veintidós
Cotidiano Ismael se bajó de la camioneta alquilada una mañana fría y desolada. Su cabello rizado estaba como siempre, ondulado y brillante a pesar del viento que lo despeinaba. Miró a sus costados, árboles grandes y altos, se veían a lo lejos y aquel hogar se notaba aislado. La casona frente a él parecía más grande de cerca, era antigua y el color apagado que cubría las paredes era típico de las construcciones rusas. Tenía balcones, ventanas enormes dignas de un ambiente terrorífico. Ismael se encogió de hombros, volvió la mirada a la camioneta e Ignacio bajó del otro lado. Su cabellera negra se despeinó y su ceño fruncido se volvió a los ojitos claros de Ismael.
—¿No tocaras o qué? —preguntó y se acercó al portón negro y alto. El Cotidiano más grande fijó la mirada a las cámaras de seguridad e Ignacio se adelantó a tocar el timbre.
Esperaron unos minutos y la impaciencia de Ignacio se hizo evidente. Su dedo se pegó al timbre y lo tocó una, dos, tres veces hasta que Ismael se sonrojó y le rogó que no lo hiciera. Lo notó de mal humor, como siempre, y no quiso molestarlo. El Cotidiano volvió la mirada a la camioneta, Ivar descansaba la cabeza sobre el hombro del Omega. El rizado no supo cómo sentirse, el viaje fue tan silencioso que Ivar se durmió al instante.
Había charlado muy poco con él. Ivar era callado y lo notaba ausente siempre que intentaba quitarle alguna palabra. Ismael quería oír su voz, era suave, lenta y un poco gruesa. No podía evitar pensar en Ingrid al ver sus ojos, al notar la pigmentación de sus pecas. Ismael frunció el ceño, tal vez Ivar no estaba acostumbrado a convivir con otros Cotidianos. Tampoco entendió la relación que mantenía con aquel Omega. Suspiró y sintió presión en su pecho.
De repente oyó voces, supo que eran lejos pero sus oídos captaron claramente el zumbido. Eran pasos cortos y de repente el portón negro se abrió apenas unos centímetros. Ismael se encogió cuando Ignacio retrocedió y pudo sentir sus latidos fuertes. Ambos asomaron la mirada y el rostro de un niño se asomó con cuidado. Ismael sintió su corazón acelerado cuando notó sus rizos y su mirada esmeralda. Ignacio murmuró incoherencias a lo bajo.
—¿Buscan algo? —habló. El moreno volvió la mirada a Ismael por un segundo.
—¿Está tu padre? —preguntó Ignacio, su acento pareció perderse en aquel idioma. El niño volvió a mirarlos. Ismael estaba al tanto que en Rusia los Cotidianos no entraban. No eran tan conocidos por aquellas tierras y no creyó que aquel niño los reconociera. Ismael tragó saliva, pero dejó que Ignacio se encargara.
—¿Quién lo busca? —preguntó bajito y su mirada se volvió más desconfiada que antes. Ismael se sintió analizado de pies a cabeza, de alguna manera se sintió intimidado. Sus ojos se pegaron en el cuerpo de Ignacio y trató de encontrar en él las mismas sensaciones.
—Solo queremos que revise a mi cachorro—murmuró bajito.
El niño asomó la mirada jade al auto, su ceño se frunció y de golpe cerró el portón. Ignacio soltó palabrotas en español que Ismael no supo comprender del todo. Lo vio tocar el timbre nuevamente, pero esta vez con más enojo que antes. Ismael se volvió un poco desilusionado, sintió ardor en su interior por el trato del niño. Tal vez su padre tenía razón, los rusos eran muy extraños.
—Escucho voces —habló Ignacio pegando el oído al portón—. Son susurros.
—¿Susurros? —preguntó y se volvió justo cuando el portón se abrió un poco más. Ambos Omegas retrocedieron, Ismael empezó a sentir la hostilidad de Ignacio cuando el aroma picante de aquel Alfa se presentó. Era un hombre alto y de cuerpo grande, Ismael se sintió intimidado cuando sus ojos se clavaron en él. Lo vió detenerse en sus rizos castaños, en sus ojos verdes. Tenía el cabello medianamente cano. La monstruosidad de las bestias rusas pudo sentirse en su aroma, en su Alfa puro—. Señor Drozhin.
No dijo nada. Eso le dió una imagen más aterradora. Anton Drozhin se había aislado de la sociedad como todo Alfa puro. Ismael jamás había podido ver uno tan de cerca desde que Jerome encontró un lobo muerto en las selvas alemanas, pero ahí estaba. Ahí estaba un ser capaz de cambiar de naturaleza. Siquiera supo cómo comunicarse.
—Cotidianos —murmuró el Alfa y su voz ronca pudo dejar en evidencia el acento ruso y pesado que cargaba. Sin embargo, era distinto al habitual. Ismael frunció el ceño, las manadas nativas solían tener su propia lengua. Ignacio se acercó.
—Nos dijeron que usted podría ayudar a uno de los nuestros. Tenemos un cachorro en la camioneta, tiene nueve meses... —dijo y el Alfa lo miró. El español sintió cierta incomodidad en su nuca cuando observó al hombre fruncir levemente su ceño—. Él...
—¿Ese no es problema de Cotidiano Omega? —habló cerrando un poco la puerta. Ismael escuchó pasos a lo lejos, eran cortos. Oyó voces suaves—. Deberían volver. Este no es lugar para ustedes.
—Nos mandó el Señor Jones —se adelantó Ignacio y el Alfa se quedó quieto. Sus ojos grises bajaron al suelo y volvió el rostro a su lado, susurró algo bajo y lento. El tono de su voz pareció cambiar a uno calmado. Ve a casa. Los Cotidianos se miraron, Anton Drozhin abrió el portón y su presencia se hizo notar con facilidad. Ignacio apretó la mandíbula cuando el aroma picante avanzó por el ambiente, perdiéndose entre el viento.
—¿Dónde? —preguntó e Ismael se hizo a un lado. Los ojos del Alfa se volvieron a los dos Omegas dentro de la camioneta. Cerró el portón tras de sí y se acercó a la ventana, Ivar y Peter descansaban uno pegado al otro—. ¿Cuál de los dos es?
—Él, se llama Ivar —apuntó Ismael acercándose. El Alfa se apartó un poco de él y el Cotidiano bajó la mirada. Ignacio se encogió de hombros. La mirada del Alfa se detuvo en el rostro de Ivar, sus ojos se pegaron a las marcas de su cuello, a los golpes que abandonaban su rostro con lentitud. Ismael creyó que lo vería ahí mismo, sin embargo, Anton se alejó y caminó hacia el portón alto y negro—. ¿Señor?
—Entren —habló e Ismael miró a Ignacio. El pequeño moreno levantó las cejas y rápidamente se subió a la camioneta. En cambio, Ismael entró a pie. La casona de Anton Drozhin no estaba pintada, mantenía fielmente una apariencia antigua. El jardín era inmenso, Ismael pudo observar a lo lejos una huerta y su mirada se perdió en las verduras plantadas. Él también quería una huerta en su casa—. ¿Hace cuánto está dormido?
—Se durmió anoche y... —Ismael volvió la mirada—. No creo que despierte hasta mañana. Está débil.
—¿Pueden cargarlo? —preguntó e Ignacio asintió. Ismael lo miró con grandes ojos y se despistó un segundo. Anton desapareció al instante y el frío chocó contra su cuerpo, se encaminó directo a la camioneta. El moreno le dijo a Peter que se hiciera a un lado.
—Da escalofríos —susurró cuando ayudó a Ignacio. El pequeño Omega se puso de espaldas y Peter pasó sus manos bajo las axilas del rizado de ojos azules. El cuerpo de su cachorro descansó sobre la espalda de Ignacio y este se tambaleó un poco—. ¿Puedes enserio?
—¿Cómo crees que subí este cadáver por las escaleras de la casona que alquilé? Claro que puedo —murmuró y a pesar de eso su figura pareció perderse en el cuerpo de Ivar. Ismael no se dió cuenta hasta ese momento de lo grande que era su cachorro. Peter se quedó en la camioneta.
—¿No vienes? —preguntó. El Omega negó.
—Me siento cansado —susurró e Ismael observó su rostro pálido, se acercó a la camioneta.
—Tienes una botella de agua y un poco de galletas en mi mochila —habló y el Omega asintió recostándose en el sillón. Ismael asintió y corrió hasta Ignacio, lo ayudó a subir las escaleras de la entrada y ambos se quedaron quietos cuando se encontraron a un cachorrito de unos cuatro años. Ismael sintió un golpe en su pecho al ver su bonito rostro y le sonrió con amabilidad. Ignacio, por otro lado, frunció el ceño.
—¿Está muerto? —preguntó el niño mirando a Ivar e Ismael se quedó quieto. Ignacio sonrió al fin. El cachorro los miró con sus grandes ojos grises, su cabello azabache era largo y su naricita se frunció un poco—. Huele feo.
—Es que no se bañó —respondió Ignacio. El cachorro sonrió apenas, levantó una cajita de té e Ismael se inclinó. Cuando lo abrió solo se encontró con una rana destripada, se quedó quieto y tragó saliva. Ignacio se carcajeó—. Qué agradable niño.
—La encontré en la calle. Mi papá dijo que ya no se puede salvar —mencionó cerrando la cajita. Ismael se encogió de hombros.
—Tal vez es mejor que lo entierres, cariño.
—Alexander —la voz de Anton se escuchó como una advertencia. El niño volvió la mirada y sonrió suavemente. Salió corriendo de allí y el Alfa se enderezó, mirando la cabellera despeinada de Ivar—. Síganme.
—Tiene un cachorro muy hermoso, Señor Drozhin —elogió Ismael mirando la casona con grandes ojos. Había mucha iluminación dentro del lugar—. ¿Ellos también son lobos puros como usted?
—No —respondió y los Cotidianos se miraron. Ignacio se encogió de hombros cuando cruzaron unos cuantos pasillos. Ismael prestó atención a las piedras de colores que se pegaban en las esquinas de las paredes, otras encontraba cintas. Creyó que tal vez era obra de los niños, era un hogar enorme y poseía demasiadas habitaciones que se ocultaban de la luz.
Anton Drozhin los guió a la última habitación de un largo pasillo oscuro. Cuando entraron se sintió el aroma a lavandina y la luz chocó con fuerza contra sus ojos. Ismael se sintió dentro de los laboratorios de Cotidiano Omega. Sin embargo, ahí había más libros y anotaciones pegadas en cualquier lugar. Ignacio dejó a Ivar sobre una mesa de metal y sus ojos se pegaron a las notitas y a la horrible letra que aquel hombre tenía. Le fue difícil leerlas, no entendió y eso lo enojó. El español repasó una mano por su cabello corto y su celo se frunció cuando el ruso empezó a atar las muñecas y los tobillos de Ivar. Ismael lo miraba en silencio, pero él se abalanzó. Mirándolo con ojos intensos.
—¿Qué hace? —preguntó y el alfa lo miró.
—Protección —murmuró y los Cotidianos fruncieron el ceño. Volvieron a mirarse, Anton Drozhin no era un hombre de muchas palabras. Al menos no con extranjeros como ellos. Los rusos eran tan reservados que Ignacio se molestó más, pero no quiso faltar el respeto con su aroma—. Tengo cachorros y mi Omega está en estado. Es peligroso...
—Es imposible que dañe a cachorros y Omegas —contestó Ignacio y Drozhin lo miró—. Es un Cotidiano.
—Claro —murmuró y se volvió a un cajón de plástico en el piso, contra la pared. Ismael hizo puntitas para ver la numerosa cantidad de jeringas en bolsita que aquel hombre tenía. Le sorprendió el número, a decir verdad aquel lugar parecía lo bastante concurrido para un científico retirado—. No entran muchas noticias de los Cotidianos en este país. Nuestro gobierno desconfía un poco de lo que un Cotidiano pueda traer... En su cabeza.
—Papá estudió con usted —murmuró Ismael observando al Alfa buscando más cosas. Ignacio miraba los instrumentos que ponía en orden sobre una bandeja de plata, como si fueran los ingredientes para preparar un buen festín.
—No nos llevábamos bien —respondió Drozhin acercándose a la mesa. Le pidió a Ignacio que desnudara el pecho de Ivar y este así lo hizo. Ismael esperó encontrar en Drozhin la reacción que todo Alfa tenía al ver el pecho de un Cotidiano, pero su rostro no cambió, ni mucho menos sintió su corazón acelerado. Era justamente como todo el mundo lo describía: un alfa alto, fuerte y serio que irradiaba el respeto de las manadas con una simple mirada. Ismael tragó saliva, muchas veces se había dicho que Anton Drozhin se sentía atraído por otros Alfas—. Tiene un cuerpo grande para ser un Cotidiano.
—Es un Cotidiano alemán, ¿Puede ser por eso? —preguntó Ismael y Drozhin presionó con su dedo el pecho de Ivar. Sus ojos esperaban la reacción del Omega, pero nada pasó. El alfa tocó la cintura del chico e Ignacio lo miró con grandes ojos. Ismael tomó su mano y le susurró que se calmara.
—¿Saben si estuvo con alguien?
—No —murmuró Ismael y su ceño se frunció preocupado. Ignacio se encogió.
—Creo que un Alfa lo violó.
—¿Está así desde ese momento? —preguntó Drozhin tomando la jeringa en manos—. Todo su cuerpo está en guardia, por eso se ve así. Escuché que los Cotidianos tienen un protocolo de protección en caso de situaciones indeseadas. Solo que... Parece que él está en un estado de shock o sus receptores se dañaron.
—Pero... —Ignacio murmuró y su ceño se frunció cuando Anton le extrajo sangre a Ivar. La jeringa empezó a llenarse de un líquido tan escarlata que parecía oscuro. Ambos Omegas se quedaron quietos y callados cuando el aroma del Alfa empezó a intensificarse. Anton Drozhin se quedó quieto y sus manos dejaron de moverse cuando la jeringa se separó de la piel y una gotita de sangre manchó aquel brazo. Su aroma picante se volvió fuerte e Ignacio de puso en guardia cuando sintió el peligro que aquel Alfa emanaba. Sin embargo, Drozhin no se movió.
—Tiene una sangre... muy extraña —susurró y su rostro pálido empezó a tornarse rojizo. El hombre levantó la mirada y dejó la jeringa sobre la bandeja de plata. Ignacio sintió un comportamiento extraño en él y rápidamente tomó la mano de Ismael—. Lo noté al principio pero... No creí que fuera verdad. Él... Es grande.
—¿Por qué todos repiten eso? —preguntó Ismael y se soltó de Ignacio. El Alfa se desinfectó las manos rápidamente y de repente la habitación empezó a llenarse de feromonas de tranquilidad. Ignacio frunció el ceño al sentir aquel aroma—. ¿Por qué todo el mundo resalta que es grande? ¿Qué tiene de malo? ¿Qué significa?
—¿Dicen que es un Cotidiano alemán? —preguntó e Ismael asintió lentamente, confundido—. ¿Vigente desde cuándo?
—Nueve meses...
—No. Me refiero al proyecto. ¿Desde cuándo Schliemann decidió hacer un trato con Alemania? —Drozhin los miró con el ceño fruncido. De repente pareció ganar interés en el caso. Ignacio miró la jeringa con sangre cuando el alfa puso una gota en un cristal de prueba. Llevaba guantes, eso le llamó la atención.
—No lo sé... Tal vez algunos años. Él tiene mi sangre, es mi cachorro. ¿Qué es lo que tiene? ¿Está mal? Él sangraba, sangraba mucho —habló y el Alfa murmuró bajo para sí. Drozhin llevó una mano a su cabello y suspiró cansado. Su rostro pareció cambiar.
—¿No sienten el hedor que su sangre emana? —susurró Drozhin y los Omegas se quedaron quietos—. No creí que el gobierno alemán... Se atreviera.
—¿Se atreviera a qué? —preguntó Ignacio, aunque estaba seguro de la respuesta. Su pecho se calentó y su garganta se cerró cuando el mismísimo Anton Drozhin frunció el ceño, su aroma picante se intensificó. Como una bestia. Una gran bestia de las manadas rusas.
—Hace más de diez años exilié uno de mis proyectos a los laboratorios alemanes. Creí que tenía gente de confianza para que cuidaran lo que le pertenece a Rusia —habló y retrocedió unos pasos, su rostro pareció cambiar de expresión—. Tenía un Omega que había envenenado el Alfa de un chico. Erradicó y maltrató su lado animal de tal forma que no tuve otra opción que reforzar a su bestia. Lo convertí en un lobo. Un lobo negro y grande que poseía en sus venas la sangre más putrefacta y enferma de todas. Estaba muerto en su interior. Su alfa estaba muriendo y se acercaba cada vez más a su punto de extinción. Ni su lado animal evitó que ese chico se convirtiera en un monstruo. No sé qué era, pero no es normal. No es humano. Si los Alfas puros somos peligrosos para la sociedad... El llanto de Isak amenaza la humanidad completa.
—Vaya mierda —murmuró Ignacio retrocediendo. Ismael enrojeció con furia, sus ojos se agrandaron y rápidamente se acercó al alfa.
—¿Qué quieres decir? —preguntó fuerte y claro. El alfa desvió la mirada a Ivar, el sudor decoraba su piel y sus feromonas picantes se volvían más intensas. Ismael observó el destello rojizo de los ojos de Anton cuando Ignacio alzó la voz.
—No es un jodido Cotidiano—rugió e Ismael se volvió. El moreno tenía la mirada dilatada, sus colmillos resaltaban—. Los alemanes no pidieron un maldito Omega para follar. Se encargaron un arma. Una maldita bestia asesina.
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