veintisiete
Nadie creyó en él cuando era joven. Jerome Schliemman detuvo su mirada en todos los políticos y familias ricas que conversaban en la planta baja. Desde el balcón todo se veía pequeño y ruidoso. El olor a colonia cara, a vino, champán... los distintos aromas fuertes de Alfas dominantes y Cotidianos suaves y bellos. Sus creaciones, sus productos.
¿Quién iba a pensarlo? Le hubiese gustado mostrarle a su padre, a toda su maldita familia. Ahí, mientras miraba con superioridad a todos los hijos de puta que ansiaban a sus chicos y chicas.
Elevó la mano, observando las agujas de su reloj de bolsillo. Estaba bañado en oro y en su interior tenía su nombre escrito en ruso. Un regalo de su juventud. Sus ojos se detuvieron en gobernadores, en enormes Alfas que sostenían de la cintura a sus Cotidianos. Sus chicos sonreían, hablaban, todos atentos a satisfacer las charlas de hombres comunes.
—Señor Schliemman —oyó a su lado. Sus ojos se volvieron, mas no su cuerpo. Levemente inclinó la cabeza a una beta de traje oscuro. Tenía una libreta y una grabadora en las manos—. ¿Le molestaría si le hago algunas preguntas? Es para un artículo de la Universidad de Ca...
—Tienes cinco minutos —murmuró. Sus ojos se desviaron hacia la entrada, donde Ismael robaba la atención de todas las miradas. Un leve disgusto cruzó por su rostro cuando notó su prenda. No se podía admirar la belleza que cargaba con ropa tan horrible. El alfa soltó una fuerte respiración. La mujer a su lado le sonrió.
—Se esparció el rumor de que está fabricando Cotidianos Alfas para Alemania, ¿Qué posición tiene respecto a las relaciones entre Inglaterra y su mejor cliente, Señor?
—No me gustaría responder cuestiones políticas, señorita —comentó, mirándola. De hecho, no se le tenía permitido. Su abogado le había advertido sobre ello. Los medios de comunicación buscaban hundirlo, destruir a sus Cotidianos. Los estereotipos sexuales eran una cosa, pero el rumor de que sus Omegas podrían ser armas y desequilibrar las relaciones entre países vecinos lo alteraban fuertemente. Claro que estaba al tanto de la atención que las Universidades tenían sobre él. Había creado seres hermosos, frágiles y débiles a simple vista, pero en realidad no eran más que marionetas y armas para gobernar a los más poderosos. Jerome bajó la mirada, todo el mundo saludaba a Ismael.
Sus Cotidianos lo verán como un padre, un dios, su creador. No imaginaba qué atrocidades causaría el simple hecho de brindarles la libertad de decidir por sí mismos.
—Está bien... entre los eruditos e investigadores siempre se encuentra esta tensión respecto a usted y a Anton Drozhin, el científico ruso con el que compartió la mayoría de sus años en la universidad —la miró con desagrado cuando oyó ese nombre. Jerome apartó la mirada. Ni siquiera en su propia noche podía librarse de aquel espectro asqueroso—. Hace años se crearon rumores de que Drozhin convirtió a un Alfa en un Omega. Incluso que le dio la capacidad de concebir. Si pudiera colaborar con él, ¿tal vez podríamos ver una generación de Cotidianos capaces de dar a luz? ¿Qué piensa respecto a ello?
—No estoy muy enterado de los proyectos de Anton —mentira, se moría de la envidia. Jerome recordaba la arrogancia de ese Alfa puro. Su desagradable actitud y su sentido de superioridad solo por venir de manadas salvajes. Si tan solo Rusia los hubiera matado a todos y evitado ese mugroso tratado de reintegración... Anton Drozhin no sería más que un pobre diablo. Pero ni en sus diez años de retiro evitaba que la gente los comparara. En un principio se había sentido alagado, pero era consciente de que sus creaciones se consideraban mejores que el Demonio ruso—. Pero, en cierta forma, estamos trabajando sobre la fertilidad de los Cotidianos. Si todo sale bien, dentro de unos años podrán cargar con sus propios cachorros.
La mujer la miró emocionada. Ni siquiera había escuchado su nombre. Sus ojos se desviaron a la entrada, justo cuando el suelo de mármol blanco reveló zapatos costosos y un Alfa enorme. Desde ahí pudo sentir el peso de su presencia. Todas las miradas voltearon como insectos hacia la luz más fuerte.
Henry Weston.
Medía casi dos metros. Su aura y su presencia se asemejaba más a un animal que a un ser humano. Sus ojos siempre estaban dilatados, su barbilla marcada, apretada. Tenía la nariz recta y las cejas gruesas. Su cabello bien cortado y peinado al costado brillaba ante la luz del techo. El huevo de oro de los alemanes. El objetivo más grande. El simple hecho de verlo le causó dolor de cabeza.
No era un Alfa como él. Era uno puro, salvaje, tan cínico e inteligente que todos buscaban mantener su aprobación. Automáticamente varios Alfas se acercaron a él para entablar conversaciones políticas y comerciales. Jerome se hizo a un lado, inclinándose en disculpa hacia la beta.
Retrocedió, adentrándose a pasillos elegantes donde nadie más que sus empleados podían circular. Entre las paredes se podía sentir el aroma dulzón de sus Cotidianos, cada habitación a su lado destilaba las esencias más exóticas. Mientras las estilistas preparaban a sus próximos Cotidianos, los nuevos, estos desviaban la mirada hacia él. Automático. Como si la presencia de Jerome fuera un radar a su atención. Miradas rasgadas, risueñas, curiosas y llenas de brillo volteaban por él.
—Padre.
Mencionaban los que llevaban más de cuatro meses existiendo.
—Amo.
Decían los nuevos.
—Mi señor —oyó bajito cuando cruzó frente a una puerta. Se detuvo. Jerome volvió la mirada. Una voz suave, profunda. Sus ojos cansados se encontraron con otros curiosos y brillantes. Rizos castaños oscuros, ojos color zafiro y bonitas curvas. El Alfa recorrió el cuerpo de Izan con su mirada. El Omega de Henry Weston era una belleza y estaba seguro que robaría la mirada de muchos esa noche.
—Tu Alfa ya está aquí —comentó. Izan sonrió automáticamente. Era menudito, casi podría decir que su aura pizpireta contrarrestaba de alguna manera lo que le habían pedido en realidad.
Jerome no pudo evitar pensar en Ivar. Apretó los labios y los músculos cerca de su barbilla hicieron un tic.
Claro que se sentía decepcionado de no tener al que había considerado su mejor proyecto. El Alfa inclinó la cabeza, Izan sí era algo bajito y el simple recuerdo de la estatura de Weston lo hizo lamentarse un poco por él.
—Cuando te tome esta noche... trata de ser indiferente al dolor —Izan asintió. Sus ojos azules eran profundos, limpios, y muy en su interior se preguntó qué clase de pensamientos vagaban por aquella cabeza—. Y...
El Alfa frunció el ceño.
—No me hagas lamentar el haberte creado.
—Sí, mi señor.
Se retiró en silencio. Izan dio un paso más, clavando su mirada brillante y dilatada en la espalda enorme. Levemente se volvió, y notó que todos los Cotidianos de cada habitación se inclinaron en las puertas para observar a su padre irse. Los Omegas se miraron entre ellos y en silencio cada uno volvió a su habitación.
Al entrar el viento sopló desde la ventana. Izan se quedó en silencio, observando las hermosas cortinas de seda danzar junto al frío. El cielo estaba oscuro, sin estrellas, y las luces de la ciudad le trajeron el recuerdo de un mar infinito lleno de luciérnagas. El Cotidiano bajó la mirada. No sabía de dónde venía aquello.
Suavemente caminó hasta ella, tomando la seda entre sus dedos mientras sus ojos se diltaban al ver el mundo exterior. Brillante, frío, asombroso. Él ahora pertenecía ahí. Su reflejo en el vidrio lo confirmaba. Su extrañeza, su piel, su mirada, no lo sentía suya, pero estaba. Izan bajó la mirada a sus manos. De repente la luz se volvió sombra y sintió cerca suyo el llamado de una presencia.
Se volvió, tranquilo.
—Casi me matas del susto —murmuró. A pesar de que en su rostro no había signo alguno de miedo, de nada. Ni siquiera sabía porqué lo había dicho. Una expresión humana, tal vez. Y creyó que para una persona le sería aterrador verlo de pie frente a él. Lo primero que notó fueron sus ojos azules profundos, iguales a los suyos.
El iris blanco estaba manchado de escarlata y gruesas lágrimas sangrientas caían como el rocío en el pétalo de una flor. Debería asustarse de su piel pálida, de sus venas verdes, azuladas, de la sangre espesa que le manchaba la barbilla y la mirada dilatada. Grita. Llora. Has algo humano, le rogó su interior. Pero nada salió. Izan se acercó levemente. Era alto, grande. Lo primero que notó fueron sus manos delicadas, de dedos largos. Sus brazos apenas tenían vello, cubiertos de sangre y de venas marcadas. Hombros anchos, cubierto de masa muscular y bellas curvas. Cotidiano Izan sonrió, maravillado, asombrado.
Acercó una mano pequeña al rostro frío. La sangre era como alquitrán, pegajoso, hediondo, parecía tan muerto como el aroma a cementerio.
—Te escuché... gritar —susurró—. ¿Cómo lo hiciste?
El Cotidiano más alto lo miró. Sus rizos desechos olían a jabón, podía sentir vagamente el aroma de sus tiernas feromonas. Su aroma de Cotidiano. Tan tenue. El hedor a sangre le quedó entre los dedos cuando apartó su mano. Izan bajó la mirada, el escarlata pareció evaporarse en su piel. El más bajito miró lleno de curiosidad cómo su piel aceitunada empezaba a tornarse pálida, a cubrirse de la notoriedad de sus venas.
Izan elevó la mirada.
—Ivar —murmuró el Cotidiano.
—Izan.
Apenas retrocedió un paso. El cotidiano más bajito empezó a sentir la pérdida de la sensibilidad en su antebrazo. Automáticamente sus ojos se dilataron, sus receptores le advirtieron del peligro inminente que significaba aquella presencia. Extraña, bizarra. Ambos Cotidianos se miraron, y al segundo el azul de sus ojos cambiaron. La pupila del primero se volvió oscura, la del segundo, rojiza. Un segundo bastó para que el pequeño extendiera su pequeño puño contra el pecho ajeno. Tal vez, en otro momento, con otra persona, con otra jerarquía, hubiese reventado un corazón. Un pulmón. La habitación se hubiese llenado de sangre y habría sido el autor de una muerte.
Pero era un Cotidiano.
Ivar le reventó los huesos de la mano con un simple movimiento. El dolor tardó en llegar a su cabeza, incluso mucho después de ver cómo sus dedos y toda su muñeca se doblaba como una flor marchita. Ni un grito, nada, el pequeño trepó de un salto al cuerpo más grande, sus colmillos buscaron el cuello ajeno. Sin embargo, bastó un breve instante para que Ivar lo tomara del cabello y le destrozara la mitad de la cara con los nudillos. El cuerpo de Izan se estrelló contra el suelo, temblando, convulsionando.
Sus ojos iban y venían, sus extremidades se doblaban, buscando controlarse. Buscando un equilibrio al daño de todo el sistema. De repente, Izan empezó a sentir calor, dejó de sentir las piernas, la cintura, y apenas pudo elevar su ojo sano cuando Ivar trepó por su cuerpo como un animal.
—¿Ya... estás muriendo? —le preguntó. La sangre empezó a brotar de los labios de Izan. Cotidiano Ivar se inclinó, suave, tomando la cabeza de su hermano, su compañero, su gente. Del lado izquierdo, pudo sentir los huesos quebrados bajo la piel. Uno de los ojos azules del pequeño estaba a punto se reventar.
Lo miró con curiosidad, atento, inspeccionando cada reacción. Ivar olisqueó el aire en busca de feromonas diferentes. Buscó el miedo, algún signo de terror ante la muerte. Algo que le dijera que eran iguales a las personas, que eran humanos. Pero nada de eso sintió. El alemán ladeó la cabeza, inclinándose. Sus labios cubierto de sangre oscura cubrieron los escarlata, reventados.
—Ten... mi sangre —susurró un segundo antes de que los ojos de Izan se perdieran. Su artificial corazón dejó de latir. Ivar lo miró, no pensó en matarlo, pero le disgustó la idea de que su reemplazo se disolviera de un solo golpe.
El Cotidiano esquivó el cuerpo cuando se dirigió al baño. Pequeño, acogedor y limpio. El suelo de mármol se manchó de sangre y lentamente se metió a la tina. Se sentía en un trance, extraño. El alemán dejó correr el agua de la ducha. Sus ojos azules observaron sus manos, grandes, su cuerpo pálido y enorme.
La sangre negruzca se le fue de la piel. Apenas lo notó, salió de allí. Observó la sangre que seguía brotando de sus pies. Se había cortado tras correr hacia allí. Ivar elevó la mirada hacia su reflejo en el espejo m. Ojos grandes, cuerpo delgado y cubierto de músculos. Tocó su piel, su rostro, se sentía extraño ahí dentro.
¿Dónde había estado? Se preguntó. ¿Qué había pasado con él?
Los recuerdos chocaron contra su cabeza al segundo. Rostros extraños, voces suaves. Demasiados nombres vinieron y se fueron cono una estrella fugaz. César. Peter. Jared. Nielsen. La sensación de otras manos en su piel, de un cuerpo sometiéndolo, tomándolo a la fuerza. Ivar se apoyó contra el lavabo, apretando los dientes. Elevó los dedos a su nuca, donde la piel destrozada empezaba a cicatrizar con rapidez. Podía notar la desesperación de su cuerpo, de sus receptores y todas sus células al luchar por unir aquellos tejidos. Por guardar lo que le pertenecía.
Ivar se enderezó. Su cuerpo mojado recordaba, y le avisaba de golpe todo lo que había pasado. Toda su piel parecía prenderse fuego, sus dedos hormigueaban, desesperados por ofrecerle todas las cosas que tocó, que mató. Toda la sangre que ahora le pertenecía. El Omega caminó hasta la habitación, se secó con una toalla oscura y observó con detenimiento las bellas prendas que descansaban sobre una valija.
Revolvió todo, descartando las ropas provocativas y hermosas. Ivar se enderezó, nada de lo que había ahí resultaba ser de su agrado. Silenciosamente salió de la habitación, desnudo, caminó, ignorando algunas miradas hasta que a lo lejos observó a un beta que parecía ser de su altura. El Omega se acercó lo suficiente para notar su traje a la medida, sus relojes caros m y su vaga inclinación a espiar a los Cotidianos que se cambiaban en la habitación contigua. Ivar se inclinó, como un monstruo y de un manotazo lo tomó del cuello. Rápidamente lo arrastró hasta la habitación de Izan y presionó con sus dedos la zona hasta que lo vio cerrar los ojos. No lo mató, así que aprovechó para quitarle la ropa.
Los pantalones le iban apretados, al igual que la camisa. Ivar arrojó el moño al suelo y tomó una cinta de cabello color azul oscuro. Se lo ató como moño y acomodó su cabello. Un vago recuerdo le trajo la voz de Jerome Schliemman.
Sonríe, Ivar.
Jamás lo iba a hacer.
Cuando se sintió listo, observó su resultado en el espejo. Era un Omega alto, fuerte, de rizos oscuros y ojos azules profundos. Tenía los labios rosados y pinchó sus mejillas para recuperar el color. El alemán volvió la mirada a los dos cuerpos detrás suyo. Tardó una hora en limpiar su desastre, encerró a Izan en la maleta y al beta lo dejó en el baño, con llave y lleno de la sangre del Cotidiano. Ivar repasó una manchita de sangre seca en el suelo y se sentó, quieto, frente a la ventana.
En su reflejo contra el vidrio trató de buscar la expresión más amable que tenía.
Durante ese tiempo, escuchó pasos, gritos llamando a cada Cotidiano para empezar el entretenimiento. La música clásica se oía desde ahí, fuerte, clara. Y pensó que cualquiera podría matar a una persona y nadie se daría cuenta de los gritos. Ivar empezó a sentir el molesto aroma dulzón de las feromonas Omegas.
Cuando el reloj en la pared marcó las dos de la madrugada, El Cotidiano se levantó. Al abrir la puerta cubrió su nariz de las feromonas que inundaban los pasillos.
El Cotidiano avanzó, cruzando pasillos subiendo escaleras. Al llegar al cuarto piso la música desapareció y los aromas se intensificaron. Las voces de los políticos, de los Alfas, se perdieron debajo y el debut de los nuevos Cotidianos se desarrollaban en cada puerta de aquel maldito lugar. Los ojos de Ivar se dilataron. Un destello rojizo le erizó la piel, le torció los dedos. Sus colmillos se apretaron dentro de su boca mientras caminaba por aquel piso aterciopelado. Gemidos, jadeos, susurros inconscientes.
Sus hermanos buscaban saciar el placer de sus Alfas. Embriagando a los inmundos con sus aromas, con sus bellos rostros y sus cuerpos curvilíneos y delicados. Todas las habitaciones parecían filtrar por debajo la presencia de la excitación, la fascinación y el deseo.
Hasta que Ivar pudo sentir el aroma asfixiante, picante y fuerte a bosques fríos y helados. Su cuerpo se estremeció y caminó hasta la última habitación de la planta. Debajo de la puerta, no se filtraba nada más que su abominable presencia. Ivar tomó el pomo y empujó.
La oscuridad contrarrestó la luz del pasillo. En el fondo no pudo ver nada más que la cama enorme, tendida, el gran ventanal a la derecha, iluminando la silueta de un hombre sentado. La luz blanquecina de la luna le corrigió las sombras de la nariz, del cuello, de su ojo derecho. Su simple mirada activó algo en Ivar que ni en sus recuerdos más podridos pudo sentir.
La necesidad de ser devorado lo inundó cuando Henry Weston clavó sus ojos en en él.
Después de mil años, finalmente Ivar encontró a su Alfa.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top