TRATAMIENTO

TRATAMIENTO

(Primavera de 2006)

Las negociaciones sobre nuestra futura paternidad y maternidad de un tierno infante se desarrollaron de la siguiente manera:

—Look Jack, we need to have a baby, just like my sister Nasira has done. Here in England you have a baby and then you get loads of benefits, you name it. Child allowance, this other stuff and you even get your name automatically on top of the list for a free council house.

—Yeah but, are you sure we would get all this? I mean, I still think that we should wait a bit...

—Wait? Why? I am fed up with waiting. Here things are different from your dodgy country. Here the council helps you with everything. You get loads of things. Why do you think all the slags around here get pregnant so young? They all do it for the benefits. Dirty slags, they get everything for free. Just pop a baby and that's it. And meanwhile I'm working my sorry ass off and getting nowhere. That's so bloody unfair.

—I'm not sure. I think that having a baby is a big responsibility.

—Well it seems to me it's you the one that doesn't want to take no responsibility. Stop being a kid! What are you afraid of?

—It's just the fact that I don't have a job and stuff.

—Look, I don't really need you for anything. I won't be asking you for money. I just want you to get me pregnant, then I'll sort everything myself. Otherwise I will be very disappointed with you.

La última frase me sonó un poco a velada amenaza, como si quisiese decir «si no me haces tú un bebé, ya encontraré otro pene que me lo haga, que por aquí hay mucho adolescente salido». Ante esto y ante todas las razones que Farah me dio para demostrarme que era un buen momento para ser padres, poco pude hacer. De acuerdo con mi chica, cualquier madre soltera en el Reino Unido recibía automáticamente una casa y un sueldo de por vida. Como nosotros no estábamos casados legalmente, nuestro bebé y su madre serían justos receptores de todas las ayudas habidas y por haber, incluso aunque yo me encontrase viviendo en España.

Poco a poco Farah me fue convenciendo del tema este de tener descendencia. Bien mirado, siendo padres recibiríamos una gran ayuda del Estado y, además, yo ya quedaría atado de por vida a la mujer amada, mucho más que con una mera ceremonia religiosa o un contrato jurídico. Farah, como ya he dicho muchas veces, era una chica muy guapa y con un cuerpazo de escándalo, vamos, que casi una modelo. Esta belleza había pasado un poco desapercibida a los tíos del mundo, porque la chavala se había criado en un pueblo pequeño y en el seno de una reclusiva familia asiática. Debido en parte a esta feliz circunstancia, yo había logrado conservar mi noviazgo con Farah a través de los años, gracias a que ella todavía estaba un poco «verde» y no era consciente del todo de lo buena que estaba a los ojos de muchos hombres. Esto, sin embargo, había ido cambiando con el tiempo y a cada año que pasaba, la chica iba ganando confianza, abriéndose más al mundo y poniéndose cada vez más tremenda. Si no me daba prisa en atraparla del todo, no tardaría mucho en llegar el día en el que ella fuese consciente de su potencial con el sexo masculino y me abandonase por alguno más guapo, más alto y más rico que yo. Hasta ahora ya había avanzado bastante en eso de retenerla con la boda religiosa delante de su familia y tal, pero con un hijo en común la tía sería mía para siempre y sin posibilidad de escape.

Todo este rollo de inseguridad por mi parte, unido a que por primera vez en muchos meses veía a la persona que yo amaba ilusionada con algo, me hizo desprenderme de mis complejos de niñato veinteañero madrileño y decidirme dar un paso, con veintiséis años, que unos meses antes no pensé que daría hasta bien entrados los treinta y tantos. Después de todo, si mi chica me lo pedía y hasta el mismísimo Jehová lo ordenaba: «Creced y multiplicaos» quien era yo para negarme a dar a mi esposa, a la mujer de mi vida, el vástago que ella tanto anhelaba.

—Ok, let's do it. Let's have a baby —le dije con moderado entusiasmo, y así nos pusimos a la tarea.

No era la primera vez que mantenía relaciones sexuales sin protección con Farah. Algunas veces antes lo habíamos hecho sin condón, pero siempre bajo la afirmación de mi chica de que no se encontraba en sus días fértiles, por lo que no había de que preocuparse. Yo en esos momentos no sospeché, pero más tarde, cuando me expresó abiertamente su intención de embarazarse, no pude evitar pensar que la tía entonces ya estuviese buscando uno de esos happy accidents que tanto les gustaban a sus compatriotas.

Al principio la cosa no fue mal. Sexo con cierta regularidad en mi habitación y la brutal sensación de eyacular dentro de la mujer de la que estás loca, profunda y desesperadamente enamorado, con la intención de preñarla. Cuando le bajó la regla en marzo ambos nos quedamos un poco extrañados. «Coño —me dije—, no era eso de que una vez que lo haces sin condón te embarazas inmediatamente». Pues por lo visto, no. Algunas parejas, según nos comentaron sus hermanas, tardan un poco más y, además, el día del mes que lo haces tiene mucho que ver en las probabilidades de embarazo. La vida continuó igual durante abril y mayo, salvo que mi chica se pilló un poco de mosqueo cuando le bajó la regla en esos meses. Además de querer embarazarse por dar un paso adelante en la vida, empecé a sospechar que Farah sentía celos de su hermana por haber tenido un bebé hacía poco. Según fueron pasando los meses, el tema este de buscar un embarazo fue pasando de ser una actividad placentera e ilusionante a convertirse en una obsesión para Farah y una obligación opresiva para mí. Cada nuevo mes que le bajaba la regla mi chica estaba más molesta y preocupada, y las rabietas que le entraban esos días eran de las peores que había presenciado en todos los años de relación. A mi difícil estancia en Inglaterra, por aquello de la nostalgia y el hecho de ser un inmigrante de mierda allí cuando podría ser un señorito en mi país, se unió la difícil tarea de soportar a Farah convertida en una histérica cada vez que menstruaba.

Una nueva pesadilla comenzó hacia mediados de mayo, el día que le comenté a Farah que el año anterior había seguido un tratamiento para detener la caída del cabello con un fármaco llamado Naxtrón-Pecia 286, que consistía en un inhibidor de no sé qué proteínas y de la testosterona. Este tratamiento, según los médicos, podía afectar temporalmente a la cantidad y calidad de los espermatozoides. En ese momento yo no le di mucha importancia, porque no pensaba en que iba a intentar tener hijos tan pronto y, además, las pastillas dejé de tomarlas en noviembre de 2004. Con los últimos acontecimientos y las dificultades que estábamos teniendo para embarazarnos, pensé que el medicamento ese de la alopecia igual tenía algo que ver y consideré justo hablarlo con mi pareja.

—So it was your fault! It was you all the time. God, I was so worried that there was something wrong with me —me dijo mi chica bastante enfadada.

—Well I don't know. The doctor said that it could be a problem, I think. It could be, not that there is a problem for sure.

—If I had known all this before I would have never married you. It was you all the time! —Al contarle esta historia, me imaginé que Farah se podía sorprender, preocupar e incluso tranquilizarme diciéndome que no era nada, pero nunca pensé que se enfadase tanto y me ladrase que si lo hubiese sabido, no se habría casado conmigo y que era un inútil por no dejarla embarazada.

—Don't worry babes, we will find a solution. Everything will be fine —le contesté yo para calmarla, a la vez que intentaba hacerle ver que lo de mi tratamiento era una posible causa, una sospecha, pero nada seguro. Por mi parte, yo me sentía bien y nunca había notado nada raro cuando hacía el amor con mi chica o en mi libido desde que dejé las pastillas. Yo siempre había sido un tío de lo más normal, un salidorro común y corriente, y por eso no le di demasiada importancia a eso que me dijo el dermatólogo hacía más de un año y que además era solo una remota posibilidad.

Esa noche la pasé un poco preocupado, solo en mi habitación, y fumé como un carretero. Al día siguiente Farah vino a buscarme con una revista Elle debajo del brazo.

—Look, I think we should buy one of them.

—What is it?

—It's a fertility test. I need to find out...

Abrió la revista por una página y me enseñó un anuncio de un test de fertilidad, que era un artilugio parecido a un test de embarazo, más complicado, por supuesto, pero que podía hacer un primer diagnóstico sobre si una pareja tenía problemas para concebir o no. A mí me pareció buena la idea, así que salimos los dos en el coche y fuimos a una farmacia muy grande que había en Coventry para comprarlo. Casi cien libras nos cobraron, pero estábamos tan ansiosos por saber qué era lo que pasaba, que ni pestañeamos. Con la caja ya en nuestro poder nos dirigimos a casa de nuevo, la abrimos y leímos las instrucciones con detenimiento. Debido a lo nervioso que estaba, tuve que releerlo todo varias veces para asegurarme de hacerlo bien. El test tenía dos partes, una femenina y otra masculina. En la femenina la cosa era como una especie de artilugio parecido a un test de embarazo. En él, la tía tenía que mear y esperar unos minutillos. Si salían unas rallas en cierto sitio, todo estaba bien, y si no, habría que ir al médico. Para los tíos, el test era una especie de recipiente redondo, como un huevo que se abría por arriba. En ese recipiente había que eyacular y luego cerrar la gruesa tapa de plástico de determinada manera. En cinco minutos te indicaba si los espermatozoides estaban sanotes o debías también pasarte por el médico a hacerte otras pruebas más concluyentes.

Con lo nerviosos que estábamos, ambos tuvimos problemillas para hacer lo que teníamos que hacer, Farah, un pis y yo, masturbarme y eyacular en aquella cosa rara. Cuando por fin lo conseguimos, empezaron los cinco minutos más largos que he vivido nunca. Después de esta espera, que Farah pasó rezando a su Dios y yo dando vueltas por la habitación, por fin pudimos leer los resultados. Farah, según la prueba, no tenía ningún problema, pero a mí se me cayó el mundo encima cuando vi que el test indicaba que algo no iba bien con mis muchachos.

Una vez conscientes de los resultados Farah empezó a llorar y yo intenté consolarla, a pesar de que me encontraba como si me hubiesen dictado una sentencia de muerte.

—Get off me —me empujó ella para que no la tocase y se sentó en la cama a seguir llorando.

Ese día lo recuerdo como uno de los más tristes de mi vida. Sabía que yo no había hecho nada malo, pero en cierta manera me sentía como si hubiese decepcionado a mi amada, y lo que es peor, supe con certeza que ella sí que se sentía decepcionada conmigo, aunque no fuese mi culpa. A partir de ese momento pude notar que Farah me empezó a mirar de manera distinta, como si una parte del amor que decía sentir por mí se hubiese desvanecido de repente. Por supuesto, no solo nos lamentamos, también nos pusimos en marcha para ver si había algo que pudiésemos hacer para mejorar. Nuestro siguiente paso fue ver al médico de Farah en el NHS, servicio británico de salud, a ver qué nos recomendaba. Allí, la doctora Ruthlesspath, a la que mi chica conocía ya de antes, nos dio algunos consejos obvios, no beber, no fumar, no drogarse, no estresarse, pero no te creas que mucho más. Farah, además, se enfadó conmigo, porque yo estaba muy nervioso y no me expresaba bien en inglés. Viendo que poca ayuda podíamos esperar de la sanidad inglesa y después de hablarlo durante varios días, acordamos mi todavía esposa y yo que lo mejor sería que me fuese a España durante el verano para hacerme más pruebas y si era necesario algún tratamiento para mejorar mi fertilidad. Esto me venía bien a mí por el tema de mis exámenes, porque tendría la posibilidad hacer alguno de los que me faltaban para acabar la carrera en junio, así que me mostré conforme.

—Yeah, do your bloody exams too if you want to, but please find out what's wrong with your thing —me dijo ella a modo de despedida, sin ni siquiera mirarme. Días después, mi suegro, Mr. Shah, nos llevó en nuestro coche hasta el aeropuerto de Luton, donde la despedida final fue igual de fría que la otra.

Llegué a Madrid con una misión, averiguar por qué coño estábamos teniendo Farah y yo tantas dificultades para embarazarnos. De todo esto a mis viejos no les dije nada, para no preocuparlos, aunque me alegré de verlos de nuevo y también de estar en mi ciudad. Mi primera parada fue el médico de cabecera de mi barrio, al que fui con alguna peregrina excusa y acabé friendo a preguntas. No te creas que este médico me ayudó mucho con sus respuestas, pero al menos me dio una cita para ver a los expertos en fertilidad en el hospital. Casi un mes tardó en llegar el día de la cita, y eso que el médico había hecho una pirula y me había enviado a través de urología, y no desde medicina reproductiva donde la lista de espera tardaba años. El día que por fin pude ir al hospital a contarles lo que me pasaba fue un auténtico desastre. Yo pensaba que allí hablarían conmigo, me reconocerían, me tocarían los huevecillos y me harían varias pruebas. En su lugar, lo primero que me preguntaron fue que dónde estaba mi pareja.

—Está en Inglaterra, por temas de trabajo y tal —les respondí yo.

—Pues ella en Inglaterra y tu aquí, difícilmente vais a poder quedaros en estado —me dijo la enfermera con retintín.

—No, es que estábamos viviendo juntos, pero hicimos una prueba, un test, mire... —Me saqué el prospecto y se lo enseñé a la enfermera, quien lo ojeó con desconfianza. — Y en el test este salió que tengo problemas...

—Ya, pero, mira, para estos temas hay que ver a la pareja en su conjunto, porque no sabemos cómo está ella.

—Mi pareja ya está haciendo pruebas en su país, pero yo lo que quiero es que me hagáis alguna prueba a mí para ver qué me pasa.

—Eso no vale de nada, hay que ver a las dos personas y, además, aquí no hacemos pruebas individuales. Cuando ella esté en España, pedís cita y venís, pero a ti solo no te puedo decir nada. Ah, y ya te aviso que las listas de espera para reproducción asistida son de más de dos años.

Me fui del hospital muy abatido y cabreado. Esos hijos de puta no me querían ayudar, así que tuve que buscarme la vida por otro lado. No todo fue malo, porque en la conversación con la enfermera antipática había salido a relucir el nombre de una clínica privada en la que sí me podían ayudar, siempre, claro, que les pagase sus jugosos emolumentos.

Me acerqué a la clínica y me dieron cita con el médico para el día siguiente. A todo esto, yo entre médico y médico intentaba también estudiar para alguno de los exámenes de quinto de carrera que tenía en junio, pero, vamos, que la prioridad era el tema reproductivo con Farah. La clínica estaba en el Barrio de Salamanca, era moderna y tenía buena pinta. Después de esperar apenas veinte minutillos, me recibieron dos doctoras con las que pude hablar tranquilamente y que al menos me escucharon lo que tenía que decir.

Por lo visto, la enfermera esa guarra del hospital tenía su parte de razón con eso de que había que ver a la pareja en su conjunto, cosa que también me dijeron las dos doctoras. Según ellas, cuando una pareja quiere tener hijos y no lo consigue, puede haber diversas causas y el problema puede venir desde la mujer, desde el hombre, desde los dos o de una causa desconocida y misteriosa, o al menos eso fue lo que yo en mi ignorancia entendí. Por eso, en teoría, no tenía mucho sentido analizar los espermatozoides del hombre en solitario sin saber cómo estaba su pareja. Por eso y porque dentro del tema reproductivo el factor masculino es el menos importante y además muy variable. Un tío normal produce en cada eyaculación un lefazo con cientos de millones de espermatozoides nadando en él; algunos, sanotes; otros, chuchurríos, y otros pocos, como atontaos. Dependiendo del día y de muchos factores, como si el tío está estresado, si se ha emborrachado el finde, si hace deporte o si tiene la gripe, la cantidad y calidad de los espermatozoides puede variar de manera dramática y afectar a su capacidad para preñar a su jaca.

—Bien, basta de cháchara —les dije a las doctoras—; si os parece bien, me la saco aquí mismo y hacemos la prueba. A ver, ¿cuál de las dos quiere pajearme?

Les sugerí a las doctoras que yo estaba dispuesto a hacerme una prueba, aunque no con esas palabras de arriba, sino con otras distintas. La prueba se llamaba Seminograma y consistía en algo tan sencillo como masturbarse y eyacular en un botecito, para que luego analizasen el semen en un laboratorio. Lo más duro de esta prueba era pagar los doscientos cincuenta euros que me cobrarían por ella, amén de los otros setenta por la consulta, pero qué le íbamos a hacer. Teníamos un problema y había que resolverlo.

Me hice el seminograma a los pocos días. Como todas las pruebas de extracción, había que hacerlo muy temprano, para que luego en el laboratorio tuviesen tiempo de trabajar. Según los médicos no había problema en que la pajilla me la hiciese en casa y luego llevase el bote a la clínica, siempre que no tardase más de una hora en entregarlo. Ni qué decir tiene que para dar un buen resultado, la semana anterior no fumé ni bebí casi nada, hice algo de ejercicio y traté de estar lo menos estresado posible.

Cuando me entregaron los resultados de mi seminograma a los pocos días, entendí cuál era el problema. La medicina, y sobre todo la medicina reproductiva, no es una ciencia exacta, sino una cuestión de probabilidades y suerte, así que los médicos fueron incapaces de darme una respuesta clara. Los resultados del seminograma no venían como la nota de un examen, suspenso, aprobado, sobresaliente, sino como un montón de parámetros complicados y confusos: número total A, número total B, morfología, motilidad, PH, viscosidad, rem, spin, no sé qué y no sé qué más. Yo cuando lo leí, venía todo en una hoja, no entendí nada.

—Oiga, ¿estos resultados son buenos o malos?

Ni siquiera los médicos de la clínica se ponían de acuerdo. Uno decía que estaba todo normal, otra que había visto algo preocupante en uno de los parámetros, el otro que había problema con no sé qué, pero los tres coincidían en algo. Cuando les pregunté si yo entonces podía tener hijos, me dijeron que poder, lo que es poder, sí, pero que todo era una cuestión de tiempo y ganas. Cuantas más veces lo hiciésemos, más probabilidades tendríamos, suponiendo que a mi chica no le pasase nada grave.

—Entonces, ¿qué probabilidades tenemos de tener hijos? —volví de nuevo a la carga, y ellos me respondieron con la cantinela de que la reproducción no era una ciencia exacta y que igual podíamos engendrar un hijo en el próximo polvete como esperar cinco años sin que pasase nada.

Todos estos resultados se los fui comentando a la otra interesada, Farah Shah, según me los fueron dando. Desde que me fui de Inglaterra, nuestra relación se había enfriado bastante y a veces la tía me decía cosas muy hirientes como «Everything is so fucking complicated with you», y mierdas parecidas. Aun así, como llevábamos tantos años de relación y estábamos casados a los ojos de su familia, decidimos afrontar el problema juntos, e incluso la convencí para que se viniese unos días a Madrid en verano, de vacaciones, pero también para hacerse algunas pruebas en la clínica donde las había hecho yo y tener así un diagnóstico conjunto.

Farah pasó el mes de agosto en Madrid, aprovechando que mis padres no estaban. No es que a ella le hiciese gracia quedarse tanto tiempo, pero como las pruebas femeninas debían de ser forzosamente adaptadas a su periodo menstrual, no nos quedó otra opción que pasar una temporada larga y no unos pocos días. A favor de Farah diré que la tía fue muy valiente haciéndose unas pruebas bastante molestas y terroríficas para cualquier mujer, además de soportando una situación que a ella le parecía muy dura y hasta algo humillante. En contra, no me queda más remedio que reconocer que Farah estuvo absolutamente insoportable durante todo ese mes, por mucho que yo intentase animarla y hacer su estancia más agradable. A las intensas rabietas y lloros de los primeros días le siguieron abundantes reproches contra mí persona e incluso hubo veces que llegamos a las manos cuando la tía me agredía físicamente y yo tenía que sujetarla para que no se hiciese daño ni me lo hiciese a mí. Una de esas veces le dio un pequeño ataque como epiléptico o algo así y se me desmayó ahí mismo, incluso hasta echando espumilla por la boca y todo. Otro clásico de nuestro verano madrileño fueron las amenazas de suicidio, que le dio por hacerme casi a diario. La muy guarra había veces que se encerraba en el baño y me decía que iba a acabar con todo de una vez, de manera que un día estuve a punto de echar la puerta abajo. A mí todas estas reacciones salvajes de Farah me rompían el corazón, porque yo de verdad que la quería muchísimo, pero tampoco puedo decir que mi comportamiento fue siempre bueno. Yo nunca le pegué, eso lo puedo afirmar, pero muchas veces perdí la paciencia y respondí a sus desmanes, a sus gritos y a sus insultos de la misma manera, lo cual casi siempre empeoraba las cosas.

No sé cómo aguantamos Farah y yo todo un mes en Madrid. Supongo que después de tantos años juntos ya estábamos acostumbrados. Nuestra relación estaba herida, no sabía si de muerte o no, pero al menos ambos queríamos saber qué nos decían los médicos acerca de todas esas pruebas que habíamos hecho con tanto esfuerzo y que nos habían costado entre pitos y flautas casi unos quinientos euros.

El veredicto de los médicos de la clínica fue el siguiente. No podían asegurar tajantemente que tuviésemos un problema ni que este en caso de existir fuese mío o de Farah. En ninguno de los dos vieron nada grave, pero en ambos observaron cosillas preocupantes. Además, nos comentaron otro tema a tener en cuenta, que era que en un veinticinco por ciento de los casos la infertilidad se debía a causas desconocidas, cosas que los médicos no podían explicar, pero que sucedían. A esto había que sumar también los factores genéticos, según los cuales parecía que algunas parejas eran más compatibles que otras, e incluso un factor tan absurdo como la propia suerte. Al oír lo de la genética nos asustamos y les preguntamos si no seríamos incompatibles genéticamente. Nos contestaron que no, que eso de la incompatibilidad genética entre humanos, era en teoría imposible, pero que sí había pequeños fallos genéticos que si compartían las dos personas, podían crear también problemas.

Una vez quedó claro que incluso los médicos eran incapaces de darnos una respuesta definitiva, pasamos a la parte práctica y les preguntamos cómo proceder. Según ellos, lo mejor que podríamos hacer sería seguir intentándolo de manera natural durante un tiempo y si no había resultados, hacer un tratamiento de reproducción asistida.

—Vale, lo de intentarlo de manera natural lo entendemos —le dije a la doctora—, pero ¿durante cuánto tiempo?

—No lo sé, no te puedo decir de manera exacta. Hasta dos años se considera un periodo razonable. Todavía sois muy jóvenes y tenéis tiempo de sobra. —Ante esta última afirmación de la doctora, Farah puso una cara malísima, como si estuviese pensando «Yo lo quiero ahora, no en dos putos años», e incluso emitió un pequeño bufido de indignación.

—¿Y si no ocurre nada después de los dos años? —pregunté yo.

—Entonces os recomendaríamos hacer un tratamiento de reproducción asistida. Inseminación o bien fecundación in vitro, según valoremos nosotros, aunque lo más fiable es el in vitro, porque la inseminación tiene muy pocas probabilidades de funcionar.

Antes de empezar a agobiarnos y preguntar en qué consistían estos tratamientos, tuve la precaución de interesarme por su coste. Entre seis y ocho mil euros, me contestaron. Vale, yo no tenía ese dinero ni de coña, Farah muchísimo menos y tampoco se lo podía pedir a mis padres. Farah me exigía que la embarazase rápido si quería salvar nuestra relación, pero no se prestaba a convivir conmigo en Madrid y hacer vida marital normal. Yo de nuevo en Inglaterra tampoco me veía, porque allí no había hecho nada de provecho y, además, había acabado con los nervios destrozados. Después de mucho pensarlo, la solución que me pareció más eficiente para todo este lío fue que yo me quedase en Madrid y buscase un trabajo con el que pudiese ganar mucho dinero. Una parte de ese dinero lo emplearía en visitar a Farah cada dos meses, coincidiendo con sus días fértiles, para probar suerte, y el resto lo ahorraría para financiar un posible tratamiento en caso de no lograr nada de manera natural. Lo hablé con Farah y a ella le pareció bien, bueno, ni bien ni mal porque la tía estaba como ausente. En situaciones desesperadas había que prepararse para tomar soluciones drásticas, así que me fui mentalizando de que el verano próximo igual habría que hacer ese tratamiento de fertilidad. Cualquier cosa para salvar mi relación con Farah. ¿Lograría en unos meses reunir los siete u ocho mil euros que costaba la broma? Una nueva pesadilla asomaba el careto por el horizonte.


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