2. Una madre vampiresa

El siguiente sábado, a eso de las tres de la tarde, salí de casa rumbo a la de Sebastián. Le había ofrecido reunirnos en mi casa, pero cambié de opinión cuando me enteré de que Vale filmaría esa tarde otro video para su canal de Youtube. Vale tenía un canal de moda, indumentaria y costura, le gustaba confeccionar ropa y accesorios. No era una chica que se preocupara exageradamente por su aspecto; su pasión era más bien artística. Le interesaba la historia de la moda y cómo se había manifestado a lo largo del tiempo en diversas esferas sociales. Para su cumpleaños de quince, papá le iba a comprar una bordadora profesional.

Jaja, no hay drama. Venite para mi casa. Mi mamá llega tarde de la facultad.

¿Qué estudia?

Es profesora de filosofía.

Guau, qué zarpado, debe ser re grosa!

Sí, mal tiene libros publicados y todo!

Como todos los sábados, la peatonal del barrio estaba llena de gente. Los vendedores ambulantes habían desplegado sus mantas bajo el sol y ofrecían bijuterie, medias, mates artesanales, sahumerios. Había gente que se quejaba de los vendedores ambulantes y a veces los dueños de los locales llamaban a la policía o a la municipalidad. Yo no entendía qué podía tener de malo que una persona se ganara la vida de esa forma. Pero hay gente a la que le molesta que otra gente se gane la vida, sea de la forma que sea. Tal vez creen que cada vez que el otro se gana la vida, ellos mueren un poquito.

A las dos cuadras ya me habían llenado de volantes. Querían tirarme el tarot, convertirme en un chef profesional y venderme un auto usado. Las tres cosas me interesaban. Nunca me habían tirado el tarot, pero tenía curiosidad. Siempre me había gustado cocinar, había empezado a freír huevos a los diez años por pura supervivencia cuando mis papás tenían que trabajar para que no nos remataran en la casa; y quería aprender a manejar, pero papá nunca tenía tiempo para enseñarme. El domingo a la mañana, Johnny, decía siempre, pero cuando entraba a su habitación el domingo a la mañana, lo encontraba durmiendo y me daba pena despertarlo.

En la peatonal, junto a la fuente, estaban los tarjeteros de los boliches de la zona. Chicos y chicas especialmente facheros que entregaban a los pibes especialmente facheros entradas gratis para ir a bailar. Obviamente, yo siempre era invisible ante sus ojos, nunca me daban nada.

Sebastián vivía con su madre en un departamento pasando la plaza y pasando la peatonal. La zona más linda del barrio.

Antes de que llegara al edificio, alguien me chistó desde alguna de las ventanas.

—¡Johnny! —Y ahí estaba Sebas, enmarcado por unas cortinas negras—. Ahí bajo —me gritó desde ahí arriba.

Casi me costó reconocerlo: era el chico de las fotos de Instagram. Con su argolla en la nariz, los aros en las orejas, el pelo oscuro desordenado. También vestía de negro, tenía puesta una remera de Within Temptation y unos jeans rotos en las rodillas... pero oh, estaba descalzo.

—Boludo, ¿por qué andás en patas?

—Hola, Johnny, yo también te quiero.

—Jaja, hola... ¿Cómo estás?

¿Qué había dicho? ¿Te quiero?

Nos saludamos con un beso en la mejilla y olí su perfume a desodorante. Acababa de bañarse. Se le notaba en la piel.

Subimos por el ascensor. Sebas vivía en un séptimo piso.

—¿Hacés fierros? —me pregunto mientras el ascensor subía, mirándome los brazos.

Me había puesto una camiseta de mangas cortas. El uniforme escolar que usábamos todos los días (con su camisa de mangas largas) nunca dejaba a la vista los brazos.

—Hice en el verano, para acompañar a mi vieja. Ahora voy los sábados a la mañana. Está bueno, uno se libera de bastante energía...

Me puse colorado. Había escuchado hablar a mis viejos a escondidas de ese tema. Decían que el gimnasio me hacía bien para liberarme de la energía sexual que no gastaba... bueno, teniendo sexo, obvio.

—¿Vos haces algún deporte? —le pregunté. Estábamos en el quinto piso y por el espejo podía verme, todavía ruborizado.

—No, no son lo mío. Además no tendría tiempo, a la tarde estoy casi todos los días en el conservatorio.

Yo, en cambio, tenía todo el tiempo del mundo. Habría podido hacer fútbol, básquet, tenis...

Cuando entramos en el departamento, lo primero que vi fueron las estanterías repletas de libros. Estanterías y más estanterías rodeaban la sala. Nunca había visto tantos libros juntos en una casa o en un departamento. El televisor estaba relegado a un rincón. Claramente, esa pequeña familia tenía claras sus prioridades. Era un departamento muy bonito; limpio, ordenado y luminoso, de aspecto moderno y decorado con un toque de estilo oriental. Había un amplio sofá negro, con sus dos sillones a juego y una mesita ratona con una pila de libros de... filosofía, aprecié. En la mesita del teléfono vi una lámpara de sal del Himalaya junto a un pequeño buda dorado y un hornito para quemar fragancias

—Mi vieja está dando clases. Llega a eso de las seis.

—¿En dónde enseña?

—En la Facultad de Filosofía y Letras, de la UBA.

—Es grosa.

—Y es feminista, además—agregó sonriendo.

Yo no tenía bien en claro lo que era ser feminista, pero no quise dejar en evidencia mi ignorancia.

—¿Querés tomar algo? Tengo Coca, jugo de naranja, vino...

Me reí ante la mención del vino.

—Jugo, gracias. Tomá. —Abrí la mochila y saqué un paquete de pepas—. Traje galletitas

Sebas las miró, pero no las agarró.

—No puedo comer galletitas —dijo—. No puedo comer nada con gluten. Soy celíaco.

Yo sabía lo que era ser celíaco. Más o menos. Una clienta de mi mamá lo era y siempre rechazaba los budines y las galletitas.

—Ah... perdón.

—No sabías, no tenés por qué pedir perdón. —Me sonrió—. Vení vamos a mi habitación.

Su dormitorio estaba completamente empapelado con pósters de bandas. Identifiqué a Nightwish, Sonata Arctica, HIM, Within Temptation... Los había de todos los tamaños y se superponían unos encima de otros, peleándose por un poco más despacio en la pared. Sin embargo, cuando entré, me giré y vi la biblioteca, me quedé anonadado. ¡Tenía más libros que yo! Aprecié que la gran mayoría eran libros de poemas y algunas obras clásicas.

—Sabía que ibas a hacer eso —susurró. Me volteé hacia él.

—¿Hacer qué?

—Ponerte a mirar mis libros.

Había poemarios de Borges, Oliverio Girondo, José Martí, Sor Juana, Shakespeare. Realmente, Sebastián tenía el gusto muy refinado.

—Cuando quieras te presto alguno, pero si me los cuidás.

La condición me ofendió.

—Obvio qué te los voy a cuidar.

En el rincón que estaba junto a la ventana (desde donde me había saludado hacía un rato) estaba su micrófono y su teclado. Era un Sony de aspecto caro, cubierto por una tela negra semitransparente.

—¿Grabás acá?

—A veces.

Sebas se sentó en la cama y sacó el celular del bolsillo. Aproveché para chusmear un poco más su habitación. Lo llamativo, más allá de los libros o la incontable cantidad de pósters, era que todo estaba muy limpio y ordenado. No había ropa tirada en el suelo y la cama estaba prolijamente hecha. Otra rareza más de mi nuevo amigo. Porque sí, si bien todavía no habíamos establecido ningún pacto de amistad y no nos habíamos llamado mutuamente amigos, yo ya lo consideraba como tal. Y rogaba que paraél no fuera más que un compañero del colegio.

—Mirá, escuchá este tema —dijo, arrancándome de mis pensamientos. Sostuvo su celular en el aire y apretó play con el pulgar.

Era metal sinfónico y enseguida me gustó la introducción.

—Es Amberian Dawn —explicó—. Antes tenían una cantante soprano lírica pero hace algunos años la cambiaron por esta, que es mezzosoprano. A mí encanta porque es diferente de las demás cantantes del metal sinfónico. Tiene una expresividad que las sopranos no suelen tener.

Creí entender a lo que se refería.

—Mmm, sí como que son voces muy serias, muy lineales, ¿no?

—¡Eso! —exclamó con entusiasmo—. Tengo esta conversación con todos mis amigos músicos y a algunos les cuesta un montón entenderlo.

Otra vez, ese salto adentro mío. Me limité a sonreír.

Decidimos crear una marca de accesorios para mascotas con motivos populares: pañuelitos de River, de Boca, de los Rolling Stones, incluso motivos cristianos para los perros de las abuelitas católicas.

Se nos ocurrió cuando vi al gato de Sebas salir de la habitación de la madre y advertí que tenía un collarcito de tachas.

—Se lo compré en la Noche Gótica —dijo él—. Había montones de cosas re copadas. Mi vieja se compró un vestido de una diseñadora de ropa dark.

—¿Se compró un vestido? —respondí sorprendido.

—Sí, a ella le gusta la estética gótica, pero lo que es elegante... Hay cosas demasiado estrafalarias también.

—Me habría gustado ir a la Noche Gótica, pero no tenía con quién ir —revele por fin.

Sebas me dirigió una sonrisita.

—Todo el tiempo hay eventos medievales o de literatura fantástica y esas cosas. Al próximo vamos, ¿dale?

Y otra vez esa sacudida de pura emoción. ¿Entonces ya éramos amigos? No se lo pregunté. Habría soñado patético. Ya pensarlo me hacía sentir algo patético.

Venderíamos nuestros productos en veterinarias, petshops y los collares y pañuelos con temática musical, en también en las rockerías. Era un punto de venta estratégico. Mientras dibujaba los modelos de productos, Sebas tecleaba las respuestas en su notebook. Estaba sentado sobre la cama, con la espalda apoyada en la cabecera y la computadora sobre el vientre. Advertí un detalle: tenía una cintita roja atada en el tobillo. Una superstición. La creencia popular dice que es contra la envidia. Bueno, yo opino que mucha de la gente que lleva esa cintita no la necesita, sencillamente porque no tiene nada digno de ser envidiado. Pero en el caso de Sebastián, le habría puesto otra en el otro pie.

¿Y qué tenía Sebastián que se le pudiera envidiar?

Era cantante, tenía talento. Y además era lindo. Su piel blanca contrastaba con la absoluta negrura de su pelo teñido. Ahora que lo veía mejor, advertí que incluso sus pestañas eran claras...

Cuando estaba concentrado, como ahora, Sebas fruncía un poquito el ceño y se mordía el costado derecho del labio inferior, como en un puchero. What the fuck? ¿Qué hacía mirándole la cara mi amigo?

¿Lindo?

—Una vez vi un caniche con zapatos —dijo sin dejar de tipiar—. En realidad lo vio mi mamá. Le sacó una foto y me la mandó por WhatsApp. En Caballito, cerca de la facultad. La viejita pasea al perro todas las tardes y se ve que para que no ensucie el piso de la casa le pone zapatos...

Me llamaba la atención todo lo que tenía que ver con Sebas me contaba de su madre. Tenía ganas de conocer a esa filósofa feminista gótica que había decidido se madre soltera. Había conocido a otras madres solteras, pero a ninguna que hubiese decidido serlo por medio de un donante. Cada vez que escuchaba a las señoras de la peluquería decir madre soltera, me inquietaba la manera en que las palabras salían de sus labios. Como arrastrándose, tímidas, haciendo fuerza por escaparse de una boca que se había empequeñecido por la vergüenza ajena que sus dueñas parecían sentir. Y las conversaciones derrapaban por senderos más espinosos y más privados, y yo seguía sorprendiéndome de esa impenitente necesidad de algunas personas de saber con quién o quiénes se revuelca el prójimo.

Después de dibujar todos los modelos de pañuelos que íbamos a vender, decidimos merendar. Preparamos leche chocolatada y Sebas sacó sus galletitas para celíacos, preparadas con harina de arroz. Me contó que su mamá se había angustiado mucho cuando le habían diagnosticado la enfermedad, a sus cinco años. Pronto, Lenny descubrió que existían otras harinas además de la de trigo y que se podían hacer con ellas prácticamente las mismas cosas.

—Aunque mi mamá no cocina mucho. Tiene poco tiempo. Cuando puede me hace una torta o algo. Todo lo compramos en la dietética y es re caro—me explicaba mientras ponía dos cucharadas de Nesquik en cada vaso.

Nos sentamos a la mesa de la cocina, uno enfrente del otro. Era una cocina grande y allí se ubicaba la única mesa del departamento. Al igual que la sala y el dormitorio de mi amigo, todo se veía muy pulcro y ordenado. No había platos sucios en el lavaplatos ni migas en la mesa. Ni siquiera había imanes en la heladera, observé sorprendido. Un potus, esas populares plantas de interior, colgaba de una maceta junto a la pequeña ventana.

—A mí me gusta cocinar —le confesé.

Le expliqué a Sebas que había tenido que cuidar a mi hermana cuando todavía necesitaba que cuidaran de mí. Que mis papás trabajaban todo el día, mi mamá llegaba para hacer la comida, pero que el hambre nos agarraba antes...

—Y nos teníamos que arreglar—susurré—. Me acuerdo que pelaba papas y quedaban chiquititas... les sacaba la mitad de la carne.

Sebastián sonrió, un poco incómodo, pude notar.

—¿Qué edad tiene tu hermana? —me preguntó.

—Catorce.

—Ah, no es chiquita ya. ¿Cómo se llevan?

—Muy bien.

Sebastián alzó sus cejas rubias sin teñir.

—¿Sí? Nunca conocí dos hermanos que se lleven bien.

Entonces le conté lo de la leucemia. Que mi hermana casi se había muerto por culpa del cáncer. Y descubrí otra vez que la palabra muerte, junto con sus verbos y adjetivos, ya no me erizaba la piel, ya no me molestaba en la garganta.

—No sé, es raro de explicar. Pero eso nos unió un montón. —Y Estuve a punto de contarle que a veces dormíamos juntos, pero me arrepentí.

—Mi mamá dice que siempre en lo malo hay algo bueno, para nosotros o para otra persona...

Entendí lo que quería decir. Que le debíamos a la leucemia nuestra relación tan estrecha, el amor tan profundo que nos teníamos. Era verdad. Y no solo el amor entre nosotros dos; los cuatro, papá, mamá, Vale y yo... Los cuatro salimos fortalecidos de esa experiencia. Valeria había podido transformar su miedo en alegría para los demás.

—Vale hace clown —le conté—. Se junta con un grupo de chicos de un centro cultural que está enfrente de la plaza y van a visitar a los nenes que están internados en el Garrahan.

Sebastián puso los brazos en la mesa y se inclinó hacia delante, interesado.

—¿Le gusta actuar?

—No, no actúa. Solo hace de payaso. En realidad se lo recomendó la psicóloga. O sea, no le dijo que hiciera eso en especial, pero Vale tiene un amigo que hace que clown en ese centro cultural y ahí se les ocurrió la idea.

—Qué copado. A mí me gusta actuar. Un amigo del conservatorio está en un grupo de teatro independiente.

Escuchamos un tintineo de llaves. La mamá de Sebas había llegado.

Una mujer alta y elegante atravesó la puerta de la cocina. Tenía el largo pelo negro suelto sobre la espalda y el rostro enmarcado por un flequillo recto. Vestía una camisa negra de mangas jamón (tener una hermana fanática de la moda implica saber el nombre de toda prenda rara que te pongan delante) y unos pantalones chupines también negros. Llevaba unos tacos como de quince centímetros. Me miró, primero sorprendida, luego sonriente. Muy sonriente.

—¡Hola! No sabía que teníamos visita. ¿Juan Cruz? —dijo mirándome.

—No... Jonathan.

—Del colegio —aclaró Sebas.

—Aah, Johnny —dijo ella, con una expresión que decía claramente que había metido la pata—. Un gusto, yo soy Lenny.

Dejó su cartera en el suelo y nos besó en la mejilla; primero a mí, luego a su hijo.

—Llegaste temprano —le dijo Sebastián.

Mi amigo levantó las tazas y las llevó al lavaplatos. Así de espaldas, lo contemplé en silencio. No se parecía en nada a su madre. Hasta tenían diferente color de piel. Aunque los dos compartían el peculiar gusto por la ropa negra, aprecié.

—¿Vivís cerca, Johnny? —me preguntó ella.

—A dos cuadras pasando la peatonal.

—Después si querés te llevo. ¿Te quedás a cenar?

Me quedé callado. No estaba seguro de si era una invitación o una pregunta. No tenía demasiada experiencia visitando casas de compañeros o de amigos y me sentía un poco intimidado en situaciones como esa. No sabía qué responder.

—Dale, quedate —me invitó Sebas.

Por cuarta o quinta vez, ese órgano invisible y desconocido saltaba en mi interior.

—Bueno —acepté tratando de disimular mi entusiasmo—. Le mando un mensaje a mi hermana para que les avise a mis viejos.

—Me olvidaba, vení —me dijo Sebas, sonriendo.

Apreté «enviar» y lo seguí.

El balcón era, en realidad, algo intermedio entre un balcón y un patio. Un balcón grande, tal vez era la mejor manera de definirlo. En un rincón estaban el lavarropas y el secarropas. El resto era, literalmente, una selva. Le habían construido un techo de enredaderas (ahora sin flores por culpa del otoño que estaba comenzando);y en todos los lados había macetas con flores, desde alegrías del hogar hasta las últimas rosas de la temporada. En el centro había una mesita de madera con sus con tres sillas.

—Acá plantamos aromáticas —dijo la voz de Lenny.

Cuando me giré, vi que se había cambiado de ropa. Se había puesto un vestido rojo con un estampado japonés y, como su hijo, estaba descalza. Sonreí para mis adentros. De modo que de ahí venía la costumbre.

—A mí me gustan los cactus —les dije, más a ella que a Sebas.

Lenny me sonrío.

—Es lindo verlas crecer —dijo, y me imaginé que más que referirse a las plantas, se refería a su hijo.

Lenny era una mujer muy linda y sofisticada. Y además era una intelectual. No había querido casarse, ¿acaso no había encontrado el hombre adecuado? Me imaginé que no cualquier hombre estaría a la altura de una mujer como ella. Entonces lo pensé: ¿y si era lesbiana? La contemplé en silencio, sin decir nada. Estaba con los brazos apoyados en la baranda del balcón, mirando hacia la calle que se veía por entre los edificios. No tenía pinta de ser lesbiana... En realidad, no sabía si realmente existía la pinta de lesbiana. Sospechaba que no. Que una mujer fuera más masculina no tenía por qué significar que fuera homosexual y Lenny era bastante femenina. Me acerqué a ella y me apoyé a su lado, en la baranda. Me miró y me sonrió, y yo le devolví la sonrisa. Contemplándola de cerca pude ver que era más mayor de lo que aparentaba a simple vista. No era una mujer joven, seguramente tenía más de cincuenta años.

—Así que te gusta la misma música que a Sebas —me dijo.

—Sí, me gusta el metal sinfónico.

—¿Te gusta Tarja como solista?

Miré a Sebas, sorprendido. Él estaba viendo algo en su celular y al ver mi cara de sorpresa lanzó una carcajada.

—Yo la conocí con Nightwish, pero me gusta también como solista.

¡Una madre que compartía sus gustos musicales!

No lo podía creer. Cuando escuchaba a todo volumen Wish I Had An Angel o Dead To The World, mi mamá me gritaba que sacara esa música del diablo. En broma, claro, porque nunca habíamos sido muy cristianos y mucho menos después de la enfermedad de Valeria. Si nos mandaban a un colegio católico era porque era el más barato de los colegios privados de la zona y porque quedaba cerca de casa.

Comimos pizza de harina de arroz. Lenny tenía varias masas congeladas para preparar cuando no tenían demasiadas ganas o tiempo para cocinar. Sebas empezó a cortar el tomate.

—No, boludo, tienen como cinco centímetros esas rodajas —me burlé.

Agarré el cuchillo y saqué tres rodajas finitas de cada una de las que había cortado él.

—Mira qué bien que corta —alabó Lenny, sorprendida.

Así que conté la historia de mi hermana por segunda vez en el día y ella me escuchó, seria.

—Dios no existe —sentenció cuando le conté que mi abuela ya fallecida se pasaba las noches en vela rezando junto a la camita de Valeria.

—¿No cree en Dios? —le pregunté

—Tratame de vos —me dijo—. Y no, no creo. Algo debe haber, pero no sé qué e intentar saberlo es una pérdida de vida.

No dijo de tiempo, dijo de vida. Claro, la vida era tiempo, ¿no? Tiempo, salud, cordura.

Comimos en el balcón, arrullados por el aroma de la albahaca. El gato de Sebas se me acercó y se frotó contra mis piernas. Era una gata grande y gorda, de pelo largo atigrado con el pecho blanco. Tenía los ojos verdes, de un verde muy parecido al de su dueño.

Esa noche me costó dormir. Daba vueltas y vueltas en la cama y no podía dejar de pensar en Sebas y su mamá. En esa familia tan perfecta que parecían ser.

Me levanté y me asomé a mi pequeño balconcito. No había un alma en la calle. A lo lejos se escuchaba el bufido de una moto y los ladridos de algún perro callejero.

Ahí estaban mis cactus, de todos los tamaños, de diferentes tonos de verde, algunos con espinas tan gruesas como agujas y tan finitas como pelos de gato. Ahogué un pequeño grito. Uno de ellos, un Rebutia del tamaño de un puño, había florecido.

Es muy difícil hacer florecer un cactus. Tardan mucho en dar flores y algunos no florecen nunca. Están acostumbrados al calor, y el frío de la ciudad de Buenos Aires no les ayuda. ¡Pero este había florecido y casi en otoño!

Era una flor muy chiquita de color rojo anaranjado, con los pétalos puntiagudos y aterciopelados. No era la flor más linda del mundo, pero para mí esa noche, lo era.

Agarré el celular y le saqué una foto. La subí a Instagram. Tan emocionado estaba que no le apliqué ningún filtro. Al instante me saltó la notificación de un like. Sebas. Así que él tampoco podía dormir. ¿O acaso siempre se acostaba tan tarde? Era casi la una de la madrugada.

Abrí su galería. Tenía una foto nueva de él con su mamá en el balcón. Le di like. Seguí mirando sus fotos viejas, a pesar de que ya las había visto. Seguí bajando y me detuve en una que me llamó la atención. Era de hacía varias semanas, seguramente del verano pasado. Sebas estaba de pie junto a una pileta vacía, sacando las hojas con un rastrillo. Solo tenía puesto un traje de baño (negro, para variar). Estuve a punto de darle like, pero me arrepentí. Leí los comentarios.

Limpiámela  toda papi. Decía Yamila.

Pero fue otro comentario el que me quitó el sueño por completo.

Limpiámela a mí bombonazo y me tiro de clavado!

Yamila seguía bromeando: echale más agüita, jaja.

El segundo comentario no era de una chica. Era de un tal Juan Cruz.

Juan Cruz, la persona con la que me había confundido Lenny.

Quise abrir la galería del tal Juan Cruz, pero era privada. Tenía un violín como foto de perfil.

19. Musician, violin, double bass, cello. Bs. As. Argentina.

¿Quién carajo era ese tipo?


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Hola, chiquillxs!!! Cómo están? Ya volví de mi viaje a Chile <3 Lo pasé hermoso! Conocí a varios de mis lectores allá, comimos pizza, tomamos cerveza, comimos comida venezolana, hablamos de mil cosas... Fue genial!

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Les gustó el capítulo? Cómo les cayó la mamá de Sebas? No es una crak? Me encantó crearla <3

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Besos!
Sofi

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