18. El Buchón de 4to "A" bis: Gordofobia
Al otro día, el curso estado de nuevo revolucionado. Todos tenían sus hipótesis acerca de quién podría ser el Buchón de cuarto. No se habló de nada más que eso en toda la semana. Advertí que la hipótesis que más aceptación tenía era la de que se trataba de dos chicas que siempre se sentaban juntas, aisladas del resto. Carla y Melina. No hablaban mucho y no eran muy aplicadas. Sabía poco de ellas porque eran muy reservados, solo sabía que eran primas, que vivían en la misma casa. No me caían mal, así como tampoco me caían bien. Sencillamente no las conocía. Y de ninguna manera me habría atrevido a acusarlas solo por ese motivo, porque habían decidido no pertenece a ninguno de los grupos del curso.
—Si no son ellas, es una mina seguro —decía Daiana—. Las minas somos más chismosas, a los pibes no les interesa andar tirando veneno.
Con Sebastián la escuchábamos, algo inquietos. Me sorprendía que juzgaran al género femenino solo por un prejuicio semejante. Lenny habría puesto el grito en el cielo.
El jueves era día de taller de lectura (Narda lo había cambiado de día para que los chicos de quinto pudieran asistir) y con Sebas fuimos a comprarnos algo de comer a la rotisería china que estaba a dos cuadras del colegio. Era uno de esos lugares en los que uno puede crear su propio plato (o bandeja) con ingredientes sueltos: lechuga, tomate, cebolla, aceitunas, huevo, arroz, carne de soja, papas fritas, arvejas, y demás. Sebastián eligió solo vegetales (las hamburguesas seguramente tenían harina) y yo llené una bandeja con papas fritas y arroz.
El salón del taller estaba vacío. Nos sentamos en el suelo, contra la pared, fuera del campo de visión de cualquier persona que entrara.
—Faltan tres días para el recital —le dije. Sebas me sonrió—. ¿Estás nervioso?
—Un poquito.
—¿Un poquito? —Le pasé el dedo por la comisura del labio, donde se le había quedado pegado un pedacito de rúcula.
—Hernán está histérico, me tiene harto.
Cuando terminamos de comer, se sentó entre mis piernas tal como le gustaba hacer cuando estábamos solos. A mí también me gustaba.
El sonido de la puerta abriéndose nos sobresaltó.
—Ey, no se asusten chicos —dijo Narda. Dejó su cartera sobre un pupitre y se sentó. Nos sonrió divertida, dándose cuenta de que nos había sorprendido en un momento íntimo—. ¿Hace cuánto que salen?
Nos miramos.
—Casi una semana —susurré.
—¿Una semana? —Mi respuesta le extrañó—. Pensaba que salían hacía meses.
Nos sentamos. Estaba demasiado sorprendido por lo que Narda acababa de decir. ¡Meses!
Los demás integrantes del grupo fuera llegado y acomodándose en sus pupitres. Había llevado una reescritura de Blancanieves en clave gótica, obra de una escritora de fantasía británica. Blancanieves, llamada Blanca en el cuento, era una vampira y su madrastra, una mujer católica que deseaba deshacerse de semejante monstruo por el bien del reino.
Después del taller, fuimos a caminar un poco por la peatonal. Por suerte no teníamos tarea y ya habían pasado todas las tandas de exámenes. Era una hermosa tarde de primavera; los árboles ya se habían llenado de verde y en la plaza brotaban los primeros capullos que luego se transformarían en flores.
Cuando pasamos por el McDonald's, advertí que habían llenado varias cuadras con afiches de una marca de preservativos. Me inquietaban ese tipo de cosas. No la publicidad de los preservativos, sino que desde había descubierto que me gustaban los chicos, advertía más las cosas de contenido sexual. Antes, cuando veía por la calle a una pareja con un hijo simplemente pensaba que se trataba de una familia. Ahora, pensaba que esas dos personas habían tenido sexo y que de esa relación había surgido ese bebé. Todo muy raro.
Sebastián me pidió que lo acompañara a comprarse un pantalón para cantar el sábado. Valeria le había prestado una camisa de estilo victoriano que había hecho para un chico del taller de mimo y que le había quedado chica. En la tienda, mi novio no eligió ningún jean como los que solía usar; rotos y desgastados. Eligió un elegante pantalón negro de una tela brillante, bastante ajustado. Le quedaba bárbaro. Combinaba perfecto con la camisa de Valeria.
Después fuimos a la rockería. Sebastián entró y saludó al empleado.
—¿Cómo están las ventas del recital de Madame Sultana? —le preguntó.
Madame Sultana era la banda principal. Sebas me había contado que era una banda bastante conocida en el ambiente gótico. Hacían cybermetal industrial y darkwave.
—Se acabaron anteayer las cincuenta que me trajo Hernán.
Sebastián se apresuró a mandarle un whatsapp a Hernán para comentarle que las entradas de La Cueva se habían agotado.
Aquel sábado del incendio, Sebas me había contado que Hernán era bastante antipático y que no solía mirarlos muy sonriente cuando Sebastián y Juan Cruz se mostraban cariño en público. Como si no me hubiese dado cuenta.
Pasamos por la esquina de la peatonal, doblamos a la derecha y entramos en la librería de don Juan, un simpático señor de unos sesenta años que siempre llevaba alguna remera de El Indio. Don Juan podía recomendar cualquier clase de libro. Su librería no era como las ostentosas tiendas de amplias vidrieras repletas de novedades, él definía su negocio como una librería de viejo.
Me fui derechito a la sección de novelas de fantasía y ciencia ficción, mientras que Sebastián se paró frente a la estantería de la poesía. Cuando la clienta que hablaba con don Juan se fue, Sebas caminó hacia el mostrador y saludó al librero con un beso en la mejilla. Don Juan era muy hablador; yo lo conocía y a veces su simpatía me intimidaba. Pero estando con Sebastián era otra cosa.
—Él es Jonathan, mi novio.
—Sí, me di cuenta —exclamó don Juan con una sonrisa divertida y los brazos en la cintura.
—¿Cómo te diste cuenta?
—Por cómo se miran.
Don Juan le guardaba a Sebas los libros que sospechaba que le podrían resultar interesantes. Mi novio leyó las contraportadas, los hojeó un poquito, leyó algunos poemas y se decidió por una antología de poesía mística. Muy de Sebastián. Al parecer Don Juan conocía bien sus gustos literarios.
—Y acá tengo una novelita de fantasía erótica, Jonathan. Por ahí te interesa.
Me pasó un pequeño libro de tapas duras. En la portada tenía la ilustración de un joven pelirrojo semidesnudo sentado en un lago junto a un gato blanco. De fondo se veía un palacio como el de Aladdín, sumido en una neblina crepuscular.
—¿Fantasía erótica? Nunca leí algo así.
—Son como cuentos encadenados. Al estilo de Las mil y una noches. Son hermosos. Llevatelo si no tenés plata y lo querés, después me lo pagás.
Le sonreí.
—Confío en vos —le dije pasándole un billete de cincuenta pesos.
Salimos de la librería. Recordé el primer día de clases. Había deseado la amistad de Sebastián y ahora tenía muchísimo más de lo que había deseado.
—¿A dónde vamos ahora?
—¿Querés ir al McDonald's a tomar un helad...?
Pero un sonido que ya habíamos aprendido a odiar me interrumpió. Nuestros celulares sonaban al mismo tiempo. El Buchón se hacía presente.
Abrí la mochila, saqué el teléfono y abrí el Twitter. Sebastián se colocó a mi lado, para leer. Subí el brillo de la pantalla al máximo.
¿Cómo están, gente de cuarta? Ah, perdón: gente DE CUARTO. Creo que ya se ha hablado bastante de las chicas del curso y hoy le toca el turno a uno de los chicos. Y el elegido es chan, chan, chan, chan... JONATHAN DUARTE.
¿Que no saben quién es?
No se preocupen, nadie sabía quién era hasta que decidió dejar de ser Johnny Duarte para ser Johnny Bravo. Porque sí, Jonathan empezó a hacer ejercicio... Alguien sabe por qué?
Mnn...
En realidad, sí podemos imaginarnos por qué: Jonathan era tan pero tan gordo que una vez, en una clase de gimnasia, se cayó y se le rompieron los pantalones. Me acuerdo de que se puso a llorar y tuvieron que llamar a su mamá para que lo vinieran a buscar :(
Me quedé helado. Quieto, callado, congelado por el estupor y la vergüenza. El corazón me latía a mil por hora y la mano con la que sostenía el celular me temblaba. Me lo metí en el bolsillo. Sebastián me contemplaba con una expresión entre triste y enojada. Bajé la cabeza, no quería que viera que estaba a punto de llorar.
Ese hijo de puta había resucitado de entre las cenizas mi recuerdo más triste y vergonzoso. Mis compañeros no me importaban porque algunos, los más antiguos, ya lo sabían. Pero mi novio no. Y no había estado en mis planes contárselo aún.
—Quiero ir a mi casa —le dije.
—Johnny —Sebas suspiró.
—Odio a este hijo de puta...
Sus zapatos se encontraron con los míos. Se puso en puntas de pie y sus brazos me rodearon la espalda. Le devolví el abrazo, sin importar que estuviéramos en la calle. Quería que todas las personas que estaban a nuestro alrededor se evaporaran. O que el tiempo se detuviera, me daba lo mismo.
—Vamos a mi casa —me susurró en el oído, y me dio un beso en la oreja— que estamos más cerca.
¿Y cómo decirle que no si me lo pedía de esa forma?
Caminamos hombro con hombro hasta el final de la peatonal, atravesamos la plaza y llegamos al edificio. Cuando entramos, él me agarró de la mano. Me la sostuvo mientras entrábamos en el ascensor, abrió la puerta con la mano izquierda y, tal y como había hecho el pasado domingo, me guio hasta su habitación. Nos recostamos, suavemente esta vez.
Me acurruqué junto a él y apoyé la cabeza en su pecho. Avergonzado, dejé que las lágrimas que me había aguantado todo el camino salieran por fin. Él no dijo nada, me acarició el pelo y la cara durante todo el rato.
—Es verdad —le confesé—. Era muy gordo cuando era chiquito, en el jardín y la primaria. Los chicos me cargaban, me decían bola de grasa.
Para mi sorpresa, Sebastián dejó caer una risita.
—¿Te vas a hacer problema por lo que escribe el estúpido este? Alto retrasito mental tiene. Seguro que se moriría por estar tan bueno como vos.
Desde las paredes, Anette Olzon nos contemplaba con una sonrisa dulce, tan dulce como su voz. Quise preguntarle a Sebastián si sospechaba que el Buchón era un varón, pero en vez de eso le dije:
—¿En serio pensás que estoy bueno?
—Chicos, ¿todo bien?
Lenny estaba allí, parada en el umbral de la puerta de la habitación de Sebas. Vestía un traje de saco y pantalón de corte femenino y tenía cara de dormida.
—Ma, ¿cuándo llegaste?
—Nunca me fui—explicó encogiéndose de hombros—. Amenaza de bomba en la facultad. Algún boludo que tenía parcial y no alcanzó a estudiar.
Siempre me resultaba tan raro escuchar malas palabras en la boca de Lenny.
—¿Estabas llorando, Johnny?
Ella se acercó y se sentó en el borde de la cama.
—El Buchón —explicó Sebas.
—¿Dijo algo de ustedes?
—De mí.
—Vení, acostate, mami.
¿Mami? Si el Buchón se enteraba.
Nos corrimos un poco y Lenny se recostó junto a nosotros.
—Era gordo cuando era chico, fui gordo hasta quinto grado más o menos. Muy gordo. Mis compañeros me cargaban. Me decían cementerio de ravioles...
Ella reaccionó de la misma manera de su hijo, para aumentar mi estupor: dejó caer una risita suave, meneó la cabeza y dijo:
—Vos tenés contextura robusta, Jonathan. Todas las personas así grandotas son gordas cuando son chiquitas. En la infancia hay niveles de sobrepeso que son normales y no tienen por qué preocupar a nadie.
—¿Saben qué es lo que más me molesta de este forro? ¡Que lo que dice es verdad! Yo era gordo, el papá de Gaby es alcohólico, Sabrina adelgazó un montón re rápido, la madre de Elizabeth vendió el auto...
No mencioné a Sebastián. También era cierto lo que el Buchón había puesto de él. Lo había hecho desde la burla y la homofobia, pero era cierto.
—No, Jonathan —dijo Lenny—. Lo que esa persona está haciendo es retorcer la verdad, manipularla a su antojo. Puede ser que las cosas que dice tengan un trasfondo de verdad, pero eso no las hace verdaderas. Porque él, o ella, está haciendo pasar esas cosas como si fueran cosas vergonzosas. Si el padre de esa chica es alcohólico porque perdió su empresa, no es algo de lo que uno se tenga que burlar. La crisis la vivimos todos. Ricos y pobres. Algunos más, otros menos. Cada uno la vivió de diferente manera y ese hombre perdió su fábrica. Y estoy segura de que los padres del Buchón también la sufrieron. Y si la madre de la otra chica vendió el auto para pagarle la fiesta de quince, bueno... Cada chica tiene su ilusión y lo respeto. Y nadie tiene por qué juzgar a nadie en algo de lo que no sabe. Y si la otra chica es anoréxica, deberían intentar ayudarla, no burlarse de ella. Porque la gente se muere de anorexia, eso no es joda. Y esto último —Lenny me señaló— se llama gordofobia.
Nos quedamos en silencio un rato, reflexionando, pensando.
—¿Quién será? —le preguntó Sebas al silencio.
Esa tarde ocurrió algo que reanimó un poquito mi pisoteado ego. A eso de las cuatro, acompañé a Sebastián al conservatorio. En la entrada estaban Hernán, Javier (el guitarrista de Crimson Spell) y... Juan Cruz. Sebastián los saludó a los tres con un beso en la mejilla.
—Se acabaron las entradas en La Cueva —le dijo a Hernán.
—Sí leí el mensaje, pero no tengo más entradas, solamente me dieron cincuenta.
Cuando llegó la hora de que entraran, Sebas se despidió de mí con un beso en los labios. Y, complacido, observé que Juan Cruz nos miraba desagradablemente sorprendido.
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Hola, chiquis, cómo están? Cómo van llevando la cuarentena? Acá en la parte de Argentina donde yo vivo (Villa Ballester, Provincia de Buenos Aires) seguiremos de cuarentena hasta el 7 de junio. Y como yo trabajo desde mi casa y los controles en los transportes son estrictos, solo puedo salir a hacer las compras. Por suerte tengo terraza para ver el sol y gatos para abrazar :')
Les mando un abrazo virtual y espero que les haya gustado el capítulo. El próximo capi (no interludio) es el recital de Sebas! Creo que fue uno de los capis que más disfruté escribir.
Lxs espero!
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