VAYA CON MAYA

VAYA CON MAYA

(Mayo de 2003)

Lo que ocurría una noche, se quedaba en esa noche, pero hubo una vez que me salté esta regla porque las circunstancias sugerían que se podía hacer una excepción. Todo empezó en una de esas veladas en la tercera planta del Kapi, que tanto me gustaban, en compañía de mis compadres internacionales. Después de trajinar alcohol en grandes cantidades en el botellón previo y algún cubatilla ya dentro del garito, donde las copas costaban nada menos que doce eurazos, me vi en la pista de baile en el momento álgido de la noche. Desde que nos metimos ahí sobre las dos de la mañana, la fiesta había ido in crescendo, con la gente cada vez más animada y bastantes grupos de chicas a los que pegarse e ir mirando si se podía hacer algo. Esa noche la técnica de la rémora tuvo su utilidad, pero tampoco te creas que me llevó a nada concreto. Hablé con alguna chica y eso, pero no mucho más, porque las jodías se escapaban o se iban con otro en cuanto aflojabas un poco. Dadas las circunstancias y que la fiesta estaba rota, ya a las cuatro y media de la madrugada, me dispuse a quemar el último cartucho con la técnica de «mamarse y que sea lo que tenga que ser». Que la fiesta estaba rota no es una expresión genérica ni una chorrada que se me había ocurrido de repente. Con este término se designa a un momento muy particular de la velada en el que, tras varias horas de abundante ingesta alcohólica y música sexualmente insinuante, los grupos de amigos se disgregan y el populacho entra en un estado de desinhibición y frenesí orgiástico. En ese momento todo el mundo habla con todo el mundo y las reglas de la decencia y el recato son anuladas por los efluvios del rey Baco y ciertos éxitos de techno-pop comercial. Este momento tan particular la técnica CHyQSLQTQS viene como anillo al dedo, y como yo ya había cumplido religiosamente la parte de mamarme, tres cervezas, seis cubatas de whisky y unos mil Fortuna llevaba ya entre pecho y espalda, pues solo me quedó lanzarme a la pista a ver qué pasaba.

Acercarse a las chicas que por ahí bailaban no era difícil. Lo complicado era la competencia que había de todos los nabos madrileños y extranjeros, generalmente africanos, que las rodeaban y acosaban de mala manera. Era una lucha dura, sucia y cruel, y la pista de baile a ratos me recordaba como a un mar lleno de tiburones llevado al punto de ebullición por algunas gotas de sangre humana. Entre tanto barullo, bailes descontrolados y cierto olorcillo a sudor disimulado por perfumes de gama media, mi mirada se cruzó con unos ojos rasgados bastante bonitos. Me acerqué a la persona poseedora de tan bello semblante, quien resultó ser, por suerte, una chica joven y de apariencia latinoamericana. No sé bien cómo, pero conseguí ponerme a hablar con ella y me presenté como, bueno, creo que no me presenté.

Mi nueva amiga era norteamericana, neoyorquina aunque de ascendencia puertorriqueña, como la famosa cantante Jennifer López. Más que a JLo me recordó, sin embargo, a Sandra Bullock, una especie como de Sandra Bullock taina. En los últimos tiempos, todas las chicas que conocía me recordaban a Sandra Bullock, lo que era bastante extraño, porque a mí la tal actriz nunca me había gustado demasiado. Como todas las cosas raras que me ocurrían, este extraño fenómeno no dudé en achacarlo al tripi ese que me tomé en 1998 y cuyos efectos no parecían querer abandonarme del todo. Decidí no comentarle nada de esto a la chica, porque la verdad sonaba bastante raro y me podría hacer quedar como un pirado. En su lugar, me concentré en indagar más cosas sobre Maya, que así se llamaba la joven, para dar conversación, pero también por curiosidad, porque me encantaba conocer gente de distintas partes del mundo y escuchar sus chorradas. Maya, como ya he dicho, era puertorriqueña y neoyorquina a la vez, y estaba en España con unas amigas haciendo un viaje de fin de carrera. Según ella me dijo, le hacía mucha ilusión venir a Europa y conocer España, la madre patria y el solar de sus ancestros. Ante esto no pude evitar mostrarme suspicaz, o incluso reírme para mis adentros, porque por su apariencia la chavala parecía tener mucha más sangre taina o arawak que castellana. Como intuía que en el orbe latinoamericano esas cuestiones podían ser un poco delicadas, preferí no comentarle nada y me limité a asentir. No es un secreto que existen americanos y caribeños que se avergüenzan de su sangre precolombina, como hay españoles que hacen lo mismo de sus genes moros y hebreos. Esto siempre me pareció una chorrada, primero, porque nadie elige a sus antepasados, y después, porque algunas culturas americanas lograron un desarrollo espectacular. El ser heredero de estas culturas, a la vez que superviviente de un genocidio, que intencionado o accidental, ocurrió en gran medida, debería de ser más un orgullo que otra cosa. No quiero meterme ahora a valorar la colonización europea del continente americano, con sus diversas leyendas negras y blancas, ni esos cuentos en las que los hispanos aparecemos como los únicos en la historia que han matado y robado, no como los pacíficos ingleses, o los honestos franceses, los muy majos holandeses, o también los incas o los aztecas, esos que eran tan buenos y nunca atacaban a nadie.

Bueno, de este rollo no le comenté nada a Maya por precaución, por si acaso esto hería su sensibilidad, pero el caso es que yo estaba encantado con los rasgos taínos de Maya. «No solo guiri sino también exotic girl», debí de pensar y renové mis esfuerzos para intentar conquistarla o al menos para darle palique un rato. Durante unos minutillos hablamos y nos sopesamos el uno a la otra disimuladamente. No me quiero pasar de listo ni por supuesto puedo leer la mente de las personas, pero me dio una especie de impresión de entender a esa chica y lo que quería. Por primera vez en su vida se iba de vacaciones a otro país con amigas y le apetecía no solo ver monumentos o salir a bailar, sino también un poco de romance. La pregunta era si yo era su tipo o de chico o no. Pues, por lo visto sí, porque tras un pequeño movimiento de despiste para con las amigas, Maya y yo nos enrollamos en un lateral más bien apartado de la pista de baile. Con enrollarnos quiero decir que nos dimos un par de besos con lengua, de esos de tornillo que han popularizado tantas películas y teleseries norteamericanas, y luego seguimos bailando. Besaba bien, la verdad, eso tengo que reconocerlo. Labios carnosos, lengua juguetona, saliva la justa y cierto sabor a malibú piña. Yo en esos momentos debería de saber a whiskazo y a los veinte cigarrillos que ya me había fumado, pero adelantándome a la situación y antes de ponerme en materia, me había enjuagado la boca en el baño con abundante agua fresquita y masticaba un chicle de menta extra-fuerte, de esos que nunca me faltaban cuando iba a Kapital. Sobre las cinco y pico de la mañana ya se habían marchado casi todos mis amigos y algunas de sus amigas. Como, aunque nos hubiésemos besado, yo no dejaba de ser un desconocido y además extranjero para Maya, ella me dijo que se iba con el resto de sus amigas. Lo entendí perfectamente, pero le pregunté si no les importaba que yo las acompañase un rato, más que nada por no volver solo. A esto me torció un poco el gesto, porque según ella las amigas eran un poco cotillas y luego lo contarían todo cuando llegasen a NYC. Yo le aseguré que iba a ser bueno y que me portaría solo como un amigo más, así que después de pensárselo un instante accedió. De esta manera me subí media calle Atocha junto a Maya y dos chicas más, a las que escolté galantemente hasta su hostal en Huertas. Al llegar a la puerta me despedí con educación exquisita de las chicas, sin intentar subir a las habitaciones ni nada por el estilo. Por un parte, sabía que era imposible, porque todas las chicas dormían juntas en una habitación para economizar, y eso de un pibe con tres cachondas, bueno, como argumento de película para adultos sí, pero en la vida real, no creo. Además, incluso si me tocase la lotería y en ese momento las tres señoritas boricua se convirtiesen de repente en unas ninfómanas morbosas, casi igual sería peor el remedio que la enfermedad. Después de ocho horas bebiendo cubatas tenía serias dudas sobre mi capacidad para mantener, o incluso lograr, una erección, así que mejor no tentar a la suerte y acabar haciendo en ridículo.

—Esto, ¿cuándo te vuelves a Nueva York?

—Ya la semana que viene.

—Podemos vernos otro día si quieres.

—¿Puedo tomar su celular?— me dijo antes de subir con sus amigas.

—¡No! Que solo tengo uno —le contesté yo haciendo una broma para quitarle un poco de hierro al asunto. —Es este —le dije mientras se lo enseñaba en la pantalla monocroma de mi viejo Nokia.

—Yo que no te puedo llamar, que no tengo roaming —nunca me enteré de cómo iba eso de los móviles en el extranjero, pero por lo visto no funcionaban en otro país.

—Apunta —le dije yo mientras sostenía el mío en alto para que viese la pantalla. Como ella no podía usar el suyo no lo había traído, así que hubo que improvisar con un pase de Kapi y un boli prestado de recepción.

Quisá volvamos al club otro día. Te llamo por si estás allá —me dijo con cierta indiferencia, como queriendo aparentar que le daba igual verme o no y que lo hacía más por saludar.

—Mira, yo estoy por este barrio. Si te apetece que quedemos para tomar algo o quieres que te enseñe la ciudad, llámame. Yo te lo voy a coger seguro.

—¡¿Qué?!

—No, que voy a responder a la llamada.

—Ah, que eso en mi país tiene otro meaning.

—Cuando te apetezca me llamas, ¿Ok?

—Un plassser conossserte. Hablamos.

—Igualmente, chao.

Me volví entonces a casa y me acosté, casi cuando estaba amaneciendo, aunque no demasiado borracho. El domingo me levanté inusualmente pronto y además con cierto nerviosismo metido en el cuerpo. Lo que pasa en una noche queda en esa noche, solía ser la directriz a seguir, pero esa vez había hecho una bien calculada excepción. Maya, la chica que conocí en Kapital, no era una estudiante sino una turista pura y dura. Esto significaba que en unos pocos días se largaría con viento fresco al otro lado del mundo y no interferiría de ninguna manera en mi relación con Farah. Si mantener una relación a distancia con Inglaterra era difícil, aun estando mi piba y yo súper comprometidos, pues que una tía me acosase desde los Estados Unidos sería en la práctica inviable. Esto, claro está, poniéndome en el peor de los casos y el más improbable. Lo más seguro iba a ser que Maya no me llamase, o si lo hacía, sus intenciones serían pasar un rato agradable y poco más. Después de todo, yo no era más que un tipo corriente y moliente al que las mujeres, en general, no hacían mucho caso. No le di muchas más vueltas y después de comer me pegué una muy necesaria siesta.

Para mi sorpresa, Maya me llamó y quedamos. Era domingo, así que no podía salir por la noche porque al día siguiente me tocaba ir a la uni, pero, claro, era la uni y no un trabajo. Si se alargaba mucho la cosa, siempre podía mandar las clases a tomar por culo y contarles alguna milonga a mis padres. No hizo falta nada de esto. Cuando me encontré con Maya en la entrada de su hotel, bueno, hostalillo, ella me dijo que solo tenía la tarde libre. Sus amigas se habían ido todas a ver un repugnante espectáculo taurino. Todas menos dos que estaban arriba durmiendo, me soltó como una especie de indirecta para que no me hiciese ilusiones de subir. Cuando el resto volviese sobre la hora de cenar, yo tendría que irme obligatoriamente, para no dar lugar a habladurías ni cotilleos.

—No quieres que tus amigas te vean conmigo, ¿eh? ¿Por qué?

—Ay, es que son muy chismosas y luego la gente le da al gossip.

—Ah, claro, entiendo.

—Mejor así, tú sabe.

—Estas muy guapa —le dije entonces yo para cambiar de tema y porque, además, mis prejuicios me decían que en esos países bananeros les gusta mucho el rollo caballeroso.

—Ay, no, estoy horrorosa. No he tenido nada de tiempo para arreglarme. —Bueno, en eso tenía un poco de razón. Para empezar me venía con una sudadera universitaria y unas zapatillas deportivas, pero eso no era lo peor. Una vez libre de mis gafas alcohólicas, Maya resultó no ser exactamente la sensual belleza latinoamericana que yo había creído ver el día anterior, sino una chica más bien normalita de cara. De cuerpo, bueno, delgada no era ni rellenita tampoco. La chica tenía curvas, pero curvas por todos lados. No me quise centrar en los defectos, porque defectos tenemos todos, y puse mi atención en los puntos positivos. Lo primero, primordial, que era mujer y además tenía sobre los veinte años. Guapilla, ojos rasgados, cara de india y pelo liso, negro teñido de rubio. Además, parecía inteligente y bastante agradable, con el plus de exotic girl que tanto me gustaba. Pero lo más importante de todo era que no había ningún tipo de presión. Para bien o para mal Maya se iría en unos días, así que no había que preocuparse. Siendo sinceros, yo a esa chica no la vería como mi novia, vamos, ni aunque estuviese desparejado, pero como eso no iba a pasar, no había nada de malo en salir un par de veces y pasarlo bien. «¿Te acostarías con ella?», me pregunté a mí mismo como prueba final. Como la respuesta fue sí, me relajé definitivamente y descarté totalmente el plan B de huir de mala manera, que debo confesar que también llevaba preparado.

Maya y yo nos dimos un paseo por el centro de Madrid, por las zonas que yo consideraba más representativas y bonitas de la corte y villa. Mientras andábamos, yo le iba explicando toda la historia y las leyendas de los monumentos o de las zonas por las que íbamos pasando, y ella me escuchaba encantada. Lo que no me sabía muy bien me lo iba inventando sobre la marcha: «Esta es la famosa Puerta del Sol, donde los franceses le cortaron la cabeza a Don Quijote», «En esta calle se hacen los Sanfermines», «Ahí vivía El Zorro», y cosas por el estilo. Hablamos mucho y la verdad es que lo pasamos bastante bien. A diferencia de las chicas yanquis que conocí, bueno conocí, por decir algo, en casa de los brasileños, Maya era inteligente y amistosa, te miraba a los ojos y te hablaba de tú a tú. No me gustaría que este relato sirviese como escaparate a mis prejuicios xenófobos, que los tengo, y muchos, pero me gustaría compartir esta reflexión.

Vaya por delante mi admiración por Los Estados Unidos de América como país. La primera democracia del mundo moderno en solo dos siglos ha pasado a convertirse en potencia hegemónica, además de salvarnos el culo a los europeos más de una vez, poner a un menda en la luna, inventar Internet y dar forma a la cultura del siglo veinte. Dicho esto, he de admitir que de todos los norteamericanos que conocí ese año solo me cayeron bien los que venían de padres inmigrantes. Los gringos de verdad que me presentaron, en su mayoría chicas blancas, anglosajonas y protestantes, me parecieron distantes, poco interesadas en nada que no fuese alcohol y fiesta, y bastante agresivas en el plano sexual. Recuerdo que en las fiestas Erasmus, todos los extranjeros te hablaban y te preguntaban cosas sobre tu país, todos salvo ellos. Los gringos, no; los gringos no te hablaban, ni te miraban ni te veían. Como tú no eras norteamericano no eras nada, solo una pieza del decorado del Europe Theme Park, donde ellos estaban pasando las vacaciones. Algunos incluso no tenían claro si estaban en Europa o Latinoamérica. Eso en el mejor de los casos, que en el peor, eras un terrorista, criminal, violador en potencia si no les gustabas, y objeto sexual en el caso contrario. Por supuesto, me hubiese gustado conocer su versión de la historia y lo que los chavales estadounidenses opinaban de nosotros, pero como no podías hablar con ellos, pues me quedé con las ganas. Siendo justo, he de decir que algunas de estas chicas yanquis se quejaban de cierto acoso sexual bastante molesto, por parte de españoles y demás extranjeros, debido a la reputación que tenían de chicas fáciles. Esto, unido al creciente antiamericanismo provocado por la situación internacional y las payasadas de Bush hijo, es posible que pusiese a los gringos a la defensiva y no les dejase relacionarse con normalidad.

Maya también era norteamericana y tenía detalles que la delataban, como cierta ignorancia sobre la cultura del viejo mundo y un sentido del individualismo, el patriotismo y la religión, que a este lado del mar resultaría un tanto ridículo, si no, ofensivo para muchos. A pesar de esto, el ser también latinoamericana hizo que nos entendiésemos, así que pasamos una tarde de lo más entretenida. Después de mucha charla y paseo se empezó a hacer evidente que lo que más nos apetecía a ambos era darnos el lote en algún lugar apartado. No estaba fácil la cosa, primero por nuestra timidez, porque ninguno de los dos nos atrevíamos a dar el paso, y segundo porque no había manera de encontrar un sitio tranquilo con todas las putas calles llenas de gente. Si hubiese sido un poco más espabilado, me la hubiese llevado a un parque a acabar la cita. Como buen pringao que era, estábamos dando vueltas por la zona de la calle Alcalá y ya se nos había hecho tarde para ir al Retiro. Por suerte, unas calles más debajo de donde estaba su hostal, encontramos un sitio tranquilo y discreto, donde después de dudar un poco nos empezamos a morrear. Lo de que besaba bien, por suerte, no fue una invención mía de cuando estaba borracho. La chica sabía besar, y hacerlo de manera bastante sensual. En unos segundos me puse como una moto, con el corazón a mil y un bultaco alargado destacando en el pantalón, que además era el más ajustado que tenía. Ella lo notó y no pareció disgustarle, y aunque trató de disimular, yo estoy seguro de que no le hubiese importado echar un vistazo. En fin, como estábamos en la calle no pudimos hacer nada, y como yo era consciente de esto, preferí no ponerme pesado y la acompañé casi hasta su hostal, a donde sus amigas no tardarían en llegar.

La tarde con Maya estuvo muy bien, todo tipo primera cita, ilusión por conocerse y esas cosas, aunque todavía mejor. Como no había ningún futuro, tampoco había excesiva presión por agradar, y como además la chica no me gustaba demasiado, pues no debería haber ningún sufrimiento. Vamos, amigos con derecho a cierto roce y nada más. Diversión pura y dura sin compromiso, ojo, y sin causarle dolor a nadie. Dos veces más quedamos Maya y yo a lo largo de la semana. Cuando ella conseguía librarse de sus amigas un rato, me llamaba y me decía que si podía salir a dar una vuelta. Yo, como estaba cerca y no tenía clase por la tarde, pues tampoco había problema. Las veces que quedamos fueron parecidas a la primera, muchas charla y paseo y algunos besitos de despedida. En la última cita, el jueves, me sorprendió con la siguiente conversación.

—Sabes que ya me voy el domingo.

—Sí, qué pena. Te voy a echar de menos.

—Yo también te voy a extrañar.

—Ojalá hubiese podido estar contigo más tiempo. —Vi que se ponía tierna, así que añadí—: Y con un poco más de intimidad—. Ahí me la jugué, porque la chica iba como de decente a la vieja usanza, era evangélica, creo, y, además, creyente y practicante. Por suerte, sus genes caribeños pudieron más y me dijo:

—Hay una cosa que podemos hacer, pero me tienes que prometer que harás lo que yo te diga. You Promise?

—Vale, sin problema.

Después de esto, Maya me contó que se iban el domingo por la mañana muy pronto, por lo que su última noche de juerga iba a ser el viernes. Quedar durante el fin de semana sin despertar las sospechas de sus amigas iba a ser complicado, me dijo, pero podía fingir una indisposición y cuando ellas se fuesen de fiesta el viernes noche, pasar yo a buscarla al hostal.

—Ah, vale, y, ¿dónde quieres que vayamos?

—¿Irnos? We ain't going anywhere papi.

Bueno, pues ya me había quedado claro. Ese viernes tenía plan y del bueno. Nada de quedar con otros nabos y cocerme para luego ir a un sitio donde intentar ligar. Ese día iba a ir directamente a follar, por primera vez en mi vida, ¡a follar!, me repetí a mí mismo con entusiasmo una vez que Maya se fue.

Es curioso que para un fin de semana que tenía un plan, y que por lo tanto no llamaba a mis colegas para darles la vara con el tema de salir, son ellos los que me llaman a mí. En concreto, fue el Diego el que me llamó ese finde porque le apetecía chuzarse. Normalmente era yo el que tenía frito a el Diego, llamándole como un pesado todos los findes, porque era él quien hacía como de nexo entre los madrileños y el equipo de los guiris. Ese día le dije que no salía.

—Hey, ¿qué tal?, ¿sales hoy?

—No puedo, tío, es que he quedado.

—Anda, ¿con quién?

—Con una piba, tronco.

—¿Qué piba?

—Nada, una americana que conocí en Kapi.

—¿Cuál?, ¿la gorda esa? Pero, tronco, si es enorme.

—Sí, pues esa, ¿y qué? A ti qué coño te importa.

—¡Come-gordas!

—Ah, déjame en paz.

—Folla-focas, pervertido, terrorista...

—Venga, hasta luego. Por cierto, luego cuando acabe te llamo, que me apetecerá chuzarme para olvidar.

Bueno, solucionado el tema de quedar con los amigos, me dispuse a prepararme para ir a follar por primera vez en veintitrés años. A ver, novias había tenido; de hecho, tenía una en ese momento, a la que iba a poner los cuernos, pero lo que se dice ir a follar, no había ido nunca. Relaciones sexuales completas solo había tenido con Farah y en mi casa. Con el resto de chavalas que se habían cruzado en mi camino hasta entonces, nunca había llegado a culminar el acto, y eso con veintitrés años era triste. «A ver, tú, chaval, ¿con cuantas pibas has follado?», me podían preguntar en cualquier momento, y yo iba a dar la segunda contestación más patética que puede dar un tío hetero. «Yo, solo con una», sería mi respuesta hasta entonces, pero eso iba a cambiar muy pronto. El ritual de ir a follar no fue muy diferente del de salir. Siesta, pizza, baño, ducha, desodorante, ropa... La única diferencia fue meterme un preservativo, de esos que me habían sobrado de cuando vino Farah por última vez, en el bolsillo pequeño de mi pantalón. Craso error, típico de principiante por otra parte, eso de llevar solo un preservativo, porque si se rompe o quieres repetir, a ver qué coño haces. Respecto a mi novia Farah, bueno, qué voy a decir. Sí, le iba a poner los cuernos todavía más de lo que se los había puesto. Si besar a una chica teniendo novia está mal, pues follar con ella mucho peor, pero qué le iba a hacer. Tenía veintitrés años y solo me había acostado con una mujer en mi vida, y eso sin ser un feo o un rarito. La tendencia tenía que cambiar, cambiar como fuese, y si para eso tenía que poner los cuernos o amagarme con una gorda, pues así sería. Después de todo, yo no tenía la culpa de haber conocido a la mujer de mi vida siendo un niño de dieciocho años. Cuando Farah y yo formalizásemos nuestra relación, o al menos viviésemos juntos, no habría ningún cuerno más, jamás de los jamases. Como eso, esperaba, no iba a ser dentro de mucho, con algo de imaginación podía considerar este pequeño desliz como una especie de despedida de soltero, antes de unirme a la mujer amada para siempre y serla fiel hasta la muerte.

Intenté no pensar mucho más en Farah, y de hecho ese día no la llamé. A las once y media de la noche salí de casa y me dirigí andando hacia Huertas, a la calle Lope de Vega, donde estaba el hostal donde se alojaba Maya. Por una parte estaba ansioso y expectante, pero por otra podía dejar de sentir unos nervios que crecían a cada paso que daba. Como es lógico no había bebido nada, porque venía directo de casa, pero se me ocurrió pensar que igual una copa me calmaba un poco el acojone. Como tenía tiempo de sobra, me metí en un bar de viejos a beber algo.

—Buenas, póngame..., esto..., un coñac. —No quería beber nada con cafeína por no alterarme más, ni mucho líquido para que no me entrase mucha gana de mear, así que lo del coñac fue lo único que me vino a la cabeza.

—Marchando.

—No, oiga, espere. Un vodka, mejor un vodka. —Me había acordado de que el vodka es la única bebida fuerte que no huele, y yo no quería llegar cantando a alcoholuzo.

—Un vodka cómo, ¿solo? ¿en vaso de tubo?

—Sí, solo, el vaso me da igual.

—¿Con hielo o sin hielo?

—Joder, yo qué sé. Como sea.

—Oye, chaval, tranqui, ¿eh?

—Sí, perdone, es que estoy nervioso. Con hielo, por favor.

Me bebí el vodka y me fumé un cigarrito. Genial, ahora apestaba a tabaco y ella no fumaba. «Bueno, un chiclecillo y arreglado», me dije y miré el reloj. Las doce menos cinco. Esperé un rato más, casi mordiéndome las uñas. A las doce y diez por fin sonó el teléfono.

—Sí, dije con voz de pajarito.

—Hola, soy yo. Estoy en el hall del hostel. ¿Te falta mucho?

—No, ya estoy llegando. —A los dos minutos ya estaba allí.

—Hola, ¿qué tal?

—Bien.

—¿Quieres subir?

—¿Y tus amigas?

—Se fueron a Kapital.

—Bueno, igual sería mejor que fuésemos a dar un paseo...

—Ay, qué bromista. Ven, que lo estás deseando.

Me cogió de la mano y me llevó dócilmente hasta el ascensor ante la mirada pasiva de un recepcionista viejo y cansado, al que le daba todo igual. En el ascensor ya nos dimos un poco el lote y luego nos metimos en su habitación. Cuatro camas, un baño pequeño y mucha ropa tirada por todos sitios fue el panorama que me encontré. —Perdona el desorden —me dijo, mientras intentaba recoger algunas cosas que había tiradas por ahí.

—Tus amigas no aparecerán de repente, ¿no?

—No, le he dicho a una que tiene celular que me haga un miscall al phone de la habitación cuando salgan del club. Por si acaso.

—Ah, todo controlado.

—Bueno, y usted me tiene que prometer que hará todo lo que yo le diga, y sobre todo se irá cuando sea la hora. No se puede quedar aquí a dormir porque están mis amigas, do you agree with that?

—Vale, entendido.

—Bueno, pues póngase cómodo —me dijo señalando una de las camas para que me sentase. Yo más que cómodo me encontraba nervioso. Tantas horas de expectación y de aguardar lo desconocido habían hecho que de repente me entrase la inseguridad y unos nervios bastante tontos. Maya se sentó a mi lado y nos empezamos a besar mientras nos abrazábamos con cautela. Debería estar excitado en ese momento, pero no lo estaba. En su lugar tenía una sensación como de que algo no iba bien. Sentía como frío y a la vez un dolor y una extraña opresión en la tripa.

—¿Qué pasó?, ¿está bien?

—Sí, muy bien.

Seguimos enrollándonos un rato más, pero yo no lograba ponerme a tono. Los nervios me habían dado un molesto dolor en el bajo vientre que resultaba inconfundible. «No, joder, ahora no», intenté concentrarme en lo que estaba haciendo, pero no estaba cómodo. No estaba cómodo para nada. «Joder, qué ganas de cagar —pensé hacia mis adentros— y tié que aparecer justo ahora, amos, no me jodas». Bueno, eso no era nada extraño. Los nervios, la novedad, cierta sensación de culpa por estar haciendo algo reprobable y también un muy masculino miedo a no dar la talla habían provocado un poderoso deshielo en mi intestino grueso. Un deshielo al que pronto sucedería una riada de tal magnitud que ningún esfínter humano sería capaz de contener por mucho tiempo. Me puse como pálido y empecé a sudar. Tenía frío y unos retortijones que me moría, además de la aterradora sensación de que me iba a cagar en breves momentos. «Ya está, le voy a tener que decir que me voy a casa con alguna excusa patética y dejar pasar la oportunidad». Me aparté de ella.

—Bueno, ahorita qué pasó.

—No, esto...

—¿Se encuentra bien?

—¿Pu, puedo entrar al baaaño?

—¿Que se quiere duchar?

—¡Sí! —Joder, qué buena idea. Igual no estaba todo perdido—. Es que, ¿sabes?, he estado ayudando esta tarde en una mudanza y..., luego hemos cenado fuera y..., no me ha dado tiempo...

Me metí en el baño disimulando todo lo que pude. Vaya puta mierda de puerta que tenía, una especie de chapa corredera en lugar de un sólido tablón de madera, y encima sin cerrojo. Un segundo antes de tirarme de cabeza al retrete, se me ocurrió preguntarle a Maya: «Oye, ¿no tendrás un desodorante de spray que me puedas dejar?». Ya habrán adivinado que el propósito del desodorante iba a ser utilizarlo de ambientador, para disimular el tufo a bosta que estaba a punto de producir. «Sí», me dijo la tía, y entonces me sacó un tubo, como un tubito de pasta de dientes, pero con una crema que en teoría era desodorante. «¡Qué cojones es esto, grandísima hija de la gran puta!», me dieron ganas de gritarle, pero es que ya no podía más. Le di las gracias, cerré la puerta; «Es que soy muy tímido», le dije, y abrí la ducha para que hiciese las veces de amortiguador sonoro. Cuánto tarda una persona normal en ducharse, es algo que uno nunca se pregunta. Cinco, diez minutos. Quince, como mucho. Bien, pues yo tenía ese tiempo para cagar, ducharme, ventilar el baño, que además no tenía ventana, y aparecer como si nada. Estaba seguro de que algo saldría mal, pero había que intentarlo. Me senté en el váter. Gas, gas, sólido, sólido, menos sólido, gas otra vez, sólido y por último, líquido. Este no es un relato de esos graciosillos que se regodean de manera infantil en temas escatológicos, así que me limitaré a describir el acto fisiológico que sucedió simplemente como extraordinario, por no decir épico. Cuando por fin parecía que la evacuación había terminado, se me presentaron dos problemas no menos graves. El primero, el hedor, que era intenso, y el segundo, que me dolía, tanto el bajo vientre como el canal del orto, casi hasta más que antes de cagar. Dolor, pero también una extraña sensación como de tener todavía ganas de ir al retrete, aunque fuese físicamente imposible que me quedase ya nada más dentro. No daré más detalles del resto de operaciones post-truño salvo que tiré de la cadena, como cualquier otra persona de bien hubiera hecho en mi lugar.

Me empecé a duchar para limpiarme a conciencia, y también para hacer algo que me distrajese del dolor ese de tripa y ojete que me estaba matando. Al principio mal, pero poco a poco se me fue pasando, hasta el punto de que cuando acabé ya no me dolía nada. «Un problema resuelto», me dije, y para el otro, el del olor, decidí que le echaría la culpa a las cañerías del cutre-hostal si Maya notaba algo. « Ahora vas a salir ahí fuera y follar como un hombre», le dije al atontao que me miraba desde el espejo, pero al ver que todavía tenía cara de acojone, me dispuse a darle un par de consejos. «Mira, hijo, tú eres un salido igual que yo y te levantas todos los días con la tienda de campaña montada. Si ahora no se te pone dura de inmediato, no te preocupes, son los nervios. Tú sal ahí a disfrutar, sin presión y sin comerte la cabeza. Que tardas un poco en empalmarte, pues que espere... Y si se te impacienta, pues te bajas al pilón y encima quedas como un experto follarín».

Me puse una toalla, inspiré fuerte y abrí la puerta. Maya me estaba esperando en la cama, tumbada y vestida solo con sujetador, bragas y una especie de pantis por encima. Me acerqué y me tumbé junto a ella. Nos empezamos a besar y ya iba notando como una erección intentaba salirse a través de la toalla, cuando Maya me interrumpió:

—Tengo que decirte una cosa.

—¿Eh?

—¿Recuerda que dijo me haría lo que yo dijese?

—¿Síííí?

—Pues mira, ay, no se me enfade, pero es que no quiero hacer el amor.

«Quééé —pensé para mis adentros—. ¡Joder, si es que soy un desgraciao!, ya lo he estropeado todo».

—Pero ¿es por algo?, ¿qué he hecho? Mira, siento lo del baño...

—No, mi amor, es que ahora no estoy preparada. Escucha, yo ya tengo a alguien especial en mi país y quiero llegar a cuando me case, para entregárselo a él. ¿Me entiende?

Excitación sexual, frustración y decepción son tres sensaciones que acaban mezclándose en determinados momentos, muchos más de lo que a priori pudiese uno esperar, y solidificando en un sentimiento como de tedio y hastío vital. «En fin, qué le vamos a hacer». Me quedé planchado unos minutillos, pero luego reaccioné y decidí que al menos aprovecharía para pasarlo lo mejor posible. Seguramente a Maya le apetecía mucho el roce con un macho, pero sin llegar a tener relaciones completas, y debió de ver en mí al candidato idóneo para llevar a cabo su curioso plan. Por una parte, ella intuyó que yo era un buen chico, incapaz de obligarle a hacer algo que ella no quisiese, y por otra, lo suficientemente inteligente como para saber que follarse a una tía cuando ella te ha dicho que no solo tiene un nombre: violación. Por películas y series yo sabía que la sociedad norteamericana estaba bastante concienciada con el no means no, con lo que te podían denunciar por menos de nada y, además, qué coño, si ella no quería, pues había que respetarlo. Me comprometí de manera solemne a no introducir ninguna parte de mi cuerpo, pene o dedos, dentro de ella sin su permiso. Maya me agradeció el ser tan comprensivo, pero también me informó, de manera enigmática, de que no me iba a aburrir ni a arrepentir de nada.

Bueno, con las reglas del juego bien definidas y una habitación para nosotros solos durante al menos varias horas, empezamos Maya y yo una serie de prácticas sexuales, de las que no voy a dar demasiado detalle. Esto no es, como ya he dicho antes, un relato erótico, así que para qué describir algo que (casi) todo el mundo sabe cómo funciona. Por extraño que parezca, la chica me obligó a ponerme un condón, aunque según ella no iba a haber penetración. Dentro de lo que estaba permitido hacer, debo de decir que disfruté bastante, y ella parece que aún más. Al tema físico, Maya le unía diversas fantasías que al parecer la motivaban mucho más que el acto sexual puro y duro. Por lo visto, a mi amiga Boricua le gustaba más el queening, los roles y hacer de dominatrix mucho más que follar, y yo le seguí el rollo lo mejor que supe. Todo fue bien, nos divertimos mucho y en ningún momento tuvimos ninguna sensación rara o de mal rollo. Cuando ya pensaba que la velada no iba a dar más de sí, la tía sacó un bote de lubricante de una maleta, me echó un buen churretón y se tumbó boca abajo delante de mí. «Caballero, la main entrance está closed, pero el backdoor es permitido. Very carefully, please!» me dijo insinuante, y yo actué en consecuencia. La operación introductoria no me resultó difícil, al menos tan difícil como yo me imaginé por un momento que iba a ser. El camino era angosto, pero se notaba que otros ya lo habían hollado antes que yo, así que no hubo mayor problema para recorrerlo hasta el final que aguantar sus gritos desaforados cada vez que se producía un avance. Yo en total eyaculé dos veces, solo cuando el ama me lo permitió, y creo que ella llegó al orgasmo unas cuantas. Después de un periodo de tiempo incuantificable, la diversión dio paso a una relajada conversación tumbados en la cama, en la que nos sinceramos bastante. Ahí Maya dejó entrever que ella también le estaba poniendo los tochos a un novio, supongo que su pareja estable, pero que no quería perder la oportunidad de cumplir su fantasía de domar a un «Italian guy». Lo de «Italian guy» ya os lo podéis imaginar, mentiras que se cuentan a veces para ligar. Por supuesto, no le dije que era italiano, así sin venir a cuento. Cuando nos conocimos en Kapi, ella me preguntó que si era italiano, por alguna razón. Yo, viendo la oportunidad de triunfar y sus ojos golosos mientras decía la palabra «italiano», opté por mentir con elegancia y sentido común. Como no hablo nada del idioma de Dante, no me pareció prudente decir que lo era, pero sí que mi familia tenía ascendencia italiana, inmigrantes sicilianos llegados a Madrid en los tiempos de Maricastaña, aprovechando que mi apellido no es muy común y podía pasar por italiano. «Será por falta italianos en NYC», pensé, pero, claro, yo tampoco conocía su situación y sus circunstancias allí.

Después de ayudarla un poco a arreglar la habitación y de dedicarnos unos cuantos halagos y «te voy a echar de menos» el uno a la otra, Maya me dijo que me tenía que ir. Le di un último beso en los morros, para despedirme, y porque realmente besaba muy bien, y me fui de la habitación justo después de que el teléfono sonase.


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