—Ser, estar, yacer, permanecer, hacerse, mostrarse, parecer...
—Muy bien, Jonathan.
Narda nos dictó oraciones para analizar. En silencio, hice las oraciones en diez minutos y, con cuidado para que no se diera cuenta, saqué el celular del bolsillo,
«¿Qué dieron en Biología?», me había preguntado Sebas hacía media hora.
«Leyes de Mendel», le respondí.
Narda se puso de pie y empezó a recorrer el salón, contestando dudas.
«¿Ahora están en literatura?».
«Sí, estamos repasando análisis sintáctico».
Escuché un carraspeo a mi espalda. Narda me había cachado hablando por WhatsApp.
—¿Qué le pasó a Sebastián? —me preguntó.
¿Cómo había adivinado que estaba hablando con él?
—Se sentía mal... —Nos devolvimos la mirada unos instantes.
—Voy a empezar el taller de lectura. Por ahí te puede interesar. Y a Sebastián también. Va a ser los viernes después de clase, una hora solamente. Hay chicos de tercero y de quinto. Si ustedes vienen serían siete.
Cuando llegué a lo de Sebas, me pareció que no se sentía tan mal como me había dicho. O no lo suficientemente mal como para haber faltado al colegio. Lenny no estaba. Y desde afuera del departamento se escuchaba la música. Sebas estaba escuchando versiones orquestales del disco Imaginaerum, de Nightwish. Hacía un poco de frío, pero en el interior del departamento la temperatura era agradable. Tenía puesta una remera de HIM(comenzaba a sospechar que todas sus remeras eran de bandas) y unos vaqueros azules hasta las rodillas. Iba descalzo, como siempre, y tenía puestos sus piercings.
—Descalzate si querés —me dijo.
Lo hice, porque sospechaba que en realidad no quería que le ensuciara el suelo con mi mugre traída de la calle. Sí, muy japonés.
—¿Dieron mucha tarea? —me preguntó tirándose en el sofá. Lo imité.
—Narda dio unas oraciones nomás.
—Iba a pedir comida, pero no tengo plata. Mi mamá me prohibió seguir pidiendo fiado en la rotisería.
Me reí.
—Ah, me invitaste a venir para que te cocine, ¿no?
Él se mordió el labio y bajó los ojos.
—No, en realidad te iba a pedir plata —susurró con una risita.
—No tengo un mango, boludo —suspiré—. Me voy a mi casa almorzar.
—¿Me vas a dejar muriéndome de hambre? —dijo e hizo algo que me descolocó: frunció los labios en un puchero.
—No sé, lo tengo que pensar...
¡No tenía nada que pensar!
—Si me dejás acá enfermo y hambriento serías un muy mal amigo —sentenció y apoyó las piernas sobre la mesita ratona.
¡Te cocinaría el almuerzo, la merienda, la cena! ¡Me había llamado amigo! ¡Éramos amigos! Creo hasta que suspiré de felicidad.
En ese momento le sonó la panza. Me levanté.
—Bueno, a ver qué tenemos en la heladera —le dije.
Se levantó de un salto, feliz, y fuimos a la cocina. En el cajón de las verduras había suficientes papas y cebollas para hacer una tortilla, así que pelamos las papas y le revelé a mi amigo el secreto para no llorar al cortar la cebolla: respirar por la boca, no tomar nada de aire por la nariz.
—Ay, no puedo, Johnny —se quejó con la voz ahogada, apretando sus ojos llorosos.
—A ver, dejame a mí, boludo.
Nuestras manos se encontraron sobre las cebollas a medio cortar. Carraspeé.
—Lavate la cara y las manos.
Freí la mezcla de cebollas papas y orégano, y Sebas batió los huevos con un tenedor. Luego mezclamos las verduras fritas con los huevos y pusimos todo a freír. En diez minutos teníamos lista una dorada tortilla.
—Está riquísima —dijo con la boca llena—. ¡Gracias!
Decidimos almorzar en el balcón aunque estaba un poquito fresco. El cielo estaba nublado y habían pronosticado lluvias para toda la semana.
—¿A qué hora vuelve tu mamá? —quise saber.
—Nunca llega antes de las seis.
—¿O sea que estás solo todo el día? —pregunté, metiéndome en la boca un generoso trozo de tortilla.
—Yo tampoco estoy. Tengo conservatorio.
El conservatorio. Claro, ese lugar misterioso donde Sebastián tenía amigos más grandes e interesantes.
—¿Te puedo hacer una pregunta?
Él tragó y me miró. ¿Qué había en sus ojos? ¿Curiosidad?
—Sí, decime... —Se llevo más comida a la boca, sin mirarme.
—¿Quién es Juan Cruz? —Y Levantó la mirada de su plato. Tragó, tomo un poco de gaseosa, dejó el vaso sobre la mesa... Luego me miró de nuevo—. Cuando tu mamá me vio el otro día pensó que yo era Juan Cruz...
Entonces lo dijo:
—Juan Cruz es mi novio.
No sé exactamente que sentí cuando Sebas me dijo eso. O, mejor dicho, cuando me reveló que era gay. Creo que en el fondo no me sorprendí, pero en aquel momento me quedé callado, solo solté un «ah» bajito que intenté que no sonara demasiado afectado. Sebastián calló por unos momentos, volvió a llevarse a la boca otro pedacito de tortilla, volvió a tragar, volvió a tomar otro poco de gaseosa...
—¿No decís nada? —susurró.
—¿Eh? No, ¿por?
—¿No te molesta que sea gay? ¿Que no te lo haya dicho?
—No, ¿por qué me iba a molestar? Además yo no te pregunté. Uno no anda por la vida preguntándoles a las personas si son gays... Además no parecés gay... bueno, no sé... no... Bueno, nada... —Me estaba haciendo quilombo con mis propias palabras, se me estaba enredando la lengua, se me estaban enredando las ideas. Todo mi cerebro se había enredado como un ovillo de lana guardado en un cajón.
Sebas se rio bajito.
—¿En serio te parece que no parezco gay? —preguntó con una sonrisita.
—No. Bah, qué se yo...—le respondí con la mirada fija en mi porción de tortilla—. No tiene sentido eso de parecer.
Siguió un silencio incómodo. Solo se escuchaban los chasquidos de los tenedores contra los platos y el silbido de la botella cada vez que la habríamos para llenarnos el vaso.
—¿Hace cuánto que salen? —le pregunté para intentar resucitar la conversación.
—Dos meses.
—¿Es del conservatorio?
Ya lo sabía. Era músico. Tenía diecinueve años. Tocaba el violín, el contrabajo y el violoncelo. ¿Se podía tocar tantos instrumentos?
—Sí. —Sebas asintió con la boca llena—. Toca el violín. A veces lo invitamos a la banda. ¿Y vos? ¿Tuviste alguna novia?
Negué con la cabeza. Había algo raro en esa pregunta... pero ¿qué?
Sebastián tenía novio. Ese pensamiento me invadía la cabeza, me impedía conciliar el sueño. No, no era exactamente ese pensamiento. Era una cadena de pensamientos, una serie de pensamientos atados. Mi amigo tiene novio. Es gay. Le gustan los chicos. ¿Sería virgen? ¿Tendría sexo con ese Juan Cruz?
«¿Ese Juan Cruz?»,me repetí extrañado. ¿Acaso me caía mal? Si no lo conocía.
En mi cama, con los ojos cerrados, escuchando la lluvia que golpeteaba contra las tejas del techo... pensaba...
Sí, me caía mal. Pero ¿por qué?
La explicación me pareció obvia. Sebastián era mi único amigo y mi único amigo tenía novio. Me pregunté si me dejaría de lado, si preferiría salir con él que conmigo. Seguro tendrían más gustos en común. Me reí con sarcasmo. Sí seguro tenían muchos gustos en común. Me levanté de la cama de mal humor y corrí la ventana-puerta del balconcito.
Necesitaba pensar, meditar...
¿Acerca de qué?
No tenía idea.
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Hola, chiquis! Muchas gracias por leer <3 Espero que estén disfrutando la historia de estos dos. Qué les parece Juan Cruz? Muy pronto lo conocerán, se lo prometo ;)
Esta es la música que está escuchando Sebas cuando Johnny llega a su casa:
https://youtu.be/lRmHet1Z53Y
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La próxima actualización va a ser el miércoles, con otro Interludio :) Los espero!!! <3
Besos :*
Sofi
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