16. Come cover me (with you)

Pasé todo el sábado y el domingo sin ver ni hablarle a Sebastián. Sin establecer ningún contacto, ni siquiera por Whatsapp. Ni por Facebook, ni por Instagram. Él les daba like a mis publicaciones y a mis fotos, reaccionaba a mis historias. Yo no respondía. Pero sabía que en algún momento tendría que hacerlo y no sabía qué excusa darle. ¿"Te amo"?

El lunes por la mañana (feriado), Sebas subió un video a su Facebook. Era un cover de Ever Dream, de Nightwish. Para vos <3, decía la publicación.

No pude resistirme. Cerré la puerta de mi habitación, me tiré en la cama con el celular entre las manos y le di play.

Ahí estaba él. Estaba en el rincón de su habitación que utilizaba para cantar, donde estaban su teclado y su micrófono. De fondo había un póster de Tarja. Tenía puesta la remera que le habíamos comprado con las chicas en la feria medieval. No dijo nada cuando comenzó la música. Se puso los auriculares y empezó a cantar.

Ever felt away with me

Just once that all I need

Entwined in finding you one day

Me mordí el labio. Su voz me fascinaba, todo en él me fascinaba. Sus ojos verdes fijos en algún lugar detrás de la cámara, su cabeza moviéndose apenas al compás de la música, y la punta de su lengua, que se asomó para lamerle los labios.

Would you do it with me?

Heal the scars and change the stars

Alargó la mano hacia la cámara, se tocó el pecho y alzó la mano hacia arriba, como intentando tocar aquellas estrellas imaginarias.

Would you do it for me

Turn loose the heaven within

Cerró los ojos y luego los abrió... y sentí que me acribillaba con ese verde fantástico. ¿La cámara estaba fija? ¿Quién filmaba? ¿Lenny?

Come out, come out wherever you are

So lost in your sea

Give in, give in for my touch

For my taste for my lust

Sonrió, bajó la mirada. Le avergonzaba admitir esa lujuria.

Me quedé allí en la cama, con el celular pegado a la cara. No podía dejar de mirarle la boca, los labios y la forma en que se movían, sus dientes blancos y perfectos su cuello tensándose cada vez que atacaba los agudos.

Evidentemente, le cantaba a alguien. Sus sentimientos estaban allí, al filo de su piel, escapándose de su voz. No había que ser muy inteligente para darse cuenta. Solo había que estar enamorado. Con una punzada de anhelo, me pregunté a quién le cantaba. Porque esa canción era una de mis favoritas. Tal vez le cantara a Juan Cruz, tal vez le estaba preguntando si alguna vez lo había querido.

Cuando terminó, hice algo que jamás había hecho. Le di un beso a la pantalla del celular. Lo dudé por un instante, pero finalmente lo hice: le puse me encanta al video. A Chris Ponce le gusta. A Jack Flamel le sorprende. A Jonathan Duarte le encanta y quiere que el cantante salga de la pantalla para comerle la boca.

Al instante sonó mi celular.

Johnny, ¿estás bien? Contestame...

Hola Sebas

Cómo estás? Por fin me hablas :(

Te extrañaba mucho ♥

Por primera, vez me fijé en esos corazones que me mandaba. Nunca había intentado darles uno significado particular; él siempre los usaba cuando hablaba con todos. Siempre habían sido un adorno para mí. Sin embargo, cuando yo le mandaba corazones no lo hacía con esa intención. Los míos eran una declaración que no me animaba pronunciar.

Yo también ♥

Y no volvió a preguntarme por qué me había ido de la fiesta de Daiana.

Viste mi video.

Si me encanta ese tema.

Ya lo sé.

Me temblaban las manos. Quería que fuera verdad, pero tenía miedo de estarme imaginando cosas.

¿Qué haces hoy?

Nada, en un rato me voy para el gimnasio.

¿Está abierto hoy feriado?

Sí, abre hasta el mediodía.

¿Querés venir a comer a mi casa?

Dale. ¿Querés que te cocine algo?

No, cocino yo.

En serio? Me llevo un sobrecito de alikal.

Malo.



Estuve a punto de quedarme tirado en la cama, mirando el techo hasta el mediodía. Pero el tiempo pasaba demasiado lento, así que me levanté, me cambié y me fui al gimnasio. Ahí estaban Gabriel y Santiago. Se bajaron de las caminadoras para saludarme.

—¿Todo bien, Johnny?

—Sí, todo tranqui —les mentí.

Me fui a la prensa de piernas, después hice pesas, volví a la prensa, levante más pesas, hice abdominales, volví a la prensa...

—¿Qué pasa, muchacho? —rio Héctor, el recepcionista, cuando pasé junto a él.

Me compré una botella de agua. Ya era la tercera. Me senté, pero no duré sentado ni cinco minutos. Me levanté y fui hasta las bolsas de box, donde estaban Santiago y Gabriel.

—Estás medio nervioso—dijo Santiago, secándose el rostro con la toalla que llevaba sobre los hombros—. Tratá de no esforzarte tanto, que te va hacer mal.

Uno, dos, tres. Empecé a aporrear la bolsa. Puñetazo, puñetazo, patada baja, patada, patada de frente, patada de costado, puñetazo...

—Amor, van a ser las doce—le dijo Gabriel a Santiago y me puse más nervioso al escuchar ese amor tan despreocupado, tan natural...Alguna vez quería llamar a un chico de esa forma. Y quería que Sebastián fuera ese chico.

Me senté en el suelo, agitado. Estaba completamente empapado y tenía la remera pegada al cuerpo. Entonces lo vi. Sebastián estaba apoyado en la entrada del gimnasio, con los brazos cruzados sobre el pecho. Me miraba. Se señaló la muñeca, en la que no llevaba ningún reloj.

Saludé a Gabriel ya Santiago.

—Mirá que ese chico está ahí mirándote hace rato, eh.

Me estallaba la cabeza.

—No me saludés que estoy todo chivado—le dije a mi amigo mientras nos acercábamos el uno al otro.

No me hizo caso; me puso la mano derecha en el hombro y me besó en la mejilla. Pero no como yo había besado a Gabriel y a Santiago: me dio un beso de verdad, con los labios. Hasta hizo ruidito.

—No sabía que te gustaba el box —dijo.

—Es divertido—contesté. No le dije que me había imaginado a Juan Cruz en esa bolsa infinidad de veces.

Cruzamos hasta casa. Mamá todavía estaba en la peluquería, mi papá leía el diario en la sala y Valeria estaba en su cuarto, mirando videos de Pablo Agustín.

—¡Te compraste un póster de Tarja! —dijo Sebas al ver el nuevo póster que había pegado en la puerta de mi bañito. «The metal goddess», decía en letras góticas.

—Para que me proteja del reggaetón.

Mi amigo se echó de espaldas sobre mi cama. Vestía una musculosa negra y unos chupines de jean. Me calentaba tanto cómo los chupines le marcaban las piernas. Faltaban dos semanas para la primavera, pero las tardes comenzaban a ser más cálidas.

—Me doy una ducha y vamos.

De espaldas a él, me quité de la remera y los pantalones transpirados, y saqué del armario una toalla limpia. Con disimulo, me volteé. Él me miraba y cuando nuestros ojos se encontraron, me sonrió.

Me metí en el baño a toda prisa.

El agua caliente se acabó demasiado rápido. Tuve que terminar de bañarme con agua fría y luego de ponerme los calzoncillos limpios, volví a la habitación tiritando.

—Ey, qué pasó.

—La pelotuda de mi hermana seguro se dio un baño de inmersión...

Me sequé rápido. Sebastián se había sentado contra la cabecera de la cama. Me miraba.

—Qué buen cuerpo que tenés —dijo en voz baja.

Se me cayó la camiseta de las manos.

Nos miramos. Yo sorprendido, confundido, y él serio, sin ninguna expresión en particular.

—¿Nunca te habían dicho que tenés buen cuerpo? —Y dejó de mirarme y alzó la vista hacia el techo repleto de estrellas.

—No —mentí. Me lo habían dicho hacía menos de veinticuatro horas.

Me vestí con lo primero que encontré; una remera a rayas blancas y negras, y unos jeans que no usaba hacía mil años. Cuando me los puse, recordé porqué ya no los usaba. Me quedaban un poco chicos.

—Vamos —le dije a Sebastián. Me guardé la billetera y el celular en los pantalones, y salimos de la habitación.

Nos encontramos con mi mamá en las escaleras. Ya había cerrado a la peluquería.

—Hoy almuerzo en lo de Sebas —le dije.

—Ya te tenés que teñir de nuevo vos —le dijo a él, revolviendo el pelo.

Era un día precioso, sin ninguna nube. Era tal vez el primer día de primavera del año, aunque faltaran unos días. La gente ya andaba con menos ropa y yo por primera vez me fijaba en los chicos. Por fin estaba despierto. Sin embargo, esa tarde solo tenía ojos para Sebastián.

—Vamos a abrir el recital con de The Court Of Mirror Hall —dijo—. Pero no creo que pueda cantar ninguna canción de HIM porque va a tocar una banda tributo a ellos.

Lo escuchaba, pero me distraían sus pestañas rubias y cómo brillaban cuando la luz del sol le daba de frente. La curva respingada de su nariz, los puntitos dorados de la barba de su mentón...

—No está mi mamá.

—¿Eh?

—Eso. Se fue a almorzar con unas amigas.

Y su voz...

Cómo había extrañado escuchar esa voz grave tan varonil, incluso en los mensajes de voz de whatsapp. Solo habían pasado dos días, pero cómo lo había extrañado.

Como era nuestra costumbre cada vez que pasábamos por la peatonal, entramos en la galería y nos paramos en la vidriera de la rockería. No había nada nuevo, pero era nuestro ritual.

Mientras atravesábamos la plaza, mi nariz se llenó del aroma de los pochoclos. Pochoclos, maíz. Nada de gluten. Me acerqué al puesto y compré un paquete. Sebastián me miró con una sonrisa e intentó meter la mano en la bolsa, pero me la cambié de mano.

—Para el postre —le dije—. ¿Qué vas a cocinar? Hablando del tema.

—Salchichas con puré.

Me reí en su hermosa cara.

—Pensaba que ibas a hacer algo más sofisticado.

—No, acá el artista culinario sos vos. —Y cuando dijo eso, sus dedos rozaron mi mano. Tuve tantas ganas de agarrarlo de la mano y que camináramos así hasta su casa.

Hicimos una parada en la dietética donde Sebastián compraba toda su comida sin gluten. Me sorprendí al ver los precios de las galletitas, las madalenas, los budines...Todo era bastante caro en comparación a los productos comunes. Agarré un budín. Era diminuto y valía cien pesos. Lenny y Sebastián no tenían dificultades económicas pero ¿y la gente que era celíaca y pobre?

—Y ni siquiera son tan ricos —me susurró cuando advirtió lo que estaba pensando.

Sebastián solo compró dos paquetes de salchichas.

Llegamos al edificio. En la puerta estaba el encargado sacándole brillo al portero eléctrico.

—¡Hola, don Hugo! —lo saludó mi amigo.

—Hola, chicos —saludó el anciano—. Tomá, antes que me olvide. Una carta para Eleonora.

El encargado extrajo de su riñonera una pileta de sobres, y de entre facturas de luz y gas sacó un sobre blanco.

Sebastián la tomó con el ceño fruncido.

—Eleonora Beatriz Vikström —leyó mientras esperábamos el ascensor—. Sabe el segundo nombre de mi vieja. Pero el remitente no se entiende un choto. El nombre de mi vieja lo entiendo porque sé que la carta es para ella, pero... —Me pasó el sobre.

—Parece escrito en élfico—le dije contemplando los ganchudos trazos estampados sobre el papel.

—¿De quién será?

Abrió la puerta, pero en vez de abrir el sobre, lo dejó sobre la mesa de la cocina.

Las plantas en el balcón tenían más flores y el verde de sus hojas se veía más brillante. La gata dormía al sol, sobre la mesa de madera.

—Te ayudo a pelar las papas —le dije.

—No. Dije que cocinaba yo y voy a cocinar yo.

—Pero pelar las papas no es cocinar...

Me miró con los ojos entornados, fingiendo estar enojado. ¿Cómo me atrevía a cuestionar su talento culinario?

Me senté a la mesa de la cocina. Distraído, agarré el sobre. Ahora entendía por qué el anciano encargado se lo había dado en la mano a mi amigo. La carta solo tenía la dirección; le faltaba el piso y el número del departamento. Me sobresalté al sentir algo esponjoso acariciarme los tobillos. La gata se frotaba contra mis pies.

—¿Tenés hambre, Tarja? Vení que te doy el almuerzo.

—¿Le pusiste Tarja a la gata?

—Sí, es una soprano lírica de la puta madre. Especialmente cuando tiene hambre...

Sebastián abrió una alacena y se puso en puntas de pie. Contemplé todo su cuerpo en tensión y le miré el culo, inevitablemente. Del bolsillo trasero del jean sobresalía su celular.

—Johnny, ¿me lo bajas que no llego?

Carraspeé, avergonzado porque mi amigo se hubiese dado cuenta de que había estado mirándole el culo. Y qué bien que le quedaban esos pantalones apretados.

—¿Por qué está tan atrás? —No era que el frasco estuviera muy arriba, sino que estaba oculto detrás de otros frascos.

—Pasa que a veces se mete el gato del vecino y lo tira. Levantame.

¿Qué?

Pero lo hice. Sebas colocó delante de mí y yo lo tomé de la cintura y lo levanté en el aire. No pesaba nada. O tal vez yo tenía fuerza.

—¿Y cómo se mete el gato del vecino?

—Me resbalo...

Le levanté la camiseta y lo aferré de la cintura, sobre su piel desnuda. Su perfume me llegaba a la nariz y su cola se apretaba contra mi vientre...

—No sé... Salta la baranda. ¡Listo!

Lo solté suavemente, casi sin ganas...

—¡Tarja! Tarja vení a comer.

Agarró un platito que estaba en el suelo junto a la heladera, lo lavó y echó un puñado de alimento balanceado. La gata maulló contenta y hundió la cabeza en el plato. Mientras, en el fuego ardían las papas y las salchichas.

—¿Me dejás hacer la salsa? —le pregunté a mi amigo, acercándome a él.

Fingió un puchero malhumorado y asintió con una sonrisita. Con harina de arroz, leche, aceite, pimienta y comino, preparé una humilde salsa para acompañar las salchichas.

—¿Cómo sabés las proporciones de las cosas? —preguntó él, apoyándose de espaldas contra la mesada, mientras me veía batir la mezcla con la cuchara de madera. Se inclinó hacia el bowl y el escote de su musculosa me dejó verle un pezón. Rosado, rodeado por apenas unas pelusitas rubias...

—Siempre lo hago a ojo. Y trato de tener cuidado para no pasarme, pero necesitaría una balanza para ser más exacto.

Llevamos la comida al balcón y almorzamos escuchando viejos temas de Nightwish.

El curso había decidido que nos fuéramos de viaje de egresados por Snow en vez de por Travel rock y cuando le pregunté a mi amigo por qué no estaba tan entusiasmado, me contestó mis mismos motivos. No le llamaba la atención visitar un lugar como Bariloche y pasarse todas las noches en los boliches, visitar los otros lugares muerto de sueños. Bailar tampoco era lo mío. Éramos dos bichos raros.

—Deberíamos ir los dos solos a algún lado —dijo sin mirarme, contemplando los edificios que nos rodeaban.

Había gente en los balcones, gente almorzando en las terrazas... Se acercaba la primavera.

No dije nada. No entendía nada. O quizá no quería entender porque tenía demasiado miedo.

Terminamos de comer en silencio y cuando terminamos seguimos en silencio un rato más. Fingimos (o al menos yo fingía) escuchar con atención los últimos compases de She Is My Sin.

—Como siempre viví en casa me gustan los balcones —comenté, apoyándome sobre la baranda y contemplando el paisaje que nos rodeaba.

El sol me pegaba de lleno en el rostro. Comenzaba The Kingslayer, con su potentes guitarra y batería. Me sentí pequeño en ese balcón, rodeado por la inmensidad de ese cielo celeste, esa brisa tibia que había acariciado cientos de pieles y ese sol matusalénico. Me sentí pequeño y supe que era pequeño, que siempre lo había sido... pero que en compañía de Sebastián me sentía grande, enorme. Me sentía hinchado como un globo aerostático de felicidad en estado puro. No se parecía en nada a lo que había sentido con Alejandro.

¿Y qué hacía ahí mirando los autos de la calle, mientras tenía al objeto de mi felicidad a un metro de distancia? Quise girarme, pero de repente los delgados brazos de Sebastián me rodearon la cintura...

Algo se sacudió dentro de mí. Algo vivo, algo caliente. Podía oír los latidos de mi propio corazón, podía sentir cómo mi cuerpo temblaba de emoción, miedo, excitación... todo eso a la vez. Tal vez apenado por mi quietud, él comenzó a soltarme... pero ni bien me di cuenta, aferré sus manos entre las mías para retenerlo junto a mí. Eran tan delgadas y estaban tan tibias. Sus dedos eran largos y esbeltos en comparación con los míos, cortos y gruesos.

Lentamente me giré y lo miré a los ojos. En su mirada había expectación, sus cejas rubias estaban levemente juntas y sus labios, entreabiertos apenas como si estuviera a punto de soltar un suspiro...

Temblando, alargué la mano hasta su nuca y entrelacé los dedos en su pelo...

Me incliné hacia él.

¿Mi amigo siempre había sido así de bajito?

Lo vi cerrar los ojos, lo vi separar los labios, mover apenas la cabeza un poquito hacia su derecha...

Nuestras bocas se juntaron y un cosquilleo caliente me subió por todo el cuerpo. Se aferró a mi espalda. Alargué la otra mano hasta su nuca, le acaricié la mejilla, el cuello y la deslicé por su pecho y su vientre hasta llegar a su cintura. Otro relámpago de excitación me sacudió cuando nuestras lenguas se encontraron en medio del beso. Era una sensación tan rara y tan excitante a la vez. Me sorprendía la textura de su lengua contra la mía y como la humedad de nuestras bocas se fundía en una. Sus dientes me apretaron el labio inferior y no pude evitar que un gemido se me escapara de la garganta cuando sus labios me chuparon el labio.

De un empujoncito, lo acerqué más y nuestros cuerpos se chocaron ansiosos.

Aferré su rostro con las dos manos y lo besé desesperadamente. Él me besaba en respuesta y tironeaba de la tela de mi remera.

Cuando nos separamos, una sensación de vértigo me invadió al ver por el rabillo del ojo la ciudad a nuestros pies. Se rio suavecito y me tomó de la mano.

Salimos del balcón, de la cocina, atravesamos la sala, el breve pasillo y entramos en su dormitorio. La cabeza me daba vueltas. Sebas se echó de espaldas a la cama y me miró con los ojos aguados. No necesitaba que me dijeran qué hacer. Me subí a la cama, me encaramé sobre su cuerpo y lo besé de nuevo con anhelo. Sus manos se deslizaron debajo de mi remera y subieron por mi columna vertebral. Estaban húmedas. Besé su boca y la barba que no se había afeitado me raspó los labios cuando besé su mentón. Bajé por su cuello, por el nacimiento de su esternón y él soltó un jadeo grave cuando lamí su piel desde la clavícula hasta el labio inferior...

Su jadeo me atravesó los oídos, me devolvió a la realidad. Escuché su respiración agitada y la mía, que no estaba mejor, sin poderlo creer. Lo contemple allí, debajo de mi cuerpo...

—Sabés que soñé con esto... —dijo suspirando, sonriendo, con los ojos entrecerrados.

Miré hacia la puerta. Dejó de respirar. Estaba intentando oír la música que todavía sonaba en el balcón. Era Come Cover Me.

Come cover me with you...

Entendí. Suavemente para no aplastarlo, repartiendo mi peso entre mis piernas y mis brazos, me recosté con delicadeza sobre él. Lo cubrí conmigo. Y lo besé de nuevo, en las mejillas, en la boca, en el cuello...

—¿Qué soñaste? —le pregunté al oído. En un impulso, le chupé el lóbulo de la oreja. Se estremeció.

—Esa noche, antes de ir a tu casa a la mañana —susurró—. Soñé que estaba acostado y que alguien se me echaba encima. Tenía miedo... pero después esa persona se transformaba en vos y me sentí tranquilo. Y entonces supe que tenía que ir a buscarte.

Nos besamos otra vez, desesperados, ansiosos. Y cuando no aguanté más, me separé de su cuerpo y me eché boca arriba, a su lado. Estaba demasiado, demasiado caliente. Y los jeans que me había puesto lo estaban haciendo muy difícil.

—No pensaba que te ibas a fijar en mí —susurró con una pequeña sonrisa, apartando la mirada de mi entrepierna—. ¿De verdad te gusto?

Me incorporé un poquito. No solo me gustaba. Gustar era poco, poquísimo.

—Estoy enamorado de vos.

—Johnny —suspiró—. Yo también.

Era momento de tener una pequeña conversación.

—¿Cuándo... te enamoraste de mí? —quiso saber.

Me apoyé contra la pared y miré el techo, pensando.

—No sé. La verdad, creo que me gustaste desde el momento en que te vi, pero enamorarme...

Le conté lo de Valeria, que ella se había dado cuenta antes que yo. Que ella me lo había revelado.

—Creo que ese día me empecé a enamorar de vos —dijo—. Cuando hiciste los muffins. Pensé que sería genial que fueras gay y que fuéramos novios.

Nos miramos avergonzados, él rascaba el cubrecama con los dedos.

—¿Querés ser mi novio? —le pregunté.

Se le ensanchó la sonrisa. Asintió, apoyo las manos en mis hombros y me besó.

—Tus viejos no lo saben ¿no? —preguntó luego.

No, no lo sabían. Pero quería contarles, lo necesitaba. No me sentía a gusto manteniendo en secreto algo como eso. Estaba seguro de que no reaccionarían mal, pero sí que sería una sorpresa. Era a esa sorpresa a lo que le temía.

Sebastián me escuchó en silencio, acariciándome el muslo mientras hablaba, y me contó su salida del armario. Que dada la naturaleza de su madre, feminista y de mente abierta, no había sido para nada dramática. Había ocurrido hacia casi cinco años. Lenny lo había descubierto dándole un beso al monitor de la computadora. El detalle era que en la pantalla había una foto de Ville Valo.

«Así que te gustan los morochos», le había dicho Lenny sencillamente. Ella lo sabía hacía rato, pero Sebastián casi se había muerto de la vergüenza. Nos reímos a carcajadas.

—Qué genia tu vieja.

—Obviamente, después me agarró, me sentó y me dio una clase educación sexual, de feminismo, de teoría queer... Y me dijo que solo se avergonzaría de mí si algún día me escuchaba un comentario homofóbico, machista o transfóbico.

Le dije que me parecía muy loco ser gay y homofóbico al mismo tiempo. El dejó caer una carcajada sarcástica.

—Está lleno, Johnny. Lamentablemente. Hay tipos que se burlan de los chicos afeminados y dicen que son locas. No entienden que para la mayoría de los hombres ellos no son hombres simplemente porque se acuestan con otros hombres. —Me costó seguirle el hilo; nunca había escuchado de la palabra hombre tantas veces en una frase—. O los que se burlan de las travestis, los que dicen soy gay pero no lo ando exhibiendo. O sea, para mí ser gay no te da ninguna obligación. No es que salís del armario y enseguida tenés que ir a militar.

Guau, era la primera conversación seria que tenía acerca del tema.

—Yo puedo decir todo esto porque tengo a mi vieja que es feminista y la tiene re clara. No milita porque no le da el tiempo, pero creo que lo de la demás gente es ignorancia. No es maldad... O andá a saber... —Se estiró, extendió los brazos y abrió la boca en un bostezo grave.

—A veces es cosa de sentido común —susurré. No tenía demasiado que aportar al tema.

Él se encogió de hombros, dando por terminada la breve conversación. Se me acercó, apoyó las manos sobre mis hombros y las deslizó sobre mis bíceps.

—Me encantan tus brazos Johnny.


Volví a mi casa como flotando en el aire. Mientras caminaba por la peatonal sentía que mis pies no tocaban el suelo. Que apenas lo acariciaban y que todo a mi alrededor se veía más claro, más brillante, con más colores. Hasta le sonreí a un bebé. El semáforo en rojo no me ponía nervioso, la multitud que caminaba apresurada por la calle era invisible.

Durante la cena, mamá había preparado guiso de lentejas. Casi no pude comer. Estaba demasiado nervioso y mi mente se había quedado con Sebastián, en su cama.

—¿Puedo pasar? —susurró Valeria. No esperó mi respuesta; entró y cerró la puerta.

Aproveché para esconder el celular debajo de la almohada y Vale se sentó en la cama. Yo ya me había acostado, pero como ella iba al colegio a la tarde, siempre se acostaba más tarde que yo. Se quedaba mirando tutoriales de moda en Youtube o cosiendo algo.

—¿Qué pasó, Johnny? —me preguntó con una sonrisita—. Estás re ido. —Mi celular vibró desde debajo de la almohada—. ¿Con quién hablás?

Era imposible ocultarle nada a mi hermana.

—Con Sebas. —Levantó las cejas hasta que desaparecieron por entre su flequillo—. Estamos de novios.

Se le transformó la cara. Ahogó un grito y luego chilló como Flanders cuando descubre las cortinas púrpura.

—¡Callate, boluda, no grites!

—¡Ay, me muero! ¿En serio?

Asentí.

—¿Y no me ibas a contar, forro! —exclamó.

Agarró la almohada y me la estampó en la cara. Y en menos de un instante, estábamos uno encima del otro, tironeándonos del pelo y dándonos almohadazos.

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